8
Aïda clavó un codo en la almohada, apoyó la mejilla en la palma de la mano y se quedó viendo como me vestía. La satinada sábana destacaba la armoniosa curva de su cadera. Estaba espléndida en su pose de ninfa exhausta de amor a punto de dormirse. Su larga cabellera negra se desparramaba sobre sus hombros y sus pechos, que aún llevaban la huella de mis abrazos y parecían dos frutos sagrados. ¿Qué edad tendría? Parecía tan joven, tan frágil. Cuando la abrazaba, cuidaba de no apretar demasiado su cuerpo de porcelana. Hacía ya dos meses que acudía con regularidad a recuperarme en su aromatizada estancia, y cada vez mi corazón latía con más fuerza por ella. Creo que la amaba. Procedía de alta cuna beduina de la Hamada. La habían casado a los trece años con el hijo de un cadí en alguna parte de las Altas Mesetas. Al año, su marido la había repudiado por infecunda, y su propia familia, para la cual aquello supuso una afrenta, le dio de lado. Marcada por el estigma de la esterilidad, ningún primo se dignó a tomarla por esposa. Una mañana, echó a andar sin mirar atrás. Unos nómadas la dejaron en la entrada de un pueblo colonial, donde la acogió una familia cristiana. Bien entrada la noche, y por turno, los hijos de sus empleadores acudían a abusar de ella en el sótano donde, entre telarañas y trastos arrumbados, se alojaba. Cuando a sus violadores les dio por convertirse en verdugos, Aïda se vio obligada a huir hasta que, al cabo de unas semanas, la detuvieron por vagabundeo. Luego pasó de manos de un chulo a las de una alcahueta, como si fuera mercancía de contrabando, antes de ir a parar al club de madame Camelia.
Cuando me hablaba de su infortunio, Aïda no manifestaba la menor ira o resentimiento. Parecía estar contando las tribulaciones de una desconocida. Asumía su destino con una filosofía desconcertante. Cuando veía que sus desventuras me incomodaban, me cogía la cara con ambas manos y me penetraba dulcemente con la mirada, sonriendo con cierta desolación. «¿Ves? No me obligues a remover cosas que puedan aguarnos la velada. No quiero que te pongas triste. No estoy aquí para eso.» Le confesaba que no podía permanecer insensible a sus sinsabores. Soltaba una risita y me regañaba. Le pregunté cómo lo hacía para soportar esos recuerdos que la rondaban como fantasmas. Me contestó con voz nítida: «Una se acostumbra. El tiempo se las apaña para endulzar la memoria. Entonces, una olvida y piensa que lo peor ha quedado atrás. Por supuesto, el abismo nos espera a la vuelta de nuestra soledad y caemos de nuevo en él. Curiosamente, mientras vamos cayendo notamos una especie de paz interior. Nos creemos que las cosas son así, y ya está. Pensamos en la gente que sufre y comparamos nuestros pesares, eso también nos ayuda a sobrellevarlos. No hay más remedio que engañarse. Nos prometemos dominarnos, no volver a caer en el abismo. A veces conseguimos detenernos al borde del mismo y apartarnos de él. Basta con mirar hacia otra parte que no sea una misma. Y la vida regresa por sus fueros, con sus altibajos. Al fin y al cabo, ¿qué es la vida sino un sueño a lo grande? Por mucho que compremos o vendamos, en este mundo estamos de alquiler. No es mucho lo que tenemos. Y si nada dura, ¿para qué preocuparse tanto? Cuando se adopta esta lógica, por tonta que parezca, la vida se hace más llevadera. Basta con dejarse vivir, y funciona». Fue la única vez que me habló así. Normalmente bastaba con una frase. Yo deseaba que nunca dejara de hablar. Tenía una voz tan dulce y decía cosas tan llenas de sentido... Daba la impresión de ser fuerte y resuelta, y eso me relajaba. Deseaba tantas cosas para ella, que volviera a ser Aïda, que diera por cerrado su pasado y mirara hacia delante para comerse el mundo. Me negaba a admitir que su vida se limitara a ese inmundo lugar y a un lecho ultrajado, presa de caníbales cuyos besos estaban infectados. Aïda era guapa, demasiado guapa para no ser más que un objeto de placer carnal. Era joven, pura, tan pura que las manchas de su oficio desaparecían cuando se encontraba a solas en su habitación, tras la partida de los clientes. Me encantaba su compañía. A veces no necesitaba tomarla, me conformaba con estar a su lado, ella sentada en el borde la cama y yo en el sillón. Cuando llevábamos demasiado tiempo callados, le contaba los mejores episodios de mi vida. Le hablaba de Sid Roho, de Ramdane, de Gomri, y se reía de sus desventuras como si los conociera de toda la vida. Me sentía orgulloso de divertirla y de provocarle esa risa cristalina que empezaba por abajo, cascabeleando, y subía hasta alcanzar las más altas tonalidades. Pero teníamos el tiempo contado. No podía eternizarme allí. Otros amantes la esperaban con impaciencia. Por mucho que intentara ignorarlos, la sirvienta con cara de escayola que montaba guardia en el pasillo estaba ahí para recordármelo. Llamaba a la puerta y Aïda abría los brazos resignadamente.
