3
Cuando algo se enrosca en nuestra cabeza, las calles hacen otro tanto. No caminaba, sino que daba vueltas. Dirigiéndome al café del cruce del bulevar Mascara con la calle de Tlemcen, acabé en la parte de abajo del bulevar Nacional. Había pasado delante del café sin darme cuenta. Así llegué al paseo marítimo. Una vez apoyado a la barandilla, me pregunté qué estaba haciendo allí. El puerto me ocultaba el mar y los edificios a mi espalda me cortaban la retirada. Subí hacia la Plaza de Armas hasta que me di cuenta, al pie de un monumento, de que me había equivocado de camino. No me encontraba en la calle, sino dentro de mi cabeza, como si un sueño bromista se estuviese burlando de mis bandazos. Al principio creí que el regreso de mi padre era lo que había hecho girar el trompo de mi mente, pero estaba equivocado. Mi padre no era más que un mueble arrinconado, una sombra en la penumbra. No hablaba, prefería comer solo, atrincherado en su caparazón. El aparador tenía mejor aspecto que él.
Un tonelero me detuvo delante de un almacén.
—En mi aldea han hecho una recolecta para seguir por la radio tus combates.
Me dolió la cabeza al oírlo.
Era domingo. Las familias estaban en la playa y Orán se había quedado sin pulso. Las avenidas parecían haber perdido la memoria. Solo algunas tiendas estaban abiertas y apenas había gente en los bares. Tenía la impresión de estar en una ciudad fantasma que se recorría a sí misma por una interminable galería de reflejos inaprensibles, de espejos deformantes, de puertas falsas, de trampas y arenas movedizas. Oía voces, me cruzaba con gente, daba apretones de mano en una especie de nebulosa. Iba a la deriva sin saber qué hacer de mi persona.
Ese día no había quedado con nadie. Por tanto, me quedé asombrado cuando recalé en la choza de Larbi, el frutero. Mis zapatos no eran los adecuados para el sendero agrietado que llevaba a la casona de los Ventabren, pero no por eso iba a dar media vuelta. Si estaba ahí, a cuarenta kilómetros de mi casa sin habérmelo propuesto, por algo sería.
Llegué a la casona con los pies hechos polvo. Avisado por Fatma, Ventabren me esperaba bajo el árbol del patio, en su silla de ruedas. Se le notaba contento. Me confesó que, después de nuestra partida, el campo se había vuelto plomizo. Hasta el aire olía a ceniza, me comentó.
—Me alegro de que hayas regresado para hacerme compañía —me dijo en árabe—. Realmente me emociona.
—Necesito que me aconsejes —le mentí.
—Pues me voy a despachar, muchacho. ¿Una copita antes de comer?
—Soy musulmán, señor.
—¿No creerás que Dios nos está vigilando a esta hora? Con los años que tiene, debe de estar dormitando en algún rincón.
—No diga usted esas cosas, señor Ventabren, no me hacen gracia.
—¿Y cómo pretendes aguantar mis chorradas sin emborracharte antes?
—Las apreciaré mejor si permanezco sobrio.
Se echó a reír.
—Enséñame tu puño, chico. Me han dicho que es de bronce.
Me cogió la muñeca, la miró por ambos lados, la sopesó.
—Buena pieza —admitió—. Cuidado a quien pegas.
—Lo intentaré, señor.
Tras el almuerzo, Fatma nos sirvió té con hierbabuena. Una ligera brisa cosquilleaba el follaje por encima de nuestras cabezas. Ayudé a Ventabren a acomodarse en su silla y coloqué debidamente el cojín que lo protegía de la rudeza del respaldo.
—Ya falta poco para tu próximo combate, ¿verdad?
—Al final del mes que viene, señor.
—Dicen que ese tal Cargo es un hueso duro de roer.
—No lo conozco.
