7
La Plaza de Armas exultante. Los tranvías acarreaban contingentes de pasajeros, los simones se bamboleaban bajo el peso de sus ocupantes. Los guardias de tráfico no daban abasto en medio de ese tiovivo de automóviles y de transeúntes. Bajo los gigantescos árboles que encuadraban la fuente, familias enteras tomaban el aire: los señores con sus chaquetas bajo el brazo; las señoras con sus sombrillas y los críos correteando tras ellos como polluelos recalcitrantes. Sobre la escalinata del teatro, una larga cola de espectadores esperaba la apertura de la taquilla, ajena al alboroto de la chiquillería. Soldados uniformados competían con excéntricos jovenzuelos para ganarse los favores de las señoritas, que desplegaban sus atractivos con una precaución de artificiero. Hacía un día precioso, saturado con ese colorido que solo Orán sabe improvisar, y mecido por una brisa procedente del puerto que esparcía los delicados aromas del jardín del Círculo Militar. DeStefano, Salvo, Tobias, Gino y yo permanecíamos sentados en la terraza de una cervecería, quien con su palomita de anís, quien con su granizado de limón. Gino me contaba cómo había ido el festejo de la víspera, al que habían asistido numerosas personalidades locales. Salvo no paraba de hablarme de lo suculento que estaba el banquete.
—No debiste escaquearte así —me reprochó DeStefano—. Estábamos celebrando tu victoria. Muchos invitados lamentaron no verte en el restaurante.
—Ya no eres un pelagatos cualquiera, sino un campeón —añadió Tobias.
—Al Duque le sentó fatal tu ausencia. Menuda bronca le echó a Frédéric por tu culpa.
—Estaba cansado —dije.
—¿Cómo que cansado? Eso no es una excusa —me replicó Gino—. Hay que saber comportarse.
—¿Y cómo hay que comportarse? ¿Acaso no tengo derecho a descansar tras un combate?
—La fiesta era por ti —me recordó Tobias—. Los honores son algo importante. Quienes antes te tendían sus zapatos ahora te tienden la mano, ¡joder! Querían felicitarte. Aclamarte. Y tú sales disparado en busca de una puta.
—¿Y qué?
—Que es un comportamiento poco razonable —dijo con calma DeStefano. «Inadmisible, precisó Tobias»—. Turambo, ya va siendo hora de que aprendas modales. Cuando te homenajean, lo menos que puedes hacer es estar presente.
—Solo era una cena —me defendí—. Con más pompa, pero una cena. Además, había charcutería y vino en el menú.
—¿Es que no eres capaz de pensar un poco —se enervó Gino—. Intenta comprender lo que se te explica en vez de escucharte a ti mismo. Te has convertido en alguien, Turambo, en un héroe de la ciudad. Y los honores no se negocian. Cuando se celebra una velada para homenajearte, si no asistes, le aguas la fiesta a todo el mundo. ¿Entiendes lo que te digo? Había un montón de autoridades que habían ido allí por ti; el propio alcalde llegó con antelación, pero no había manera de dar contigo.
—Tampoco se va a acabar el mundo por eso —insistí, pero ya con ganas de cambiar de tema.
—Puede que no se acabe el mundo, pero ándate con cuidado porque puede que se te acabe el chollo. Un campeón no puede mirar por encima del hombro a su público, sobre todo si depende de él. Y tampoco puede hacer todo lo que se le pase por la cabeza...
—Para eso tendría que tener cabeza —suspiró Tobias.
—¿Acaso tú tienes? —le replicó Salvo.
Tobias no picó en el anzuelo. Salvo siempre salía airoso de las discusiones entre ambos, y no tenía ganas de quedar en evidencia. Me estaba soltando pullas por pura diversión, porque ya empezaba a aburrirse. Miraba fijamente su jarra de cerveza, sin tocarla.
—¿ Estuviste tú también en la fiesta? —le pregunté para cambiar de tema.
—Sí —refunfuñó enarcando unas cejas que parecían gusanos velludos.
—Está hecho polvo porque Félicie no quiso bailar con él —dijo Salvo—. Seguro que temía que le clavara su estaca en un pie.
