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Debo mi apodo al tendero de Graba.

La primera vez que me vio aparecer por su guarida, me examinó de pies a cabeza, impresionado por mi aspecto desastrado y lo espantosamente mal que olía, y me preguntó si salía de bajo tierra o de la noche. Me encontraba fatal, diarreico perdido y agotado tras una larga caminata por los montes.

—Soy de Turambo, señor.

El tendero torció sus labios gruesos como los de un sapo gigante. El nombre de mi pueblo natal no le sonaba de nada.

—¿Turambo? ¿Y en qué lugar del infierno se encuentra?

—No lo sé, señor. Quiero «medio duro» de levadura; tengo prisa.

El tendero se volvió hacia sus estantes medio vacíos y repitió, cogiéndose la barbilla entre el pulgar y el índice: «¿Turambo? ¿Turambo? No me suena de nada».

Desde aquel día, cada vez que pasaba ante su tienda me gritaba: «¡Eh, Turambo! ¿En qué lugar del infierno se encuentra tu poblacho?». Tenía tal vozarrón que todo el mundo acabó llamándome Turambo.

Mi pueblo acababa de ser borrado del mapa, una semana atrás, por un corrimiento de tierra. Aquello parecía el fin del mundo. Unos rayos enloquecidos desgarraban las tinieblas y los truenos parecían querer despiezar las montañas. Ya no se distinguían los hombres de los animales que corrían despavoridos y aullando como posesos. En cuestión de horas, las trombas de agua se habían llevado por delante nuestras casuchas, nuestras cabras y nuestros burros, nuestros gritos y oraciones.

Por la mañana, salvo los supervivientes que tiritaban sobre las rocas, embarrados hasta el cuello, no quedaba nada de la aldea. Mi padre se había volatilizado. Conseguimos recuperar algunos cuerpos, pero no quedaba rastro de Cara Partida, que, sin embargo, había sobrevivido a los diluvios de llamas y de acero de la Gran Guerra. Examinamos los estragos del torrente hasta la llanura, rebuscamos entre matorrales y grietas del terreno, levantamos troncos de árboles arrancados de cuajo por la crecida, pero nada.

Un anciano rezó por las víctimas, mi madre soltó una lágrima por su esposo; eso fue todo.

Quisimos recomponer lo que la tormenta había dispersado, pero carecíamos de medios y de esperanza. Nuestras bestias habían muerto, nuestras escasas cosechas habían quedado arrasadas, nuestros techos de cinc y nuestros corrales inservibles. Donde estuvo el pueblo, en la ladera de la montaña, solo quedaba una riada de barro parecida a un vómito pantagruélico.

Tras evaluar los destrozos, mi madre nos dijo: «Los mortales solo tienen un domicilio fijo: la tumba. En vida no poseen nada propio, ni casa ni patria».

Recogimos las escasas pertenencias que la catástrofe se había dignado dejarnos y nos fuimos a Graba, un gueto de Sidi Bel Abbes donde se amontonaban contingentes de muertos de hambre expulsados de sus tierras por el tifus o la codicia de los poderosos.

Muerto mi padre, mi tío Mekki se autoproclamó cabeza de familia apenas salido de la adolescencia. Con toda legitimidad, pues era el mayor de los hombres.

Éramos cinco en una choza encajonada entre un vertedero militar y un huerto raquítico: mi madre, una bereber robusta de frente tatuada, no muy guapa pero valiente; mi tía Rokaya, cuyo marido, vendedor ambulante, llevaba un decenio sin dar señales de vida; su hija Nora, de más o menos mi edad; mi tío Mekki, de quince años, y yo, con cuatro menos.

Como no conocíamos a nadie, solo podíamos contar con nosotros mismos.

Echaba de menos a mi padre.

Es extraño, no recuerdo haberlo visto de cerca. Desde que había regresado de la guerra, desfigurado por un casco de granada, se mantenía apartado, todo el día sentado a la sombra de un árbol solitario. Cuando mi prima Nora le llevaba de comer, se acercaba de puntillas, como si fuera a alimentar a una fiera. Estuve esperando a que volviera a pisar tierra, pero se negaba a bajarse de su deprimente nube. Al final, acabé confundiéndolo con un vago recuerdo, y luego ignorándolo por completo. Su desaparición no hizo sino confirmar su ausencia.

