5
Mi madre encontró trabajo, pese a la desaprobación de Mekki. Había visto como estaban amuebladas las viviendas de la vieja turca y de la familia cabileña, y también ella quería tener colchones, mesas bajas para comer, vajilla, bidones, mantas de lana, edredones y, por qué no, un armario con un gran espejo en el centro. Mi tío ganaba lo justo para llenar la olla y pagar el alquiler. Mi madre era ambiciosa. Quería tener una casa decente en la que pudiese invitar a sus vecinas sin que se sintieran incómodas, así como una cama para su hermana mayor, cuya salud se iba deteriorando, y vestidos bonitos para Nora, que ya era casi una señorita —es cierto que Nora había crecido y que sus rasgos se habían definido; se desarrollaba a medida que sus ojazos negros se abrían al mundo—. Aunque no tenía el valor de reconocerlo, Nora ocupaba buena parte de mis pensamientos desde que la había sorprendido lavándose. Su cuerpo adolescente empezaba a acentuar sus formas y los senos blancos adornaban su pecho como dos soles gemelos. Por supuesto, ya la había visto desnuda antes, sin que aquello me hubiera llamado la atención, pero, desde esa última vez, bastaba con que me mirara para azorarme, y era yo el primero en apartar la vista.
Mi madre hacía la limpieza en casa de una viuda, en el bulevar Mascara, no muy lejos de la nuestra. Yo la acompañaba por la mañana y la recogía por la tarde porque se hacía un lío con las casas y las calles y se perdía apenas cambiaba de acera. La llevaba hasta el portón, llamaba y me iba cuando le abrían. Cuando cobraba, nos dábamos una vuelta por los bazares y regresábamos a casa con los brazos cargados de cubos de metal, de embudos, samovares, braseros con fuelle y demás cachivaches no siempre útiles.
Un día la estaba esperando en el bulevar Mascara cuando un chico rubio de mi edad, limpio aunque no peripuesto, se detuvo ante mí.
—¿Puedo ayudarte? —me preguntó en árabe.
No había agresividad en sus ojos azules. Parecía afable, pero de los jóvenes rumíes solo recordaba al crío que había acabado con mi sueño al señalarme al señor agente, allá en Sidi Bel Abbes. Instintivamente, me aseguré de que no hubiera ningún uniforme por los alrededores y refunfuñé:
—No te he pedido nada.
—Estás sentado ante mi puerta —me señaló con serenidad.
—Estoy esperando a mi madre. Hace la limpieza ahí dentro.
—¿Quieres que suba a ver qué le queda para acabar?
Su deferencia me incomodaba. ¿No estaría intentando que me confiara para darme luego una patada en la cara?
—Me parece bien —le dije, aún desconfiado—. Me está empezando a doler la cabeza con tanto sol.
El chaval pasó por encima de mis piernas, subió la escalera al galope y regresó unos minutos después.
—Todavía le queda casi una hora.
—¿Qué hace ahí dentro? ¿No estará restaurando la casa?
—Me llamo Gino, Gino Ramoun —me dijo tendiéndome la mano—. Mi madre habla muy bien de la tuya. Es la primera vez que se lleva bien con una criada. Hemos tenido muchas. Algunas sisaban, otras nos birlaban cosas, y no solo comida.
—Nosotros somos gente honrada. No es porque mi madre trabaja para la tuya que...
—¡Qué va!, no se trata de eso. No somos ricos. Mi madre es inválida. Está siempre encamada. Necesita ayuda, eso es todo.
Barrí sus excusas con la mano.
Se sentó conmigo ante el portón. Me di cuenta de que quería hacerse perdonar, pero no se lo puse fácil. Ya estaba harto de sacar brillo al escalón con mi trasero y de ver pasar a los transeúntes.
—Tengo un poco de hambre —me comentó el rumí—. ¿Te apetece acompañarme al chiringuito de la esquina.
No le contesté. Estaba tieso.
—Yo te invito —insistió—. Anda, ven. Si tu madre y la mía son amigas, ¿por qué no vamos a serlo nosotros?
Acepté su invitación, no sé si por aburrimiento o hambre.
—¿Te gustan los garbanzos hervidos con comino?
