8
El Duque me abrió los brazos de par en par. Estaba en mangas de camisa tras su mesa de despacho, enseñando su velludo pecho. Al verme aparecer por la puerta, brincó sobre su trono y casi corrió hacia mí para darme un fuerte abrazo, al que no correspondí. Se echó hacia atrás para contemplarme y su ardor se apagó de inmediato.
—¿Qué ocurre? ¿A qué viene esa cara?
—¿No le han dicho nada?
—¿Acerca de qué?
—De mi decisión.
—¿Cuál?
Le solté a bocajarro:
—Dejo el boxeo.
Se quedó patidifuso, luego echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada homérica.
—¡Anda ya! Ahí sí que me la has pegado... Menudo bromista estás hecho.
—Se lo digo en serio, señor Bollocq.
La frialdad de mi tono acabó de apagar su entusiasmo. El rostro se le crispó de tal modo que las arrugas de su frente parecieron agrietarle la piel.
—¿A qué viene esto ahora? ¿Se te ha ido la cabeza de tantos golpes o qué?
—Puede ser...
El Duque barrió de un manotazo los informes amontonados sobre su mesa, dio una patada a una silla y se agarró la cabeza con ambas manos para calmarse. Permaneció así durante unos segundos, dándome la espalda, intentando ordenar sus ideas. Cuando me volvió a mirar, su rostro congestionado no parecía humano. Se estremeció de cuerpo entero, con las narices dilatadas y los ojos desorbitados. Me colocó un dedo sobre el pecho, lo retiró, y miró a su alrededor, jadeante.
—Estoy soñando —masculló—. No puede ser.
De repente me agarró por la garganta, pero era demasiado paticorto como para permanecer así. Regresó tras su mesa y se quedó mirando el plátano del patio interior.
—¡Ginooo! —aulló.
Acudió una secretaria, muerta de miedo. La mandó buscar a Gino en la segunda planta. Lo oí subir la escalera a toda mecha. Se sorprendió al verme allí, pero el Duque no le dio tiempo a sobreponerse.
—¿Puedes decirme qué mosca ha picado a tu amigo?
Gino tragó saliva.
—¿Estás al tanto de su decisión?
—Sí, señor.
—¿Desde cuándo?
—Lo lamento.
—¿Por qué no me has dicho nada?
—Pensaba poder hacerlo entrar en razón.
—Por lo que se ve, no lo has convencido.
—Para serle sincero, no hemos tenido tiempo de discutirlo con calma.
—Te estás jugando el tipo, chaval —rugió el Duque abalanzándose sobre él—. Si ese gilipollas de falso hermano tuyo no me presenta sus excusas ahora mismo, se te va a caer el pelo.
—Se trata de un lamentable malentendido, señor. Le prometo que todo se va a arreglar.
—Ya lo he decidido —expresé con firmeza—. Ni Gino ni nadie me va a hacer cambiar de opinión.
El Duque se volvió hacia mí soltando espumarajos por la boca.
—Creo que no sabes a lo que te estás exponiendo, capullo. Yo no soy boxeador y no tengo reglas cuando ajusto cuentas con alguien. ¿Captas la onda? No sé si tienes un cerebro o grasa de motor en la cabeza, pero yo en tu lugar me andaría con mucho, pero con mucho cuidado. —Se volvió menos abrupto al ver que no me intimidaba—. ¿Puedo saber qué no funciona entre nosotros? Siempre hemos estado a tu lado, así que, ¿a qué viene este cambio? Si se trata de dinero, pongamos las cartas sobre la mesa. Todo es negociable, campeón.
—Lo lamento, señor Bollocq. No es por dinero, y tampoco tengo quejas de nadie. Se han portado ustedes estupendamente. No les he decepcionado. Estamos en paz.
—¿Adónde vas, capullo? Estoy promocionando tu carrera más allá de nuestras fronteras, y tú me la devuelves como un perro la pelota que su amo le acaba de lanzar.
—No soy un perro.
—Eso queda por ver... Pero no te quepa duda de que aquí el amo soy yo. Todo lo que tienes me lo debes a mí. Me he gastado una fortuna para aupar a un yauled sin porvenir ni estudios a lo alto del podio. Ya te lo dije hace tiempo. No eres más que una inversión, un negocio que me ha costado mucha pasta, un sinfín de negociaciones, alianzas con gente vomitiva. Por ti he tenido que untar muchas manos, que sobornar a periodistas, perdonar a traidores y hacer las paces con ineptos. Y ahora te da, porque sí, por tirar la toalla, y encima te crees que estás en tu derecho.
Se dirigió a Gino:
—Coge a tu indígena y lárgate. Cuando vuelvas, quiero que los dos me presentéis vuestras excusas de rodillas y llorando. Si no, iré yo a por vosotros y os arrepentiréis de haberos cruzado conmigo... ¡Hala, fuera de aquí!
Gino me llevó directamente a su despacho. Su pánico era indescriptible.
—Pero ¿qué pasa contigo, por Dios? ¿En qué atolladero nos estás metiendo a todos? El Duque no permitirá que te vayas así porque sí. Los dos estamos en peligro. Te lo pido por lo más sagrado, volvamos y presentémosle nuestras excusas.
—Ya no le debo nada.
—Desengáñate, le debes más de lo que imaginas. No eras más que un gato de alcantarilla y te ha convertido en un tigre. Sin él, aún estarías chapoteando en las charcas. Sé mejor que tú quién está equivocado y quién se merece un respeto... Tu problema es que tienes una cabeza de alfiler por cerebro. Ignoras lo que te conviene y lo que debes rehuir como la peste. ¿Quieres un consejo de oro macizo? Renuncia a esa mujer. Te tiene sorbida la sesera. Si te quisiera, no te pondría zancadillas sino que te animaría a seguir adelante, a ganar un título tras otro, a tocar la luna con tus manos. Te lo suplico, en nombre de nuestra amistad fraterna, de nuestros sueños de chavales pobres, de todo lo que hemos padecido y nos hemos ganado a pulso partiendo de cero; te lo pido por Dios, te beso las manos y los pies, pero vuelve a mí, vuelve a nosotros y quítate de encima a esa golfa que quiere devolverte a las cloacas de las que apenas acabas de salir.
—¿Te das cuenta de lo que me exiges, Gino? Quiero a esa mujer. No paso ni un minuto sin pensar en ella y me ordenas que la olvide. Gino, mi muy querido Gino, ¿acaso no ves que soy feliz por primera vez en mi vida? Quiero a Irène, ¿me entiendes? La-quie-ro. Si mi vida tiene sentido, es porque Irène la reinventa continuamente para mí.
Me soltó un bofetón.
—Egoísta, no eres más que un egoísta estúpido y obtuso. Con todo lo que he hecho por ti, ahora me dejas en la estacada.
—No vuelvas a ponerme la mano encima, Gino. Nunca más.
—Entonces deja de pisarme la nuca. Me estás pateando como si fuera un felpudo. ¿Cómo te atreves a echar abajo todo lo que hemos levantado para ti?
—Lo lamento sinceramente. Te aseguro que me da mucha pena. Tengo mucho afecto a DeStefano, a Tobias, a Salvo. Sigues siendo un hermano para mí. Pero estoy cansado de que me peguen. Necesito bajar de mi nube, caminar entre la gente, vivir con normalidad.
—Se lo prometiste a mi madre en su lecho de muerte. Le juraste que no permitirías que ninguna serpiente se colara entre nosotros.