Pese a ello, en Graba no podía dejar de pensar en él a diario.

Mekki nos prometió que nuestra escala en el barrio de chabolas no se prolongaría si éramos capaces de trabajar duro para ganar el dinero que nos permitiría rehacer nuestra vida en otra parte. Mi madre y mi tía se dedicaron a cocinar tortas que mi tío vendía en los chiringuitos. Yo también quería ponerme manos a la obra. Chicos más enclenques que yo eran porteadores, burreros, vendedores de sopa, y parecían sacarle provecho. Mi tío se negó a ello. Admitía que era espabilado, pero no tanto como para tratar con timadores capaces de engatusar al mismísimo diablo. Lo que más temía era que me rajara el primero con quien me cruzase.

Así fue como acabé entregado a mí mismo.

En Turambo, mi madre me contaba historias sobre lugares llenos de neblina y poblados por seres monstruosos que me espantaban hasta en sueños, pero nunca se me ocurrió pensar que acabaría habitando uno de ellos. Ahora me estaba ocurriendo, no era ningún cuento. Graba era un deliro a cielo abierto, como si un maremoto, tras haberse desparramado tierra adentro, hubiese amontonado caóticamente toneladas de pecios y de desechos humanos. Las bestias de carga y los peones vivían mezclados. El chirrido de las carretas y los ladridos de los perros formaban un jaleo mareante. Aquella cloaca estaba infestada de aldeanos inválidos y de galeotes sin galera; en cuanto a los mendigos, no se llevaban a la boca ni un grano de maíz por mucho que imploraran hasta la afonía. Lo único que le quedaba a la gente por compartir era su desdicha.

Por todas partes, entre barracones destartalados y callejas dejadas de la mano de Dios, pandillas de mocosos se zurraban en orden de batalla. Por pequeñajos que fueran, ya tenían que apañárselas solos, pues el presente no era sino un preludio de lo que les esperaba de mayores. El derecho de pernada era para el que arreaba con más ganas, y la devoción filial se esfumaba apenas juraban obediencia a algún cabecilla.

No temía a esos pequeños golfos, pero sí parecerme a ellos. En Turambo no se soltaban tacos ni se faltaba al respeto a los mayores; se medían las palabras y, cuando algún chaval se pasaba de la raya, un carraspeo bastaba para ponerlo en su sitio. Pero en aquella caldera que apestaba a meado, cada risa y todo saludo o frase se adornaba con obscenidades.

Fue en Graba donde oí por vez primera a adultos soltar tacos.

El tendero tomaba el aire ante la puerta con su tripón sobre las rodillas. Un carretero le dijo:

—¿Qué, gordinflona, cuándo te toca parir?

—Vaya Dios a saber.

—¿Será chico o chica?

—Un elefantito —contestó llevándose una mano a la bragueta—. ¿Quieres que te enseñe la trompa?

Aquello me chocó.

La calma no regresaba hasta el anochecer. Entonces el gueto se recogía en sus obsesiones y, mecido por el eco de sus infamias, se disolvía en la oscuridad.

En Graba, la noche no llegaba ni caía, sino que se vertía desde el cielo sobre nosotros como una gigantesca caldera de alquitrán fresco, elástica y espesa, tragándose las colinas y los bosques, mientras impregnaba las mentes con su negrura. La gente callaba repentinamente, como senderistas sorprendidos por una avalancha. No se oía el menor ruido, el menor crujido en la espesura del monte bajo. Luego, poco a poco, sonaba el chasquido de un correaje, el chirrido de una verja, el vagido de un bebé, una riña entre chiquillos. La vida regresaba por sus fueros y las angustias nocturnas emergían como termitas, royendo las tinieblas. Y, justo cuando se apagaban las velas para dormir, los aterradores berridos de los borrachos sonaban a coro, y los rezagados se apresuraban en regresar a sus casas, no fueran sus cuerpos a aparecer de madrugada encharcados en sangre.

—¿Cuándo regresaremos a Turambo? —preguntaba yo a Mekki una y otra vez.

—Cuando el mar nos devuelva la tierra confiscada —me contestaba entre suspiros.