—Eso es un grave error. Hay que conocer al adversario antes de enfrentarse a él. ¿Qué puñetas hace tu equipo? ¿Tocarse los mismísimos? En mis tiempos, enviaban espías para reunir un máximo de información sobre él. Yo me lo sabía todo sobre el mío: cómo boxeaba, su técnica, sus puntos fuertes y débiles, sus últimos combates, con qué mano se limpiaba el culo y con qué cepillo se peinaba. Incluso así, siempre nos quedaba algo por saber. No puede uno subir al cuadrilátero a ciegas.
Se calló.
Irène acababa de salir de la casa vestida de amazona. Sus ojos eclipsaban las estrellas. Apoyó un hombro contra el pilar del porche y cruzó los brazos sobre el pecho. Comprendí de inmediato qué me había traído hasta ahí: necesitaba verla, sentirla cerca.
—¿Ya se os ha acabado el rollo? —nos amonestó.
Fue hacia la cuadra. Unos minutos después, su yegua galopaba hacia la llanura. Yo ya no estaba en condiciones de escuchar más.
Una vez Irène fuera, la casona se había quedado sin alma.
Cuando el calor dejó de apretar, me despedí de Ventabren y volví a la carretera para esperar el autocar.
Al día siguiente, exigí a Frédéric Pau que me volviera a mandar a la casona para preparar mi combate contra Marcel Cargo. El Duque no tuvo nada que oponer. Dédé dijo que no estaba disponible hasta el final de la semana por un problema familiar. Salvo fue el único en apuntarse. Regresamos a la cabaña, y vuelta a despertar al amanecer, a correr por senderos vertiginosos, a escalar grandes rocas, a pasar las veladas alrededor de las linternas asediadas por insectos, alegrando así la vida a Ventabren. Me pasaba las noches vigilando la ventana desde mi tragaluz.
Irène se unía de cuando en cuando a nosotros durante las comidas. Me sonreía a menudo, pero yo desconfiaba de sus cambios de humor. Esa mujer era un fusil. Disparaba a quemarropa y, por tanto, siempre acertaba. Cuando se unía a nosotros, Ventabren renunciaba a sus epopeyas. En cuanto a Salvo, se tragaba sus sarcasmos y se quedaba mirando su plato. Como Irène, que no lo apreciaba, ya lo había puesto en su sitio un par de veces, sabía que con ella no podía. Se había pasado de gracioso hasta que había visto que no le compensaba. Irène tenía la insolente seguridad de quienes se saben de antemano ganadores. Como se olía todas las segundas intenciones, interceptaba las nuestras antes de que se nos ocurrieran. Sin embargo, su compañía no nos desagradaba. Aportaba cierto frescor a nuestras comidas.
Tras mis carreras matinales, cuando Salvo regresaba a la casona, yo iba a refrescarme a la fuente. En realidad esperaba encontrarme con Irène. Los primeros días no llevó a beber a su yegua, y ya había perdido la esperanza cuando apareció igual que un día bendito nace.
Se apeó de su montura, le dio una buena palmada en la grupa y se acuclilló sobre un pedrusco.
—Estoy baldada.
—No debería agotar tanto a su animal.
—Es mi jardín ambulante.
Se levantó, se acercó a su yegua y le acarició el pelaje.
—De pequeña quería ser campeona de equitación.
—¿Y no la dejó serlo su padre?
—No. Apareció Jean-Louis. Era guapo, inteligente y gracioso. Yo tenía diecisiete años y todavía me sonrojaba como una niña. Caí en sus brazos como una fruta temprana. No tardamos en casarnos. Era feliz y creía que aquello duraría toda la vida.
—¿Qué ocurrió?
—Lo que suele ocurrir en los matrimonios demasiado tranquilos. Jean-Louis empezó a regresar a casa cada vez más tarde. Era un hombre de ciudad, en el campo se angustiaba. Una noche, me puso sus manos sobre los hombros, me miró a los ojos y me dijo que lo lamentaba. Así salió de mi vida.
—Fue un error. Yo nunca abandonaría a una chica tan guapa.
—Eso mismo me decía él al principio.
Volvió a sonreír.
—¿Le gustan los caballos, señor Turambo?
—Una vez tuvimos un burro.