—A los muertos de hambre nos gusta todo.
—Pues ¿a qué estamos esperando?
Gino era un chico franco, sin dobleces ni malicia. Daba la impresión de sentirse incómodo y mi compañía parecía reconfortarlo. No se juntaba con los demás chicos del barrio, los temía. Acabé acostumbrándome a él y al cabo de unas semanas éramos uña y carne. Había algo en él que me gustaba. Hablaba sin asperezas y tenía una mirada limpia. Trabajaba en un garaje de la plaza Sebastopol. Nos veíamos al atardecer en el bulevar Mascara. A veces, nos acompañaba hasta casa y, tras dejar allí a mi madre, íbamos al mercado árabe a comer buñuelos o a poner a prueba nuestra dentadura con los torraícos que los españoles nos vendían en cucuruchos de papel.
Un día me invitó a su casa. Quería regalarme algo. Debajo del piso de Gino había una mercería. Se llegaba a él por una escalera recta y abrupta. Subimos los escalones y accedimos a un pasillo en escuadra que daba a dos grandes salas por la derecha y a un pequeño patio por la izquierda. Cuando llegamos al vestíbulo, una voz nos interpeló:
—Abre la ventana, que me estoy asando de calor.
Era una voz de alguien agotado y procedía de la habitación. Miré dentro y no vi a nadie. Algo se movió en la cama. Entorné los ojos y vi una masa rubicunda bajo una sábana blanca empapada de sudor. En realidad no era una sábana, sino un blusón de un tamaño prodigioso aunque muy elegante, con encajes en sus bordes y ribetes floreados en el cuello. Sobre la almohada descansaba una cabeza rubia, un bello rostro prolongado por una masa rojiza demasiado desproporcionada para ser un cuello y por una anatomía conformada por placas desunidas y surcada de pliegues profundos y tortuosos. Me quedé sin aliento. Tardé en distinguir unos senos descomunales de unos brazos tan pesados que apenas se podían mover. Sobre su vientre ondulaban unos michelines que se desparramaban por los costados, y sus piernas elefantiásicas reposaban como columnas de mármol sobre cojines. Jamás se me había ocurrido pensar que pudiesen existir cuerpos humanos tan voluminosos. Eso no era el cuerpo de una mujer, sino un fenomenal amasijo de carne que cubría casi todo el colchón; una masa de flacideces enrojecidas y acaloradas que amenazaba con verterse como una colada de gelatina por toda la habitación.
Era la madre de Gino, obesa, monumentalmente obesa, tan oprimida por su propio peso que le costaba respirar.
— Sei Gino?
—Sí, mamá.
— Dove eri finito, angelo mio?
—Ya lo sabes, mamá. Estaba en el garaje.
— Hai mangiato?
—Sí, mamá, he comido.
Tras un silencio, prosiguió la voz materna, ya más serena:
— Chi è il ragazzo con te?
—Es Turambo, el hijo de Taos... de doña Taos.
Intentó volverse hacia nosotros, pero solo consiguió provocar una avalancha de estremecimientos que le recorrieron el cuerpo como olitas en la superficie de una charca.
— Digli di avvicinarsi, cosi poso vederlo da più vicino.
Gino me empujó hacia la cama.
La madre se me quedó mirando con sus ojos azules. Tenía unos bonitos hoyuelos en las mejillas y su sonrisa era enternecedora.
—Acércate un poco más.
Obedecí, turbado.
Quiso acariciarme el rostro, pero no consiguió levantar el brazo.
—Pareces un buen chico, Turambo.
No contesté. Estaba impresionado.
—Tu madre cuida de mí como una hermana... Gino me habla mucho de ti. Creo que os vais a llevar bien. Acércate más, ponte a mi lado.
Gino se percató de mi creciente malestar y acudió en mi ayuda agarrándome por la muñeca.
—Me lo llevo a mi habitación, mamá. Le quiero enseñar unas cosas.
— Pòvero figlio, he solo stracci addosso. Devi avere sicuramente degli abiti che non idossi più, Gino. Daglieli.
—Es lo que pensaba hacer, mamá.
