4
Estábamos en la cabina discutiendo acerca de mi próximo combate cuando Tobias abrió la puertecita encartonada. No le dio tiempo a anunciar a los visitantes. Estos, dos individuos vestidos de punta en blanco, lo apartaron y se metieron dentro.
—¿Eres tú DeStefano? —preguntó el más alto.
DeStefano retiró los pies de la mesa de despacho para recomponer su actitud. Estaba claro que no eran unos cualesquiera. El más alto rondaba la cincuentena. Era delgado, de cara afilada y mirada fría. El otro, paticorto, parecía a punto de reventar dentro de su traje de capitoste; llevaba un sello enorme en un dedo y chupeteaba un señor puro.
—¿Qué puedo hacer por ustedes? —preguntó DeStefano.
—No te molestes —gruñó el del puro—. Normalmente, es por mí por quien se pregunta.
—¿Y usted es el señor...?
—Puedes llamarme Dios Padre si te apetece, aunque no creo que eso baste para absolverte de tus pecados.
—Dios es clemente y misericordioso.
—Solo el de los musulmanes.
Se nos quedó mirando a los tres —a Francis, a DeStefano y a mí, pues Tobias se había retirado—, en un silencio que parecía preludiar una tormenta. Así, de entrada, era difícil saber si se trataba de gánsteres o de banqueros. DeStefano no quiso permanecer sentado, se levantó sin brusquedad, pero con la mirada acechante.
El hombre del puro sacó con ímpetu la mano de su bolsillo y se la tendió, adelantándosele. DeStefano se echó hacia atrás por reflejo, como si lo hubiese apuntado.
—Me llamo Michel Bollocq.
—Y ¿a qué se dedica usted, señor Bollocq?
—A hacer y deshacer —gruñó el otro individuo, aparentemente molesto de que el apellido de su compañero no nos dijera nada.
—Eso no es moco de pavo —ironizó DeStefano.
—Tenlo por seguro —dijo Michel Bollocq—. Tengo una cita y ando con prisa, así que vayamos al grano: vengo a hacer un trato con vosotros. Asistí al último combate y tu potro me ha causado una excelente impresión. Jamás he visto un gancho de izquierda tan rápido y contundente. Un auténtico torpedo.
—¿Se dedica usted al boxeo, señor?
—Entre otras cosas.
Me miró de reojo, mordisqueó su puro y se me acercó.
—Ya veo que te interesa más mi traje que mis palabras, Turambo.
—Es usted muy elegante, señor.
—Solo el abrigo cuesta un riñón, chaval. Pero podrás comprártelo algún día. Solo depende de ti. Quizá puedas comprarte varios, de distintos colores y hechos a medida por el mejor sastre de Orán, o hasta de París si te apetece, aunque nosotros no tenemos que envidiar nada a nadie... ¿Tú de dónde prefieres que sea el sastre, de París o de Orán?
—No lo sé, señor, no conozco París.
—Pues yo te pondré París en bandeja, por muy grande que sea. Y podrás pasearte por allá con un traje como este, con un clavel en el ojal, a juego con la corbata de seda, gemelos de oro con diamantes incrustados, un sello de cien gramos en el dedo y unos zapatos de piel de serpiente con tanta clase que cualquier lameculos se pirrará por limpiártelos con la lengua.
Fue a la ventana para contemplar el patio trasero, con las manos a la espalda y el puro en la boca.
Su compañero se inclinó hacia DeStefano y le dijo de modo que todos pudiésemos oír:
—El señor Bollocq es el Duque.
DeStefano palideció. Su nuez jugó por un momento al yoyó en su garganta. Con voz apenas audible, casi rampante, farfulló:
—Lo siento de verdad, señor. No pretendía faltarle al respeto.
—Sería una gilipollez —le advirtió el nabab sin volverse—. ¿Y si habláramos de cosas serias? Por lo que estoy viendo, estáis más bien tiesos. Ni siquiera un fugitivo se refugiaría en tu jodido club para evitar que lo mataran. Esto está de capa caída, tu caja de caudales está llena de telarañas y tu cuadrilátero deja mucho que desear...
—Carecemos de fondos, señor —intervino Francis—, pero estamos sobrados de ambiciones.
—Más vale eso que nada —admitió el nabab echando el humo sobre la ventana salpicada de cagadas de moscas—. Me caen bien los pringados que chapotean en la mierda manteniendo la cabeza en las nubes.
—No lo dudo, señor —dijo DeStefano mirando a Francis con cara de mosqueo.
