Capítulo 2
No estaba segura de cuánto tiempo habían cabalgado en silencio. A su espalda iba el otro hombre del que aún no conocía el nombre. Ninguno decía nada, incluso el bosque parecía acallarse para escuchar su llanto. Sentía los ojos inflamados y le escocían de tanto llorar en silencio. Sabía que en esos momentos era una estampa digna de ver: con la cara hinchada y roja como un globo a punto de estallar, el vestido sucio y oliendo a vómito y, si todo eso no fuera suficiente, proscrita.
A lo lejos le pareció vislumbrar una tenue luz, quizás un fuego. Un ulular llamó de nuevo su atención, y más cuando Ángel ululó a su vez, en respuesta. En ese momento, se percató del movimiento.
Un hombre alto y fuerte bajaba de la copa de un alto pino con gran destreza. Sin duda vigilaba, ¿pero qué?, ¿o a quién?, ¿a los guardias civiles?
La respuesta apareció en el instante en que contempló lo que había frente a ella: el campamento de los temibles bandoleros. Se tensó al instante. Él lo notó y posó su mano sobre la cintura femenina para transmitirle seguridad.
–No te preocupes, te protegeré. Aquí estarás a salvo –le susurró al oído.
Lola se tensó más. No quería, pero no pudo evitar que su cuerpo reaccionase al sentir el cálido aliento en su cuello provocando una oleada de calor que le recorrió la espina dorsal. Su corazón volvió a latir. Dos veces en un mismo día y ambas las había provocado él. Sin duda era agradecimiento hacia el hombre que la había rescatado.
Conforme el caballo se acercaba al forajido advirtió que iba vestido con un traje oscuro y una camisa que desde lejos parecía sucia y llena de remiendos. Su cabeza estaba oculta bajo un pañuelo de color oscuro y en sus manos portaba una escopeta a modo de advertencia.
–Has podido liberarte, ¿eh? Lo sabía, hermano.
¿Hermanos? ¿Sería una forma de hablar entre bandoleros?
–Sí, Andrés, ha sido fácil, no valían mucho como rivales.
–Estaba seguro de que serías capaz de escapar de ese agujero. ¿Y este regalo? ¿Un premio de consolación?
–No, ella no es para ninguno. Que quede claro, está bajo mi protección. Ya sabes lo que eso significa.
– ¿Y ella ha aceptado?
Ángel no dijo nada, tan solo siguió hacia el campamento a paso lento y en silencio. Cuanto más cerca estaban del refugio, más curiosidad sentía Lola. ¿Cómo sería? ¿Un antro de perversión como había oído llamarlo alguna vez a los jóvenes guardias civiles? ¿Hombres deformados y heridos, prostitutas por doquier, bebida, juegos de cartas y bandidos despiadados matando inocentes?
Lo dudaba, en verdad no creía ni una de las palabras que salían por la sucia boca del capitán Francisco. No, no era posible que fuesen así. La gente del pueblo no los protegería tan celosamente si lo fueran. Incluso don José, el cura del pueblo, los apoyaba.
Tras un saliente rocoso apareció el campamento. Desde luego parecía más tranquilo de lo que querían hacer creer. Había una gran hoguera con algunas cacerolas hirviendo; el olor a estofado era delicioso y lo inundaba todo. Algunos hombres estaban sentados frente al fuego y charlaban tranquilamente de forma amistosa. Otros se entretenían lustrando las armas o sus botas. También había un par de muchachos sin apenas barba que desollaban algunas liebres. Y al fondo una figura imponente: un hombre alto, fuerte y con un antifaz. Era él, el famoso Caballero, el bandolero más buscado por esos lares, al que habían dado por muerto, pero que había resurgido con nueva fuerza y le paraba los pies al capitán cada vez que tenía ocasión. Sus hazañas pasaban de boca en boca. Se decía que era capaz de paralizarte con una de sus miradas abrasadoras que envolvían el cuerpo de las damas en una espesa niebla de pasión que las volvía locas.
