6

Mekki consideró con reticencia el dinero que me había entregado el marinero en el garito. No se atrevía a tocarlo.

Estábamos en su habitación. Esperé a que acabara de rezar para tenderle los billetes.

—¿De dónde has sacado eso? —me preguntó con cara de asombro.

—Me lo he ganado.

—¿En el juego?

—En mi trabajo.

—Eso no lo gana ni un botones del casino Bastrana.

—¿Acaso te pregunto a ti de dónde sacas tu dinero?

—Tienes derecho a saberlo. El mozabita lleva nuestras cuentas y puedes comprobarlas. En esta casa no queremos ni un solo céntimo haram, y tú me traes de no se sabe dónde un montón de billetes y pretendes que me crea que tienes un sueldo de rico. No quiero tu dinero. No huele bien.

A regañadientes, decepcionado y despechado, volví a guardarme el dinero y me dispuse a acostarme en mi estera.

—Alto ahí —me dijo Mekki—, no dormirás aquí hasta que me hayas contado en qué follón te has metido.

—Limpio platos en un chiringuito.

—Pues cualquiera diría que lo haces en un hotel de lujo. Solo en esos sitios se ve tanta pasta, aunque tampoco es temporada alta.

Me encogí de hombros y salí al patio.

Mekki salió detrás de mí, ordenándome que me explicara. Apresuré el paso sin atender a sus intimaciones y no lo reduje hasta que dejé de oír sus gruñidos. Estaba furioso. Eso no era justo. Trabajaba mucho y exigía un mínimo de consideración.

Tras haber errado por las callejas renegando de todo y dando patadas a las piedras, me dormí al aire libre sobre un banco del parque, a esas horas frecuentado por vagabundos expuestos a las incertidumbres de la noche. Tuve la sensación de que unos y otros conformábamos una misma negación de nosotros mismos.

Mekki no tardó mucho en enterarse. Debió de seguirme. A la semana, cuando regresé a casa, me topé con el consejo familiar en pie de guerra. Salvo Rokaya, postrada en su jergón, y una Nora apartada aunque consentidora, mi madre y Mekki me fusilaron con la mirada. Me estaban esperando en la sala, tensos y con las aletas de las narices estremecidas de indignación.

—Eres la vergüenza de nuestros muertos y de nuestros vivos —decretó Mekki agarrando con fuerza su fusta—. Primero te da por ser limpiabotas y ahora lavas los platos en un prostíbulo. Ya que has caído tan bajo en tu autoestima, te voy a poner derecho como a un perro para honrar a nuestros ausentes.

Alzó la fusta y me golpeó un hombro. El dolor me sacó de quicio y, estuviera él en su derecho o no, lo aferré por el cuello y lo empujé contra la pared, ante la indignación de mi madre.

—¿Te atreves a ponerme la mano encima? —atronó mi tío, ofendido ante tal sacrilegio.

—Ni yo soy un perro ni tú eres mi padre.

—¿Tu padre? ¿Me hablas de tu padre? ¿Acaso él te alimenta, suda sangre y lágrimas para mantener a la familia? Tu padre, ese maldito... Pues bien, hablemos de tu padre, ya que te empeñas...

—Mekki —le suplicó mi madre.

—Debe saberlo —replicó espumando por la boca—. Ven, mocoso, ven conmigo. Voy a mostrarte en qué excremento se fundamenta tu orgullo, pobre sobrino descerebrado y vanidoso.

Me agarró por el cuello y me sacó de casa a empellones.

Lo seguí, intrigado por sus insinuaciones. El sol achicharraba las calles. El aire olía a desagüe y a alquitrán recalentado. Mekki caminaba con paso ligero y sañudo. Bullía por dentro. Yo corría tras él. Atravesamos Medina Jdida bajo la canícula, en el mercado nos abrimos paso entre una muchedumbre indiferente al calor, llegamos a la avenida que conduce a la puerta de Valmy y al almacén de forraje, y nos detuvimos ante el cementerio judío.