—¿Hablamos, pues, de negocios?
—¡Soy todo oídos! —exclamó DeStefano empujando hacia el nabab un sillón de tubos cromados.
Yo había oído hablar del Duque. Era un nombre que no era necesario retener, pues se movía en las altas esferas, o sea, en un mundo abstracto para la gente de nuestra condición; pero que, una vez oído, se agazapaba en el subconsciente como un agente durmiente, hasta que reaparecía al galope a la primera de cambio. En el mundo del hampa, se bajaba la voz cuando se le mentaba en alguna conversación. Por instinto. El Duque era un lince para los negocios, tenía una participación en todo lo que producía dinero en Orán y suscitaba tanto miedo como admiración. La naturaleza exacta de sus negocios, sus lugares predilectos y su asiduidad variaban. Para muchos, el Duque era una referencia efímera en los chismorreos, como el prefecto, el gobernador o el papa, un personaje de ficción que alimentaba la rumorología y la crónica de sucesos y con quien nadie deseaba cruzarse. Verlo en carne y hueso me produjo una sensación extraña. Los manitúes no suelen parecerse a la idea que uno se hace de ellos. Cuando bajan de su nube y aterrizan a los pies de uno, resultan algo decepcionantes. Achaparrado, encorvado y tripudo, el Duque me recordaba al buda que un anticuario de la plaza Sebastopol tenía en su escaparate. Presentaba el mismo aspecto serio y gruñón. Sus mejillas regordetas y relucientes por efecto de alguna pomada le caían por los lados hasta confluir en una papada blanduzca de la que brotaba una barbilla insólitamente voluntariosa en medio de tanta grasa. Sus velludas manos, que posaba sobre los brazos del sillón, parecían tarántulas al acecho de una presa, y sus ojos, apenas perceptibles sobre unos pómulos demasiado altos, soltaban unos destellos que te atravesaban como flechitas de cerbatana. Sin embargo, verlo sentado en ese sillón desfondado, en nuestra destartalada cabina de esta calle Wagram por donde la gente de bien nunca pasaba, era para nosotros un inmenso privilegio. Nuestro club no tenía ningún prestigio. Hacía lustros que no producía campeones. Los aficionados al boxeo lo miraban por encima del hombro y lo calificaban de «fábrica de capullos». El que una eminencia del nivel del Duque lo honrara con su presencia constituía de por sí una rehabilitación.
El Duque dio una chupada a su puro y envió el humo al techo.
Su autoritaria mirada se posó sobre mí.
—¿Qué significa eso de Turambo? Ese nombre no es de aquí... He preguntado a algunos amigos instruidos y nadie ha sabido decírmelo.
—Es el nombre de mi pueblo natal, señor.
—Nunca lo he oído. ¿Está en Argelia?
—Sí, señor. Por Sidi Bel Abbes, sobre la colina de los Xavier. Pero ya no existe. Se lo tragó una riada hace siete u ocho años.
El otro visitante, que no se había movido desde que había entrado, hizo una mueca y se rascó la barbilla.
—Creo saber de qué se trata, Michel. Debe de estar hablando de Arthur-Rimbaud, una barriada que quedó sepultada por un deslizamiento del terreno a principios de los años veinte, cerca de Sidi Bel Abbes. La prensa habló por entonces de ello.
El Duque se quedó mirando su puro, lo hizo girar entre el índice y el pulgar y ladeó la boca.
—Arthur-Rimbaud, Turambo... ¡Menudo atajo! Ahora capto por qué, con los árabes, no hay quien se entienda.
Se dirigió a DeStefano:
—He asistido a los tres últimos combates de tu potro. Cuando tumbó a Luc en el segundo asalto, pensé que este ya estaba mayor y que iba siendo hora de que se retirara. Luego tu potro noqueó a Miccelino en un minuto y veinte segundos. Me costó creerlo. Miccelino es duro de pelar. Había ganado sus siete últimos combates. Puede que lo pillara en frío... Pero confieso que me quedé impresionado. Quise estar seguro y asistí al combate contra Le Bègue. Ahí, también, tu potro me volvió a dejar patidifuso. Le Bègue no aguantó tres asaltos. Esto es muy gordo. Es cierto que tiene treinta y tres años, que es un putero y le da a la bebida, y además no entrena, pero para tu potro fue pan comido. Por poco me caigo de culo. Entonces mi consejero Frédéric Pau, aquí presente —lo señaló con un gesto reverencioso—, me propuso apostar por tu potro, DeStefano. Está convencido de que es una buena inversión.
