4
Filippi tenía órdenes estrictas. «Aunque sea atado, lo quiero aquí antes de medio día.» Filippi no quería tener problemas con el Duque. Pálido, me suplicó tartamudeando que recogiera mis cosas y me fuera con él. Parecía que le iba la vida en ello. Miré a Irène, que sonreía junto al pozo con las manos en jarra. Por compasión hacia Filippi, me pidió con un gesto de la cabeza que liara mi petate.
—Gracias, señora —farfulló—. No sabe usted el favor que me hace.
—La próxima vez no seré tan indulgente —lo previno.
Por temor a que cambiara de opinión, Filippi arrancó apenas me senté en el coche. Me di la vuelta para hacer una última señal de despedida a Irène, pero esta ya se estaba dirigiendo hacia la cuadra.
Gino me interceptó en la entrada del establecimiento de Bollocq. Mientras esperábamos a que me recibiera el Duque, me enseñó su despacho del segundo piso, con vistas al patio interior.
—Ya veo que no pierdes el tiempo —le dije.
—Al hierro candente, batir de repente —sentenció.
—¿En qué consiste tu trabajo?
—Un poco de todo. Negocio los contratos, estudio los mercados, verifico las cuentas... El Duque me está formando. Tiene proyectos para mí.
Mi Gino mejoraba con el tiempo. Cada día estaba más guapo. Le bastaba con sonreír para hacerse perdonar la peor canallada. Su pelo castaño claro empezaba a ennegrecerse por las sienes, con lo que realzaba su encanto con un toque de virilidad que contrastaba con su aspecto de querubín. Yo sabía por qué nada se le resistía, ni los suspiros de las señoritas ni la generosidad del Duque. Sentí celos de él. Gino no necesitaba sudar la camiseta: con pedir la luna era suficiente para que se la entregaran en bandeja.
Me señaló un asiento y me sirvió un vaso de limonada.
—¿Qué tal te va con Louise?
Frunció el ceño.
—¿Quién te ha venido con ese rollo?
—Te he visto darle coba.
—Nada serio por ahora —dijo, algo irritado por mi indiscreción.
Se sentó tras su mesa como hacen los jóvenes potentados. En espera de poder cruzar algún día los pies sobre la mesa, como corresponde a quienes ascienden en posición social sobre una alfombra voladora, se acomodó con cierto desapego: traje impecable, esclava colgada de la muñeca y gemelos de oro.
—¿Está el Duque al tanto de vuestro secreteo?
—¿Y a ti qué te importa?
—Ya conoces el proverbio chaui: Cuando la gallina pone, al gallo le duele el culo.
—No te preocupes por mí.
—¿Debo suponer que no lo necesitas?
—Más o menos.
—¿El Duque te ha llegado a hablar del plátano?
—¿Qué plátano?
—El que está en el patio.
—¿Por qué tendría que hablarme del plátano?
—Olvídalo —le dije, consciente de mi extravío—. ¿Cómo van los preparativos de mi combate contra Cargo?
Gino se me quedó mirando un par de segundos, desconcertado por el enigma del plátano, luego se arrellanó en su sillón acolchado:
—Lo estamos organizando en toda regla. Si ganas, el campeón de África del Norte no podrá escaquearse. No tendrá más remedio que enfrentarse a ti. Ahí pondremos toda la carne en el asador —se entusiasmó repentinamente—. Ganaremos ese título. El Duque lo quiere a toda costa. Por la ciudad y por todos nosotros. No puedes imaginarte lo que se preocupa por ti, y el dinero que se está gastando para convertirte en el rey del mundo.
—No hay felicidad completa si no es compartida.
Gino se sobresaltó, cada vez más intrigado por mis insinuaciones.
—No te entiendo. ¿Adónde quieres ir a parar?
—A ninguna parte.
—Te noto como amargado.
—Estaba a gusto en la casona.
—El Duque fue quien decidió que volvieras.
—¿Y no te parece que tengo derecho a opinar? ¿Acaso no soy el que pone la cara?