Gino me llevó a su habitación. Tenía una cama abatible, una mesa con una silla en un rincón y un armarito desvencijado; eso era todo. Las paredes estaban desconchadas y había manchas verduscas en el techo, cuyo cuarteado revestimiento dejaba entrever unas vigas que lo atravesaban. Era una habitación triste, con una ventana cuyos cristales rotos daban a la fachada de un edificio horrendo.
—¿Qué jerga habla tu madre? —pregunté a Gino.
—Italiano...
—¿Es chleuh, ese dialecto bereber?
—No. Italia es un país que está allende el mar, no lejos de Francia.
—¿No sois argelinos?
—Sí. Mi padre nació aquí. Sus padres también. Y sus antepasados hace siglos. Mi madre es de Florencia. Conoció a mi padre en un crucero. Se casaron y ella se vino a vivir aquí. Habla árabe y francés, pero entre nosotros hablamos italiano. Para que no pierda el idioma de mis tíos, ¿comprendes? Los italianos están muy orgullosos de sus orígenes. Tienen mucho temperamento.
Lo que intentaba explicarme me sobrepasaba. Solo sabía del mundo lo que me imponían los días y sus vilezas. De pequeño, cuando me aupaba sobre las rocas que había en las alturas de Turambo, creía que el horizonte era un precipicio en cuyo borde se acababa la tierra, y que después no había nada.
Gino abrió el armario y sacó un paquete de fotos de un cajón. Eligió una y me la enseñó. En una terraza que dominaba el mar, una mujer reía con su cuerpo de sirena embutido en un bonito bañador. Era tan guapa como esas actrices que se ven en los carteles de las fachadas de los cines.
—¿Quién es?
Gino esbozó una mueca de despecho. Le relucieron los ojos cuando señaló hacia atrás con su pulgar.
—Es la señora cuyo volumen crece como la masa de pan en la habitación de al lado.
—No puede ser.
—Te juro que la de la foto es mi madre. En la calle todos se volvían para mirarla. Le propusieron un papel en una película, pero mi padre no quería actrices en su casa. Decía que con una actriz nunca se sabe cuándo es sincera y cuándo está actuando. Por lo que me han contado, mi padre era un macho de primera. Se fue a hacer la guerra a Europa. No lo recuerdo muy bien. Murió gaseado en una trinchera. Mi madre enloqueció cuando se enteró. Llegaron a internarla. Cuando recobró la razón, se puso a engordar. Desde entonces no ha parado. Le han prescrito un montón de tratamientos, pero ni los médicos del hospital ni los curanderos árabes han conseguido frenar su obesidad.
Cogí la foto de sus manos para examinarla mejor.
—¡Qué guapa era!
—Lo sigue siendo. ¿Le has visto la cara? Parece un ángel. Es la única parte de su cuerpo que se ha librado, como para salvar su alma.
—¿Salvar su alma?
—Perdona, no sé por qué te hablo así. Cuando veo en qué se ha convertido, se me escapan tonterías. Ni siquiera consigue sentarse. Pesa como una vaca, pero al menos la vaca puede hacer sola sus necesidades.
—No digas eso de tu madre.
—No la culpo pero es algo que me amarga sin remedio. Mi madre tiene el corazón en la mano. No ha hecho daño a nadie. Da sin mirar ni esperar nada a cambio. Le han robado a menudo, pero nunca lo ha reprochado. Ha llegado a hacer la vista gorda tras sorprender a algunas fisgonas hurgando en su bolso. No es justo. Creo que no se merece acabar de este modo.
Cogió la foto y la guardó en la caja de cartón.
Se pasó el revés de la mano por la frente y se me quedó mirando con precaución. Carraspeó para envalentonarse y por fin soltó:
—Tengo algunas camisas, un par de jerséis y un pantalón que ya no me pongo. ¿No te importa que te los regale? Te lo digo de corazón, no quiero que te lo tomes a mal. Me encantaría que los aceptaras.
En sus ojos destellaba un temor lastimero.
Acechaba mi reacción como quien espera una sentencia.
—La verdad es que ya se me está transparentando el culo por el fondillo de mi pantalón —le dije.