Lo que sentía por ella solo nos incumbía a ambos. Cuando la dejaba, tenía la sensación de salirme de mí mismo.
Me habría gustado tanto pasear con ella por los bosques, que nos olvidáramos a la sombra de un árbol, lejos de todo y de todos. Le propuse sacarla a pasear por la ciudad. No podía. El reglamento de la casa solo permitía a las chicas ir a Orán una vez al mes. No para pasear, sino para renovar su vestuario. Un coche llevaba a Aïda, junto con otras prostitutas, siempre a las mismas tiendas y bajo la custodia de un sirviente. Una vez hechas las compras, las devolvían al club. Ninguna chica tenía derecho a divertirse en los jardines públicos o a sentarse en la terraza de un café, menos aún a saludar a un cliente en la calle.
Aquello parecía un penal.
La sirvienta llamó a la puerta, ahora con mayor insistencia. Aïda se levantó.
—Se está vistiendo —la oí susurrar en el pasillo.
—No es eso —dijo la sirvienta en voz baja—. Me manda la madame. Quiere ver al joven antes de que se vaya.
—Muy bien. Bajará dentro de un minuto.
Me metí la camisa en el pantalón. Aïda se colocó a mis espaldas, me besó la nuca y me rodeó la cintura con sus brazos de hurí.
—Vuelve pronto, campeón. Te voy a echar de menos.
—Me gustaría presentarte a mi madre.
—Una chica como yo no se presenta a los padres.
—Le diré que eres una amiga.
—Esa palabra no se encuentra en el glosario de nuestras tradiciones, campeón. Además, ¿me imaginas apareciendo en casa de tu vieja con mi maquillaje y mi atuendo de desvergonzada?
—No eres una desvergonzada, Aïda. Eres una buena chica.
—Eso no basta. Tu madre no debe sospechar que su querido hijo se va de putas. Le sentaría fatal. Para nosotros, el vicio es peor que el pecado... Date prisa, madame odia esperar.
La sirvienta me acechaba al final del pasillo. Me rogó con la mano que me diera prisa. El lacayo Larbi me esperaba con impaciencia al pie de la escalera. En la sala, las chicas encandilaban a sus clientes con sus blusas vaporosas y sus braguitas de encajes. Se oían gorjeos procedentes de la barra, donde unos primos achispados se arruinaban para epatar a su harén. Mouss, el gigantón negro, estaba en un rincón con dos lánguidas polluelas sobre sus rodillas. No sé por qué, puede que para agradecerle que hubiera asistido a mi último combate, lo saludé con un gesto de la mano. Hizo una mueca que dejó al descubierto sus dientes de oro y me gruñó:
—No cantes tan pronto victoria, mozalbete. El Sigli es un cero a la izquierda que se cree la vaca que más caga.
—Pues no aguantó ni un minuto —le recordé, molesto.
—Normal, ya estaba cagado cuando subió al ring.
Larbi apartó una cortina que daba a un corredor y me señaló una puerta acolchada en el fondo. Madame Camelia estaba sentada tras una pequeña mesa de despacho con su austero moño y el rostro impenetrable, un chal de surá sobre los hombros. La habitación no tenía ventana y estaba débilmente alumbrada por un par de velas colocadas sobre una cómoda. La dueña parecía alérgica a la electricidad. Debía de sentirse más a sus anchas en la penumbra, pues esta confería a su silueta un aspecto místico.