—Sí, pero yo el que suelta la pasta —rugió el Duque invadiendo el despacho de Gino.
Estaba en mangas de camisa, muy sudado por las axilas, con el ceño fruncido. Gino se cuadró ante él. El Duque le pidió con un gesto de la mano que se volviera a sentar.
—¿Crees que no estoy al corriente? —me gritó agitando el puro delante de mi nariz—. Te envié a la casona para que entrenaras, no para que te enamoriscaras de una calentorra. No tienes ninguna excusa. (Gino se secó la frente con un pañuelo). Te comportas como un niñato consentido, Turambo, y a mí no me van las medias tintas. ¿Cuándo te vas a meter en la cabeza que tienes obligaciones ineludibles? ¿Sabes dónde está ahora Marcel Cargo? En Marsella. En un campamento aislado del mundo. Preparando su combate contra ti. Ni siquiera la prensa consigue localizarlo. Se machaca día y noche. Ni veladas con copas, ni chicas ni cine.
Arrojó su puro por la ventana y volvió hacia mí con la ira aún apuntando en los labios.
—A partir de hoy, de ahora, de este mismo momento, no quiero oír hablar más de tus disparates. Vas a volver a entrenar y quiero que cada noche me traigan una jarra rebosante de sudor tuyo. También Marcel Cargo aspira al título. Para que lo sepas, Olivier, el mánager del campeón de Francia, ha declarado que no le gustaría oponer su potro a Cargo. Eso para que te hagas una idea del nivel que ha alcanzado. No consigo dormir desde que me he enterado.
El Duque me tenía preparado un programa draconiano. No tuve ni un minuto para mí durante diez días. Los entrenamientos se sucedían a un ritmo infernal. Por las mañanas corría en alguna playa. Por las tardes, en el club, empalmaba un ejercicio con otro. Por la noche, Gino y Frédéric velaban mi sueño tras encerrarme bajo llave en mi habitación. Tenía que pedirles permiso para ir al lavabo. Una vez metido en la cama, se apagaban las luces como en un cuartel. Pero nadie podía impedirme soñar con Irène en la oscuridad.
Un domingo, pretexté una urgencia familiar y tomé un autocar para Lourmel. No podía esperar más. Como Fatma acababa de dar a luz, no había nadie para ocuparse de Alarcon. Por eso esperaba encontrar a Irène en casa, y así fue.
Me pidió que me quedara a almorzar. Luego nos metimos en la cabaña e hicimos el amor.
Al día siguiente, tras los entrenamientos, me negué a ir con Gino y Frédéric al bulevar Mascara. Gino protestó y Frédéric intentó hacerme entrar en razón, pero no cedí. Necesitaba que me dejaran a mi aire. Sin Irène, la noche era un abismo mortífero. Filippi accedió a dejarme delante de la choza de Larbi, el frutero, siempre que regresara con él. Pero no tenía intención de subir hasta la casona. No quería exponerse a que lo vieran allí y acabar siendo despedido. Acepté su propuesta.
Las noches siguientes, con o sin Filippi, subía a ver a Irène, para escándalo de Gino. Pero a las seis de la mañana estaba de regreso en Orán y en forma. Entrenaba a fondo para merecerme mi deserción nocturna.
—Menudo paquete nos va a meter el Duque como se entere de esto —se lamentó Frédéric.
A mí me daba igual.
Mis noches con Irène se merecían los mayores peligros.