—Irène no es una serpiente, Gino.
—Sí lo es, Turambo, lo que pasa es que no te das cuenta. Estás hipnotizado como una rata de campo.
—Ya se te pasará, Gino. No quiero perder tu amistad. Preservémosla.
—Tú la estás arrojando por la borda. No muestras por mí la menor consideración y piedad. Estoy a punto de que me dé un infarto, y a ti, ni fu ni fa. Si esa es tu amistad, quédate con ella. Yo nunca te habría gastado una mala pasada así. No imaginas hasta qué punto me decepcionas. Te comportas como un hipócrita, un egoísta, un cabrón cobarde y repugnante. Una basura, eso es lo que eres, una asquerosa basura y un desagradecido.
Sus palabras me dolieron.
Gino soltaba chispas por los ojos y veneno por la boca. La nariz se le estremecía de resentimiento y sus labios me maldecían. Jadeaba como un asmático, con el aliento recalentado por el magma que bullía dentro de él, espantosamente amargo, y con los rasgos deformes.
—Pero ten cuidado —resolló agitando un dedo delante de mi cara—. No eres tú el que baraja las cartas, Turambo. No nos entierres tan pronto. Me he sacrificado demasiado por ti y no voy a permitir que eches por tierra mi porvenir.
—¿Lo ves? Hablas de tu porvenir. Si te importa el tuyo, ¿por qué pretendes que renuncie al mío?
—Lo uno no impide lo otro. El boxeo no es incompatible con el matrimonio. Cásate con tu golfa, si tanto empeño tienes, ¡pero por Dios!, no nos sacrifiques a todos por su cara bonita.
—Eso no es lo único, Gino. Estoy harto de lamerme las heridas mientras vosotros os laméis el dedo para contar vuestros fajos de billetes.
—Tú también ganas dinero.
—En detrimento de mi estima. No quiero seguir dando el espectáculo.
—Turambo, te lo suplico, intenta reflexionar un par de segundos...
—Llevo meses haciéndolo. Mi decisión es definitiva.
—¿De verdad?
—Del todo.
Meneó la cabeza, hundido, se recompuso y me miró con los ojos inyectados en sangre. Unos tics le recorrían los pómulos. Me gritó ladeando la boca:
—Te aviso que no permitiré que me la gastes.
Asistí a una auténtica muda. Una magnífica época de inocencia y complicidad desinteresada se desenmascaró para convertirse en algo repulsivo y obsceno. Gino estaba abortando un personaje cuyo lado oscuro no había sospechado. Con su aspecto pétreo y su mirada polvorienta, parecía recién salido de la pared que tenía a sus espaldas, o de una tumba. Era la encarnación de las tinieblas. Su rostro expresaba la tragedia de alguien que tiene la soga al cuello y está dispuesto a colocársela a su mejor amigo con tal de salvar el suyo. Estaba irreconocible. Puede que pensara lo mismo de mí, pero yo no le exigía nada. Lo que nos separaba era el sacrificio que exigía de mí. Ya no estábamos en el mismo bando.
—¿Me estás amenazando, Gino?
—Tenlo por seguro.
—Pues tus amenazas me la traen floja. Ya puede el Duque echarte, lincharte o conservarte en formol... me importa un bledo.
—El hazmerreír eres tú, chaval. Tu Egeria no es más que una desvergonzada que se acuesta con el primero con el que se cruza. Te echará a patadas de su cama cuando se canse de ti. ¿No te lo ha contado Mouss?
—¿O sea que tú me lo mandaste?
—Si te parece, me iba a cortar... Pensaba que tenías amor propio, sentido del honor, como la gente de tu comunidad. Ahora me doy cuenta de que no eres más que un bobo encoñado con una calentorra. Te voy a demostrar que esa perra encelada tiene su precio, como todas las putas, y que te cambiaría por un puñado de billetes sin molestarse en contarlos.
—Mantente lejos de ella, Gino.
—¿Qué temes? ¿Que tenga razón?
Le di un empujón y salí escalera abajo.
Me persiguió a voces:
—No permitiré que sabotees mis proyectos, Turambo. ¿Me oyes? ¡Eh! Turambo, Turambo...
Tras conducir sin rumbo por los bulevares, fui a un cafetín del barrio de Sidi Blel. La calleja era demasiado estrecha para un vehículo, así que aparqué cerca de una plazoleta y seguí a pie. Algunos clientes con turbantes parloteaban alrededor de una tetera. Un cantante ciego tocaba el laúd sobre una tarima rudimentaria. Pedí un café con canela y buñuelos tunecinos. Tenía la sensación de estar renaciendo a un mundo nuevo, dejando atrás aquello que motivaba más a los demás que a mí. Esas amarras que me tenían atado a las promesas locas y a los contratos no volverían a impedirme respirar libremente. Siempre temí enfrentarme al Duque; su estatus, su autoridad natural, sus iras sísmicas me intimidaban. No me imaginaba plantándole cara, y menos aún comunicándole abiertamente mi decisión. Sin embargo, al salir de su despacho sentí un enorme alivio; sus amenazas no me habían afectado. Me había liberado de ese miedo inherente a mi condición de indígena supeditado al dominio del fuerte y a una quimérica culpabilidad. Creo que estuve silbando por la calle, o quizá me diera esa risita nerviosa que alivia de un terror finalmente tan burdo como infundado. Era un sentimiento extraño, tan liviano que tenía la sensación de estar flotando. Me acordé del abuelo de Sid Roho. Según mi amigo de infancia, había vivido como un señor incluso en la mayor pobreza. Expoliado de sus tierras, se había retirado a la montaña para no tener que servir a nadie. Se pasó la vida durmiendo, soñando, cazando furtivamente y haciendo hijos. Habría dicho: «Solo cuenta una elección: la de hacer lo que queremos. Las demás no son más que defecciones».
Yo acababa de elegir. Fuera podio o cadalso, me daba igual, había dejado la duda atrás. Paradójicamente, mi serenidad se traducía en un enorme cansancio; necesitaba tumbarme en alguna parte, donde fuera, y dormir. Bebí un café tras otro y me zampé los buñuelos sin darme cuenta de ello.
Cuando pedí la cuenta, el camarero me dijo que alguien me había invitado, pero se negó a decirme quién. Ese tipo de detalles resultaba, pese a la miseria, corriente entre los nuestros. Pero no había que insistir sobre la identidad del benefactor.
Salí a la calleja y fui dando las gracias a los clientes sentados a la mesa de fuera, por si las moscas. El corazón me latía con normalidad. Me sentía en paz conmigo.
Unos ancianos jugaban al dominó en la entrada de un patio. Me detuve para intercambiar cumplidos con ellos. En la plazoleta, unos mocosos se divertían sobre el capó de mi coche. Al verme, se dispersaron dando gritos, para luego perseguirme cuando arranqué. Los más ágiles corrían a la altura de la portezuela, riendo triunfalmente con la boca muy abierta. Aceleré y me despedí con una señal con la mano.
Anochecía en la ciudad. Mi madre conversaba con una vecina cabileña en el patio, con un quinqué sobre el brocal del pozo. Entré directamente en casa para no molestarlas. Mi padre soliloquiaba en su habitación con sus trémulas manos. Le besé la frente y me senté sobre un cojín frente a él. Se me quedó mirando con la cabeza ladeada y una vaga sonrisa en la cara. Desde unas semanas atrás, hablaba solo y daba la impresión de hallarse en un mundo hecho de sombras y de ecos.