Soltó una risotada y, aliviado, se puso a rebuscar en los estantes sin dejar de mirarme de reojo para asegurarse de que no me sentía ofendido.
Unos años más tarde, le pregunté por qué se ponía a la defensiva cuando solo intentaba hacer un favor a un amigo. Gino me contestó que se debía a la susceptibilidad de los árabes, cuyo sentido del honor les hacía ver gato encerrado incluso a cielo abierto.
Cuando regresé aquel día a casa, orgulloso con mi hatillo de ropa casi nueva, sorprendí a Mekki y a mi madre hablando de mi padre. Callaron al verme llegar. Tenían el rostro descompuesto por la ira. Mi madre parecía a punto de estallar. El rostro se le estremecía de indignación y tenía los ojos anegados en lágrimas. Quise saber qué ocurría. Mekki me dijo que no era asunto mío y me dio con la puerta de su cuarto en las narices. Agucé el oído para quedarme con algún retazo de su conciliábulo, pero ni mi tío ni mi madre volvieron a hablar. Me encogí de hombros y me fui a la otra habitación para probarme, una por una, la ropa que Gino me había regalado.
Mekki acudió al cabo de un rato haciendo tics con la cara.
—¿Han encontrado el cuerpo de mi padre? —pregunté.
—¿Después de todos estos años? —exclamó, irritado por mi ingenuidad—. Tienes que encontrar trabajo —añadió para hacerme cambiar de tema—. Rokaya está enferma y necesita que la cuidemos. Tu madre y yo no ganamos lo bastante.
—Busco a diario.
—Pero no llamas a las buenas puertas. No quiero que te pases la vida callejeando.
Seguí buscando algo con que ganarme el pan sin cambiar mis costumbres; no sabía cuáles eran las «buenas puertas». De todos modos, hiciera lo que hiciera, siempre me soltaban lo mismo: o ya habían cubierto el puesto o bien yo no parecía valer para él.
Estaba sentado en lo alto de una tapia, soñando con un queso de cabra envuelto en hojas de parra que un chiquillo intentaba vender a los transeúntes, cuando un adolescente me abordó. Andaba por los quince o dieciséis años. Era alto para su edad, bastante delgado; sus gafas le conferían el aspecto de uno de esos chicos que encandilan a las chicas a la salida de la escuela. Vestía una camisa de cuadros y un pantalón de ciudad bien planchado. Tenía el pelo castaño muy corto en las sienes y unas manos impecables.
—¿Vives frente al cuartel de artillería?
—Sí.
—Vivo cerca de tu casa. Me llamo Pierre.
No me tendió la mano.
—He oído hace un rato que buscabas trabajo en el almacén —me dijo—. Eso se puede arreglar. Estoy bien relacionado. Entre vecinos podemos echarnos una mano, ¿no te parece?
—Me parece bien.
—No es fácil hoy en día convencer a un empleador. No tienes experiencia y, naturalmente, no tienes conocimientos. Si aceptas que te apadrine, empezarás a ganarte la vida a partir de mañana.
—Estoy de acuerdo.
—Te propongo lo siguiente: te encuentro un empleo y nos repartimos tu sueldo a medias. ¿Te va?
—Me va.
—¿Te has enterado bien de mi condición?: nos repartimos tu sueldo a medias. Espero que no intentes pegármela luego. ¿Queda claro?
—Queda claro.
Me tendió la mano.
—Esto es un juramento. La palabra de honor vale más que un contrato.
Le di la mano con entusiasmo.
—¿Cuándo empiezo?
—¿Seguro que vives en la casa cuyo balcón da a la explanada y cuya puerta está frente al cuartel?
—Exacto.
—Espérame mañana delante de tu puerta a las cinco de la mañana. Pero ojo, una vez más, será tu sueldo a medias. No intentes pegármela porque soy yo quien negocia tu salario.
—No soy un tramposo.
Se me quedó mirando con calma, ya más relajado.
—¿Cómo te llamas?
—Turambo.
—Pues ya sabes, Turambo: Dios me ha puesto en tu camino. Si haces exactamente lo que te pido y eres tan honrado como dices, de aquí a un año nos estaremos forrando los dos.