Mekki me observó haciendo una mueca acerba. Ladeó la cabeza para que pasara delante, señalando con la mano la verja abierta desde la que se veían grupos de tumbas.

—Usted primero, como dicen los rumíes —me dijo con una mirada cruel.

Jamás había visto a mi tío, tan piadoso y sabio a sus veinte años, como lo había sido siempre, así de despectivo y contento por el daño que se disponía a hacerme, pues adivinaba que no me había traído hasta aquí para recordarme mi deber, sino para castigarme de tal modo que no lo olvidara nunca.

—¿Por qué me traes aquí?

—No tienes más que entrar si quieres saberlo.

—¿Es que mi padre está enterrado en un cementerio judío?

—Se limita a cuidar sus muertos.

Mekki me hizo entrar a empellones en el cementerio, buscó con los ojos y acabó señalándome a un hombre sentado en el suelo, delante de una garita. Estaba rellenando un trozo de pan con rodajas de cebolla y de tomate. Se percató de nuestra presencia justo cuando iba a darle un bocado. Lo reconocí de inmediato. Era Cara Partida, mi padre, más flaco que un espantapájaros y tan desastrado como siempre. El corazón me dio tal vuelco que me tambaleé. La tierra y el cielo se confundieron a mi alrededor y, con la nuez atravesada en la garganta como si acabara de tragarme un canto rodado, me así al brazo de mi tío para no caerme.

—Más le hubiera valido morir en su trinchera —dijo mi tío—. Al menos habríamos podido dignificar nuestro luto con una medalla.

El guarda se nos quedó contemplando con sus ojos de roedor. Cuando nos reconoció, clavó la mirada en su bocadillo. Como si aquello no fuera con él. Como si no estuviéramos allí. Como si no nos conociera de nada.

Si en ese momento la tierra se hubiera abierto bajo mis pies, no habría dudado en arrojarme dentro.

—Espero que a partir de ahora dejes de darnos la tabarra con tu padre de las narices —me espetó Mekki—. Aquí lo tienes, vivito y coleando. No es más que un pobre diablo que prefiere cavar tumbas a barrer la puerta de su casa. Eligió el cementerio judío para que nadie diera con él, pensando que no se acercaría por aquí ningún musulmán. Y menos aún su familia, a la que dejó tirada.

Me sujetó por el brazo y me sacó del cementerio otra vez a empujones. No conseguía apartar la vista del hombre que estaba comiendo ante su garita. Un sentimiento insondable me penetró como una colada de plomo. Tuve unas ganas locas de llorar, pero no conseguí gritar ni gemir. Me limité a mirar a ese hombre que había sido mi padre y mi ídolo, y que ahora me era del todo extraño. Seguía comiendo, pasando totalmente de nosotros. Nada parecía importarle tanto como ese mendrugo que mordía con ganas. No noté en su rostro la menor huella de sorpresa o emoción. Salvo el fugaz destello de su mirada al reconocernos, permaneció impasible, como si nada. Sentí una enorme pena por él, aunque bien sabía que no había en la tierra nadie más digno de compasión que yo.

—Vámonos —me ordenó Mekki—. Ya has tenido lo tuyo hoy.

Me había quedado sin fuerzas. Mi tío me llevaba a rastras.

Al salir del cementerio, vi a mi padre cerrar la verja detrás de nosotros. Sin cortarse lo más mínimo ni mirar hacia donde estábamos.

Un mundo acababa de apagarse, pero no sabía cuál.

Volví varias veces la cabeza hacia atrás con la esperanza de ver a mi padre abrir la verja y correr hacia mí.

Pero eso no ocurrió.

Entendí que tenía que irme, que alejarme, desaparecer.

Mi tío me hablaba, pero su voz no me llegaba. Solo oía mi sangre latir en mis sienes. Los edificios desfilaban entre mí envueltos en una especie de neblina. El día se había ensombrecido. Los pies se me hundían en un suelo algodonoso. Las náuseas me contraían el estómago y temblaba bajo el sol.