Mi madre me sacudió. Me desperté, sobresaltado. Me había quedado frito. Me acordé de Alarcon, subí al coche y fui al hospital a toda prisa. El doctor Jaquemin me recibió con deferencia. Me confesó haberme reconocido la noche anterior, pero, dadas las circunstancias, no se había atrevido a declararme su admiración por mi boxeo. Me condujo hasta la habitación de Alarcon. Este tenía buen aspecto. El doctor me explicó que el veterano no padecía ninguna patología grave y que su arrechucho se había debido a un ataque pasajero de ansiedad, a veces producido por la parálisis y la incomodidad física y mental del inválido.
—Puede usted llevarlo a su casa, pero, por precaución, lo mejor es que pase aquí la noche; así regresará mañana cantando tras un buen sueño reparador.
—Prefiero esperar a mañana por la mañana —asintió Alarcon—. No me gusta viajar de noche, y menos aún con lluvia.
El doctor se retiró.
Alarcon me señaló con la barbilla un plato sobre la mesilla de noche.
—Aquí la comida es infecta. ¿Te importaría traerme un tazón de sopa del chiringuito de la esquina?
—Supongo que ya habrá cerrado.
—No sabes las ganas que tengo de tomarme una buena chorba picante con fideos y una pizca de comino, muy caliente y sabrosa.
Volví a casa de mi madre. Estaba durmiendo como un lirón, pero cuando le dije que la chorba era para un enfermo, se levantó y preparó ella misma el plato, que Alarcon se zampó luego riendo de placer.
—Tengo que ir a tranquilizar a Irène —le dije.
—¡Bah! Mañana le daremos los dos la sorpresa. Quédate conmigo. Estoy tan contento de seguir vivo... Creí que me iba para el otro barrio. Además, me apetece charlar.
Me senté junto a la cama, en una silla metálica, y me dispuse a escuchar, seguro de que la cosa iba para largo. Alarcon seguía hablando cuando me volví a dormir.
Por la mañana, hacia las diez, unos camilleros llevaron a Alarcon hasta mi coche. El veterano optó por sentarse delante para ver mejor el paisaje. Me confesó que llevaba lustros sin pisar Orán. La ciudad tenía un aspecto desapacible por la lluvia y las ráfagas de viento. Las aceras estaban desiertas, los escaparates tristones y los letreros de los bares producían un chirrido siniestro y frustrante.
Cuando hace mal tiempo, Orán parece un hechizo desafortunado.
Compré pan fresco en una panadería, chuletas de cordero y una ristra de merguez en un carnicero kosher, así como algunas provisiones más antes de poner rumbo a Lourmel. Los árboles se retorcían a los lados de la carretera y una capa de niebla caía directamente de la montaña hasta el coqueto pueblo de Misserghine. Alarcon contemplaba las colinas y huertas con una sonrisa soñadora. En el cielo, las deprimentes nubes que oprimían Orán empezaron a separarse, dejando amplios claros por los que se colaba la luz solar. Cuanto más nos alejábamos de la costa, menos agua corría por la calzada. El tiempo seguía brumoso, pero la ventisca se deshilachaba por entre los naranjales y viñedos. Alarcon se puso a canturrear una marcha militar, llevando el compás con el puño sobre el salpicadero. Yo lo escuchaba, sumido en mis pensamientos. Tenía ganas de anunciar a Irène mi ruptura definitiva con el Duque.
Los toldos bajados del chamizo de Larbi, el frutero, chasqueaban al viento. En la pista llena de baches que llevaba a la casona se veían huellas recientes de neumáticos. Mi coche patinaba zigzagueando en las rodadas.
La presencia de dos camionetas en el patio de los Ventabren me intrigó. Al vernos, un puñado de hombres armados con palos y pértigas se reagrupó ante la casa junto con tres policías uniformados. La garganta se me resecó de repente y la nuez se me disparó en el cuello.
Uno de los policías agitó su quepis para que me dirigiera hacia él. Era un canijo de bigote cuadrado, nariz puntiaguda y grandes orejas despegadas. Parecía agotado.
—Alabado sea Dios, está usted vivo, señor Ventabren —exclamó al reconocer a mi pasajero—. Mis hombres y unos cuantos voluntarios llevan horas rastreando los alrededores en su busca. Pensábamos que lo habían raptado y arrojado su cuerpo en algún barranco.
Alarcon no entendió lo que le contaba el agente, pero la presencia de desconocidos en su propiedad le dio mala espina.
—¿Cómo pretende usted que me meta por allí en silla de ruedas? ¿Qué ocurre? ¿Qué hacen ustedes en mi casa?
—Ha ocurrido una gran desgracia, señor Ventabren. Una desgracia terrible, terrible...
Salí disparado del coche y corrí hacia la casa hasta detenerme en seco en el vestíbulo. La mesa del salón había sido desplazada, las sillas estaban volcadas, algunas rotas, y un cuadro se había estrellado contra el suelo. Llamé a Irène. En el cuarto de baño, alrededor de una cubeta llena de agua, unos charcos jabonosos ennegrecían el embaldosado. Los rastros de lucha daban fe de una violencia extrema, pero no se veía sangre. «¡Irène! ¡Irène!» Mis gritos resonaban dentro de mí como mazazos. En la cocina, una jarra yacía sobre un charco de leche derramada. Subí al piso y volví a bajar. Irène no contestaba ni aparecía.
Un policía me agarró del brazo.
—No está aquí. Se han llevado su cuerpo al pueblo.
¿Qué estaba contando?
—Alguien la ha asesinado. Jérôme, el lechero, la ha encontrada esta mañana muerta en el salón.
Una súbita sordera me alcanzó de pleno. Veía moverse los labios del policía sin que me llegara ningún sonido. Incapaz de respirar, la cabeza empezó a darme vuelta. Me apoyé a una pared para no derrumbarme, pero mis piernas cedieron por efecto de la impresión. Caí de culo, completamente aturdido, sin dejar de repetirme: «Ahora voy a despertar, ahora voy a despertar...».
Un agente se puso al volante de mi coche. Era incapaz de poner en marcha el motor y menos aún de conducir. Tenía bloqueadas las articulaciones de las piernas.
Una vez en el pueblo, los policías nos llevaron hasta un dispensario, donde se encontraban los restos de Irène. Yo no percibía los ruidos ni los movimientos; todo me resultaba borroso, confuso, surrealista.
El cabo no me autorizó a acompañar a Alarcon hasta el cuerpo de su hija. Me ordenó que me quedara dentro del coche y pidió a un subordinado que me tuviera vigilado.
Se formó un corro ante la entrada del dispensario. Se movía despacio, silencioso y conturbado. Alarcon, sostenido por policías, se dejó llevar hacia su desconsuelo. Cuando regresó, estaba pálido, roto, pero mantenía la dignidad.
No había abierto la boca desde que habíamos salido de su casa.
El cabo nos llevó al puesto de policía, me obligó a sentarme en un cuartucho, custodiado por cuatro agentes, y entró con Alarcon en un despacho, sin cerrar la puerta. Oí retazos de sus entrecortadas voces.
—No puede ser él —suspiraba Alarcon—. Ha pasado la noche a mi lado en el hospital. El médico y las enfermeras pueden dar fe de ello.
—¿Está usted seguro, señor Ventabren?
—Les repito que no ha sido él.