Gino me dijo que se iba a Bône con Frédéric y DeStefano. Para tantear el terreno. El Duque necesitaba un equipo in situ para supervisar los preparativos del combate contra Marcel Cargo. Los acompañé hasta la estación para estar seguro de que no era un engaño. Cuando salió el tren, tomé un taxi para ir a ver a Irène. Estuvimos haciendo compañía a Alarcon durante buena parte de la velada y luego lo metimos en la cama. Había una kermés en Saint-Eugène y allí fuimos los dos
La fiesta estaba en su apogeo. Familias enteras se atropellaban alrededor de las barracas, unas pescando botellas, otras disparando a dianas de cartón. Unos abueletes valentones se remangaban la camisa sobre sus decadentes bíceps para ejercitarlos con un martillo de fuerza, para regocijo de los niños. Unas siniestras echadoras de cartas acosaban a sus presas entre el gentío. Un payaso pintarrajeado hacía malabarismos rodeado por una chiquillería risueña. Todo era una fiesta y yo solo veía a Irène, esplendorosa con su falda de encaje. Destacaba entre la multitud como la estrella polar en la Vía Láctea. Llevaba una escotada blusa adornada con flores de lis, y su larga y suelta melena negra acentuaba la fineza de sus rasgos. Los jóvenes se daban la vuelta a su paso, la piropeaban con silbidos, y la complacida Irène se moría de risa. Una cuadrilla de zuavos achispados se puso a gravitar a nuestro alrededor. Les dije un par de palabras en árabe y nos dejaron tranquilos de inmediato. Disparé sobre conejos sin alcanzar uno solo, seguramente debido a mi estado febril. Me sentía tan feliz y orgulloso cuando ella me pasaba el brazo por la cintura. Nunca olvidaría aquella noche. Los banderines, los farolillos y las estrellas del cielo brillaban solo para nosotros. Recuperé un universo perdido, sentimientos sin duda reciclados pero muy intensos. Con Irène a mi lado, éramos el mundo en marcha. Ella se maravillaba por todo, aclamaba a los saltimbanquis, se quedaba igual de feliz cuando perdía en alguna apuesta, soltaba una carcajada cuando era yo el que perdía. Todo era mágico. Comimos algo en un chiringuito, de pie entre la gente, mordisqueando nuestros bocadillos calientes; nos perseguimos sobre caballos de madera en un tiovivo atestado de chiquillos. No creo haberme reído tanto en mi vida. Reía por nada, sin motivo, solo porque Irène lo hacía. En la pista donde los coches de choque se embestían sin piedad, unos padres animaban a sus hijos a dar más caña. Irène se apuntó. No había mujeres en la pista, pero a mí me daba igual. Por nada del mundo le habría negado una locura. Había una larga cola delante de la taquilla. Esperamos nuestro turno, apretujados entre soldados que, achispados, se pegaban a las chicas para toquetearlas. Una mano intentó profanar la falda de Irène. Esgrimí mi puño y el golfo se batió en retirada. Nos subimos a los coches y fuimos a por los demás. Las colisiones provocaban que nos levantáramos de nuestros asientos, espesaban nuestras risas. Irène se divertía como una colegiala. La luz cruda de las bombillas le inundaba el rostro. Ella era feliz, me bastaba con mirarla para sentirme colmado como jamás había soñado poder estarlo.
Embriagados de nosotros mismos, nos fuimos de Saint-Eugène hacia medianoche, alborozados y sin aliento, pero encantados.
Era tarde. No había autocar para Lourmel ni tampoco taxis.
—Voy a tener que aprender a conducir —dije—. Así, cuando me compre un coche, no tendremos que estar pendientes de la hora.
En realidad, ni siquiera había buscado un taxi. Esperaba así obligar a Irène a pasar la noche conmigo en el bulevar Mascara. Para mi felicidad, no puso pegas.
—¿Es tu casa? —me preguntó al entrar en el apartamento.
—Es de mi amigo Gino. El está en Bône.
—Ya veo —comentó mirándome con picardía—. ¿Podrías prepararme un baño?
—Ahora mismo. Voy a calentar el agua.
Cuando acabó de bañarse, le traje una gran toalla de playa. Estaba de pie dentro de la cubeta, desnuda, con el pelo pegado a la cara. Me temblaba la mano al secarle la espalda.
—Tienes una mancha en la nalga —le dije.
—Es de nacimiento.
—Parece un fruto rojo.
—Es una fresa.
Salió de la cubeta, me quitó la toalla y la dejó caer al suelo; me tomó de la mano, me tumbó sobre la cama y me cubrió con su cuerpo.