En la choza de enfrente vivía una viuda treintañera que habría sido guapa de haberse cuidado un poco. A veces, envuelta en su vetusta vestimenta y desmelenada, aparecía por casa para que le fiáramos algo de pan. Se presentaba sin previo aviso, farfullaba unas excusas, le quitaba a mi madre el pan de las manos y se largaba sin más.

Era un ser extraño; mi tía decía que estaba embrujada.

La viuda tenía un chiquillo no menos raro. Por la mañana, lo sacaba fuera, lo sentaba ante su fachada y le ordenaba que no se alejara bajo ningún pretexto. El chico era obediente. Podía pasarse horas bajo un sol de castigo, sudado, parpadeando y chupeteando un mendrugo con media sonrisa. Verlo siempre en el mismo sitio mientras comiscaba su pan rancio me producía tal malestar que recitaba un versículo para alejar los espíritus malignos que le hacían compaña. En un momento dado, le dio por seguirme de lejos. Ya fuera a pasear por el monte bajo o al vertedero militar, me bastaba con volverme para verlo detrás de mí, como un espantapájaros ambulante. Ya podía amenazarlo o echarlo a pedradas, pues se eclipsaba para reaparecer a la vuelta de un sendero, siempre a una distancia prudencial.

Harto ya de tenerlo siempre encima, pedí a la madre que atara a su retoño. Tras escucharme sin interrumpir, la viuda me dijo que el chico era huérfano de padre y que necesitaba compañía. Le contesté que ya tenía bastante con cargar con mi propia sombra. «Estás en tu derecho», suspiró la viuda. Esperaba que se pusiera hecha una furia, como solían hacer las mujeres del vecindario cuando disentían de algo, pero ella regresó a sus labores como si no hubiera pasado nada. Su resignación me apenó. Me hice cargo del niño. Era mayor que yo pero, por su cara de bobalicón, debía de tener menos cerebro que un pajarito. Además, no hablaba. Me lo llevaba al bosque a recoger azufaifas o a la colina para contemplar la vía férrea que relucía entre la grava. A lo lejos se veían hombres pastoreando raquíticas cabras cuyas esquilas rompían el aletargado silencio. Al pie de la colina estaban acampados unos gitanos, reconocibles por sus carromatos destartalados.

Por la noche encendían hogueras y rasgaban sus guitarras hasta el amanecer. Aunque la mayoría se limitaba a gandulear, sus ollas estaban siempre llenas. Creo que tenían un dios benevolente, pues, si bien no los colmaba con todos sus bienes, al menos cuidaba de que no pasaran hambre.

Nos cruzamos en el monte con Pedro el Gitano. Tenía más o menos nuestra edad y se conocía las guaridas de todas las presas. Cuando había llenado su zurrón, compartía su bocadillo con nosotros. Nos hicimos amigos. Un día nos invitó a su campamento. Así pude conocer de cerca a esos seres extraños que vivían de la bendición celestial.

Aunque irascible, su madre tenía buen fondo. Era una gorda bigotuda de pechos enormes, pelirroja y chispeante como una hoguera. Como no llevaba nada bajo su vestido, cuando se sentaba se le veía el vello púbico. Su marido era un setentón averiado que usaba una trompetilla acústica para oír y se pasaba el día chupeteando una cachimba antediluviana. Le bastaba con que lo miraran para echar a reír, enseñando un diente podrido y unas encías repugnantes. No obstante, cuando el sol se ocultaba tras los montes, el anciano se calaba un violín entre la barbilla y el hombro y arrancaba a sus cuerdas unos sonidos lastimeros que nos llenaban de melancolía. Nunca he oído a nadie tocar el violín mejor que él.

Pedro era muy talentoso. Era capaz de colocarse los pies detrás de la nuca y de mantenerse en equilibrio sobre sus manos, y también hacía malabarismos con antorchas; ambicionaba trabajar en un circo. Me describía una gran carpa con galerías y una pista circular adonde la gente acudía para ovacionar a animales salvajes asombrosamente amaestrados y a acróbatas que ejecutaban saltos mortales a diez metros del suelo. Pedro se extasiaba al hablarme de ese ruedo, donde también se exhibían monstruos humanos, enanos, fieras con dos cabezas y mujeres con cuerpazos de ensueño. «Hacen lo que nosotros, siempre están de acá para allá, pero cargando con osos, leones y boas.»