—Jérôme, el lechero, vio un coche negro salir de su granja esta mañana, mientras hacía su ruta habitual. Eran las nueve en punto. Jérôme es categórico: el cuerpo de su hija estaba todavía caliente cuando la tocó...
—¡Un coche negro!
Esa revelación me espabiló del todo. Fue como una deflagración en mi cabeza: «¡Se ha atrevido!...». Para mí, no cabía la menor duda. Supe de inmediato quién me había arrebatado el ser que más quería en el mundo.
Una náusea me revolvió las tripas, pero no vomité. Tenía la impresión de estar desintegrándome.
Llevé a Alarcon hasta su casa. Sentía en todo el cuerpo una rigidez atroz, me movía como un autómata. No pensaba en nada. Caminaba entre brumas, guiado por mi instinto. Alarcon aguantaba el tipo. Respiraba por la boca, con la mirada fija y el rostro impenetrable. Pero, una vez instalado en su silla de ruedas, el aplomo mantenido hasta entonces y la dignidad casi marcial demostrada en el pueblo se vinieron abajo y rompió a llorar, doblado en dos sobre sus miembros inferiores.
Anocheció. A la luz vacilante del quinqué, las sombras eran la expresión del infortunio. La lluvia arreciaba fuera. El viento se lamentaba sobre las crestas de la colina. Me sentía frío, en estado casi comatoso. Creo que no había acabado de medir la amplitud del desastre que iba a desbaratar mi vida. Una voz sepulcral no dejaba de acuciarme: «¡Se ha atrevido! ¡Se ha atrevido!».
Estábamos demasiado destrozados como para pensar en comer. Ayudé a Alarcon a meterse en la cama y me quedé junto a él hasta que se durmió. Vi en la cocina un cuchillo de monte y me lo quedé. El espejo me devolvió desde la pared la imagen de un espectro. No me reconocí. Como un autómata movido por una fuerza sobrenatural, me metí en el coche y me dirigí hacia Orán a toda velocidad.
El bulevar Mascara estaba desierto, la mercería cerrada. La ventana de la habitación de Gino estaba encendida. Subí la escalera a toda prisa... «¡Gino!» No fue un grito, sino un bramido, un géiser de odio y de rabia que hizo temblar las paredes. Gino no estaba en su habitación. La cama estaba deshecha pero aún tibia. El fonógrafo que le había regalado estaba funcionando; un disco giraba sobre el plato. Su monocorde chirrido me acribillaba las sienes. Sobre una mesa baja había un cenicero rebosante de colillas aplastadas junto a un plato con rodajas de embutidos mordisqueadas y un vaso sucio; en el suelo, una botella de vino estrellada y sus cascos esparcidos. La habitación apestaba a alcohol. Del respaldo de una silla colgaban un pantalón y una camisa, junto a la cama, sobre cuyo cobertor yacía un abrigo flanqueado por un par de zapatos. Arrojé con saña al suelo el fonógrafo, que se rompió; su trompeta rebotó contra la pared y giró sobre sí misma antes de quedarse quieta. Gino debía de andar cerca. Seguramente estaría oculto en alguna parte. Lo busqué en el cuarto de baño, en la terraza, en las demás habitaciones; puede que hubiera salido a buscar más alcohol para ahogar su mala conciencia. Esa probabilidad atizó mi odio. Todo el cuerpo se me estremeció. Me senté en medio de la escalera a oscuras y esperé, enardecido, con el cuchillo en la mano.
El trueno eructaba como una hidra en trance mientras en la ciudad diluviaba. Los mugidos del viento llenaban la noche de un furor apocalíptico. Azuzado por la rabia que me consumía, me negaba a pensar y a preguntarme qué hacía ahí. No era sino la prolongación de la cuchilla aprisionada en el puño.
Y Gino llegó. Borracho perdido. Con una botella bajo el brazo, el pijama empapado y las zapatillas encharcadas. Un rayo desperdigó su mísera sombra por las paredes. No le di tiempo a soltar una sola palabra. No quería oír ni perdonar nada. Ya podría haberse arrojado a mis pies, haber suplicado llorando, jurado que había sido un accidente, que no era su culpa, que el Duque lo había obligado; ya podría haberme recordado nuestros mejores momentos, el juramento que hice a su madre; no le habría servido de nada. Gino se sobresaltó cuando el cuchillo se hundió en su costado. Noté en la mano su sangre caliente. Su aguardentoso aliento casi me mareó.
Se agarró al cuello de mi abrigo, emitió un gorgoteo, las manos se le fueron aflojando.
Otro rayo nos iluminó.
—Soy yo, Gino —me dijo al reconocerme en la oscuridad.
—Puede ser —le repliqué—, pero no el que yo conocía.
Se le ablandó el cuerpo y se deslizó con lentitud, pegado a mí, hasta quedar tumbado a mis pies. Pasé sobre su cuerpo y salí a la calle. La lluvia se me vino encima como un hechizo.
Fui a Saint-Eugène en busca del Duque. Esperaba que regresara de alguna fiesta o reunión nocturna. Su villa estaba emboscada tras el jardín con las ventanas apagadas. Un sirviente encapuchado montaba guardia junto a la garita agarrando de su correa un perro grande. Pasaron varias horas. Helado dentro de mi coche, vigilaba los alrededores. Ni un solo noctámbulo, ni un solo vehículo. Las trombas de agua, que caían por ráfagas cruzadas, enturbiaban la visibilidad.
Regresé a la casona bajo el aguacero. Alucinado por los rayos.
Alarcon dormía.
Tiritando de frío, me acosté sobre un banco largo sin descalzarme y me tapé con una manta.
Me despertó un tintineo. Había amanecido. Una mujer trajinaba en la cocina. Me dijo que era la esposa de un vecino, y que este le había pedido que fuera a ver a Alarcon para echarle una mano. Nos estaba preparando algo de comer. Hacia la una, su marido y otros vecinos acudieron a reconfortar al padre enlutado. Alarcon no tuvo ánimo para unirse a ellos. Prefirió permanecer en su cama y componérselas a solas con su pena. Los vecinos eran campesinos rudos de manos ásperas y ropa desastrada, de rostro parduzco y arrugado, hombres sencillos que tenían la misma consideración por sus esposas que por sus tierras y el mismo desprecio por lo deslumbrante. No sabían gran cosa de boxeo ni de asuntos de la ciudad. Me preguntaron quién era y les contesté que el novio de Irène.
Un coche de la policía apareció bien entrada la tarde. Un agente nos hizo saber que el cabo quería ver al señor Ventabren y que era urgente. «Al parecer, hay novedades», dijo. No añadió más, pues ignoraba de qué se trataba.
En el puesto de Lourmel, el cabo nos introdujo a Alarcon y a mí en una celda con barrotes. Allí se encontraba un hombre desastrado, acurrucado tras una mesa de comedor, con la cara descompuesta y el cuello hundido. Era Jérôme, el lechero, embutido en un chaquetón mugriento de coderas desgastadas. Lloraba sorbiéndose los mocos con ayuda de sus puños cerrados y tenía la cara tan destrozada que parecía un membrillo pocho.
—La incoherencia de su testimonio nos hizo sospechar —declaró el cabo—. No paraba de contradecirse y de modificar sus declaraciones. Al final se vino abajo.
Un tremendo silencio saturó la celda.
Alarcon y yo nos quedamos petrificados por la estupefacción.