Lola se puso nerviosa y cuando Ángel la ayudó a bajar del caballo para continuar a pie, trastabilló. Sus piernas no fueron capaces de sostenerla, la tensión acumulada durante todo el ajetreado día le pasó factura.
La figura imponente, que hablaba de forma seria con otro hombre que le igualaba físicamente, se giró hacia donde estaban.
La sonrisa inicial que se empezó a dibujar en su cara dio paso a un rictus serio. Sin duda no esperaba ver a una mujer extraña allí, entre sus hombres. El Caballero miró a su compañero de charla y ambos, sin decir nada, se dirigieron hacia ellos a grandes zancadas.
– ¿Quién es? –increpó–. ¿Por qué la has traído? Sabes que no es seguro traer a nadie aquí.
–Lo sé, Caballero, pero escúchame. Estaba en su casa. Aún no sé muy bien qué ha sucedido pero la pillé huyendo cuando yo lo hacía. No iba a dejarla en manos de ese malnacido, ¿no?
–No, claro que no –suspiró–. Y dime, ¿cuál es tu nombre?
–Lola –contestó, y agradeció que su voz sonase normal.
– ¿Qué has hecho?
¿Qué contestar? Si mentía tal vez se enfadaran y si les decía lo que había hecho en realidad… tal vez no la protegieran y, entonces, ¿qué haría? Sin saber qué decir o qué hacer, se derrumbó en el suelo y comenzó a llorar de nuevo. Parecía que sus ojos se hubieran convertido de repente en dos fuentes que derramaban ríos de lágrimas.
–Está bien, Ángel, tráela a la cueva. Vamos a averiguar qué ha sucedido.
Ángel la cogió entre sus fuertes brazos y caminó con paso ágil. No era tan alto como los otros dos, pero sin duda no se quedaba atrás respecto a su fuerza. Una vez dentro, la sentaron en una silla. Ángel, al notar que no podía dejar de temblar, le colocó una manta por encima de los hombros y avivó el fuego del hogar.
–Traed algo de comida –ordenó el Caballero.
Andrés asintió y salió de la cueva dejándola allí a solas con los tres.
–Ángel –rompió el silencio el líder–, ¿estás seguro?
–Respondo por ella.
– ¿Sabes lo que eso significa?
–Sí, lo sé.
–Entonces está bien. Cuando coma algo y se calme, que nos cuente su historia.
Andrés entró de nuevo en la cueva con un humeante plato en las manos. Era estofado, como ella ya había adivinado por el olor, y estaba delicioso, pero fue incapaz de comer mucho. El nudo que se le había formado en la garganta había bajado hasta llenar su estómago de desazón.
–Deberías tratar de comer –le susurró Ángel.
Lola le miró a los ojos, esos ojos grises que la miraban de una forma extraña, atravesándole el alma y reconfortando con manos invisibles su lastimado corazón, tan herido que no podía dejar de preguntarse si alguna vez volvería a latir a su ritmo normal. Al menos le quedaba una pequeña esperanza, pues ese hombre que la había ayudado a escapar había logrado que latiese dos veces en el mismo día. Era un comienzo.
–Sí, debería comer, pero no soy capaz. No puedo, aunque está delicioso.
–Sí, lo está. El Liebre, otra cosa no, pero tiene buena mano para la cocina, no tanto con la puntería, por eso no ponemos nuestra vida en sus manos, pero sí nuestros estómagos –volvió a guiñarle un ojo de forma natural y desinteresada y acompañó el gesto con una sonrisa que hizo que de nuevo su corazón latiese; un sonido leve, pero ahí estaba–. No digas nada, es un secreto.
Lola le devolvió la sonrisa, era algo natural, no podía evitarlo, él le contagiaba esa manera tan espontánea de hacer las cosas. Al momento dirigió de nuevo la mirada al cuenco de estofado, no podía permitirse soñar ni que sus ojos la hechizaran de nuevo.
– ¿Te encuentras mejor, Lola?