—Falso. Félicie está mosqueada conmigo porque no le he regalado ninguna joya para su cumpleaños. Le regalé flores. ¿No os parece más romántico?
—Puede —supuso Salvo—. Pero claro, no es lo mismo.
Tobias se rascó tras una oreja y masculló:
—Tú, cara de huevo, métete en tus putos asuntos, ¿vale? No me gustan las insinuaciones.
Ambos se miraron con cara de perro.
—¿Qué has hecho con tu anillo, vicioso? ¿Se te ha olvidado en el culo de una cabra?
—Cuidado, Tobias, que yo no he sido grosero.
—Será porque no se te ha ocurrido...
—Oye, cojitranco, hoy te veo muy en forma. ¿Qué has comido esta mañana?
—Lo que pasa es que apestas. Cada vez que abres la boca, la ciudad entera se pone a cagar. La gente como tú solo puede salir de un culo.
DeStefano soltó una breve risotada que le sacudió la barriga.
—Tienes suerte de que no lleve la navaja encima, ¡pedazo de malasombra! —farfulló Salvo.
—Si quieres, te presto la mía —lo retó Tobias—. ¿Qué vas a hacer con ella, circuncidarme?
Gino y yo nos partíamos de risa.
Francis se unió a nosotros con un cabreo y una indignación de mil diablos. Esgrimió un periódico como si fuera un hacha de guerra.
—¿Habéis leído la prensa de hoy?
—Todavía no —le dijo Gino—. ¿Por qué?
—Esa gentuza del Petit Oranais se ha pasado tres pueblos.
Francis, que prefirió no sentarse para dominarnos con su furia, abrió el diario con gesto perentorio y nos puso un largo artículo delante de las narices.
—Es lo más asqueroso que he leído en mi vida.
—No es más que un artículo, Francis —intentó calmarlo DeStefano—. No te agobies tanto.
—No es un artículo, es un linchamiento en toda regla.
—Ya me ha puesto al corriente esta mañana uno de la redacción —dijo DeStefano con tranquilidad—. Sé más o menos de qué va. Siéntate y pídete una cerveza. Y no nos fastidies el día, por favor. Mira a tu alrededor. ¿No es una maravilla?
—¿Qué cuenta el periódico? —preguntó Tobias.
—Gilipolleces —le contestó DeStefano con desgana.
—Tú ya te las sabes, pero nosotros no —insistió Tobias.
Francis, que lo estaba deseando, carraspeó, respiró hondo e inició su enfebrecida lectura.
—«El choque de los extremos». ¡Menudo título!
—Ahórranos tus comentarios y suéltalo ya de una vez —se impacientó Tobias.
—¡Si te parece, me voy a cortar...!
Francis leyó con voz trémula:
—«Triste espectáculo el que nos ofreció anoche nuestra querida ciudad de Orán en la sala Criot. Esperábamos un combate de boxeo y asistimos a una exhibición de pésimo gusto. Sobre un cuadrilátero convertido en ruedo donde el mayor de los ridículos se codeaba con el sacrilegio, vimos, muy a nuestro pesar, a un soberbio atleta que practica el boxeo para contribuir al desarrollo de nuestro deporte nacional, y que acudió para encandilar a la asistencia con su técnica, su garbo y su talento; enfrentado a la negación personificada de la ética, una fiera recién salida de la jaula que nunca debió abandonar. Qué expresar de esa horrible mascarada sino nuestra indignación al ver enfrentarse dos mundos opuestos sin el menor respeto por las convenciones más elementales. ¿Hay derecho a oponer al séptimo arte la barbarie más primitiva? ¿Cómo llamar combate a una pornográfica confrontación entre dos concepciones de la competición diametralmente opuestas: una atlética, bella, generosa, y la otra faunesca, brutal e irreverente? Anoche, en la sala Criot, asistimos a un infame atentado contra nuestra civilización. ¿Cómo no verlo así cuando se expone a un buen cristiano a la monstruosidad de un troglodita recién salido de la noche de los tiempos? ¿Cómo no escandalizarse cuando se consiente que un moro le ponga la mano encima a quien le ha enseñado a mirar la luna en vez de su dedo, a bajar de su árbol y a caminar entre los seres humanos? El boxeo es un arte solo apto para el mundo de las luces. Permitir que un primate acceda a él es una grave imprudencia, una estrategia errónea y un acto contra natura...»