El veterano boxeador fue el primero en reaccionar tras la ducha fría. Rebuscó en lo más hondo de sí mismo para recobrar algo de aliento y preguntó con voz trémula:
—¿Por qué has hecho eso, Jérôme?
—No he sido yo, señor Ventabren —dijo el lechero arrodillándose implorante ante el veterano—. Ha sido el diablo. Me poseyó de repente. No había nadie en casa. Entré para entregar la leche. Dejé la jarra sobre la mesa de la cocina, como de costumbre. Iba a irme cuando vi a Irène lavándose. No lo hice queriendo. La puerta del cuarto de baño estaba entreabierta, lo juro, no la abrí yo. Me dije: «Jérôme, vuelve a tu casa, eso que estás haciendo no está bien». Pero no era yo. Como supondrás, Alarcon, yo habría vuelto a mi casa. Ya me conoces. Puede que no sea un ángel pero tengo pudor y principios. Me dije para mis adentros: «¿Pero qué te ocurre, Jérôme?, ¿te has vuelto loco o qué? Vete, no mires y lárgate de aquí ahora mismo». Pero el diablo no se anda con tonterías... Ese no se hace preguntas.
—La violaste y luego la estrangulaste —rugió el cabo.
—Fue el diablo, no yo. Si no, ¿cómo te explicas que me haya entregado tras haber vuelto a ser yo mismo?
—No te has entregado, has cantado. Matiza un poco, cerdo...
Ignoro si fue mi grito o el trueno lo que estremeció todo el puesto de policía, si me abalancé sobre el lechero o me imaginé destrozándolo con mis manos. Ignoro si los policías me separaron de él a golpes o si me herí al caer. Solo recuerdo el vacío que siguió. Nada delante ni detrás, nada a los lados. El cielo, todo el cielo, se me vino encima con sus billones de estrellas, sus millones de oraciones y sus ejércitos de demonios. Me maldecía como jamás lo había hecho un condenado. Había matado a Gino para nada, y con él, al mundo entero. No me notaba la respiración. Mi aliento renegaba de mí. Envejecí varios milenios. Era una momia descompuesta envuelta en vendajes podridos. Era Caín renacido de las cenizas del infierno, su propio delito, aún más absurdo que el destino de la humanidad. «¿Qué has hecho? —me vituperó una voz arremolinada en mi fuero interno—. ¿Cómo vas a vivir ahora? ¿De qué? Tu sueño será por siempre un abismo y tu vigilia una hoguera. Ya puedes rezar hasta quedarte sin voz, declamar los encantamientos de todos los exorcistas del mundo, cargarte de talismanes o diluirte en una voluta de incienso; ya puedes leer los versículos de derecha a izquierda o al revés, coronarte con espinas o caminar sobre el agua, no conseguirás cambiar un ápice el destino que te espera.»
No recuerdo si me despedí de Ventabren o si los polis me echaron a patadas. Tenía la impresión de haber atravesado el tiempo de una zancada, perseguido por mis propios gritos como si fueran una muchedumbre hostil. Conduje un largo rato sin rumbo. Me detuve bajo un árbol para intentar llorar, pero no me salió el menor sollozo, el menor hipo. Anocheció, pero solo veía mi propia noche, una tiniebla lechosa anclada en mi ser como una muerte lenta. No sé cómo acabé en el club de Camelia. Había bebido como un descosido, y eso que nunca había probado una gota de alcohol. Aïda no sabía qué hacer conmigo. Estaba esperando a un cliente. Me metió en una bañera y me friccionó el cuerpo como si pretendiera borrarme. Envuelto en una toalla de baño, me acurruqué en su sillón y seguí bebiendo. Unas sombras se movían a mi alrededor a cámara lenta. Oía voces sin entender nada. Era la matrona, que exigía a Aïda que se librara de mí. Tenía la cabeza en otra parte, en el puesto de policía de Lourmel, inclinado sobre el lechero deshecho en llanto. Debí haberme cargado a ese inmundo vicioso, arrojarme sobre él y no soltarlo hasta haberlo destrozado. No me perdonaba haber oído su confesión sin inmutarme, pese a que había hundido mi vida. Aïda fue en busca de más botellas de vino. Ni siquiera el mar habría podido apagar la hoguera que me abrasaba. Cuanto más bebía menos lo notaba; nadaba sobre un oleaje de vapores y vértigos, con el corazón atrapado en una garra de rapaz y los ojos girando como trompos. Los dientes me castañeaban dentro de mi toalla, pero era incapaz de moverme sin tirar algo. Aïda me ignoraba. Sentada en una poltrona orejera frente a su tocador, se acicalaba para la noche. Su espalda era una muralla que me aislaba del mundo de los vivos. «Ahora tienes que irte a tu casa —me dijo—. Ha llegado la hora. Tengo a un cliente esperando.» «¡Que se vaya a la mierda! —me oí gruñir—. Mi dinero vale tanto como el suyo.» Protestó. La amenacé con poner patas arriba el prostíbulo. La madame no quería broncas ni escándalos en su casa. Me ofreció una habitación. Me negué a moverme del sillón. Aïda tuvo que llevarse a su cliente a otra parte. Esperé a que regresara. Las paredes no paraban de vacilar a mi alrededor. Me dormí, o puede que me desvaneciera. Cuando desperté, el alba apuntaba tras las celosías. Aïda no estaba en su cama. Me levanté y la llamé por el pasillo. «¡Aïda! ¡Aïda!...» Mis gritos resonaban como detonaciones. Estaba cegado por la ira, borracho como una tormenta. Como no me contestaba, me puse a aporrear todas las puertas del pasillo y luego a abrirlas a patadas. Unas prostitutas salieron con cara de espanto, algunas en cueros; también aparecieron unos clientes soñolientos y muy enfadados. Uno de ellos intentó neutralizarme. Otros acudieron a echarle una mano. Me lie a puñetazos con ellos sin dejar de llamar a Aïda. Unos brazos me agarraban, unos dedos me oprimían el cuello, unos puños me golpeaban. Yo seguía repartiendo leña a diestro y siniestro y soltando tacos, desatado, enloquecido... Algo se estrelló sobre mi cabeza. Solo me dio tiempo a ver a Aïda cayendo, a la vez que yo, con el asa de una jarra en la mano.
Cuando recobré el sentido, estaba atado al pie de la escalera, con sangre en todo el cuerpo y un ojo tumefacto. Las prostitutas y sus clientes hacían corro en medio de un silencio de ultratumba. A mi lado, unos policías uniformados esgrimían sus porras. Dos camilleros recogían un cuerpo inerte. Al parecer, había matado a alguien.
No recordaba nada.
No conocía a mi víctima. ¿Le había dado un mal golpe o tirado por la escalera sin darme cuenta? ¿Se había caído solo durante la pelea? ¿Eso qué importaba ahora? El desconocido yacía sobre la camilla, con los ojos vidriosos y un hilillo de sangre en la barbilla.
Las desgracias nunca vienen solas.
Debía de estar escrito en alguna parte que esto tenía que acabar así.
Encajonado entre dos policías en el asiento trasero del coche, me fui sumiendo en un mundo paralelo y sin retorno. Las esposas me trituraban las muñecas. El rancio olor de los policías me atufaba, aunque puede que se tratara del mío. ¿Qué importaba ahora? Acababa de matar a un hombre y eso me despejó del todo. «¿Sabes a quién te has cargado? A un héroe de la patria, uno de los oficiales más condecorado de la Gran Guerra. No hay quien te libre de la guillotina, chaval...»