Caminaba mirando hacia delante. Como un sonámbulo. A lomos de mi dolor. Mi tío calló y al rato desapareció. Llegué sin darme cuenta al bulevar Nacional, y de ahí fui a la Plaza de Armas. Había demasiada gente allí: demasiados simones, demasiados yauled vociferantes, demasiados vacilones, demasiadas señoras con sus carritos de bebé; en definitiva, demasiado ajetreo y bullicio. Necesitaba aire puro y silencio. Seguí andando hasta el paseo marítimo. Había una fiesta en el Círculo Militar. Rodeé Château-neuf, donde se alojaban los zuavos, y bajé un talud que me llevó hasta el paseo de Létang. Parejas de enamorados caminaban cuchicheando, cogidos de la mano como niños. Mujeres coquetas deambulaban con la sombrilla sobre su cabeza llena de sueños. Unos chicos correteaban en el césped. Me sentí fuera de lugar, excluido de todo.

Escalé un promontorio para contemplar los paquebotes fondeados en la bahía. Había cuatro schiaffino atracados en el muelle, cargados hasta los topes de trigo; sus chimeneas, rojas como narices de payasos, expelían negras humaredas... Meses atrás aquí había descubierto el mar, que me había parecido tan fascinante y misterioso como el cielo, y me había preguntado cuál de los dos inspiraba al otro. Estaba de pie sobre ese mismo trampolín rocoso, con los ojos abiertos como platos, maravillado por la llanura azul que se perdía hasta el horizonte y un pintor que estaba reproduciendo sobre su lienzo los barrigudos barcos, a cuyo lado los pequeños vapores parecían pulgas, me dijo: «El mar es, desde hace millones de años, una pila donde las oraciones que no alcanzan al Señor caen en forma de lágrimas». El pintor estaba de buen humor. Lo recordé en ese mismo promontorio mientras se me aparecía a cámara lenta la imagen de mi padre cerrando la verja del cementerio, y esas palabras tan tontas como bonitas me partieron el corazón.

Permanecí allí hasta el anochecer. La pena me desbordaba y me ahogaba en ella. No quería regresar a casa. No habría podido soportar las miradas de mi madre y de mi tío. Los odiaba por no haberme dicho nada. Eran unos monstruos... Necesitaba un culpable, pero yo no daba la talla para ese papel. Yo era la víctima a la que había que compadecer más que culpar. Necesitaba señalar a alguien con el dedo. ¿A mi padre? Él era la fechoría en sí misma. No la prueba, sino el acto, el crimen, el asesinato. Solo veía a mi madre y a Mekki en el banquillo de los acusados. Ahora comprendía por qué se habían callado aquel día en que los sorprendí hablando de él. Debieron contármelo. Me lo habría tomado de otro modo. Pero no lo hicieron. Para mí, eran los responsables de todas las desgracias del mundo.

Aquella noche no regresé a casa.

Llamé a la puerta de Gino.

Apenas me vio la cara, Gino adivinó que, si no me dejaba entrar, me arrojaría al abismo para nunca regresar.

Su madre dormía con la boca abierta.

Me llevó hasta el pequeño patio alumbrado por una linterna de mano. El cielo estaba cubierto de estrellas. A lo lejos se oyó un altercado. Gino me cogió por la muñeca y se lo solté todo de una tacada, sin detenerme ni para respirar. Me escuchó hasta el final sin interrumpirme ni soltarme la mano. Cuando hube acabado, me dijo:

—Mucha gente regresó enajenada de la guerra, Turambo. Se fueron enteros pero, al volver, dejaron parte de sí mismos en las trincheras.

—Más le habría valido quedarse entero allá.

—No seas tan duro con él. Sigue siendo tu padre y no sabes por lo que ha pasado. Estoy seguro de que todavía sufre por ello. Nadie huye de su familia tras haber sobrevivido a una guerra.

—Pues él lo hizo.

—Eso demuestra que no sabe lo que hace.