Esgrimió su sonrisa de anguila inquietante a modo de barrera entre nosotros.
Con su mano enguantada de blanco hasta el codo, me señaló una silla forrada de terciopelo y esperó a que me hubiera sentado para empujar hacia mí un trozo de papel.
—¿Qué es esto?
—La dirección de un estupendo prostíbulo de Orán —me dijo con fingida jovialidad—. Cerca del centro de la ciudad. Las chicas son bonitas y muy amables. Así no tendrá usted que movilizar al chófer del señor Bollocq para que lo traiga hasta aquí. Le bastará con coger un tranvía para llegar en pocos minutos.
—Me gusta venir aquí.
—Joven, todas las chicas se parecen. Es preferible tenerlas más a mano.
—Le digo que me gusta venir a esta casa. No me apetece buscar en otra parte.
—No tiene por qué. Vaya usted a esta dirección y juzgue por sí mismo. Estoy segura de que cambiara muy pronto de opinión.
—Es que no tengo ganas de cambiar de opinión.
Madame Camelia hizo una mueca de disgusto. Respiró con fuerza por la nariz, haciendo un esfuerzo para no saltar. Sus ojos chisporrotearon de manera insana a la luz trémula de las velas.
—¿Está el señor Bollocq al tanto de sus incesantes visitas a mi casa?
—Él me envía a su chófer.
—A caridad ciega, mendigo demasiado glotón —dijo arrastrando la voz sin la menor contemplación.
—¿Perdón, señora?
—Hablaba sola... ¿No le parece, joven, que está abusando de la generosidad de su benefactor?
—Más se beneficia usted, ¿no es así?
Cruzó los dedos y posó ambas manos juntas sobre la mesa, con un esfuerzo añadido para no perder la calma.
—Voy a ser sincera con usted, hijo. Algunos clientes se quejan de su presencia en mi casa. Son personas de cierto rango, ¿me entiende? No desean compartir su intimidad con desconocidos procedentes de un ambiente... ¿cómo se lo diría yo?, no del todo acostumbrados a la especificidad de nuestra oferta. Mis clientes son oficiales, financieros, hombres de negocios; en fin, gente importante, y todos están casados. Necesitan preservar su reputación y su matrimonio. En lugares como este, la discreción es de rigor. Póngase usted en su lugar...
—No suelo ir voceando por ahí lo que veo, señora.
—No se trata de usted. Se trata de la mentalidad de ellos. Su presencia los incomoda.
Me levanté dando un brinco.
—Pues propóngales que vayan a la dirección de la que me ha hablado.
Se quedó sin respuesta. Salí dando un portazo, sin que le diera tiempo a retenerme. Estaba seguro de que mi presencia no indisponía a nadie, y de que aquello solo se debía al odio que la madame me tenía. Un árabe en su casa rebajaba el caché de su corte. Y es que ella ambicionaba elevar su casa al rango de santuario más encopetado de Orán.
Madame Camelia no me apreciaba. No por casualidad me había «asignado» una musulmana. Para ella, no era digno de meter mano a una europea. Creo que no estimaba a nadie en particular. Había demasiada hiel en su mirada, demasiado veneno en sus labios. De haber tenido corazón, habría embarullado sus códigos... Yo tampoco la apreciaba. Desde nuestro primer encuentro. Su aura apestaba a azufre. Arrogante como sabe serlo el vicio cuando pone de rodillas a la virtud, despreciaba a su serrallo, que, una vez que había dejado en el guardarropa su prestigio y su estatuto, se enfangaba entre copas de buen vino y cucamonas maquinales. Sus buenos oficios ocultaban trampas mortales; su carisma tenía mucho de fría impostura. No era de carne y hueso, era puro cálculo y manipulación, la oscura sacerdotisa de un Olimpo deshonrado donde el alma y la carne se descuartizan sobre el altar del deseo del mismo modo que dos piernas unidas por su mancillado crisol se apartan la una de la otra por mutuo desprecio.