Me estremecí.
—Eso, ríete —exclamó un policía dándome un fuerte codazo en el costado—. Ya veremos si sigues riendo cuando tu cabeza caiga en la cesta del verdugo.
No me reía, estaba llorando.
Ya era de día. Un cielo límpido y reluciente recibía al sol con todos los honores. Los madrugadores se apresuraban por las calles, aún soñolientos. Un tendero alzaba la persiana metálica de su local con un chirrido que rompió el silencio matutino. Se ajustó el delantal tras colgar su barra de un gancho. Un policía de tráfico pitó a un carretero cuyo penco se negaba a despejar la calle. Un grupo de monjas cambió de acera a paso ligero. Para todos ellos, ese sería un día como los demás. Para mí, ya nada resultaría igual. La vida retomaba su curso con soberana banalidad. La mía se esfumaba entre volutas. Pensé en mi madre. ¿Qué estaría haciendo? La supuse sentada sobre una esterilla, mirando a mi padre cada día más sumido en su locura. ¡Mi padre! ¿Conseguiría algún día dar el esquinazo a sus fantasmas? ¿Acabaría el estruendo de la metralla y de las bombas acallándose hasta permitirle escuchar el furtivo curso del tiempo? Delante de mí, la fofa y arrugada nuca del conductor parecía un acordeón sin fuelle. El peso de mis pensamientos parecía estar oprimiéndole el cuello. El furgón policial rodeó un mercado y pasó delante del cine Douniazed, donde echaban una comedia. Un vendedor de torraícos alineaba sus cucuruchos sobre un inestable tenderete. Los chavales no tardarían en asediar su carrito, acechando un fallo en su dispositivo para arruinarlo. El conductor dio unos bocinazos para abrirse paso entre los transeúntes aunque la vía estaba despejada. Vi por el parabrisas la cárcel que me esperaba a lo lejos, impertérrita, y percibí el relente de sus húmedas penumbras, entre las cuales los gritos carecían de eco, y el remordimiento, más que un compañero de celda o un animal de compañía, era un hermano siamés.
Me acordé de Edmond Bourg, el autor de El superviviente, del salvajismo con que mató y descuartizó a su mujer y a su amante, de como se atascó la cuchilla justo cuando lo iban a decapitar, del párroco ejemplar en que se acabó convirtiendo... ¿Se repetiría el milagro conmigo? Sentía tantas ganas de renacer limpio de pecados. Seguro que nunca sería párroco o imán, pero jamás volvería a poner la mano encima a nadie. Mimaría a mis amigos y no respondería a las provocaciones de mis enemigos. Viviría sin ira, con el corazón en la mano, asido a la fuente de la vida, y sabría hallar la paz allá donde me encontrara. Recordaría a Irène con dulzura y a Gino con un ferviente arrepentimiento. Me prometía soportar todas las vicisitudes de la vida sin quejarme si ese era el tributo que tenía que pagar para merecer sobrevivir a los seres amados a los que no había sabido conservar.
«Dios todopoderoso, al que dicen clemente y misericordioso, haz que la cuchilla se atasque. No quiero morir tan descerebrado como he vivido.»
El coche rodeó la Plaza de Armas y me despedí de todo lo que me había importado. Los dos leones que custodiaban la entrada del ayuntamiento me parecieron más grandes que de costumbre. Rígidos en su ropaje de bronce, miraban el mundo con desdén. Y tenían razón. Solo los seres de carne y hueso acaban pudriéndose al sol.
Hoy, todavía, enchufado a aparatos en mi habitación de hospital, con el pulso ralentizado por la erosión de los años, veo como el crepúsculo confisca al día sus últimos reflejos y me acuerdo. Recordar es lo único que sé hacer. Creo que nadie se apaga del todo hasta haber consumado todos sus recuerdos, y que la muerte es el colofón de todos los olvidos.
A veces confundo los nombres y los rostros. Sin embargo, otras instantáneas permanecen, tan vivas como desolladuras.
Todo ser humano conserva la huella indeleble de una culpa que lo ha marcado más que las otras. La necesita. Así es como equilibra su ser, vertiendo algo de agua en su Grial, sin lo cual se tomaría por una deidad y ninguna alabanza conseguiría rebajar su altanería. Las fieras también rememoran a su primera presa para reavivar su instinto de supervivencia. Pero, al contrario que las fieras, los seres humanos acceden a su inconsistencia a través de su primera fechoría. Para darse valor, se buscan excusas o circunstancias atenuantes y persisten en tener razón.
Así es el ser humano. Si Dios lo hizo a imagen suya, no dejó dicho cuál de ellas.
Tengo sobre mi mesilla de noche el libre de Edmond Bourg. Lo encontré en un mercadillo, entre trastos viejos y cacharros en desuso. Desde entonces, en cierto modo se ha convertido en mi libro de oraciones. Ese texto me ha despejado muchas zonas oscuras, alumbrándolas con una luz santa, pero no ha conseguido que mantenga las promesas que me hice aquella mañana blanca en que el furgón policial me condujo a la cárcel. No me he convertido ni en un imán ni en un justo. He seguido viviendo sin ser realmente útil a los demás. En cierto modo, como mi padre a su regreso de la guerra. Puede que El superviviente no estuviera escrito para mí. Pero, no sé por qué mórbida necesidad, busqué de forma obsesiva en él un mensaje, una señal, una vía. Tras desmenuzar sus frases y alucinar entre líneas, he terminado volviendo al estricto relato de un hombre que fue asesino y luego párroco, y al que nunca he acabado de entender. En Diar Rahma, donde unos ancianos desahuciados por sus retoños o ya olvidados por todos acechaban el final de su deriva, la lectura me ayudaba a tragar mis medicamentos y mi insípida sopa sin demasiado asco. Con el tiempo se acaba uno cansando de las profecías y se le van las ganas de complicarse la existencia. ¡Ah, el tiempo!, ese fugitivo indolente que nos sigue como un perro de rastreo y que, cuando por fin creemos haberlo amansado, nos deja tirados y sin recursos. El perdón, el remordimiento o el pecado quedan en nada frente a la caída de un diente, y la fe se agarra de la mano que tiembla de incertidumbre. La culpa no es solo un menoscabo; es la prueba de que llevamos el mal en nosotros, de que es orgánico, tan necesario como la angustia y la fiebre, ya que nuestra desazón nace de nuestras carencias, y nuestras alegrías solo pueden evaluarse en función de nuestras desdichas.
Cerré el libro sin por ello deshacerme de él, en espera de desaparecer a mi vez, al igual que Sid Roho y todos aquellos a quienes había perdido de vista.
Lo que se dice milagros, he vivido dos.
En primer lugar, la carta de Gino que recibí en la cárcel unas semanas antes de ser juzgado. Al reconocer su caligrafía en el sobre, me sentí desfallecer. Me pellizqué para estar seguro de no estar divagando. Durante las noches siguientes, no conseguí pegar ojo en la sede de los fantasmas... Gino no me había escrito desde el más allá. Había sobrevivido a la puñalada que le había asestado. Apreté la carta contra mi pecho como si fuera un talismán. Por supuesto, no la abrí. Era analfabeto y no quería que nadie me la leyese. Más adelante, mucho después, aprendí a leer en el penal. Cuando logré descifrar el sentido de las frases sin demasiados tropiezos, la abrí y, aunque era corta, tardé una eternidad en recorrerla: Gino me perdonaba, lamentaba haberse opuesto a Irène y se tenía por responsable del posterior estropicio. Fue varias veces a verme a la cárcel, pero no me atreví a presentarme en el locutorio. Temía decepcionarlo, no poder sino ofrecerle mi cara de arrepentimiento a cambio de su sonrisa, y un silencioso desamparo a cambio de sus palabras. Pero siempre he llevado conmigo esa carta, protegida con un plástico y cosida en el dobladillo de mi chaqueta de recluso. Ahora la tengo en mi libro de cabecera, El superviviente.