—Eso es otra cosa. El caballo es noble, y también una terapia. Cuando estoy agobiada, monto y galopo hasta la montaña. Me siento tan ligera que nada me pesa. Me gusta cortar el viento con mi cara. Me gusta que se me cuele por la camisa y me agarre por la cintura como si fuera un amante... A veces hasta gozo así.
La crudeza de su confidencia me desconcertó.
Soltó una carcajada.
—Se ha puesto usted colorado.
—No suelo escuchar ese tipo de cosas en boca de señoras.
—Eso demuestra que no las frecuenta lo bastante.
Agarró las riendas con la intención de irse. Caminé a su lado, bastante confuso. Me miraba de reojo, riendo con disimulo.
—El orgasmo no es algo vergonzoso, señor Turambo. Es un instante de gracia que nos devuelve a nuestros sentidos cardinales.
Su teoría me seguía incomodando hasta la asfixia.
—¿Tiene usted alguna amiguita?
—Nuestras tradiciones no lo permiten.
—O sea, que fuera del matrimonio todo es pecado.
—Más o menos.
—Entonces tendrá una novia.
—Todavía no. Tengo que pensar en mi carrera.
—¿Qué hacen ustedes para aguantar hasta el matrimonio?
Noté como se me calentaban las orejas.
Volvió a soltar una carcajada. Montó su yegua haciendo una pirueta acrobática.
—¿De verdad se llama Turambo?
—Es mi apodo.
—¿Qué significa?
—No lo sé. Es el nombre de mi pueblo.
—Ya veo. ¿Cuál es su verdadero nombre?
—Prefiero el de mi pueblo. Así al menos se sabe de dónde provengo.
—¿Acaso ignora de quién desciende?
—No es eso. Lo he decidido así.
—Pues, señor Turambo, tiene usted un alma de querubín dentro de sus hechuras de bruto. Y aunque siempre le falte audacia, no pierda su alma. Lo dejo con sus ejercicios y vuelvo a mis fogones. No se puede cocinar con retazos de confidencias.
Espoleó a su yegua y se detuvo tras un rápido trote.
—Mañana por la noche hay un baile en Lourmel. ¿Le apetece ser mi acompañante?
—No sé bailar.
—Miraremos bailar a los demás.
—De acuerdo.
Me saludó llevándose una mano a la frente y galopó hacia la casona.
La seguí con la mirada hasta que desapareció tras unos cerros. Mientras la veía alejarse, soñaba con ser una corriente de aire bajo su camisa. El corazón me latía con tal fuerza que no pude seguir entrenando. Irène tenía el poder de elevar los más bajos instintos al rango de hazañas bélicas y de mandarlos callar llevándose un dedo a la boca.
Me sentí habitado por algo que nunca volvería a salir de mí.
Estuve sobre ascuas hasta el anochecer. Sentado en el salón, mirando hacia la escalera que llevaba al piso. Irène se tomaba su tiempo. La oí ducharse, pero su aseo iba para largo. Cuando por fin se presentó, parecía salir de un sueño, encorsetada en su vestido blanco y con el pelo cayéndole sobre los hombros. Me recordó a una de esas actrices norteamericanas que se comían la pantalla, anulando todo lo demás.
Fuimos a Lourmel a campo traviesa. A lo lejos, las pequeñas aglomeraciones picoteaban la oscuridad con minúsculas lucecitas. Hacía una noche preciosa. La luna llena parecía querer comerse el cielo entero, relegando a las estrellas a simple morralla. Los roedores se escurrían entre la maleza. El aire olía a coral, a algas saladas y a espuma de arrecife, como si el mar, añorando a los hombres de tierra adentro, se hubiese disfrazado de brisa para susurrar por las huertas, desfilar por las partes más estrechas del terreno y encolerizar los campanarios de las iglesias.
Un chacal nos siguió hasta la carretera asfaltada y luego dio media vuelta, hambriento y desamparado.