—Sabe lo que dice, señor.
—El problema es que odio equivocarme con la mercancía, y más aún perder.
—Tiene usted razón, señor.
—Esta es mi propuesta. Por lo que sé, tu campeón se va a enfrentar al Rojo dentro de tres semanas en Perrégaux. El Rojo es joven, potente, serio. Aspira al título de campeón de África del Norte, que no es cualquier cosa. Ya se ha quitado de encima a Dida, a Bernard Holé, a Félix y a esa apisonadora de Sidibba, el marroquí. He estado a punto de apadrinarlo, pero Turambo se ha desmarcado estos últimos meses y, por tanto, tomaré una decisión tras el próximo combate. Si Turambo gana, será mi protegido. Si no, lo será el Rojo. ¿Me has entendido bien, DeStefano?
—Estaría encantado de trabajar para usted, señor.
—No nos anticipemos, el ring decidirá.
El Duque arrojó su puro al suelo, se levantó y salió, seguido por su consejero.
Nos quedamos sin voz durante un par de minutos, hasta que DeStefano se enjugó la frente con un pañuelo.
—Ya sabes lo que tienes que hacer —me dijo—. Si el Duque nos arropa, ni siquiera el destino podrá con nosotros. Ese tío es un maná. Cuando apuesta por un gato, lo convierte en tigre. ¿Te gustaría ir tan arreglado como un nabab, Turambo?
—Al menos dejaría de ir tan desastrado.
—Entonces, dale una buena paliza a ese fanfarrón del Rojo.
—No faltaba más. La suerte solo se presenta una vez y no pienso dejarla pasar de largo.
—Es la resolución más sabia que he oído en mi vida —me dijo abrazándome.
Gino me encontró en la terraza de un café, en Medina Jdida, con una tetera llena de menta fresca sobre la mesa. Se sentó a mi lado, se echó tres dedos de té en mi vaso y se lo llevó a la boca con toda naturalidad. Frente a nosotros, en la explanada, unos acróbatas marroquíes ejecutaban unas piruetas asombrosas.
—Adivina quién nos ha visitado hoy.
—Tengo una leve migraña —se quejó.
—El Duque.
Aquello lo despabiló del todo.
—¡Guau!
—¿Lo conoces? Parece que está forrado.
—No te quepa la menor duda. Es tan rico que contrata a gente para que cague por él.
—Vino a decirme que si gano al Rojo, me pondrá bajo su protección.
—Entonces tienes que ganar... Pero ojo, si te propone un contrato, no firmes nada sin que yo esté delante. No tienes instrucción y ese tío podría ponerte una correa que ni siquiera un perro querría.
—Te prometo que no firmaré nada sin que estés presente.
—Si las cosas te fueran bien, dejaría la imprenta para ocuparme de tus asuntos. Empiezas a ser importante. ¿Te gustaría que fuera tu mánager?
—Ya estás contratado, iremos a medias.
—Me conformaré con un sueldo... digamos el diez por ciento.
Nos dimos un apretón de mano para sellar el pacto y soltamos una carcajada, pues no era para menos.
El Duque quería que llegásemos a Perrégaux descansados y en plena forma. Nos envió un taxi a la calle Wagram. Nos apretujamos cinco dentro de él: Francis y Salvo sobre los asientos plegables, Gino, DeStefano y yo en el asiento trasero. El conductor era un hombrecillo cortado, con la gorra calada hasta las orejas, tan pequeñajo que apenas veía la carretera. Conducía despacio, tieso y sombrío como si fuera a un entierro. Cuando Salvo intentaba distender el ambiente contando chistes verdes, el chófer se volvía hacia él y le echaba una mirada gélida para que se comportara. Como no sabía si era el taxista habitual del Duque o uno contratado para la ocasión, DeStefano prefirió no arriesgarse, aunque no le hacía gracia que ese ilustre don nadie nos diera lecciones de urbanidad.
Era un día precioso de mayo. El verano aún no se había engalanado, pero la naturaleza rebosaba de vida. Las granjas relucían bajo el sol. Los campos y huertas anunciaban a bombo y platillo que ese sería un año de abundancia. Tomamos la carretera de Saint-Denis-du-Sig pero pasando por Sidi Chami, para fastidio de Francis, que no entendía por qué teníamos que desviarnos tanto pudiendo ir directamente desde Valmy. El chófer nos precisó que seguía instrucciones del propio Duque... Eran las nueve de la mañana. Una cohorte de mujeres veladas subía por un sendero hacia un morabito, seguidas en fila india por su chiquillería. Levanté los ojos hacia la tumba del santo, en lo alto de la colina, y formulé un deseo para mis adentros. No había dormido bien, pese a las tisanas de mi madre. Tuve sueños tormentosos y sudé mucho; al despertar, tenía la cabeza como un bombo.