El segundo milagro fue que me fallara el corazón el día de mi ejecución. No consiguieron reanimarme. Al parecer, el imán dijo que no se ejecuta a un muerto. El director no sabía si se podía decapitar a un condenado en coma... Reabrí los ojos en el hospital militar tras semanas de coma. Mi infarto tuvo unas secuelas considerables. Durante meses, no fui más que un vegetal al que sacaban a tomar el aire. Perdí el uso de las piernas y de ese brazo izquierdo cuyo gancho levantaba montañas; se me paralizó media cara y me hacía las necesidades encima; un estruendo, un grito bastaba para que me fuera del vientre allí donde me pillara. Pasé más de un año en el hospital sobre una silla de ruedas. En estado de choque y de estupefacción. Me daban de comer, me duchaban con una manguera; a veces había que ponerme una camisa de fuerza y aislarme hasta que se me pasara la crisis de pánico. Por la noche, cuando la enfermera bajaba la ventana de guillotina, me llevaba mi mano válida al cuello y no había más remedio que ponerme una inyección para acallar mis gritos. Recuerdo solo vagamente aquellos meses, pero un extraño olor sigue adherido a mis narices como un aliento salvaje; a ratos me asaltan imágenes de pesadilla y me pongo a temblar. Una foto de aquella época inmortaliza mi decadencia: se ve a un monigote desarticulado sobre un camastro, babeante, con cara de idiota y la mirada extraviada. Experimentaron conmigo protocolos revolucionarios y filtros de sabios chalados, de modo que emergía de un delirio para sumirme en otro. Un médico declaró que estaba loco y que, por tanto, no se me podía ejecutar. Puede que por eso me librara. Según algunos, el Duque tuvo algo que ver...
No se me indultó. Me condenaron a trabajos forzados de por vida. Cuando me restablecí, me devolvieron al penal. Los guardianes estaban convencidos de que disimulaba. Me tendían trampas para pillarme in fraganti, no paraban de acosarme, encargaban a otros presos que me amargaran la vida, y cuando me daba otro ataque me mandaban a la celda de castigo.
Con los meses, los años, acabé haciéndome al compás inexorable del martirio. Me convertí en un auténtico presidiario. Una bestia inmunda dentro de un zoológico de los horrores. Ya hasta perdonaba la vida a las cucarachas en vez de aplastarlas con la suela del zapato; tenían un mérito del que yo carecía: podían ir adonde quisieran sin pedir permiso. Las ratas me parecían menos repugnantes que la sonrisa de mis guardianes. Cuando un pájaro aparecía por el patio, lo envidiaba locamente y hasta tenía celos del grano de arena que se integraba en la tormenta para hacer turismo mientras yo seguía enjaulado, pudriéndome como una carroña. Cuando por la noche un pobre diablo aullaba en sueños, lo compadecía porque su despertar sería todavía más infausto. En aquel execrable exilio, los días lloraban la muerte de la providencia, no alcanzábamos a ver la menor luz. En el penal, no era mayor la propia estima que la compasión por el condenado a muerte.
Extorsioné a los pusilánimes, sacudí a los fanfarrones, rendí pleitesía a los cabecillas y cedí mi ración al que era más fuerte que yo.
Dios no tenía cabida allí dentro. Cada aplazamiento se negociaba por el baremo de la supervivencia. Una mirada atravesada, una palabra de más, una queja demasiado alta bastaban para que te quitaran de en medio, daba igual la raza o la religión. Había que estar permanentemente sobre aviso: la menor torpeza se pagaba a tocateja. Aprendí a valerme de la astucia, a traicionar, a atacar por la espalda, a no mirar cuando violaban a un compañero de celda y a no enterarme cuando lo pinchaban. No me sentía orgulloso de mí y me daba igual. Me decía que ya me tocaría el turno y que, por tanto, no tenía por qué apiadarme de los primeros en caer. Llegué a dormir de pie para que los espíritus burlones no me pillaran desprevinido, y me hacía el muerto cuando intentaban despertarme a puntapiés.
El penal era la pesadilla en su máxima expresión. El infierno divino temblaba ante el de los hombres y los diablos cornudos lamían los pies a los matones, pues en ninguna parte del mundo, ni en los campos de batalla ni en los ruedos, la vida y la muerte eran motivo de un desprecio tan grande como el que se cocía tras sus muros.
Me liberaron en 1962, cuando las cárceles se llenaron de presos políticos. Tenía cincuenta y dos años.
Tras salir, no reconocí mis ciudades ni mis pueblos. Ningún rostro me resultaba familiar. Alarcon Ventabren había muerto, su casona estaba en ruinas y el sendero por el que se accedía había desaparecido, invadido por la maleza. Del Duque solo quedaba una fábula inconexa que los jóvenes truhanes salpimentaban para envalentonarse. Orán no tenía nada que ver con lo que había sido. La calle Général-Cérez no se acordaba de mí. Los ancianos usaban su mano como visera para mirarme. «Soy yo, Turambo», les decía boxeando en el aire. Me tomaban por un chalado y se apartaban de mi camino.
Ahora vivían unos desconocidos en la casa de mis padres. Me informaron de que, tras la muerte de mi padre, mi madre siguió a Mekki, que se fue a vivir a Ghardaia junto a su familia política. Mis indagaciones me llevaron hasta un cementerio destartalado. Sobre una tumba, un nombre medio borrado por la ventisca: Khammar Taos, fallecida el 13 de abril de 1949. Por el estado de la fosa y el arbusto que había crecido encima, raquítico y horrendo, hacía lustros que nadie había acudido a rezar ante ella.
Busqué a mi tío, pero no conseguí dar con él.
Era como si la tierra se lo hubiera tragado.
Regresé a Orán. En el bulevar Mascara, la mercería había trocado su género por aparatos de televisión y de radio. Ahora se llamaba Radiola. Una familia árabe vivía en el apartamento de los Ramoun. Gino se había ido del país, pero nadie sabía dónde. Durante mi estancia en la penal, se había casado con Louise, la hija del Duque, y había dirigido una gran empresa de electrodomésticos hasta que un atentado la había reducido a cenizas. Nunca supe más. Tampoco podía dejar una dirección donde se me pudiese localizar. Fui dando bandazos de acá para allá como un espectro desnortado, envejecido y espantado, incapaz de adaptarme a la gente y a la nueva situación. Allá donde fuera se masticaba la tragedia y ni el resplandeciente sol alcanzaba a alegrar mi país en guerra. Desgastado hasta las entrañas, me reprochaba ser pasto de todas las desgracias. El mundo que me tocaba vivir me era del todo ajeno.
Se estaba escribiendo la historia de una nación nacida con fórceps, relegando la mía a un simple paréntesis. Una historia cuyo acontecer nada tenía que ver conmigo.
