Capítulo 6

 

Cuando Alejandro se reunió en la hoguera con los demás, supo que la mujer ya había informado a sus amigas de que no había sido capaz de llevar a cabo el acto sexual. Había llegado tan decidido como un ciclón y se había quedado en una simple brisa, un poco de aire soplado por la boca de una niña, así de leve había sido.

Miró de nuevo al joven, que estaba al lado de María, la hermosa mujer para quien se había convertido en algo parecido a un hermano. Todavía recordaba cómo se conocieron, después de la muerte en extrañas circunstancias de su padre, el duque del Valle.

Había querido poner fin a las actuaciones que llevaba a cabo su hermanastro tras heredar el título nobiliario del duque, actividades que tenían el respaldo de su capitán, Francisco Carvajal, al que Alejandro odiaba profundamente por los abusos de poder que llevaba a cabo con los culpables… y con los inocentes.

Cuando supo quién se escondía tras la máscara del Caballero y qué era lo que en realidad hacía, no pudo hacer otra cosa que unirse a esa causa tan noble y, ahora, era uno de ellos. Se protegían el uno al otro y en esa vida que llevaban, aparte de la que les había tocado vivir, eran felices, pues era la vida que habían elegido. Miró a los demás. Estaban presentes algunos de los primeros y muchos que habían llegado después.

Entendía por qué un hombre era capaz de acabar con la vida de alguien de su propia sangre por salvarla a ella, pues era única: fuerte, divertida, audaz, hermosa y, sobre todo, una mujer enamorada de su esposo. Todo lo que deseaba para sí.

Por unos momentos se distrajo pensando en su prometida, esa chiquilla que se había escapado y que nadie sabía dónde encontrar. Había estado muy preocupado pero, al pasar los días y no encontrar ninguna pista de su paradero, su instinto le había llevado a la triste conclusión de que no la encontrarían con vida. Barajaba dos posibilidades: si se había ido por cuenta propia no creía que una señorita de su posición llegase muy lejos sola y si la habían hecho desaparecer… Así que después de las primeras cuarenta y ocho horas en las que la buscaron removiendo cielo y tierra sin descanso ni éxito, temía en su corazón que estuviera, con toda probabilidad, muerta.

Había puesto todas sus esperanzas en ese enlace forzado, pensando que tal vez el destino fuese amable con él y le regalase a una mujer parecida a María. Estaba harto de las remilgadas mujercitas que solo pensaban en qué vestido ponerse y en los dimes y diretes. Deseaba una mujer de espíritu fuerte, como él, una que lo aceptase como era y que le guardase su secreto.

Por más que lo intentó no pudo evitar fijarse en la cara, ya limpia, del joven. Sin la mugre resultaba todavía más atractivo. Sus labios carnosos, sus pómulos altos, su nariz pequeña y respingona, y sobre todo el increíble color de sus ojos de un azul añil que llamaba la atención.

Nunca había conocido a nadie que tuviese ese color de ojos. Sus tupidas pestañas color miel le decían que su cabello era claro, y se preguntó por qué no se deshacía del pañuelo, ¿acaso no tenía pelo? Era joven para acusar la calvicie, pero con la naturaleza nunca se sabía. Había dejado de mirar a María, una mujer de verdad, para distraerse embelesado de nuevo con la delicadeza del muchacho, que parecía entenderse demasiado bien con la mujer de su amigo.

–Deja de beber, no has dejado nada de vino en la bota. Mañana te arrepentirás.

–Supongo… No me he dado cuenta.

– ¿Qué demonios te pasa, Alejandro? –murmuró el Caballero para que nadie más le oyese pronunciar su nombre de pila. La identidad de Alejandro era secreta salvo para María y para él mismo, era más seguro así. Había nuevos integrantes en la banda y él era un miembro de las fuerzas del orden y la ley, así que no estaba de más tomar todas las precauciones posibles.

–Nada –contestó.

– ¿Nada? Estás muy raro desde que apareciste con el chico. ¿Ha pasado algo que deba saber?

–No, nada, es solo que tengo un mal día.

–No pienses más en ella, lo que haya de suceder, sucederá.

–Sí, supongo… ¿No te parece que se llevan demasiado bien?

–Si no fuese tan solo un crío, sentiría celos, pero supongo que María lo ve como a un hijo.

–Parece contenta.

–Al parecer le divierte tu captura.

–Es un incordio.

– ¿Qué te ha hecho para que le tengas tantos recelos?

–No me fío de él. No parece… un hombre.

–Sé a qué te refieres, es un poco afeminado, pero le daremos la oportunidad que se merece cualquiera que pide nuestra ayuda.

– Me voy a la cama.

–Será mejor que te vayas a dormir antes de que vacíes las despensas de vino.

Y, así, entre bromas se retiró a descansar.