Amaneció. No habíamos pegado ojo. Queríamos saciarnos de cada instante, adueñarnos de la noche. Éramos soberanos en aquella habitación demasiado pequeña para nuestras efusiones; no teníamos por qué apresurarnos ni amarnos a hurtadillas. Era la primera vez en mi vida que hacía el amor sin presiones ni preocupaciones, sin que una sirvienta llamara a la puerta o un cliente se impacientara en el pasillo.
Deseaba que el día se olvidara de nosotros, que los minutos se reinventaran para que el tiempo «se tomara su tiempo». Pero este no se deja domesticar. Estaba amaneciendo y había que reservar algo de ensueño para más adelante.
—El martes viajo a Bône —dije algo desolado.
—¿Para qué?
—Para mi combate contra Marcel Cargo.
—Ah...
—Es un combate muy importante.
—Para mí, no hay diferencia entre un combate de boxeo y una pelea de gallos.
—Es mi oficio.
—Hay otros donde elegir.
Me pasó un dedo por los labios, con suavidad, dulcemente.
—¿Cuál es tu verdadero nombre?
—Amayas.
—¿Qué significa?
—Creo que guepardo, o algo parecido.
—Amayas... Suena bien. Parece un nombre de chica. En cualquier caso, suena mejor que Turambo.
—Puede ser, pero no tiene historia. Turambo remite a mi vida.
—¿Me la contarás algún día?
—Todas las veces que quieras.
Se aupó sobre un codo para mirarme desde arriba, se me quedó contemplando con una sonrisa y se acurrucó en mi pecho.
—¿Me quieres?
—Sí.
—Entonces dímelo... Dime que me quieres.
—¿Acaso lo dudas?
—Quiero oírtelo decir. Es importante para una mujer, más que una pelea de gallos.
—Estoy loco por ti.
—Dime «te-quie-ro».
—En nuestras tribus esas cosas no se dicen.
—El amor no es una cosa.
—Nunca lo he oído decir entre nosotros.
—No estás entre los tuyos, sino conmigo. Anda, que estoy esperando...
Cerró los ojos y tendió el oído. Unas gotitas de sudor relucían sobre su sedosa piel. Su olor me embriagaba. Sentí ganas de poseerla otra vez y permanecer así para siempre.
—¿Te has tragado la lengua?
—Irène...
—¿Sí? —me animó.
—Por favor...
—En modo alguno. O me lo dices o nunca más te creeré.
Me volví hacia la pared. Me agarró por la barbilla y, con los ojos cerrados, me obligó a mirarla.
—Es por aquí, joven.
Respiré hondo.
—Yo...
—¿Yo...?
—Te quiero —solté de una vez.
—¿Ves lo fácil que es?
Abrió los ojos y me sumergí en ellos.
Estuvimos haciendo el amor hasta el mediodía.
Una hora antes del combate contra Marcel Cargo, un corte de electricidad sumió a la asistencia en una alarma indescriptible. Ya se hablaba de sabotaje y de aplazamiento del combate. La policía reforzó su dispositivo para impedir que se colaran intrusos en la sala y que se fueran los de dentro. Aquel inoportuno estado febril se propagó por los vestuarios, alumbrados con linternas de mano. Como el equipo de técnicos tardaba en reparar la avería, trajeron unos camiones para que enfocaran con sus luces las ventanas del recinto y así se tranquilizó un poco a la gente que no soportaba la oscuridad. Frédéric no paraba de ir en busca de noticias, pero no había novedades. Aquello se estaba convirtiendo en una pesadilla. Yo intentaba permanecer sereno, pero la angustia de DeStefano era contagiosa. Sin parar de moverse, maldecía a los organizadores y embroncaba sin motivo a Salvo. Mouss, el negro hercúleo, acudió a visitarnos. «Sólo es un corte de luz —nos anunció—. Parece que ocurre a menudo en Bône. Todo se arreglará de aquí a un rato. Yo creo que se trata de una estrategia para desconcentrar al adversario. La gente de Bône tiene fama de chovinista. Son capaces de todo con tal de desconcertar a los campeones foráneos.» Me dio unos cuantos consejos, insistió en que conservara la calma y dijo que volvía a su asiento para que no se lo quitaran.