Mi vida había quedado atrás, allá en la trena, y ahora renacía a un mundo que me era indiferente, con demasiados años para volver a empezar. Sin referencias ni convicciones, no estaba en situación de hacerlo. Carecía de fuerzas para ello. Solo había sobrevivido para comprobar a mi costa que no hay manera de enderezar una existencia echada a perder.
Tampoco recobré el amor. ¿Acaso lo busqué? No estoy seguro de ello. Tras un cuarto de siglo marginado del mundo, me había convertido en un fantasma cuyo corazón solo latía para pautar sus espantos. Al principio, el olor de los bosques me recordaba el perfume de Irène. Abrazaba calladamente los troncos de los árboles. En el mundo de los vivos, a los muertos solo les quedan las oraciones y el silencio. Tras haber amado a Irène, no me atrevía a soñar con otra mujer. Además, ninguna podía interesarse por un antiguo presidiario cuya tragedia se olía desde lejos. Mi aspecto era el reflejo de una expiación, mis palabras resultaban inquietantes, en mi mirada solo podía leerse la negrura de los calabozos, y cuando sonreía daba la impresión de querer morder... «Sí, hermano, tú que has dejado de creer en la redención, que niegas la evidencia y maldices los destellos de vida, que maltratas a los virtuosos y alabas a los impostores, que desfiguras la belleza para encumbrar el horror, que limitas tu dicha a una vulgar necesidad de hacer daño y escupes sobre las luces para sumir el mundo en tinieblas; sí, tú, mi gemelo entenebrecido, ¿sabes por qué ya solo encarnamos a nuestros viejos demonios? Es porque los ángeles han muerto por nuestras heridas.»
Busqué trabajo para no morirme de hambre. He sido ropavejero, vigilante nocturno, guardián de bienes mostrencos, exorcista sin público ni magia; he robado fruta en los mercados y pollos en granjas aisladas; he sido pedigüeño y he comido las sobras de los juerguistas, siempre huyendo de los embates de la vida. Mis puños, que antaño destronaban a campeones, ya no me servían de nada; me había amputado tres dedos para ablandar a mis carceleros, pues en el penal te crees cualquier tontería susceptible de devolverte la libertad. ¿Qué libertad? La había reclamado a grito pelado, y una vez que la tuve no supe qué hacer con ella. He vagabundeado por ciudades y aduares, dormido bajo los puentes. Curiosamente, echaba de menos mi celda, sentía más afecto por los reclusos que por mi familia perdida. El país había cambiado. Mi época había pasado a la historia.
He sido detenido en zonas militares e interrogado a golpes, internado en un asilo para vagabundos hasta convertirme del todo en uno de ellos. Borracho desharrapado, he dado tumbos en los bajos fondos voceando como un poseso, con la barbilla babeante y la mirada extraviada, y he tenido que salir por piernas, perseguido por chavales que me apedreaban como si fuera un perro tiñoso.
He aprendido a vivir sin los seres amados, durmiendo en descampados y en plazas durante decenios, pero cuando mis piernas se rindieron y las siluetas y los colores perdieron su nitidez, cuando el menor enfriamiento empezó a convertir mis veranos en inviernos, tiré mi petate, me despedí del horizonte y, junto con mis ausentes, he sido traspasado de un moridero a otro como un pecio zarandeado por las corrientes marinas. Con el tiempo, por simple desgaste, mis ausentes se han ido despidiendo. Ya solo me quedan unos vagos recuerdos para acompañar mi soledad.
En mi cama de hospital, la noche se dispone a eutanasiar mi memoria. Estoy a oscuras, a la enfermera se le ha olvidado encender la luz. No puedo levantarme debido a los aparatos de cuidados paliativos que me tienen apresado. A mi lado, un paciente escuálido manosea su móvil. Se lo toma como un ritual. Todos los días, a la misma hora desde que ingresó, escucha cantar a Lounis Aít Menguellet, cuyo repertorio se sabe de memoria. La cálida voz del cantante cabileño me devuelve a los tiempos en que Gino y yo frecuentábamos los cafés-musicales de los barrios populares.
Nunca he vuelto a pisar las calles de mi juventud, ni a acercarme al mundo del boxeo; no me he identificado con ningún festejo, y ninguna victoria me ha estremecido el alma. A veces, cuando pasaba ante un cartel, me quedaba pensativo sin saber por qué, como si intentara recordar un rostro; luego seguía mi camino, que nunca me llevaba al mismo lugar. El mundo me era totalmente ajeno.
Era como si me mirase en un espejo que no me reflejara.
Si nos fijamos en nuestras vidas, caemos en la cuenta de que no somos los protagonistas de nuestras historias personales. Por mucho que uno se apiade de su suerte o goce de esa notoriedad que suele conferir talento a quienes no lo saben devolver, siempre habrá alguien peor y mejor parado que uno mismo. ¡Ah!, si al menos supiésemos relativizarlo todo: la belleza, el honor, la susceptibilidad, la fe y la abjuración, la mentira y la verdad; lo más probable es que pronto nos saciaríamos con la frugalidad y aprenderíamos de inmediato hasta qué punto la humildad nos preserva de la demencia, pues no hay mayor locura que creerse el ombligo del mundo. Y es que cada capitulación nos demuestra lo poco que somos, pero ¿quién es capaz de admitirlo? Tomamos los sueños por retos, no son sino quimeras; si no, ¿cómo se explica que nos vayamos de este mundo igual de pobres y desvalidos que cuando nacimos? Por lógica, pensamos que lo que permanece es lo valioso, pero estamos condenados a desaparecer algún día sin dejar rastro. La imagen que damos de nosotros no es la de artistas, sino la de auténticos falsarios. Creemos saber adónde vamos, qué queremos, qué es bueno o malo para nosotros, pero nos las arreglamos para culpar a los demás de lo que nos sale mal. Convertimos nuestras débiles excusas en argumentos irrefutables y nuestras supuestas certidumbres en verdades absolutas para no perder la cara y seguir adelante, a sabiendas de que todo está falseado en nosotros. ¿Pero acaso no nos traicionamos de continuo para poder convivir con lo que nos sobrepasa? Al fin y al cabo, ¿qué hemos estado persiguiendo a lo largo de nuestra existencia, sin jamás darle alcance, si no a nosotros mismos?
Pero ya acabó todo.
Mi historia finaliza en esta lúgubre habitación que solo se libra del infierno por la voz de Aít Menguellet. Sin un amigo ni una mujer a mi lado, aunque quizá sea lo mejor, pues así estoy seguro de no dejar nada atrás.
¿Qué puede uno esperar de la tormenta o del deshielo a los noventa y tres años? Yo no espero nada, ni redención, ni remisión, ni noticias, ni reencuentros. He bebido el cáliz hasta las heces, he padecido la ofensa hasta la agonía, creo haber pagado todos mis pecados. Ahora me falta el aliento; mis venas ya ni sangran y tampoco noto el dolor.
No quiero oír hablar de milagro, ¿acaso puede producirse en una habitación de hospital cuya luz han olvidado encender?
Doy carpetazo a mis alegrías y me reconcilio con mis penas; estoy preparado para irme. Cuando el recuerdo oscurece el presente y eclipsa el amanecer, es que el reloj se ha detenido en un destino. Entonces, uno aprende a prescindir de los escasos reflejos que le quedan para permanecer a solas consigo mismo, o sea, con alguien que se difumina a medida que uno se va acostumbrando a sus silencios, y luego a sus distancias... hasta que el gran sueño lo sustrae al desorden de las cosas.