Frente a mí estaba Francis, cuyos ojos chispeaban. Para hacerme gracia, y a escondidas de los demás, se frotaba el índice y el pulgar a la vez que parpadeaba. Francis solo pensaba en el dinero, pero verlo tan excitado aplacaba mi angustia. Gino contemplaba el paisaje con los puños apretados. Sabía que estaba rezando por mí. En cuanto a DeStefano, miraba fijamente la nuca tiesa del chófer, como si quisiera fundirla.
Perrégaux apareció tras una curva. Era un pueblo grande, desparramado en medio de una llanura tapizada de huertas. A lo lejos espejeaban grandes charcas nacaradas. Unos campesinos árabes ofrecían sus productos junto a la carretera bordeada de ficus mientras, sentados ante bidones repletos de caracoles, un grupo de chavales esperaba pacientemente la llegada de clientes. Dentro de un campo borboteaba una fuente termal envuelta en vapores blancos. Un grueso colono y su perro observaban a un asno que intentaba aparearse con una borrica en celo. Sentí como recuperaba uno tras otro los fulgores de mi campiña natal.
El taxi redujo la velocidad en la entrada del pueblo y cruzó la vía férrea con tal prudencia que estuvo a punto de calarse. DeStefano miró su reloj: llevábamos una hora de retraso.
Frédéric Pau, el consejero del Duque, nos estaba esperando en la escalinata del ayuntamiento. También él sacó un reloj del bolsillo de su chaleco y miró significativamente la hora cuando reconoció nuestro taxi. Compaginaba su enfado con el alivio de que por fin hubiésemos llegado. La acera estaba atestada de coches hasta el edificio de correos. El chófer optó por aparcar bajo las palmeras de la plaza de Francia, junto a un mercado cubierto. Unos curiosos se acercaron para vernos de cerca. Alguien gritó: «Es él, el boxeador de Orán. Nuestro Rojo lo va a tumbar en un santiamén». Dos agentes del orden, despachados allí por alguien, nos abrieron paso entre los chiquillos vociferantes que nos acosaban desde que nos habíamos apeado del coche.
—Ya estaba empezando a preocuparme —exclamó Frédéric Pau—. ¿Dónde puñetas os habíais metido? Llevamos más de una hora esperando.
—Es por culpa del conductor —dijo DeStefano señalando hacia atrás con el pulgar—. Cualquiera diría que lo habéis reclutado en una funeraria.
—El jefe insistió en que os trajera enteros hasta aquí, pero tampoco hay que exagerar. Bueno, hay que darse prisa, ahí dentro están sobre ascuas.
El Duque estaba acomodado en un sillón, frente a la mesa del alcalde, con su puro en la boca. Vestía un traje de lino blanco, un sombrero y mocasines del mismo color. No se levantó para saludarnos, se limitó a señalar con la mano al hombre que estaba sentado detrás de la mesa.
—Os presento al señor Tordjman, el santo patrono de la ciudad.
—Tampoco exageres, Michel —dijo el alcalde sin moverse de su sitio—, solo soy un humilde servidor de esta villa. ¿Qué os parece si vamos a comer?
—Siempre que nos pongas un catador jurado —dijo el Duque meneando su carcasa—. No me apetece que un cocinero malintencionado indisponga a mi campeón antes del combate.
—Nuestro Rojo no necesita recurrir a eso, Michel. Se va a comer crudo a vuestro ratoncito de ciudad. No creas que a los de Perrégaux nos llaman «perregallitos» por casualidad.
—Eso ya lo veremos, Maklouf, eso ya lo veremos.