Cuando regresó la luz, se oyó un clamor de alivio. Desde los vestuarios oíamos a la gente que se interpelaba, ruidos de las sillas desplazadas; la vuelta a la normalidad nos relajó y DeStefano por fin pudo sentarse y ponerse a rezar.
La sala estaba abarrotada y envuelta en humo. Tuvimos que abrirnos paso a codazos hasta el cuadrilátero. La aparición de Marcel Cargo desató las pasiones. Era un grandullón tan blanco que parecía que lo habían enharinado, de cabeza casi rapada y mirada impenetrable. Era más bien apuesto, pese a su nariz partida y sus labios gruesos. Pesaba algo menos que yo, pero tenía un cuerpo musculoso y brazos largos. Se arrojó sobre mí antes de que el gong hubiera dejado de vibrar. Resultaba evidente que se había preparado a conciencia. Rápido y preciso, esquivaba mis golpes devolviéndolos a la vez con una exactitud milimétrica. Se desplazaba con soltura, me mantenía a distancia con su temible brazo, se libraba de mis trampas con una elegancia que encantaba a la asistencia. Durante los tres primeros asaltos, Marcel fue ganando por puntos. No conseguía colocarle un buen gancho. El de Bône era una anguila. Por mucho que intentaba arrinconarlo, se las arreglaba para repelerme y escurrirse hasta el centro del cuadrilátero con un magnífico juego de piernas y su perentoria diestra. En el cuarto asalto me partió una ceja. El árbitro comprobó mi herida y reanudó el combate. Se me hinchó el ojo; solo veía a medias pero conservaba todas mis facultades. Esperaba una oportunidad para soltarle mi gancho de izquierda. Marcel tenía una agilidad y una técnica estupendas, pero yo sabía que podía con él. En el quinto asalto cometió un error fatal haciéndome besar la lona por segunda vez. El árbitro empezó a contar. Fingí estar grogui y Marcel mordió el anzuelo. Arremetió contra mí con todas sus ganas para rematarme, pero descuidó su guardia y mi puño izquierdo lo fulminó. Marcel Cargo giró sobre sí mismo con los brazos caídos y la cabeza ladeada. No necesité darle el golpe de gracia: ya estaba fuera de combate antes de caer. Un silencio de muerte petrificó la sala. El público permaneció sentado, igual de tocado que mi adversario. Solo se oían los gritos de su mánager, que pedía a su potro que se levantara, pero este no se movía. Tumbado boca arriba con el protector bucal medio salido, estaba KO. Cuando el árbitro acabó de contar, pidió a los enfermeros que subieran al cuadrilátero. Estos no conseguían despertar a Marcel. La gente se fue amontonando en el cuadrilátero. El árbitro se olió que la situación podía ponerse fea, por lo que franqueó discretamente las cuerdas y se perdió entre el gentío. De pronto, el mánager fue hacia mí dando voces: «Quiero ver lo que tiene en su guante... ¡Quiero ver lo que tiene en su guante! Nadie ha noqueado a Marcel de ese modo... No puede ser... Ese moro asqueroso se ha metido algo en el guante». Salvo repelió a un agresor, recibió un puñetazo, lo devolvió y se armó el follón. La pelea se extendió como un reguero de pólvora por la sala hasta enfrentar a cristianos contra musulmanes a sillazos y a puñetazo limpio, entre insultos y amenazas de muerte. Llegó la policía, que evacuó primero a las autoridades y demás dignatarios antes de arremeter contra unos y otros. Fue un espectáculo delirante, demencial. Los aullidos y silbatos competían con el estruendo de las sillas al estrellarse. Cortaron la luz y todo el mundo se precipitó caóticamente hacia las salidas de emergencia.