—¿Qué es un troglodita? —pregunté.
—Un hombre prehistórico —puntualizó Francis ya embalado con su lectura—. «No nos engañemos. Tratar a los árabes como iguales es hacerles creer que ya no servimos para nada. Aceptar que se enfrenten a nosotros sobre un ring es sugerirles que algún día podrían hacerlo en un campo de batalla. Los moros están genéticamente programados para trabajar en el campo, en las minas, en los pastos; solo quienes saben valorar nuestra inmensa caridad cristiana pueden honrarse sirviéndonos con fidelidad y gratitud, lavando nuestra ropa, barriendo nuestras calles y cuidando de nuestros hogares como fiel y obsequiosa servidumbre...»
—¿De qué hombre prehistórico hablan? —dije.
—¿Es que no te has enterado? —estalló Francis, irritado por esta nueva interrupción—. Hablan de ti.
—¿Tan viejo parezco?
—Deja que acabe el artículo, luego te lo explicaré.
—No hay nada que explicarle —lo cortó Gino—. Ya hemos oído bastante. Este artículo vale lo que su autor, solo sirve para limpiarse el culo. Ya conocemos a los periodistas del Petit Oranais. Unos racistas fanáticos con menos contención que una diarrea. Acordaos de la carnicería antisemita que provocaron hace unos años en el Derb Sefarad. Creo que no hay que hacerles caso. No son más que unos provocadores de baja estofa que demuestran, por su línea editorial, que el mundo civilizado no siempre está donde parece.
—No estoy de acuerdo —se indignó Francis soltando espumarajos por la boca—. El autor de esta basura tiene que pagar por ello. Lo conozco. Solía ir al cine Eldorado, donde yo tocaba el piano. Llevaba la crítica cinematográfica de su periódico. Un tipejo con cara de lechuza, flaco como una estaca, feo y traicionero. Vive cerca de aquí. Propongo que vayamos a decirle un par de cosas a ese cerdo.
—Calma, muchacho —gruñó DeStefano.
—Ningún argelino puede conservar la calma sin violentarse a sí mismo. Hacer como si nada equivale a perder la cara.
—¡Cierra ya el pico, Francis! —rugió Tobias—. Nosotros no peleamos contra periodistas. Siempre tendrán la última palabra porque ellos conforman la opinión.
—Tobias tiene razón —apuntó DeStefano—. Recuerda cómo pusieron a parir esos cabrones del Petit Oranais a Bob el Tiñoso, y a Cara de Ángel, y a Gustave Mercier. Los pusieron por las nubes para mejor arrojarlos al abismo. Bob acabó recluido en un loquero. Cara de Ángel se cargó a su mujer y aún sigue en el trullo. Gusgus trabaja de vigilante en algún garito de mala muerte... La gloria también se paga con promesas vanas. Lo que importa no son los golpes bajos que recibimos, sino la huella que dejan en nosotros.
Todas las miradas se volvieron hacia mí.
Me llevé a los labios mi vaso de granizado. Las pullas, las ofensas, los insultos graves y violentos: esos los seguiría oyendo cada vez que subiera a un cuadrilátero. Formaba parte del ambiente. No hay combate sin excesos. Al principio, los abucheos y las expresiones racistas me apenaban. Con el tiempo aprendí a soportarlos. El mozabita socio de mi tío me decía: «La gloria se mide por el odio que suscita en los detractores. Ahí donde unos te alaban, otros te ponen a caldo; así es como se equilibran las cosas. Si quieres llegar hasta donde crees que te mereces, no te detengas por las mierdas que pises, pues siempre las habrá en el camino de los valientes».
—¿Vas a dejar pasar esto? —se indignó Francis.
—Es el único modo de pasar a lo serio, ¿no te parece? —le dije sosteniendo su furibunda mirada.