Pierre cumplió su palabra. Al amanecer del día siguiente pasó a recogerme y me llevó a un gran almacén donde debía cargar cajas de fruta y de verdura. Creí morir de tantas patadas en el culo que me dio un gordinflón vociferante. Por la noche, Pierre me esperaba en la esquina de la calle Général-Cérez. Contó mi dinero, se quedó con la mitad y me devolvió el resto. Aquello se convirtió en un ritual. No todos los días me encontraba trabajo, pero cuando quedaba un puesto libre era para mí. Pierre era hijo de un secretario judicial aficionado a las chicas de vida alegre. Me lo señaló una noche cuando salía de un burdel. Era un señor elegante, impecablemente trajeado, y que llevaba un sombrero que se colocaba ladeado sobre la frente para pasar más desapercibido en los tugurios. Pierre me dijo cosas muy duras de él. Me contó que en casa las broncas eran el pan de cada día. La madre sabía por qué su marido regresaba siempre a casa tan tarde y se ponía histérica, ya que, además de sufrir su vergonzosa costumbre, se gastaba lo que no tenía. Si Pierre hacía novillos en la escuela era para ayudar a su madre a llegar a fin de mes. Y contaba conmigo para evitar la bancarrota familiar. En cierto modo, yo era un filón para él. No era algo que me molestara. De todos modos, con tal de no llegar a casa con una mano delante y otra detrás, aceptaba todo lo que me proponía. Ese tipo de trabajo me tenía agotado, pero no me desanimaba. El caso es que Pierre me quería para sí solo. Me controlaba, vigilaba mis amistades, me obligaba a acostarme temprano, a reservar mis energías para el trabajo; total, mandaba en mi vida y no le gustaba que paseara de noche con Gino. Así me lo dijo:
—Quítate de encima ese tío, Turambo. No te conviene esa amistad; además es judío.
—Y ¿eso qué es?
—¡Un judío, hombre! ¿En qué planeta vives?
—¿Cómo sabes que Gino es judío?
—Porque lo he visto mear...
Pierre me agarró por los hombros y me miró fijamente a los ojos.
—¿No he sido legal contigo? Siempre hemos ido a medias. Si quieres que sigamos siendo socios, evita a ese pederasta. Entre los dos nos vamos a forrar y, dentro de unos años, montaremos nuestro negocio y nos moveremos en coche, como los capitostes. ¿Has visto el montón de relaciones que tengo en el mercado? Me las apañaré para buscarte todos los curros que quieras. ¿Qué, te fías de mí o no?
—Gino es amigo mío.
—En los negocios no hay sentimientos que valgan, Turambo. Eso son camelos para blandengues y nenes enmadrados. Cuando no parabas de dar vueltas con el estómago vacío, ¿vino alguien a compadecerte? Yo fui el único, y sin que me lo pidieras. Porque yo sé lo que te conviene... Olvida a ese tontaina amanerado. Él se gana la vida tan tranquilo en su garaje sacando brillo a los coches de los ricachones. ¿Acaso te ha propuesto trabajar con él? ¿Le ha hablado de ti a su patrón?
Calló, esperó una reacción de mi parte que no se produjo, hinchó sus mejillas, dejó caer los brazos y me dijo, contrariado:
—Tú decides. Si ese mariquita es más importante que tu carrera, es cosa tuya. Pero luego no me vengas con que no te avisé.
Ignoraba lo que suponía ser judío y lo que arriesgaba tratándome con él. Pero el aviso de Pierre y su solapado chantaje me desconcertaron. Cuando volví a ver a Gino, mientras estábamos sentados en el bordillo de la acera contemplando como se embroncaban dos carreteros, le pregunté si era judío. Gino frunció el ceño de manera extraña, y me di cuenta de que, más que sorprenderle, mi pregunta le había molestado. Se me quedó mirando como si no acabara de creérselo. Le temblaban los labios. Respiró hondo y me preguntó tras soltar un suspiro apenado:
—¿Acaso eso cambia algo entre nosotros?
Le dije que no.
Se levantó y me espetó, antes de dejarme allí plantado para regresar a su casa:
—Entonces ¿por qué me haces una pregunta tan tonta?
Estaba muy enfadado.