Salimos de Bône aquella misma noche por temor a una agresión en el hotel. Nos metimos ocho en el coche de un tendero árabe que, conmovido por nuestro desamparo, se ofreció a sacarnos de la ciudad. Nos llevó hasta una estación perdida, a unos sesenta kilómetros de la ciudad. Tomamos el primer tren con destino a Argel y, desde allí, otro para Orán, donde nos esperaba una delegación con flores y banderines. Toda la ciudad sabía que había vencido a Marcel Cargo. L’Écho d’Oran le dedicaba tres páginas enteras. Hasta Le Petit Oranais se apuntó a la fiesta, alabando por una vez las proezas de un «hijo de la ciudad».
El Duque organizó una fiesta por todo lo alto en el casino Bastrana. Los invitados fueron seleccionados cuidadosamente. Altos funcionarios, oficiales uniformados, influyentes hombres de negocios y cargos electos que parloteaban en medio de un zumbido difuso. Los Bollocq recibían felicitaciones y reverencias en la entrada del casino. Todos los invitados querían saludarlos. El Duque se prestaba al juego con una solemnidad de monarca. Le encantaba sentirse en el ojo del huracán. No era yo el héroe, sino él. No me gustaba que me exhibiera como un trofeo para luego escamotearme y destacar él. ¿Qué era yo para él? ¿Un engañabobos, un juego de manos, un polichinela sin secretos? En realidad, atrapado como estaba entre su sombra y la mía, nadie parecía interesarse por mí.
El Bastrana estaba hasta los topes. Una orquesta tocaba música ligera. Gino daba coba a Louise, así como todos los caprichos. DeStefano había desaparecido. No sabía dónde ubicarme ni con quién conversar un rato. Mi traje, demasiado rígido, me tenía agobiado, casi tanto como los invitados achispados con los que me cruzaba. De cuando en cuando, un desconocido me presentaba a otro desconocido, que gorjeaba: «¡Fíjate, él es el campeón!», tras lo cual se largaban a cortejar a algún potentado, ya que este tipo de encuentros era, ante todo, una oportunidad para relacionarse y actualizar la libreta de direcciones.
No me gustaban las mundanalidades. Me aburrían soberanamente. Siempre los mismos simulacros de camaradería, las mismas risas forzadas y la misma verborrea solapadamente mordaz. En esas prestigiosas reuniones, para esas damas arrulladoras y esos distinguidos señores yo solo era un gallo de pelea que suscitaba más curiosidad que admiración. Algunos se limitaban a felicitarme de lejos para no tener que darme la mano. No pintaba nada allí, me sentía exiliado. No era mi mundo. Odiaba a ese atajo de advenedizos, de esnobs de remplazo y de prevaricadores inspirados. Esa gente me caía mal. Solo pensaban en ganar: ganar terreno, ganar tiempo, salir ganando. Arribistas, industriales, rentistas o filibusteros convalecientes: todos estaban cortados por el mismo patrón, siempre pendientes de aumentar sus beneficios y de subir peldaños. Carecían de la menor generosidad, como esos rostros bellos que nunca sonríen. Su lema era: Tanto tienes, tanto vales. Y si estás tieso, no hay más cuentas que echar. Nada que ver con Medina Jdida, Eckmühl, el Derb, Saint-Eugène, Lamur o Sidi Lahouari, donde el buen humor se lo ponía complicado a la adversidad. Contábamos con nuestros vacilones y nuestros forzudos, nuestros reyezuelos y nuestros dignatarios, pero estos tenían alma y, a veces, hasta comedimiento. En nuestros barrios pobres la afectación era una frivolidad amistosa, pero la flor y nata de la ciudad la había convertido en una segunda naturaleza. Yo sabía que el mundo era así, que había familias adineradas y otras paupérrimas, y que esa situación debía de tener una moral y un sentido. Pero con esos energúmenos de cuello blanco que, por lo anodino que yo les resultaba, me pisaban sin excusarse, no me era posible que me reconocieran un mínimo mérito. Para ellos, solo era la gallina de los huevos de oro que se metería por sí sola en la cacerola cuando dejara de ponerlos.