El alcalde nos invitó a una «modesta colación» en la propiedad de un colono; en realidad, se trataba de un festín faraónico. Había una mesa de varios metros, cubierta con manteles blancos y repleta de bandejas y de cestas de fruta. Éramos unos cuarenta comensales sentados a ambos lados de la misma, en su mayoría colonos y funcionarios, además de eminencias llegadas de Sig. En el centro, sentado frente al Duque, presidía la mesa el alcalde. No había mujeres, solo hombres bigotudos y barrigones, con sus coloradas mejillas y sus labios humedecidos por la bebida, que reían por cualquier tontería y vitoreaban cada gracia del alcalde como si fuera palabra sagrada. Salvo se estaba poniendo las botas, comiendo con ambos carrillos mientras sus ojos revoloteaban sobre las bandejas como aves rapaces. Francis le daba discretos codazos para que se contuviera, pero el masajista gruñía como una fiera reprimida en pleno festín y seguía zampando. En cuanto a DeStefano, este evaluaba al Rojo, que estaba sentado a la diestra del alcalde. El campeón local comía tranquilamente, como si nada, ajeno al bullicio circundante. Era alto y ancho como un cartel publicitario, de rostro cobrizo, mandíbula cuadrada y nariz tan aplastada que podría haberse planchado una camisa encima. No me miró una sola vez. Unos aplausos resonaron cuando unos sirvientes con chilaba trajeron el mechuí, corderos enteros asados y dispuestos sobre grandes bandejas cubiertas de hojas de lechuga y rodajas de cebolla. El Rojo levantó entonces la cabeza, me obsequió con una mueca enigmática y aprovechó para retirarse discretamente.
El combate se celebró al aire libre, en un área despejada del jardín público. Una muchedumbre algo entonada se arremolinaba alrededor del cuadrilátero. Cuando me acerqué a reunirme con el árbitro, este, que era un arabobereber vestido con gandura, me dijo al oído con acento cabileño: «Demuéstrales que somos algo más que pastores». Cuando el Rojo franqueó las cuerdas se dispararon los clamores. Saludó sin más a sus hinchas y fue despacio a su rincón. Le quitaron su albornoz. Se estiró agarrándose a una cuerda, hizo unas cuantas genuflexiones y se reincorporó con los músculos trenzados y el rostro impasible. Los tres primeros asaltos fueron equilibrados. El Rojo golpeaba con fuerza y precisión, y encajaba mis puñetazos con una calma olímpica. Era correcto y educado, todo un caballero, atento a las recomendaciones del árbitro; consciente de su habilidad, sacaba máximo partido a la técnica. Sus amagos y fintas tenían al público encandilado. DeStefano me gritaba que guardara la distancia, que no me expusiera demasiado a los fulminantes contragolpes de mi adversario. Cada vez que yo acertaba, daba un tremendo puñetazo al suelo del cuadrilátero y me vociferaba: «Acósalo... Cúbrete... No lo agarres. Ojo con su derecha. Vuelve, vuelve ya». El Rojo no perdía los nervios. Tenía un plan y quería que yo picara, como si me conociera a fondo; cada vez que me veía preparar mi «torpedo», se las arreglaba para echarse al lado opuesto y así entorpecerme. Durante el cuarto asalto, mientras intentaba evitar que me acorralara en un rincón, me alcanzó con la izquierda. Mi protector bucal salió disparado y el cielo y la tierra se mezclaron en mi visión. Me fallaron las piernas y caí. La voz de DeStefano me llegaba como amortiguada por una sucesión de tabiques: «¡Levántate!... ¡En pie!» Salvo hacía tales muecas que su cara parecía una máscara de carnaval. Me costaba captar lo que me estaba ocurriendo. El árbitro estaba contando con un brazo en alto. Los aullidos del público me tenían aturdido. Conseguí asirme a una cuerda y levantarme entre tambaleos. El gong me salvó... «¿Cómo se te ha ocurrido? —me amonestó DeStefano mientras Salvo me restregaba una toalla empapada de agua por la cara y el cuello—. Te he dicho que guardes la distancia. No dejes que te arrincone. No es su derecha lo que más debes temer, sino su izquierda. Trabájale los costados. Parece que no le gusta que le toquen esa parte del cuerpo. Cuando retroceda, dale caña... ¡Ya lo tenías, joder! Puedes ganarle...» El quinto asalto fue un calvario para mí. No estaba repuesto. El Rojo no me dio cuartel. Me parapeté tras mis guantes y padecí su furia con un estoicismo que por poco le cuesta a DeStefano una apoplejía. Los minutos se eternizaban. Los golpes retumbaban