Yo creía que divagaba. Me costaba imaginar que un oso pedaleara sobre una bicicleta y a tipos pintarrajeados y calzados con zapatos de cincuenta centímetros. Pero Pedro contaba las cosas con tanto arte que, aunque me sonaran a cuento chino, me quedaba embobado escuchándolo. Además, en el campamento cada cual daba libre curso a sus elucubraciones, y eran los más grandes fabuladores del mundo. Por ejemplo, el viejo Gonsho, un chiquitajo tatuado desde el cuello hasta los muslos que presumía de haber muerto en una emboscada.

—Estuve muerto ocho días —contaba—. No vino ningún ángel a mecerme con su arpa, ni ningún demonio a pincharme el culo con su horca. Me limitaba a planear de un cielo a otro. Pero en ninguna parte he visto el jardín del Edén ni el infierno.

—Es normal —le dijo Pépé, el jefe del clan, tan anciano que podría estar en un museo—. Para eso, todo el mundo tendría que estar muerto. Luego vendrá el Juicio Final y solo después irán unos al paraíso y otros al infierno.

—No irás a decirme que los que la palmaron hace miles de años van a tener que esperar a que no quede nadie en el mundo para que los juzgue el Señor.

—Ya te lo he explicado, Gonsho —replicó Pépé, condescendiente—. A los cuarenta días de su muerte, la gente se reencarna. Dios no puede juzgarnos por una sola vida. Entonces nos resucita como ricos, luego como pobres, como soberanos, como vagabundos, como maleantes, etcétera, para ver cómo nos comportamos. No puede hacer nacer a un fulano con la mierda hasta el cuello y luego condenarlo sin darle una posibilidad de enmendarse. Para ser equitativo, nos hace cargar con distintos mochuelos y luego hace una síntesis de nuestras diferentes vidas antes de tomar una decisión.

—Si lo que dices es cierto, ¿cómo se entiende que yo haya resucitado con la misma jeta y el mismo cuerpo?

—Porque solo estuviste ocho días muerto —prosiguió Pépé con suprema pedagogía—, y se necesitan cuarenta para mutar. Además, los gitanos somos los únicos en tener el privilegio de volver a ser gitanos. Es porque tenemos una misión. No paramos de rular por el mundo, explorando las vías del destino. A nosotros es a quienes corresponde buscar la verdad. ¿Por qué, si no, crees que llevamos así desde la noche de los tiempos?

Meneó el índice a la altura de su sien para que Gonsho meditara un par de segundos esa revelación.

El debate podía prolongarse indefinidamente sin que nadie se apeara del burro. Para los gitanos, la porfía siempre prevalece sobre la convicción. Quien tiene una idea la defiende a machamartillo, pues no hay peor manera de perder la cara que desdiciéndose.

Los gitanos eran gente pintoresca, apasionante y trasnochada, y para ellos la familia era sagrada. Podían estar en desacuerdo, embroncarse y hasta llegar a las manos, pero la jerarquía permanecía inamovible bajo el atento control de la mama.

La mama me dio su bendición apenas me vio. Era una viuda venida a menos y siempre apoltronada sobre cojines bordados en su carromato, atestado de reliquias y de regalos; la tribu la veneraba como a una vaca sagrada. Me habría encantado arrojarme a sus brazos hasta confundirme con sus carnes.

Me encontraba a gusto con los gitanos. Me pasaba el día riendo y siempre surgía algún imprevisto. Me daban de comer y dejaban que me divirtiera a mi aire... Pero, una mañana, los carromatos se fueron. Del campamento solo quedaron restos del vivaque, huellas de rodadas en la tierra, algunas zapatillas agujereadas, un chal enganchado a un matorral y las cacas de los perros. Nunca he visto nada tan desolado como esa área abandonada por los gitanos y devuelta a su nulidad. Estuve regresando allá durante semanas para convocar mis recuerdos con la esperanza de captar algún eco, una risa, una voz, pero no hubo respuesta, ni siquiera el sonido de un violín para aliviar mi pena. Después de su partida, volví a la insignificancia de los horizontes y al hastío de los días sin relieve que giraban sobre sí mismos como fieras insoladas.

Los días se sucedían sin avanzar, monótonos, ciegos y vacíos, aplastándome el cuerpo.