Irène caminaba con paso tranquilo. Llevaba sandalias de tela y un vestido de verano. Yo estaba acostumbrado a verla con camisa y pantalón, así como a sus andares hombrunos. Contemplarla convertida en una chica atractiva era una gozada. Su perfume resultaba embriagador. Mi mano rozó mil veces la suya sin llegar a agarrarla. Temía que me echara una bronca. Era tan imprevisible como el rayo, capaz de pasar del frío al calor en un segundo. Con esa susceptibilidad a flor de piel, una misma palabra podía hacerla reír o enfurecerla. Había en ella algo enigmático. Distante con su padre y odiosa con Salvo, suscitaba en mí una cautela que se disolvía apenas me gratificaba con una sonrisa. Creo que quería demostrarme que no era igual con todo el mundo. Me trataba con miramiento desde que habíamos tenido aquel malentendido junto al pozo. Eso no le impedía mantener intacto su temperamento rebelde. Ni se le habría ocurrido mendigar algún perdón; se encontraba a gusto conmigo, eso era todo. Se la notaba en paz consigo misma. Yo me sentía un privilegiado.
La coqueta plaza de Lourmel estaba inundada de luz. Un montón de gente bailaba entre las mesas cubiertas con manteles blancos y llenas de vituallas y de botellas de vino. Parejas de ancianos y de jóvenes hacían piruetas al son de una inspirada orquesta. Sobre un estrado repleto de banderines, un cantante con traje granate parecía un dios recién bajado de su Olimpo. Engominado, encantador y deslumbrante, dirigía al cielo su estentórea voz sacando pecho con teatralidad y con un ojo puesto en las señoras de las primeras filas. Sabía que las tenía en el bote, que estaban loquitas por él, y las remataba con un irresistible parpadeo mientras ellas, en estado de trance, se balanceaban suavemente sobre sus sillas apretando un pañuelo contra su pecho palpitante de emoción.
Irène encontró una banqueta libre que daba a la alborozada explanada. Unos niños con pantalones cortos brincaban bajo los árboles. Los tortolitos se resguardaban tras la tapia del jardín público; algunos dormían sobre el césped. Unos adolescentes se iniciaban al flirteo a salvo de miradas indiscretas. Aquí y allá se negociaban a oscuras besos tan furtivos como los escalofríos que provocaban. Era bonito verlo, e intuirlo. Mi aduar natal había quedado muy atrás, agonizando en un mundo paralelo.
Irène fue a buscarme una soda.
Regresó con un plato lleno.
—Le he traído carne a la parrilla y limonada. ¿Seguro que no quiere beber vino? Es el mejor de la región.
—No, gracias.
—No sabe lo que se pierde.
—Vaya, vaya —dijo un hombre acercándose a nosotros—. Nuestra George Sand por fin se ha bajado de la parra para mezclarse con el populacho.
Irène colocó el plato a mi lado.
Era un hombre apuesto, que rondaba la treintena, tranquilo y bien vestido. No era muy alto, pero sí gallardo. Dio una fuerte calada a su cigarrillo antes de mandarlo a volar de un manotazo. La brasa se descompuso en una multitud de chispas al tocar tierra.
—Buenas noches, André —dijo Irène con voz neutra.
—¿Todavía recuerdas mi nombre?
—¿Cómo está tu esposa?
El hombre señaló con el pulgar por encima de su hombro.
—Allí, bailando a lo loco.
—Deberías estar con ella. Alguien podría quitártela.
—Me haría un favor.
Chasqueó los dedos al paso de un sirviente árabe que cargaba con una bandeja, cogió dos copas de champán y ofreció una a Irène.
—Me alegro de volver a verte, cariño.
—Creía que te habían trasladado a Argel.
—¡No me digas que me espías!
—Oí a Jérôme, el lechero, contárselo a mi padre.
—Pues no. Sigo estando en Aín Temouchent. Hasta nueva orden. Háblame de ti. ¿Qué hay de tu vida?
—Nada.
—Pues no te sienta nada mal. Estás todavía más guapa. Me pregunto qué harás de tu tiempo tan lejos de la civilización.
—No tengo motivos de queja.
—Pues yo sí que te compadezco. Estás en edad de comerte el mundo y prefieres ignorarlo... He comprado un barquito. Hay unas calas estupendas y playas salvajes al oeste de Rachgoun. Solo se puede acceder a ellas por mar. Si quieres, te las puedo enseñar.