Yo no iba a su casa ni estaba allí por sus chicas, sino por Aïda, solo por ella. Y aunque también perteneciera a los demás, Aïda era mía. Eso era al menos lo que yo pensaba. Yo no me acostaba con Aïda para tirármela sin más, sino que me desposaba con ella. Le tenía respeto; maldecía la fatalidad que la había llevado hasta ese santuario de la concupiscencia y el vicio para alternar con íncubos y ángeles pervertidos. En ese purgatorio de las voluptuosidades, todo era un toma y daca. Una vez convertido el amor en mercadería, se transformaba en dinero hasta la sonrisa de fachada, se compraba el momento, se negociaba el coito, se facturaba la menor mirada. El objetivo prioritario era incitar al cliente al despilfarro y, para ello, reducirlo a sus instintos más básicos, esclavo consentidor y ansioso de vértigo, deseoso de desintegrarse en pleno orgasmo para recrearse indefinidamente en sus fantasmadas más abyectas, insaciable, siempre exigiendo, ya que todo se paga a tocateja y nada se resiste al poder del dinero cuando hasta el reloj de pared se convierte en máquina tragaperras. Aïda no era así. Era generosa, sensible, y no sabía de malicia ni de engaño. Valía tanto como esas venerables mujeres ante las cuales la gente se descubría en la calle. Me dolía mucho verla ejercer de vaciadero de heces y vomitados, entregarse a perversos que ni siquiera se atreverían a mirarla a los ojos en cualquier otra situación. Ese no era el papel de una chica que sabía quererme como ella lo hacía. Aïda tenía un alma, una gracia singular, nobleza; no tenía nada que ver con su oficio, al que, a todas luces, no sobreviviría. Estaba seguro de que al final, por simple desgaste, la escasa humanidad que le quedaba se le pudriría por dentro como un cáncer... Pero ¿qué podía hacer aparte de rumiar mi amargura y dar palmadas de rabia? Cuando llegaba al prostíbulo y me tocaba esperar por estar ella atendiendo a otro cliente, no veía el final del túnel. Y cuando me despedía para que otro me sustituyera sobre la marcha, ardía en el infierno. Regresaba a Orán tan triste que se hacía inmediatamente de noche en mi habitación. Por la mañana, en el club, daba tales puñetazos al saco de entrenamiento que —lo juro— llegué a oírlo gemir y pedir perdón.
La conversación con madame Camelia me marcó. Me obligó a cuestionarme. ¿Y si mi presencia realmente indispusiera a la gente en aquel serrallo? ¿Estaría abusando de la generosidad del Duque? Lo curioso era que ahora Filippi se escaqueaba cuando lo llamaba pretextando asuntos urgentes o encargos para el patrón. En el club, mis entrenamientos dejaban que desear, apenas hacía caso a las exhortaciones de DeStefano. La falta de concentración estuvo a punto de costarme caro. A final de mes, me costó sudor y sangre acabar con mi contrincante, un coriáceo joven de Boufarik que se despachó bien conmigo hasta el séptimo asalto. Mi gancho de izquierda me salvó in extremis. El Duque, enfadado, me echó una buena bronca en los vestuarios. Regresamos a Orán en tren, cada cual sumido en sus preocupaciones.
Por la noche, cuando apagaba la luz de mi habitación, me colocaba las manos detrás de la nuca y dejaba que la oscuridad penetrara mis meditaciones. Pensaba en Aïda. Me preguntaba con quién estaría acostada, qué manos impuras la estarían sobando. Me sentía celoso e infeliz por ella. ¿Qué porvenir podía tener una prostituta? Una noche, alguien se percataría de que había perdido su frescor. Sus amantes se buscarían otras cortesanas. Empezarían a desatenderla para acabar riéndose de ella. La sacerdotisa le pediría que hiciera las maletas y le entregara la llave de su habitación. Aïda acabaría vegetando en un cuchitril de barriada con una cama fría y sábanas bastas. Cuando no tuviera con qué pagar el alquiler, empezaría a ir de mal en peor: dormiría en cualquier rellano o portón antes de regresar a los barrios bajos para explotar sus últimos recursos como puta callejera. Pasaría de un estibador a un carpintero chiflado, tan vulgar y apagada que ningún chulo se avendría a protegerla. Luego, tras haber tocado fondo y bebido el pus de las afrentas, se retiraría en algún asilo insalubre o alguna topera, donde, abatida, enferma, hambrienta y desgastada, reclamaría la muerte sonándose los mocos con un trapo empapado de sangre.