En casa era una molestia para todos. «Vuelve a la calle a ver si te traga la tierra, ¿no ves que estamos trabajando?»

La calle me asustaba.

Ya no se podía frecuentar el vertedero militar desde que se habían multiplicado los detritívoros, pues pobre del que se atreviera a disputarles un desperdicio.

Solo me quedaba el ferrocarril, así que me pasaba las horas acechando el tren e imaginándome dentro de él. De hecho, acabé colándome cierta vez que tuvo una avería y se quedó como pegado a las vías. Dos mecánicos estaban atareados alrededor de la locomotora. Me acerqué al furgón de cola. La puerta estaba abierta. Ayudé a subirse a mi compañero de infortunio, me senté sobre un saco vacío y, con los brazos alrededor de mis rodillas, me quedé contemplando el cielo por los intersticios del techo. Me veía atravesando espacios verdeantes, puentes y granjas, mientras huía del gueto, donde nada bueno me esperaba. El tren se puso de repente en marcha. El huérfano se tambaleó y se apoyó en una pared para no caer. Di un brinco al oír el silbato de la locomotora. Fuera, el campo empezó a desfilar lentamente. Salté y estuve a punto de partirme un tobillo contra el balasto. En cuanto al huérfano, se quedó inmóvil. «¡Baja, no tengas miedo, yo te alcanzaré!», le grité. No saltó, muerto de miedo. Me fui asustando a medida que el tren tomaba velocidad. «Salta, salta...» Eché a correr sobre el balasto, cuyas piedras cortaban como cascotes de vidrio. El huérfano lloraba. Sus berridos superaron los mugidos procedentes del vagón de las reses. Comprendí que no saltaría. Me tocaba ir tras él. Como siempre. Corrí sin detenerme, el pecho me ardía y me sangraban los pies. Estuve a punto de asir un soporte, pero este se fue alejando de mi mano. No porque hubiese frenado mi carrera, sino porque el monstruo de hierro se iba envalentonando a medida que la locomotora soltaba más humo. Al cabo de una enloquecida carrera, me detuve con las piernas hechas fosfatina. El tren se fue alejando hasta que se diluyó en la polvareda.

Seguí resignadamente los raíles durante kilómetros. Bajo un sol de castigo... Vi una silueta a lo lejos y me apresuré en alcanzarla por si era el huérfano, pero no era él.

El sol empezó a caer. Me encontraba a mucha distancia de Graba. Tenía que regresar antes de que anocheciera, si no también yo podía perderme.

La viuda estaba en nuestra casa, demacrada por la preocupación. Al verme entrar solo, salió en tromba a la calle y regresó aún más pálida.

—¿Qué has hecho de mi bebé?

Me sacudió con saña.

—¿Dónde está mi hijo? Estaba contigo. Tenías que cuidar de él.

—El tren...

—¿Qué pasa con el tren?

Se me contrajo la garganta. No conseguía tragar saliva.

—¿Qué ha pasado con el tren? ¡Habla!

—Se lo ha llevado.

Hubo un silencio.

La viuda parecía no entender. Frunció el ceño. Sentí como sus dedos se aflojaban sobre mis hombros. Soltó inesperadamente una risotada y se quedó pensativa. Creí que volvería a saltar, que me arañaría la cara, que pondría nuestra casucha patas arriba, y a nosotros también, pero se apoyó en la pared y se deslizó hacia abajo. Así se quedó, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos. Le ardía la mirada y por su mejilla rodó una lágrima que no se limpió.

—Debemos aceptar lo que Dios decide —suspiró con voz cavernosa—. Todo lo que ocurre en este mundo es voluntad suya.

Mi madre intentó ponerle una mano compasiva sobre el hombro. La viuda la apartó con asco.

—No me toques. No quiero que te apiades de mí. La piedad no sirve de nada. Ya no necesito a nadie. Ahora que mi hijo no está, también puedo irme yo. Hace años que deseo acabar con mi perra vida. Pero mi hijo era un poco retrasado. No veía cómo iba a sobrevivir entre tanta gente desalmada... Tengo unas ganas locas de soltar un par de cosas al que solo me creó para hacérmelas pasar putas.

—Estás chocheando, pobre loca. Matarse es pecado.