Asintió, no valía la pena seguir postergando la condena, ellos la echarían de su lado, no necesitaban más problemas que los suyos propios, así que se iría. Acabaría lo antes posible con esa agonía que la estrangulaba, necesitaba poder volver a respirar.
–Sí, me encuentro más calmada –contestó.
–Entonces, Lola, cuéntanos qué ha sucedido y por qué huías de la casa del capitán Carvajal.
–Bueno, yo… –comenzó a retorcerse las manos nerviosa–. Yo…
No sabía cómo continuar, ¿tenía que desvelarles todos los detalles? No, en realidad no era necesario, ¿o sí? Sintió sus manos estremecerse de calor y al alzar la mirada vio a Ángel acunándolas entre las suyas para infundirle valor. Su mirada le inspiró confianza y seguridad, algo que por desgracia no era frecuente en su vida.
–Yo… Yo… Creo que lo maté –dijo de repente.
Así, sin más. Lo dejó caer. No podía creer lo que había dicho en voz alta. Miró hacía arriba y vio los rostros petrificados de sus acompañantes. El Caballero parecía no creer lo que escuchaba. El otro del que todavía no conocía el nombre agachó la mirada y cabeceó. Andrés se había quedado con la boca abierta y Ángel… Él… ¿sonreía? Lola no podía asegurarlo, fue solo un instante, pero la verdad es que le había parecido ver que movía las comisuras de los labios para formar una leve sonrisa.
– ¿Estás segura, chiquilla? –preguntó de nuevo el Caballero.
–Bueno, segura… no, no me quedé allí para comprobarlo.
– ¿Nos puedes decir qué pasó exactamente? –inquirió el hombre cuyo nombre no conocía.
– ¿Vais a delatarme?, ¿a entregarme a los guardias civiles?
Todos, a la vez, empezaron a reír. La verdad era que Lola no le encontraba la gracia por ningún lado, pero allí estaban todos riéndose a carcajada limpia. Sus hombros se sacudían convulsionando sus fuertes cuerpos y Ángel, a su lado, la miraba con una clara sonrisa en la boca y los ojos chispeantes de… ¿orgullo?
Era una situación de lo más extraña, no entendía qué les sucedía y eso la enfadó. ¿Acaso pensaban que les mentía? La estaban ofendiendo y se sintió dolida. No la protegerían después de todo o, tal vez, habían pensado en acabar con ella ellos mismos.
¡Pues claro! ¡Qué ingenua había sido! Ellos iban a sacar partido de ella de una forma u otra. Un ramalazo de furia se adueñó de su frágil cuerpo haciéndole sacar fuerzas de donde no las tenía. Se puso en pie y les hizo frente a todos.
Ángel la miraba confundido, sin duda no entendía su reacción.
– ¿Os reís de mí porque vais a venderme, violarme o algo peor? ¡No os preocupéis, no podéis hacerme nada que no haya sufrido antes!
La risa cesó tan de golpe como había comenzado. Lola no podía creer lo que había dicho en voz alta… ¿Acaso esa voz le pertenecía? No era débil ni indecisa, había sonado fuerte, decidida. Su boca iba por libre y siguió hablando:
–Podéis intentar lo que queráis, pero no os lo pondré fácil, igual que no se lo puse fácil al animal de mi amo.
El silencio se hizo sepulcral. Ángel avanzó hacia ella, despacio, con las manos a la vista para mostrarle que no iba a herirla.
–No voy… no vamos a lastimarte, Lola. Cree en nosotros. ¿Qué demonios te ha hecho ese malnacido?
Agachó la mirada para ocultar las lágrimas que de nuevo rebosaban sus ojos. No deseaba contarle a ese grupo de extraños las aberraciones a las que él la había sometido, no quería recordarlas siquiera, aunque estuviesen dentro de ella y la fueran a perseguir siempre.
–Nada que os interese –fue su respuesta.
–Sea lo que sea, ya pasó. Nadie volverá a lastimarte –murmuró Ángel mientras la acunaba contra su pecho.