—Preferiría que estuviese muerto. ¿Qué recuerdo voy a tener ahora de él? ¿La verja de un cementerio que se cierra a mis espaldas?

Sus dedos apretaron un poco más los míos.

Me dijo con pena:

—Yo daría lo que fuera por saber a mi padre vivo en alguna parte. El vivo siempre puede regresar algún día; el muerto, no.

Gino me contó más cosas, pero ya no lo escuchaba. Solo oía el chirrido de la verja. Por mucho que mi padre se ocultara tras ella, lo veía claramente, como a través de un espejo sin azogue. Fantasmal. Andrajoso. Grotesco. Me daba asco. Por mucho que cerrara los ojos, seguía ahí, igual de desastrado y de inexpresivo que un esqueleto de madera. ¿Qué le había ocurrido? ¿Seguro que era él? ¿Qué era la guerra? ¿Un más allá del que se regresaba con el alma expurgada, sin corazón ni memoria? Esas preguntas me atormentaban. Habría preferido que me remataran o bien que me revelaran algo nuevo. Pero nada... las padecía sin más. Me desasosegaba no encontrarles la menor respuesta ni sentido.

Gino me propuso que me quedara a dormir en su habitación. Le dije que me asfixiaría y que prefería el patio. Me trajo una estera de esparto y una manta y se tumbó a mi lado. Nos quedamos mirando fijamente el cielo y escuchando los rumores de la ciudad. Cuando se apagaron los últimos ruidos callejeros, Gino se puso a roncar. Intenté dormirme pero, enrabietado como estaba, no conseguí pegar un ojo.

Gino se levantó temprano. Preparó café para su madre, se aseguró de que no le faltaba nada y me sugirió que me quedara en su casa, si así lo deseaba. Rechacé su ofrecimiento, pues no me apetecía encontrarme con mi madre, que no tardaría en llegar. Acudía a diario a las siete de la mañana para atender a la señora Ramoun. Gino no tenía nada más que proponerme. Tenía que ir a trabajar. Lo acompañé hasta la plaza Sebastopol. Quedamos en vernos al final del día y nos despedimos. Permanecí un rato plantado en medio de la acera, sin saber qué hacer. Me encontraba mal en mi pellejo y me dolía todo. Me repugnaba la idea de volver a mi casa.

Subí a las alturas de Létang para contemplar el mar. Estaba tan revuelto como mi cabeza. Luego me acerqué al bulevar Marceau para ver el tranvía con sus pasajeros colgados de las barandillas como ristras de ajos. En la estación, vi los trenes descargar en los muelles sus contingentes de viajeros. Por un momento, me imaginé viajando a cualquier parte en uno de esos vagones, alejándome de esa opresiva sensación de asco. Tenía ganas de golpear todo lo que se movía. Bastaba con que me miraran para ponerme agresivo.

Solo recobré una pizca de calma al regreso de Gino.

Él era mi equilibrio, mi muleta. Me llevaba todas las noches al cine para ver a Max Linder, Charlot, Los tres mosqueteros, Tarzán en el país de los monos, King Kong, así como películas de terror. Luego íbamos a un café musical de la calle de Austerlitz, en el Derb, para escuchar cantar a Messaoud Médioni. Ya me encontraba algo mejor. Pero por las mañanas, cuando Gino se iba a trabajar, renacía la angustia y corría a perderme entre el gentío.

Pierre vino en mi busca. Le dije que ya no había trato entre nosotros. Me dijo que era tonto y que el judío me estaba sorbiendo la sesera. Se me disparó el puño y noté cómo cedía la nariz de ese chulito. Pierre cayó de espaldas, sorprendido por mi reacción; se llevó la mano a la cara y miró con asombro sus dedos ensangrentados: «Esta no me la esperaba —masculló con rabia—. Intento ayudarte y así es como me lo agradeces. Está claro que los moros sois todos iguales, desagradecidos y traicioneros».

Se levantó, me puso un ojo morado y me dejó en paz para siempre.