—No creo que exista peor infierno que el mío, ni en el cielo ni en ninguna otra parte.

Miró hacia mí y en sus ojos pareció concentrarse todo el desamparo de la humanidad.

—¡Descuartizado por un tren! ¡Dios mío! ¿Cómo puedes acabar así con este niño después de lo que ya le has hecho pasar?

Me quedé patidifuso ante su delirio.

Se apoyó sobre las palmas de sus manos y se incorporó con dificultad.

—Enséñame dónde está mi bebé. ¿Queda algo de él para poder enterrarlo?

—No está muerto —le grité.

Dio un respingo. Sus ojos me fulminaron con la ferocidad del rayo.

—¿Cómo? ¿Has dejado solo a mi hijo mientras se desangraba?

—El tren no lo ha atropellado. Nos subimos en él y, cuando arrancó, yo salté, pero él se quedó. Le grité que saltara pero no se atrevió. Corrí tras el tren, luego estuve caminando mucho tiempo por la vía, pero él no se había bajado.

La viuda se volvió a sujetar la cabeza con las manos. De nuevo, parecía no entender nada. De repente se atiesó y vi la expresión de su cara pasar de la perplejidad al alivio y luego del alivio al pánico y del pánico a la histeria.

—¡Ay, Dios mío! Mi hijo se ha perdido. Se lo van a comer crudo. Ni siquiera sabe tender la mano. Le da miedo la noche, le da miedo la gente. ¡Oh, Dios mío! ¿Dónde estará mi bebé?

Me agarró por la garganta y me sacudió como si quisiera arrancarme la cabeza. Mi madre y mi tía intentaron apartarme de ella. Las repelió a coces y, totalmente enajenada, se puso a gritar y a agitarse como un torbellino, tirando al suelo todo lo que pillaba. De pronto soltó un aullido y se derrumbó entre espasmos, con los ojos en blanco.

Mi madre se levantó del suelo; tenía arañazos por todas partes. Con una tranquilidad asombrosa, fue a buscar una llave grande de carcelero y la colocó en la mano de la viuda: una práctica habitual con las personas que se habían desmayado tras un malestar o una conmoción.

Mi tía, pasmada, pidió a su hija que fuera en busca de Mekki antes de que la demente recobrara el conocimiento.

Mekki no se anduvo con contemplaciones. Nora se lo había contado todo. Eso le bastó y no se preocupó en saber más. Aquí, primero te arrean y luego, si acaso, se argumenta. «¡Perro asqueroso! ¡Te voy a matar!» Se abalanzó sobre mí y me dio una señora paliza. Creí que nunca iba a parar.

Mi madre no intervino.

Era asunto de hombres.

Tras dejarme hecho un cisco, mi tío me ordenó que lo llevara hasta la vía para que le dijera qué dirección había tomado el tren, pero yo no podía caminar. El balasto me había destrozado los pies y la paliza me había rematado.

—¿Adónde voy a buscarlo de noche? —masculló al salir de casa.

Al amanecer, Mekki no había regresado. La viuda pasaba por casa cada cinco minutos, cada vez más descompuesta.

Pasaron tres días y seguíamos sin saber nada. Al cabo de una semana empezamos a temernos lo peor. Mi tía empalmaba una oración con otra. Mi madre iba y venía por la única habitación de nuestra casucha. «Supongo que estarás orgulloso de ti —refunfuñaba conteniéndose para no azotarme—. ¿Ves a qué conducen tus diabluras? Tienes toda la culpa. Vaya uno a saber si los chacales no estarán royendo ahora los restos de tu tío. ¿Qué va a ser de nosotros sin él?»

Cuando habíamos empezado a perder toda esperanza, oímos gritar a la viuda. Fue hacia las tres de la tarde. Salimos corriendo a la calle. A Mekki le costaba mantenerse en pie. Tenía la cara descompuesta y estaba mugriento de pies a cabeza. La viuda abrazaba a su hijo con todas sus ganas, le apartaba la ropa para comprobar que no estaba herido, hurgaba en su cabeza en busca de un chichón o alguna herida. El huérfano estaba seriamente afectado por la caminata y el hambre, pero sano y salvo. Me miraba con sus ojos glaucos y me señalaba como se hace con un culpable.