Francis arrojó el periódico sobre la mesa y se perdió entre el gentío, no sin antes habernos hecho a todos un corte de manga. Lo seguimos con la mirada hasta que desapareció tras una esquina. Volvió la calma a nuestra mesa aunque sin la franca camaradería reinante un rato antes. Las manos volvieron a tomar su correspondiente consumición, aunque Salvo fue el único con ánimos para seguir bebiendo. DeStefano suspiró hondo y se arrellanó en su asiento, visiblemente molesto por la intrusión de Francis. Gino recogió el periódico, buscó la incendiaria página y leyó el artículo hasta el final en medio de un tenso silencio. Tobias llamó al camarero para relajar el ambiente, pero no supo qué pedirle.
La ira de Francis me pareció excesiva y hasta poco creíble, pues él era el primero en alejar a patadas a los chavales que nos acosaban para vendernos sus baratijas. Su defensa a ultranza de mi honor me dejó perplejo. No era su estilo. A menudo lo había oído quejarse de mis «modales de cateto cerrado de mollera e imprevisible». Cuando yo no estaba de acuerdo con algo, alzaba la mirada al cielo con irritación, como si no estuviera capacitado para emitir una opinión. Nunca me había demostrado un auténtico afecto. Por mucho que intentara ocultarlo, no me perdonaba que hubiera elegido a Gino para ocuparse de mis asuntos. Se lo había tomado como un desprecio... Lo que pretendía era hacerme cometer un error que, a ser posible, me llevara a la cárcel y acabase con mi carrera de boxeador. Francis era capaz de eso y de más; estaba endiablado y lleno de rencor.
Un mendigo manco se acercó a nuestra mesa. Vestía una capa hecha trizas sobre su torso mugriento, un trapajo que en su día fue un pantalón y unas alpargatas desgarradas.
—¡Ahueca el ala! —le espetó Salvo—. No nos llenes esto de moscas.
El mendigo no hizo caso al masajista, se me quedó mirando con una sonrisa, con la barbilla sostenida con el índice y el pulgar. Era joven, esquelético y de rostro ajado y arrugado. Tenía un horrible muñón en el brazo seccionado a la altura del codo.
—¿No serás el boxeador que sale en los carteles? —me preguntó.
—Puede ser.
Su cara me sonaba, pero no sabía de donde.
—Yo conocí a un Turambo hace años —prosiguió el mendigo sin dejar de sonreír—. En Graba, cerca de Sidi Bel Abbes.
Empezaron a desfilar caras por mi memoria. Recordé a los hermanos Daho, a los chavales del zoco, a los hijos de los vecinos, pero no conseguía ubicar el rostro del mendigo, pese a que me sonaba.
—Siéntate —le pedí.
—De eso nada —gritó un camarero desde la puerta de la cervecería—, que luego tendré que desinfectar la silla.
El mendigo se alejó, cruzó la calle y se dirigió renqueando hacia el Derb. Apretó el paso cuando me oyó correr tras él.
—Detente, quiero hablar contigo.
Siguió adelante hasta que lo detuve a la altura del teatro.
—Soy de Graba —le dije—. ¿Nos conocemos?
—No quiero molestarte. No he sabido comportarme. Estabas tan tranquilo con tus amigos y te he avergonzado con mi intromisión. Lo lamento sinceramente...
—No pasa nada. ¿Quién eres? Estoy seguro de que nos conocemos.
—No llegamos a conocernos mucho —dijo el mendigo con un evidente deseo de seguir su camino—. Además, son cosas del pasado. Ahora eres famoso y no tengo por qué molestarte. Cuando vi tu foto y tu nombre en el cartel, te reconocí de inmediato. Y al verte allí sentado, no he podido evitar acercarme. Pero no debí hacerlo; a tus compañeros les ha molestado mucho mi presencia.
—Pues te aseguro que a mí no. ¡Dime de una puñetera vez quién eres!
Se quedó mirando su muñón, sopesó el pro y el contra, volvió los ojos hacia mí y me dijo con voz queda:
—Soy Pedro el Gitano. Cazábamos jerbos juntos. Venías a verme al campamento.
—¡Dios mío, Pedro! ¡Cómo no me voy a acordar!... ¿Qué te ha ocurrido en el brazo?