No tenía con quien compartir mi desamparo. Gino se dedicaba ahora a comprarse trajes y a codearse con la alta sociedad, y no estaba como para preocuparse de mi estado de ánimo. Ya casi no nos veíamos; se había convertido en la sombra del Duque, que le había prometido ponerle un despacho en su empresa. Mientras, yo daba vueltas a lo que me había dicho madame Camelia. Tenía que tomar una decisión. Echaba de menos a Aïda. No merecía la pena contárselo a Gino. Intentaría disuadirme, se reiría de mis sentimientos por una prostituta. Además, no estaba a favor de las relaciones duraderas. Me diría las palabras adecuadas y no tenía ganas de acabar dándole la razón. Necesitaba atender el dictado de mi corazón. Muchos boxeadores eran maridos y padres, y no les iba tan mal.
Fui a ver al mozabita socio de mi tío. Por supuesto, temía su veredicto. Para que no sospechara, le conté que un amigo estaba enamorado de una chica de vida alegre y quería casarse con ella. El mozabita, cuya sabiduría yo respetaba, no supo qué responder. No lo vi muy entusiasmado. Me dijo que mi amigo podría lamentarlo algún día. Le pregunté cuál era la actitud de nuestra religión al respecto. Me dijo que el islam no se oponía, incluso que resultaba honroso para un creyente sacar de la prostitución a un alma extraviada. Me aconsejó que le sugiriera a mi amigo que lo consultara con el imán de la Gran Mezquita, el único con autoridad para decidir. El imán me recibió con afabilidad. Me hizo preguntas sobre mi amigo: si era musulmán, si estaba casado y si tenía hijos. Le garanticé que era soltero y estaba sano y cuerdo. El imán quiso asegurarse de que la prostituta era fiable, de que no había embrujado a su amante para quedarse con su dinero. Le contesté que ella ni siquiera conocía las intenciones de mi amigo. Entonces el imán apartó los brazos y me dijo: «Devolver su honor a una pobre mujer descarriada vale por mil oraciones».
Me quedé aliviado.
Una semana más tarde, después de haberle dado ochenta mil vueltas, compré un anillo y exigí a Filippi que me llevara de inmediato a Canastel.
Aïda no estaba libre. Tuve que esperar una eternidad en el salón, repeliendo sin miramientos las insinuaciones de las demás chicas. Eran más de las ocho y las ventanas se oscurecieron siniestramente. Un cliente achispado martirizaba un piano de cola cerca del gran ventanal. Su azaroso tecleo pautado por estridentes disonancias me tenía al borde de los nervios. Esperaba que alguien le llamara la atención o que una incitadora chica se lo llevara a la barra, pero nadie le hacía caso. Mantuve la mirada fija en el rellano del piso, donde la sirvienta montaba guardia. Cada vez que un cliente aparecía en lo alto de la escalera, ella me miraba negando con la cabeza. Yo padecía esos instantes como sucesivos asedios a mi impaciencia. Las manos me sudaban de tanto retorcerlas. Por fin apareció un gordinflón calvo con la cara colorada y la mirada huidiza. Ese era el mío. Subí la escalera al galope, haciendo oídos sordos a las protestas de un cliente que esperaba en un sofá. La sirvienta intentó retenerme, pero la ferocidad de mi mirada la dejó clavada en su sitio.
Aïda estaba empolvándose la cara delante del espejo. Aún tenía la melena revuelta y la cama sin hacer. Me planté delante de ella, temblando de pies a cabeza. Me pareció más guapa que nunca cuando me sonrió con sus ojazos almendrados.
—Pensaba que no volvería a verte —me dijo desabrochándose rutinariamente el corsé.
—No he venido para eso.
—¿Has encontrado algo mejor que yo?
—Ninguna mujer puede apartarme de ti.
Me miró de reojo, enarcando algo una ceja, y se volvió a atar el lazo alrededor del cuello antes de mirarme de frente.
—¿Qué te pasa? Te noto muy excitado.
Agarré sus manos con fuerza y me las puse sobre el pecho. El corazón se me desbocó. Le dije:
—Tengo una gran noticia para ti.
—¿Una gran noticia? ¿Cómo de grande?
—Quiero casarme contigo.
—¿Qué? —exclamó apartando bruscamente sus manos de las mías.