Durante los días siguientes me estuvo evitando, hasta que entendí la gravedad de mi indiscreción.
Pierre me recuperó por entero. Estaba encantado de conservar su negocio solo para él. «¿Lo ves? Ha bastado con que pongas el dedo en la llaga para que te largue. Ese Gino no es trigo limpio.»
Intenté, en vano, hacer las paces con él, pero me daba de lado. Me di cuenta de cuánto lo había ofendido sin pretenderlo. Me dolía que estuviera enfadado conmigo, tanto más que no había tenido intención de apenarlo. Me había limitado a hacerle una pregunta. Me daba igual que fuera blanco o negro, creyente o ateo. Era mi amigo y solo me importaba su compañía. Habíamos ido a menudo a su casa y nos habíamos pasado las horas charlando en su habitación. Era un hijo servicial, obediente y tranquilo. Por las noches leía cosas en voz alta a su madre. Se sentaba a su lado, en el borde de la cama, abría un libro y el silencio de la casa se llenaba de personajes mágicos y de retazos de aventuras. La madre de Gino no conseguía dormirse sin antes darse un garbeo por el universo de los libros. Rogaba a su hijo que le repitiera tal capítulo, tal poema, y Gino lo hacía con un ánimo que me daba que pensar. Yo no sabía leer, pero me gustaba sentarme sobre un taburete y escucharlo. Tenía una voz suave y cautivadora que me trasladaba de un ambiente a otro y me hacía viajar. Había un libro que su madre adoraba más que ningún otro. Se titulaba El superviviente y su autor era un oranés llamado Edmond Bourg. Al principio creí que se trataba de un libro de oraciones. El autor hablaba de perdón, de caridad, de solidaridad, y algunos pasajes la hacían llorar. A mí también se me ponía el corazón en un puño. Quise saber algo más del autor, ¿acaso era un profeta o un santo? Gino me contó la historia de Edmond Bourg. Según me dijo, había sido muy famoso en el siglo anterior. Antes de ser párroco, había sido ingeniero de ferrocarriles. Era un señor normal, algo solitario, pero afable y atento. Una noche sorprendió a su esposa haciendo frenéticamente el amor con un colega suyo en su propia cama. Los mató a los dos y los cortó a cachitos, que la policía encontró diseminados en los bosques. La prensa comenzó a anunciar a diario el descubrimiento de trozos de carne o de algún órgano, como si el asesino intentara traumatizar las almas. Aquel macabro culebrón apasionó y horripiló a las masas hasta el punto de que el juicio tuvo que ser aplazado en varias ocasiones debido al gentío que acudía a presenciarlo. Los abogados de Edmond Bourg alegaron locura pasajera. El pueblo reclamaba sangre y el tribunal condenó a muerte al asesino. Pero la guillotina se atascó el día de la ejecución. Como el código penal exigía que la operación siguiera adelante hasta que la cabeza quedara separada del cuerpo, el verdugo volvió a accionar la palanca, nuevamente sin éxito. Lo más curioso era que cuando apartaban al condenado del aparato, el mecanismo funcionaba, y cuando volvían a colocarlo ante la guillotina la cuchilla no creía. El sacerdote dijo que era una señal del cielo y a Edmond Bourg le conmutaron la pena de muerte por la de trabajos forzados a perpetuidad. Lo mandaron a la isla del Diablo, un penal cercano a Cayena, en la Guayana Francesa, donde se comportó de forma ejemplar. Veinte años después, un famoso periodista volvió a poner la historia de Edmond Bourg en el candelero, lo que dio pie a un gran debate nacional y, tras un sinnúmero de artículos y de peticiones, consiguió que lo indultaran. Edmond Bourg se convirtió en un buen cura y dedicó el resto de su vida a hacer el bien, a predicar y a reconciliar a los seres humanos con sus viejos demonios. Su libro tuvo un enorme éxito cuando se publicó en 1903. Fue una fuente de consuelo para las almas en pena, y la madre de Gino lo tenía siempre a su lado, sobre la mesilla de noche, junto a la Biblia. La historia de Bourg me impresionó tanto que rogué a Gino que me enseñara a leer y a escribir, del mismo modo que Rémi y Lucette, los hijos de Xavier, me habían enseñado antaño a hacer cálculos... Pero todo se fue al garete por culpa de mi torpeza. Mi «pregunta tan tonta» me costó quedarme sin saber qué hacer por las noches. A veces, sin darme cuenta, rondaba el bulevar Mascara. Veía luz en la habitación de Gino y me preguntaba si también estaría pensando en mí, si me echaría de menos tanto como yo lo añoraba a él. Llegué a detenerme ante su puerta, a punto de llamar, pero al final no me atreví. Temía que me cerrara su corazón para siempre.