—¿Recuerdas que siempre soñé con trabajar en un circo?
—¡Y tanto! Sabías hacer malabarismos, lanzar cuchillos y colocar tus piernas detrás de la nuca.
—Pues bien, conseguí unirme a un circo. Para ser trapecista. El patrón me vio trabajar pero no quiso arriesgarse. Era demasiado joven. Me contrató como mozo de cuadra para tenerme a mano. Daba de comer a las fieras. Una mañana, me despisté delante de una jaula y un león me mordió el brazo. Fue un milagro que no me arrastrara entero dentro de la jaula... El patrón cuidó de mí hasta que el brazo cicatrizó; luego fue buscándose excusas y acabó echándome.
—¡Dios mío!
—Tengo hambre —me dijo mirando hacia un vendedor de sopa.
Le pagué un cuenco. Se sentó sobre la acera y se lo zampó en un segundo. Le pedí otro, que también se bebió de un trago.
—¿Quieres otro más?
—Sí —me dijo limpiándose la boca con el revés de su única mano—. Llevo días sin probar bocado.
Esperé a que terminara su cuarta ración. Engullía sin masticar. La salsa la caía por la barbilla. Sus dedos dejaban unos trazos negros en el borde del cuenco. Daba la impresión de querer hacer acopio de reservas para los días venideros. Pedro se había convertido en un espantajo ambulante. Se había quedado sin dientes y casi sin pelo; tenía los ojos tan apagados como su figura. Por sus jadeos, me pareció que estaba enfermo y, por su tez olivácea, que quizá estuviese agonizando.
—¿Me comprarías unos zapatos? —me dijo a bote pronto—. Tengo los pies desollados.
—Todo lo que quieras. No llevo bastante dinero encima, pero te esperaré mañana en la calle Wagram y nos iremos de tiendas. ¿Sabes dónde está la calle Wagram?
—No. No conozco a nadie aquí.
—¿Ves esa calleja que cruza el Derb? Al final, hay una plazoleta circular y a su derecha un taller. El club donde entreno está enfrente. Pregunta por mí al portero, te estaré esperando. Te compraré zapatos y ropa y te llevaré a un hammam. Te prometo que me ocuparé de ti.
—No quiero abusar.
—¿Vendrás?
—Sí...
—¿Palabra de hombre?
—Sí, palabra de gitano... ¿Recuerdas cuando mi padre tocaba el violín? Qué bien lo pasábamos, ¿verdad? Nos sentábamos a escucharlo alrededor de la hoguera. Se nos pasaba el tiempo volando... ¿Cómo se llamaba tu amigo?
—No lo recuerdo.
—¿Sigue contigo?
—No.
—Qué raro era aquel chico...
—Y tu padre, ¿cómo está?
Pedro se pasó la mano válida por la cara. Sus gestos eran bruscos y su voz atropellada. Cuando hablaba, sus ojos no paraban de moverse como si rehuyeran los pensamientos.
—No sé adónde ha ido a parar mi gente... Me he topado con un montón de caravaneros, de nómadas, de gitanos, pero nadie ha visto a mi gente. Puede que se hayan ido a Marruecos. Mi mamá nació allá. Quería que la enterraran donde había nacido... Gracias por la comida —me dijo levantándose de pronto—. ¡Menuda falta me hacía! Ahora me encuentro mejor. Y perdóname si te he avergonzado delante de tus amigos. Tengo que irme...
—¿Adónde vas?
—Tengo que ver a alguien. Es importante.
—No olvides lo de mañana, en la calle Wagram. Cuento contigo.
—Claro, claro —dijo retrocediendo para que no lo abrazara—. Tengo bichos en el cuerpo que saltan sobre los que se me acercan, y luego no hay quien los expulse.
Me saludó con la cabeza, sonriendo, y tomó la escalera hacia el viejo Orán. Estuve esperando por si se giraba para saludarlo a mi vez, pero no lo hizo. Intuí que no lo volvería a ver. Efectivamente, Pedro no apareció por el club, ni al día siguiente ni nunca. No he vuelto a saber de él.