–No, Ángel, no ha pasado ni pasará jamás, siempre me perseguirá, es una pesada carga que impide a mi corazón latir a un ritmo normal.
Él la miró de nuevo con sus hermosos ojos grises, unos ojos que le hacían querer que todo fuese diferente, ser tan solo una chica más que se enamoraba de uno de sus vecinos, ser felices a pesar de las necesidades y algún día tener hijos, cosa que ahora no estaba segura de poder hacer, después de los sufrimientos que había padecido.
El jefe se acercó a ella. A pesar del antifaz que le cubría la cara, pudo notar que era un hombre apuesto. Debía rondar la treintena. Era alto y fuerte y tenía una espesa cabellera oscura.
–Lola –dijo en voz baja–, nadie va a entregarte a ellos. Por eso nos reíamos, nunca haríamos algo así, nosotros te protegeremos. Sabemos lo hijo de perra que puede llegar a ser el capitán.
Lola lo miró extrañada.
–Hay algo que se escapa de mi comprensión: ellos son los buenos, vosotros los desalmados, ¿cómo puede estar todo del revés? Ellos me hieren, vosotros me brindáis protección… Es una locura.
–Lola, quiero saber exactamente qué sucedió para poder estar prevenidos.
Asintió, de todas formas no tenía nada más que perder y sí algo que ganar.
–Está bien, yo tenía que acompañar a mi amo a su guarida.
– ¿Guarida? –preguntó Andrés interesado.
–Sí, es en realidad su biblioteca, pero lo llamo guarida. Allí solo entra él y, a veces, me obliga a estar allí.
–Entiendo –dijo el Caballero–. Continúa, por favor.
–En ese momento llamaron a la puerta. Él la abrió porque esa noche Héctor, el mayordomo, descansaba, por lo que estábamos en casa solos. Cuando la puerta se abrió aparecieron algunos jóvenes agentes con Ángel –explicó señalándolo–. Lo traían maniatado. Lo golpearon, pero no dijo nada, no profirió ni un solo sonido, ni el más leve quejido salió de su boca –Lola comprobó que los hombres la miraban atentos animándola a continuar.
– ¿Eso que veo en tu cara es una sonrisa, Ángel? –preguntó el hombre cuyo nombre aún no conocía interrumpiéndola.
–Nunca sonrío, lo sabes –dijo con sequedad.
– ¿Y entonces? –preguntó el Caballero para que Lola prosiguiera.
–Entonces lo mandó al calabozo y a mí me obligó a seguirlo de nuevo. Yo no quería, no lo deseaba, peleé, traté de detenerlo… –los sollozos la sacudían, las imágenes acudían a su mente para torturarla de nuevo, para obligarla a no olvidar–. Traté de resistirme, pero era tan pesado… Me hacía tanto daño… –en un gesto inconsciente se llevó las manos a su delicado cuello. Los demás percibieron las marcas moradas y amarillas junto con las nuevas, rojizas.
Álvaro, el Caballero, agachó la cabeza. No era posible. ¿Cómo podía alguien que debía hacer respetar la ley ser tan cruel? No deseaba saber por qué cosas terribles habría pasado aquella joven, porque no era más que una niña que le recordó a su propia esposa, María. La rabia lo consumía, no podía dejar de pensar que tal vez ese habría sido el destino de su amada esposa, tal vez su hermano la habría herido de esa forma también, de no haber acabado las cosas como acabaron.
Los recuerdos lo atravesaron como una flecha afilada. Sin esperarlo, estaba de nuevo en aquel claro del bosque, enfrentándose a su hermano.
María ya estaba a salvo, él se había encargado de ello. La rabia lo consumía, ¿cómo era posible que su hermano fuese tan vil? El fuego crepitaba y las lechuzas ululaban anunciando el final de uno de los dos, porque estaba claro que uno de los dos iba a morir esa noche y Álvaro no tenía la intención de dejar a María a merced de ese salvaje.
Todavía recordaba el golpe que le propinó en el rostro a su esposa y cómo esta le plantó cara; era lo que más le gustaba de ella.