dentro de mí como deflagraciones. Me asfixiaba, deshidratado y sediento. Entre dos movimientos para esquivarlo, busqué a Gino entre el gentío como si una señal suya pudiese sacarme de apuro; solo vi la desolada mueca del Duque ante las bromas y el regocijo del alcalde. A partir del séptimo asalto, el Rojo, exasperado por mi aguante, empezó a bajar la guardia. Sus golpes eran cada vez menos precisos y su bailoteo había perdido fuelle. Aproveché un cuerpo a cuerpo mal gestionado para darle una tanda de golpes que lo puso contra las cuerdas. Cuando embistió, le solté un gancho de izquierda en la punta de la barbilla. Se le aflojaron las piernas y cayó boca abajo. El público enmudeció repentinamente. El árbitro empezó a contar. «Quédate en el suelo —le gritaron—, recobra tus fuerzas.» Cuando llegó a ocho, el Rojo se levantó. Tenía la mirada desvaída y la guardia desatendida. Quiso retroceder para apoyarse en las cuerdas y fui tras él, golpeando sin parar hasta desconcertarlo del todo. Ya no conseguía esquivar; daba puñetazos al aire y se agarraba a mí, literalmente derrotado. Cuando el gong acudió en su ayuda, el campeón de Perrégaux ya ni sabía cuál era su rincón. DeStefano exultaba: me gritaba cosas al oído, pero yo no me enteraba de nada. No dejaba de mirar a mi contrincante. Ambos estábamos exhaustos. Tenía que encontrar un hueco en su dispositivo, un hueco definitivo. Yo estaba muy tocado, agotado, sabía que no aguantaría mucho más. El Rojo sobrellevó con valentía los dos asaltos siguientes. Yo iba ganando por puntos; él lo sabía e intentaba recuperarlos. En el undécimo asalto, con las energías bajo mínimos, se me disparó un gancho de izquierda desde lo más hondo de mi ser, donde hizo acopio de la última savia de su eficacia. Oí como crujían las vértebras cervicales del Rojo. Mi puño se estrelló contra su sien con tal potencia que sentí un dolor atroz en la muñeca; su onda de choque me recorrió el brazo y me incendió el hombro. El Rojo hizo una pirueta y cayó levantando el polvo de la lona. No se movió. DeStefano, Salvo, Francis y Gino se metieron en el ring y me abrazaron, locos de alegría. Tenía una vaga sensación de ingravidez.
El Duque se reunió con nosotros en el vestuario mientras recogíamos nuestros bártulos. Me dio la mano sin soltar su puro.
—Bravo, chaval. Ha sido duro, pero has aguantado el tipo.
—Gracias, señor. Es la primera vez que lucho contra un verdadero campeón.
—Sí, me gusta mucho su técnica.
Miró a mis compañeros y prosiguió:
—La verdad sea dicha, habría preferido que ganara el Rojo. Es todo un artista.
Se notaba cierta decepción en su voz. DeStefano se rascó la cabeza levantando levemente su canotier, intrigado por la actitud del Duque.
—Turambo no lo ha hecho nada mal, señor.
—No he dicho eso. Ha estado perfecto.
—No parece usted satisfecho, señor.
El Duque arrojó el puro al suelo y lo apagó de un pisotón.
—Me lo tengo que pensar. Turambo es buen encajador, pero el Rojo es más ágil, más elegante y más técnico.
DeStefano se secó la cara con su pañuelo. Se le había atragantado la nuez en la garganta y tuvo que deglutir varias veces para que se desatascara.
—¿Qué es lo que se tiene que pensar, señor?
—Digamos que tu potro no me ha convencido.
—Pero, señor —intervino Francis—, Turambo está empezando. En sus inicios, el Rojo no paraba de agarrarse a sus adversarios como un pulpo.
—He dicho que me lo tengo que pensar —zanjó el Duque—. El que apuesta soy yo. Se trata de mi pasta y a mí no me la regala nadie. Quiero tener mi propio campeón, y para conseguirlo voy poner toda la carne en el asador. Necesito garantías, y Turambo no me las ha dado todas hoy. Me ha parecido menos bueno, inconstante y falto de determinación.
DeStefano no estaba nada de acuerdo. Se sentía traicionado. Tenía la cara tan congestionada que parecía a punto de desintegrarse. Se armó de valor y plantó cara al nabab.
—¿Acaso no ha ganado Turambo? Esa era su condición, señor. El Rojo tiene ya dieciséis combates profesionales y es la primera vez que lo noquean.
Ya podía DeStefano argumentar lo que quisiera, el Duque no iba a ceder. Hizo una seña a Frédéric Pau para que lo siguiera y ambos se fueron sin más.
No se nos facilitó un taxi para regresar.
Regresamos a Orán en autocar, rodeados de campesinos desastrados, de cestas llenas de gallinas cacareantes y de fardos que olían a estiércol.