Pierre se percató de mi desconsuelo. Para que dejara de pensar en ello, se dedicó a embrutecerme con trabajitos tan agotadores como mal pagados. Durante unos meses tuve que hacer de todo: recadero en una tienda, limpiador de cuadras, repartidor, sillero, vendedor de barquillos y carbonero, y no duré más de dos semanas en ninguna parte. Pierre negociaba mi salario sin importarle lo duro que fuera el trabajo. Me recogía ante la puerta de mi casa, me arrojaba al ruedo y quedábamos al atardecer para que pudiera cobrar la mitad de mi jornal. Cuando no tenía nada que ofrecerme, me desatendía. Cuando llamaba a su casa, no me abría la puerta. Si insistía, salía al balcón y me echaba una bronca. Le comencé a guardar rencor por la manera como me trataba después de haber conseguido que me distanciara de Gino y, herido en mi amor propio, decidí dejar de morder su anzuelo. Al cabo de unas cuantas «insubordinaciones», le tocó a él correr detrás de mí. Yo tampoco le abrí mi puerta y me limité a mirarlo desde mi balcón, indiferente a sus ofertas. Él se rascaba como si estuviera pensando, me ofrecía un montón de compensaciones, me prometía la luna; yo me negaba con la cabeza.
—Sé razonable, Turambo. Soy tu buena estrella. No irás lejos sin mí. Sé que es difícil, pero tenemos que seguir juntos. Gracias a mí, algún día volarás por tu cuenta.
—No soy ningún pájaro.
—Pero bueno, ¿qué es lo que quieres?
—Un verdadero trabajo, lo que sea, pero estable —le dije con firmeza—. Ya estoy harto de trabajar como un burro por nada y menos.
Asentía con la cabeza, falto de propuestas interesantes.
—Y seguiremos yendo a medias.
—Eso dependerá. Pierre me presentó a Toto la Goinche, gerente de un garito sito junto a la plaza Santa Cruz, al pie de una antigua fortaleza española. Toto era un cuarentón de apariencia modesta. Cuando llegamos al establecimiento, estaba descuartizando un marrano en el patio de su establecimiento con un delantal de carnicero sobre su pecho desnudo. Me preguntó si sabía llevar un registro, le dije que no. Me preguntó si sabía mantener la boca cerrada, le dije que sí. Eran las respuestas buenas.
Estuve a prueba durante una semana, sin paga.
Luego, una segunda semana para estar seguro de que no se equivocaba de caballo, siempre sin cobrar.
Al final, me dio la bienvenida en su cofradía.
En realidad, el garito no era un chiringuito al uso, de los muchos que había en las barriadas, sino un lupanar clandestino, una especie de hostal ilegal que apestaba a ratonera y a alcohol adulterado y en el que se revolcaban putas paquidérmicas con marineros de origen ignoto a quienes desplumaban sabiamente tras un chapucero servicio.
Aquel local hizo que me sintiera asustado durante los primeros días. Se encontraba en un callejón sin salida atestado de basura en el que gatos y perros compartían amigablemente los desechos mientras los borrachos se acuchillaban por un quítame allá esas pajas. El encargado, con mucha formalidad, no consentía broncas allí dentro, pero las toleraba en su patio trasero, un espacio de tierra batida que daba a un precipicio. Cuando corría la sangre, Toto recurría a Babaye, un coloso sahariano y expresidiario de piel tan negra que no se le distinguían los tatuajes del cuerpo. Babaye no tenía ni un ápice de paciencia y no sabía hacer entrar en razón a los quisquillosos, que, por lo demás, no paraban de berrear agitando sus navajas; agarraba a ambos monigotes por el pellejo del cuello, estrellaba una contra otra sus cabezas y los dejaba sin sentido allí mismo, seguro de que no darían señales de vida hasta el amanecer.