Me esperaba esa reacción. Las chicas de vida alegre no están acostumbradas a ese tipo de declaración. No deben de sentirse dignas de ella. Me sentía tan feliz por Aïda y tan orgulloso de rehabilitarla, de devolverle su alma y su dignidad... Le volví a coger las manos. Sus ojos me recorrían como haces de luz desviados por una rama mecida por el viento. Comprendía su emoción. Yo, en su lugar, habría brincado de alegría.
—El imán me ha ratificado que, para un creyente, salvar a una mujer de la deshonra equivale a mil oraciones.
Dio un paso atrás, observándome con incredulidad.
—¿De qué imán me hablas?, ¿de qué deshonra?
—Quiero ofrecerte un hogar, una familia, respetabilidad.
—Eso ya lo tuve antes.
Me quedé perplejo.
Aïda se había puesto lívida sin que yo supiera por qué.
—¿Quién te ha dicho que quiero volver a casarme? Estoy muy bien como estoy. Vivo en una casa preciosa, me alimentan bien, me visten y me protegen. No necesito nada más.
—¿Lo dices en serio?
—Y tan en serio.
—¿Te das cuenta de lo que te estoy ofreciendo?
—¿Qué me estás ofreciendo?
—Que seas mi esposa.
—No te he pedido nada.
Se me contrajeron las sienes.
Volví a la carga, cada vez más desconcertado.
—Creo que no me has entendido bien: quiero sacarte de esta vida indecente y que seas mi esposa.
—Pero es que yo no quiero depender de ningún hombre —exclamó soltando una breve risotada—. Tengo un montón de ellos a mi disposición y todos me tratan como a una reina. ¿No pretenderás que me encierre en una casucha, rodeada de críos, para que vuelvan a tratarme a palos? Además, ¿de qué indecencia estás hablando? Yo trabajo, y me encanta mi oficio.
—¿Llamas oficio a vender tu cuerpo?
—¿Acaso los obreros no venden sus brazos?, ¿no se juegan los mineros la piel excavando bajo tierra?, ¿no se desriñonan los estibadores? Más indecente me parece el padecimiento de un pobre diablo que se desloma trabajando por cuatro perras que la embriaguez de una puta que se divierte ganando más pasta en un mes que un ferroviario en diez años. Y tú ¿qué?, ¿te parece decente que te partan la cara sobre un ring? ¿Acaso no es otra forma de vender el cuerpo? La diferencia entre tu oficio y el mío es que aquí, en este palacio, nadie me pega y todo el mundo me agasaja. Duermo en una cama estupenda y en ningún hogar tendré más lujo que en mi habitación, por muy campeón que sea mi marido. Aquí soy una sultana, Turambo. Me baño con agua caliente y aromatizada; me visto de seda y me perfumo con esencias; me alimento mejor que nadie y duermo como los angelitos. Te aseguro que no hay motivo para compadecerme. He nacido con buena estrella, Turambo, y ninguna honra me hará renunciar a la vida que llevo aquí.
Las piernas me flaquearon, me senté en el sillón y me agarré la cabeza con ambas manos, negándome a admitir que Aïda pudiese hablarme así, de un modo tan tajante e inapelable, tan definitivo como un entierro. Las ideas se atropellaban en mi cabeza y no había manera de disciplinarlas. Un sudor frío me recorrió la espalda, ramificándose en una red de estremecimientos y helándome la carne y la sangre.
No reconocí mi voz cuando por fin le dije:
—Yo pensaba que no eras como las demás, que me amabas.
—Amo a todos mis clientes, Turambo. A todos por igual. Es mi oficio.
Ya no sabía dónde estaban el bien y el mal. Creía estar actuando bien, pero me daba cuenta de que existían lógicas y verdades diametralmente opuestas a las que me habían enseñado.
Gino se partió de risa cuando le conté cómo me había rechazado Aïda.
—Tienes un problema afectivo, Turambo. Estás muy enmadrado. Aïda tiene razón. Al fin y al cabo, te ha hecho un gran favor. No te enamores de cada mujer que te sonría porque no tienes medios para mantener un harén. Y, sobre todo, intenta no meter la pata porque no es posible boxear con muletas.
Me dio una fuerte palmada en el hombro.
—Todos los días se aprende algo, ¿verdad? Pues ni siquiera así está uno a salvo de las malas pasadas de la vida. Anda, ven conmigo —añadió lanzándome una chaqueta—, esta noche tenemos folclore en Sid el-Hasni. No hay como una danza guerrera para ahuyentar los espíritus malignos.