—Estoy segura de que a tu mujer le gustarán mucho más que a mí.
—Estoy hablando de ti.
—No estoy disponible.
El hombre tomó un trago de champán, chasqueó la lengua en pos de argumentos más convincentes. De repente fingió percatarse de mi presencia. Tomó a Irène por el codo y la alejó un poco de la banqueta.
—¿De dónde has sacado a tu animal de compañía? ¿Te ha tocado en una barraca de tiro al blanco?
Hablaba de mí con tal descaro que parecía capaz de pisarme y seguir adelante sin inmutarse. Para él no existía, solo era un trastorno visual que podía hacer desaparecer con un simple parpadeo.
—Por favor, André. Acabo de llegar. No me obligues a regresar a mi casa.
—Sí, pero todavía no me has dicho dónde te ha tocado ese perro guardián.
—Ojo, que muerde.
—En ese caso, deberías ponerle un bozal.
La obligó a girarse hasta tenerla de frente.
Irène me pidió con un gesto perentorio que me mantuviera al margen de lo que consideraba un asunto estrictamente personal.
André, divertido, soltó una risotada.
—Siempre igual de salvaje y de desconsiderada.
—André, esto que haces no está bien.
—¿Acaso crees que lo estás haciendo mejor? Te plantas aquí con un moro y piensas que nadie se va a molestar. Te gusta dar la nota, ¿verdad? Por una vez que sales de tu cueva, todo el mundo tiene que enterarse... Pero ten cuidado, aquí las lenguas son viperinas. Prepárate para los chismorreos.
—Me importa un bledo.
—Eso ya lo suponía. Eres provocadora por naturaleza. Pero ahora te estás pasando. No tienes derecho a traerte a un moro al baile. Esto está prohibido para los árabes. Son incapaces de distinguir entre una bombilla y un sortilegio... Mira a este. Acaba de bajar de su árbol.
—Por favor, André.
—Pero bueno, ¿qué tiene este que no tenga yo?
—Sabe comportarse.
—Supongo que algo más sabrá hacer.
—Unas cuantas cosas más.
—¿Cómo se porta en la cama?
—Eso no es asunto tuyo.
—Según dicen, sus mujeres no saben qué es un orgasmo. Normal, todos los árabes se corren antes de empalmarse.
—Tengo que dejarte, André. Se me ha olvidado en casa la máscara de gas y esta noche te apesta la boca más que nunca.
André volvió a agarrar a Irène por el brazo y la atrajo hacia él. Ella lo rechazó. Volvió a la carga. Le cogí la muñeca al vuelo y lo obligué a retroceder. Echó una mirada a su alrededor; para su alivio, nadie estaba pendiente de nosotros. Me gritó para no perder la cara:
—Nunca vuelvas a ponerme encima tu sucia mano de macaco, mierdecilla; si no te juro por lo más sagrado que te azotaré en esta misma plaza hasta que tu carne se convierta en sangre y tus lágrimas en pus... Soy oficial de policía. Este ambiente no te conviene. Como sigas por aquí dentro de diez minutos, pasarás la noche en el puesto de policía.
Se acabó la fiesta para Irène y para mí.
Emprendimos el camino hacia la casona.
—Lo siento —le dije a Irène cuando dejamos atrás los últimos huertos del pueblo.
—Usted no tiene la culpa de nada. Creía que André se había calmado, pero está peor.
—¿Quién es?
—Alguien con quien me trataba antes. Y que se cree con derecho a todo.
—La ha llamado George. ¿No es ese un nombre de chico?
Se puso a reír y me amenazó amablemente con el dedo.
—Lo veo venir, señor Turambo. Pero no es lo que usted cree.
Cuando llegamos, me acompañó hasta la cabaña. Los ronquidos de Salvo traspasaban las paredes y hacían vibrar las ventanas. Parecía un motor renqueante. Hasta los grillos parecían intimidados por sus mugidos gangosos, capaces de mantener a raya al más intrépido de los depredadores.
—¿Va a poder dormir con tanto jaleo, campeón?