A mí las peleas no me impresionaban. Graba me había iniciado en esas relaciones de fuerza gregarias. A quienes más temía de esa fauna urbana era a esas damas que actuaban como cocodrilos en aguas turbias, espantosas con sus cabezas llenas de bigudíes, su rostro marcado por la decadencia y el maquillaje barato, sus ojos renegridos por el kohl y sus labios tan rojos que parecía que se acababan de beber un vaso de sangre fresca. Criaturas extrañas, sifilíticas y repelentes, que fumaban como carreteros, con las tetas al aire y el corsé bajado hasta el culo, y eructaban y se reían sin recato, vulgares y feroces, ajadas a los treinta años pero siempre dueñas del bestial deseo de los hombres. De noche olían a mantequilla rancia y a sudor frío, y, cuando se cabreaban, se liaban a hostias y eran capaces de arrojar a sus clientes por una ventana y correr luego las cortinas como si nada.
No tenía el menor interés en arrimarme a ellas.
Yo pringaba en el sótano y ellas reinaban en el piso; mejor así.
Mi trabajo consistía en recoger las mesas, vaciar los urinarios, fregar la vajilla, sacar la basura y callarme la boca, pues ocurrían cosas extrañas en aquel garito. Además de las chicas perdidas que recogían, muertas de hambre, en las puertas cocheras, también traían a niños.
Al principio no hice caso de los tejemanejes que parecían producirse a cámara lenta entre humedales y penumbras, y mientras el personal se afanaba en evaluar el grado de vulnerabilidad de los primos antes de desplumarlos, yo me encerraba en el sótano entre palanganas y cajas de vino para no saber nada. Estaba aislado, ignorado, y cansado de repetir los mismos gestos y de hacer los mismos recorridos. Ni siquiera Babaye aparecía por allí. Debía de estar oculto en algún armario, como un duende, para solo salir cuando su amo le silbaba. Me fui dando cuenta de hasta qué punto Pierre me había hundido en el fango. Aquel garito no era lugar para mí. Mi único deseo era cobrar mi salario y largarme cuanto antes para no volver a pisar aquella zona de la ciudad. El encargado me avisó de que un contrato es un contrato aunque no se haya firmado nada, y que solo cobraría a final de mes. Por tanto, me tocaba aguantar aquello, además de las dos semanas de prueba, otras cuatro más, así como hacer la vista gorda ante determinados horrores y lavar los vasos conteniendo la respiración.
Una noche, un desastrado marinero bajó a mi guarida haciendo eses. No paraba de llorar y llevaba una botella en la mano. «Ya podría caminar sobre las aguas que ni un cura se inmutaría —se lamentaba dirigiéndose a sí mismo—. Por mucho que dedique mi vida a hacer el bien, nadie me tomará en serio. Y es que no soy creíble. “Basta con que te eches a la mar para que esta se seque”, me decía mi santa madre, a la que tanto he querido.» Al verme agachado en un rincón lavando vasos, bajó los últimos escalones y, dando tumbos, sacó un fajo de billetes de su bolsillo y me los metió debajo del jersey. «Me los ha rechazado la gorda de Berta, la de la verruga en la nariz. Me ha dicho que no quiere mi dinero, que me limpie el culo con él... ¿Te das cuenta? Ya ni siquiera puede uno echar un polvo con la pasta que se ha ganado con el sudor de su frente... ¿Quieres mis billetes? Pues te los doy de todo corazón, te lo aseguro. Ya no quiero esta pasta. Tengo un montón en casa, como para llenar colchones. Pero tú la necesitas, se te nota en la cara. Seguro que tienes a un familiar enfermo. Tómatelo como un don del cielo. Yo soy un buen cristiano. Tengo el corazón en la mano aunque nadie lo crea...» Intentó acariciarme las mejillas a la vez que me manoseaba la bragueta.
Afortunadamente, Babaye salió de su armario y echó al borracho fuera.