Carmen no dejaba de preguntarse qué sería lo que le sucedería a Montés con ella. No parecía un mal hombre, de hecho solo se mostraba así de agrio con ella. No pudo dejar de mirarlo mientras hablaba con el bandolero del antifaz, el Caballero. Parecían estar relajados uno al lado del otro. Se notaba la confianza que existía entre los dos.

María no dejaba de contarle detalles sobre el campamento y trataba sin cesar de hacerle comprender que debía regresar a su hogar, mientras ella miraba sin parar a Montés. Parecía molesto, enfadado y algo afectado por la bebida. No podía evitar preguntarse qué sería lo que le pasaba a ese extraño y atrayente bandolero. Ella o mejor dicho Carmelo no le había hecho nada para molestarlo, aparte de haberse adentrado demasiado en el bosque y de haber llegado a su guarida casi por accidente, pero mostraba con ella una actitud demasiado fría, como si la odiara.

Montés se levantó y se marchó sin decir nada. Desapareció por una de las pequeñas aberturas naturales que ofrecía la montaña y que habían sabido acondicionar como vivienda.

Cuando ya no estuvo al alcance de su vista, Carmen se quedó observando a las tres mujeres que, cuando llegó, bailaban al son de las guitarras, cuchicheaban y se reían entre dientes.

– ¿Quiénes son?

–Almas perdidas, como tú.

– ¿Son… rameras?

–No les prestes demasiada atención, muchos de los hombres son solteros y necesitan compañía de vez en cuando.

–Claro –musitó.

El Caballero se acercó a su mujer y Carmen observó su porte regio. Era alto, fuerte y estaba segura de que bajo el antifaz ocultaba un rostro atractivo.

Sintió algo de celos al ver la mirada que María le dedicaba a su esposo, una mirada cargada de amor, de felicidad. De esa misma manera quería ella mirar a su marido si es que algún día conseguía tener uno. Eso deseaba sentir por el hombre con el que tuviese que pasar toda su vida, pero al parecer no iba a tener esa suerte.

Había conseguido escapar del hombre con el que su padre la había prometido y encontrar a los bandoleros, quienes incluso la habían admitido entre ellos, al menos de momento. ¿Y ahora? ¿Qué haría? Sabía que aunque María le guardase su secreto no podría permanecer mucho tiempo oculta, en cualquier momento la podían descubrir, ¿y entonces? ¿Qué sucedería? ¿La expulsarían? ¿La castigarían por mentir? ¿La dejarían en la calle sin nada? Las mujeres necesitaban a un hombre que las cuidase y gestionase su patrimonio, que les diese hijos hermosos a los que criar y a los que dedicar carantoñas cariñosas… No había pensado antes en nada de eso. Ahora, sin embargo, arropada por el calor de la hoguera que se marchitaba a esas horas de la noche, en las que el aire más que fresco era frío, pensaba en que quizás, solo quizás, había hecho una tontería, una chiquillada inocente que le iba a costar muy caro.

–Puedes hacerlo, es de fiar, confía en mí –escuchó que le decía María a su esposo.

Al principio no entendió muy bien a qué se refería hasta que observó perpleja cómo, con dedos hábiles, le desataba el antifaz a su marido, dejando su rostro descubierto.

El hombre no protestó, tan solo besó con suavidad las manos de su esposa y Carmen corroboró lo que creía: era un hombre realmente apuesto.

–Bueno, Carmelo –dijo marcando la «o» del final–, te presento oficialmente a mi marido, el duque Álvaro del Valle, más conocido como el Caballero.

Él, con un gesto dramático, se inclinó exageradamente arrancando una sonrisa inesperada a más de uno del grupo.

Carmen observó cómo todos se iban retirando a sus respectivas cuevas. Los guitarristas dejaban los instrumentos apoyados contra las sillas y el fuego agonizaba al compás de los profundos suspiros de los que ya dormitaban sobre el suelo, tapados con una gruesa manta.

Las mujeres se habían retirado discretamente, dos de ellas con el primero que les había ofrecido calor, y la última… En ella había algo diferente, un recelo parecido al suyo propio. Se alejó vigilante y pudo comprobar que otro de los hombres, uno al que no podía identificar, la siguió con disimulo.

Solo quedaban ellos tres y las miradas ardorosas de sus anfitriones comenzaron a incomodarla.

–Bueno, mi querida esposa, debemos regresar a la hacienda.

–Sí, es cierto. Aunque me apetecería pasar la noche aquí, hace una noche muy agradable.

Carmen miró con ojos suplicantes a María para transmitirle su miedo. Si ellos se iban, si María se iba… ¿qué iba a pasar con ella? ¿Permanecería allí, entre bandoleros que la creían un niño imberbe? No, no podía quedarse sola en ese lugar.

–Está bien, amor, dormiremos aquí.

–Gracias –dijo María sonriendo a Carmen y guiñándole un ojo cómplice.

–Carmelo, duerme en la cueva con Montés. Es en la única que no vas a molestar.

–¿Con Montés? –balbuceó.