—Lo intentaré.
—Lástima de fiesta —dijo—. Me habría gustado enseñarle algunos pasos de baile.
—Espero que haya otra oportunidad.
—La gente es estúpida.
—No toda.
—¿Cree que debimos habernos quedado?
—No habría sido una buena ocurrencia.
—Tiene usted razón. Ese idiota habría vuelto. No quería que le creara problemas.
—Me habría ido de todos modos. Tengo pánico a la policía.
Asintió con la cabeza. Cuando me disponía a abrir la puerta, se me echó al cuello y aplastó sus labios contra los míos. Cuando pude darme cuenta de lo que había ocurrido, ella ya se había marchado.
No encendió la luz de su habitación.
Al día siguiente, no apareció a la hora del desayuno.
Pensé que habría salido al encuentro del amanecer, como de costumbre, pero la yegua estaba en la cuadra.
No me atreví a preguntar a Alarcon dónde se había metido su hija. Aquel día, corrí en el vacío. No veía los senderos ni las rocas. Ni siquiera notaba mis piernas, y menos aún mis esfuerzos. Mis zancadas carecían de cadencia. Los matorrales huían delante de mí. Era una idea fija a la deriva...
Salvo, Alarcon y yo almorzamos en medio de un silencio catedralicio. El tamaño de la mesa parecía haberse triplicado. No conseguía tragar la insípida comida.
La única huella que me mantenía en este mundo era la dulce mordedura de ese beso sobre mis labios.
Irène...
Su ausencia hacía de la casona un lúgubre cercado dentro del cual no paraba de dar vueltas. Los muros no eran sino montones de piedras; el relieve, un efecto accidental, y el campo, un naufragio en gestación.
Esperé a que anocheciera. Pero siguió sin aparecer. No pegué ojo en toda la noche. La luz de la ventana de enfrente no se encendió.
Al día siguiente, apenas nos despertamos, Salvo me anunció que regresaba a Orán. Se había levantado con el pie izquierdo. Decía no saber qué pintaba en este agujero: «No me escuchas, no atiendes mis consejos ni sigues mi programa; en estas condiciones no veo para qué sirvo».
Juntó su ropa en la mochila y se fue hacia la carretera asfaltada.
Ni siquiera intenté retenerlo.
Me fui por mi cuenta a correr endiabladamente hasta la montaña. Como si huyera de mi sombra.
Estaba recuperando mi aliento en un calvero cuando oí un relincho detrás de unos árboles. Era Irène. Ató su yegua a un arbusto y se sentó a mi lado. Su camisa despedía vapor. Tenía la frente roja y en sus ojos ardía una fiera embriaguez. Recogió una rama, la retorció y luego la troceó. Su respiración sonaba con más fuerza que la brisa en el follaje. Esperé a que hablara. Ella callaba.
—¿Es por lo que ocurrió en el baile? —le pregunté para hacerla hablar.
—No diga tonterías.
—Creí que estaba enfadada por el incidente con el policía.
—Si solo fuera eso.
—¿Dónde se metió ayer?
—No salí de mi habitación.
—¿En todo el día?
—Sí.
—¿Se quedó a oscuras?
—Sí.
—¿Le pasa algo?
—En cierto modo.
Por último se volvió hacia mí y me miró directamente a los ojos.
—Me pasé el día y la noche pensando —dijo al fin.
—¿Pensando en qué?
—En este preciso instante, aquí, ahora mismo. Me preguntaba si era una buena idea o si debía abstenerme. Un ejercicio tremendamente difícil. He sopesado los pros y los contras. Al final me he dicho que quien no se arriesga no consigue nada.
Me agarró por la nuca y me atrajo hacia ella. Su boca devoró la mía. Y en ese calvero en el que los grillos acordaron acallar con sus estridores el ensordecedor repique de mi corazón, Irène se ofreció a mí entre un matorral y un árbol inclinado, bajo una lluvia de oro que el sol, ese gran señor, esparcía por el suelo. No concibo mayor estremecimiento que el que me fulminó cuando mi cuerpo se fundió con el suyo.