–Así que… Has logrado dar con nosotros… ¿Y qué piensas hacer, mequetrefe?
–Voy a matarte.
– ¿Matarme? No lo creo, no eres lo suficiente hombre para hacerlo. Ni siquiera te son leales.
–Sí, es cierto, el Gato me ha traicionado y, la verdad, me gustaría saber por qué.
–Es fácil, por dinero. Siempre es por dinero, todo tiene un precio.
–Germán, te daré una oportunidad de redimirte, solo una, aprovéchala.
– ¡Nunca voy a rebajarme! ¡Y esa puta de la que te has enamorado va a ser la mujer más desdichada del mundo! ¡Voy a torturarla hasta que se le bajen esos aires y cuando lo consiga, la torturaré más! –gritó fuera de sí.
A continuación todo sucedió demasiado deprisa. Su hermano se abalanzó hacia él. El Tuerto trató de atacarle también, pero, antes de que pudiese alcanzarlo, un disparo certero lo detuvo.
Germán aprovechó su distracción para tratar de clavarle el puñal que llevaba, pero Álvaro fue más rápido y lo apuñaló primero.
Germán cayó fulminado sobre él. Lo empujó con manos temblorosas, todo había terminado y María iba a estar, por fin, a salvo. Todavía tenía la mandíbula apretada a causa de las amenazas que había vertido sobre María y tuvo que obligarse a calmarse.
Cuando logró recuperar el resuello y se puso en pie, vio quién había sido el artífice del disparo: Alejandro.
– ¿Estáis todos bien?
–Sí, señor –contestaron varias voces a la vez.
–Álvaro de la Vega, el famoso Caballero.
–Pero eso ya lo sabías, ¿verdad, Alejandro?
–Sí, lo sabía.
– ¿Vas a delatarme?
–No hay nada que ocultar, ha sido en defensa propia, su hombre le ha salvado de morir a manos de su propio hermano.
– ¿Es eso lo que ha sucedido?
–Sí, eso es lo que ha sucedido aquí, señor. ¿Todos de acuerdo?
–Yo… no podía respirar –escuchó la voz de Lola que lo devolvió al presente–. Traté de hacérselo entender, pero no pude. No podía hacer nada para evitarlo, así que me abandoné, era mejor morir que permanecer a su lado. Acabaría con mi vida, pero también con las vejaciones, los golpes, los abusos… Y cuando estaba sintiendo que el alma abandonaba mi cuerpo, una fuerza extraña se apoderó de mí y no fui capaz de controlarla. Cogí algo de la mesa, aunque no sé qué era, y le golpeé en la cabeza. Entonces se desplomó de repente, sobre mí, inerte. Me lo quité de encima como pude, corrí a mi dormitorio para coger mis escasas pertenencias y me marché de la casa a toda prisa sin intención de mirar atrás. En ese momento me topé con Ángel o, mejor dicho, él se encontró conmigo y me cogió.
–Está bien, Lola, sé que ha sido duro para ti. Por hoy descansa y no te preocupes de nada. Aquí estarás a salvo, nadie va a tocarte y ten por seguro que no te vamos a entregar a esa panda de malnacidos.
– ¿Aunque lo haya matado?
–No, ni aunque hayas acabado con su vida.
Lola lo miró agradecida y de repente confió en él, en todos.
–Has confiado en nosotros, ahora tu destino está en nuestras manos, ¿comprendes eso?
–Sí, si lo desearais podríais entregarme y acabaría en la horca.
–Ahora voy a depositar en ti un secreto, así estaremos el uno en las manos del otro –dijo con suavidad, y para mayor muestra de confianza el Caballero se deshizo de su antifaz y dejó su rostro expuesto–. Eres una de los nuestros, ya no tengo que esconderme de ti.
Lola agradeció la confianza que depositaba en ella y dejó de temblar al tiempo que Ángel aparecía de nuevo a su lado. ¡Qué gran nombre para un hombre como él! Había sido su ángel salvador y ahora era su ángel guardián.