–Sin protestas. Obedece –gruñó el Caballero con seriedad.

Carmen miró en busca de auxilio a su inesperada y reciente amiga, pero esta se encogió de hombros. No podía hacer nada. Sin discutir, se dirigió a la cueva que le serviría de alcoba, pero ni tan siquiera allí iba a poder gozar de un poco de paz e intimidad.

Entró con sigilo, procurando no tropezar con nada y adaptar sus ojos a la escasa luz. Se guiaría hasta elegir, para tumbarse, el rincón más alejado de Montés. Pero la oscuridad era tal que sin desearlo tropezó con una silla y la tiró al suelo con estrépito.

Un gemido agudo salió de su pecho, pues temía las represalias. Ese hombre la odiaba sin ningún motivo.

–No te preocupes, no estaba dormido.

–Lo siento mucho, no era mi intención.

–Aquí tienes sitio. Acuéstate ya. No sé por qué te han mandado a dormir aquí.

–Me lo han ordenado, tampoco es que yo quiera compartir la cama contigo.

Trató de no sonar molesta, aunque lo estaba. Lo último que quería era desatar la ira de alguno de ellos, pero la actitud de ese hombre la tenía hastiada. Si de algo estaba segura era de que no había hecho nada para que él la tratase tan mal y empezaba a aburrirle esa actitud que demostraba.

–¿No había otro sitio?

–Al parecer no. Los demás están ocupados…

–¿Ocupados?

–Con mujeres.

–Podías haber dormido con alguna –espetó.

–¿Yo? ¿Con una mujer? –gritó, y al momento se arrepintió, sin duda su comentario desafortunado y revelador le pasaría factura.

–¿Por qué no? ¿No te gustan las mujeres?

–Sí, claro que sí. De hecho, las adoro –contestó rápidamente–, pero no me gustan esa clase de mujeres.

–Entiendo, ¿y cómo te gustan? No pareces tener mucha experiencia.

–La verdad, creo que eso es asunto mío y de las damas en cuestión.

Se dio la vuelta y cerró los ojos, no deseaba tener ese tipo de conversación con un desconocido y malhumorado hombre, por muy atractivo que fuese verlo en pantalones, con el torso, musculoso y bronceado, desnudo por completo.

Trató de concentrarse en acompasar de nuevo el sonido de su corazón. Temía que pudiese oír el fuerte repiqueteo que en esos momentos estaba haciendo el dichoso órgano.

–¿Por qué no te quitas la ropa? –murmuró en la oscuridad.

–Tengo frío –fue lo único que se le ocurrió contestar.

–Hay mantas.

–Prefiero mi ropa.

–¿Y el pañuelo?

–También tengo frío en la cabeza.

–¿No tienes pelo?

–¿Perdona?

–Que si eres calvo. No entiendo por qué no te deshaces de ese pañuelo.

–Me gusta. Y no, no soy calvo. Además, si lo fuera no sería algo que te importase. Buenas noches, Montés.

–Buenas noches, Carmelo.

Carmen cerró los ojos y rezó con todas sus fuerzas para dormirse pronto y dejar de pensar en el cuerpo desnudo de su compañero de habitación.

Alejandro no dejó de dar vueltas y más vueltas y, después, algunas más. No podía dejar de recordar el trasero desnudo del joven. Observaba en la oscuridad cómo su compañero, encogido como un bebé, hacía que los pantalones marcaran todavía más ese exuberante trasero. No dejaba de pensar en que si fuese una mujer ahora mismo la cogería con fuerza y la tendería junto a él en la cama para regalarle caricias en sitios que, seguro, no sabía que tenía. Se tensó. Su virilidad clamaba inflamada por el deseo que ese extraño chico despertaba en él y maldijo en voz baja al recordar que no había podido satisfacer a la mujer que se había llevado a la cama.

Se levantó confuso y enfadado consigo mismo y así, casi sin ropa, se largó de la cueva, que de repente le parecía demasiado pequeña.

–Ángel –le llamó al verlo.

–Dime, Montés.

–¿Todo bien? –preguntó dirigiendo la vista hacia Lola.

–Las cosas están revueltas de nuevo. El capitán aprovecha los recursos de los que disponen para buscar a tu prometida para, de paso, encontrarla a ella.

–Aquí estará a salvo, la protegeremos.

–Lo sé, pero…

–¿Pero?

–Nada, sigo con la guardia –contestó, cuando en realidad lo que deseaba decir era que la protegería con su vida si fuera necesario, que ese animal no iba a tocarla nunca más y que ella, ahora, era suya.

–Está bien.

Lola escuchó de lejos a los hombres y un sudor frío envolvió su cuerpo logrando hacerla tiritar. El capitán la estaba buscando de nuevo y nunca iba a dejar de buscarla, lo tuvo claro desde el momento en que osó desafiarlo, en ese momento en que decidió que ya era bastante. Y esa certeza le partía el alma.