Salí a tomar el aire.
No conozco crueldad más grosera que la de ser un ídolo sin interés.
Fuera, en la avenida, había una fila enorme de coches. Los chóferes oficiales charlaban por grupos chupeteando sus cigarrillos; otros dormitaban tras su volante.
Pedí a Filippi que me llevara al bulevar Mascara.
—Estoy esperando a Gino —me contestó.
—Él se lo está pasando bomba. Tiene para rato.
—Lo siento. Son las instrucciones.
Tomé el tranvía hasta la Plaza de Armas y seguí a pie por la calle Général-Cérez. Estaba indignado.
Alarcon sabía lo que yo sentía por su hija. Iba casi a diario a la casona. A veces me quedaba a dormir. Irène parecía feliz conmigo. Nos gustaba pasear por los bosques y hacer la compra juntos. En Lourmel ya se habían acostumbrado a vernos juntos. Al principio, algunos comentarios displicentes nos chafaron la fiesta pero, en vista de la capacidad de réplica de Irène, acabaron ignorándonos.
Estaba aprendiendo a conducir para comprarme un coche. Quería llevar a Irène lejos, muy lejos, donde nadie interfiriera nuestro idilio. Estar a su lado era una pura delicia y me volvía irascible cuando me tocaba regresar a Orán.
Sentía ganas de mandarlo todo a paseo.
En el club, mi susceptibilidad convertía el menor reproche en un drama. No toleraba que se me hiciera una observación. Gino ya ni se atrevía a aleccionarme. Él no tenía por qué disimular con Louise. Él sí tenía derecho a estar enamorado. ¿Por qué yo no? DeStefano me daba más cuartel, pero sus zalamerías me sacaban de quicio.
No recobraba la serenidad hasta llegar a la casona.
Un domingo, en una playa desierta, mientras Irène se mojaba las piernas entre las olas con la falda levantada por encima de las rodillas, me puse a dibujar formas geométricas con un trozo de madera.
—¿Qué escribes? —me gritó con el pelo revuelto por la brisa de mediodía.
—Dibujo.
—¿Qué dibujas?
—Tu rostro, tus ojos, tu boca, tus hombros, tu pecho, tus caderas, tus piernas...
—¿Me dejas ver?
—No. Me vas a desconcentrar.
Salió del agua, divertida y curiosa, y se agachó para ver mi garabato infantil.
—¿Yo me parezco a esto?
—Es solo un esbozo.
—No sabía que tenía las piernas tan flacas, ni una calabaza por cabeza, ¡y mis caderas, por Dios! ¡Qué horror!... ¿Cómo has podido enamoriscarte de una tía tan fea?
—El corazón no hace preguntas, sino que arremete.
La abracé.
—Solo soy feliz contigo.
Se abandonó a mi abrazo y deslizó con ternura sus dedos por mi cara.
—Te quiero, Amayas.
Una ola más atrevida que las demás nos remojó los tobillos y borró mi dibujo.
Irène me besó en la boca.
—Quiero compartir mi vida contigo —le dije.
Se sobresaltó. Recé con todas mis fuerzas para que no soltara una carcajada. Pero no rio. Se me quedó mirando en silencio, con sus labios rozando los míos, su cuerpo trémulo aún pegado al mío.
—¿Me lo dices en serio?
—Muy en serio.
Se apartó, caminó hasta una roca. Nos sentamos juntos. Unos cangrejitos verdosos jugaban al escondite entre nuestros pies, medio ocultos entre el musgo. El horizonte estaba neblinoso. Las piadas de las gaviotas rebotaban sobre el arrecife, incisivas como cuchillas.
—Me pillas desprevenida, Amayas.
—Llevamos meses juntos. Cuando pienso en el futuro, no me lo imagino sin ti.
Sus ojos corrieron a interrogar el mar antes de seguir poniéndome a prueba.
—Por favor, soy mayor que tú.
—Para mí no tienes edad.
—No estoy de acuerdo.
—Te quiero, eso es lo que cuenta. Quiero casarme contigo.
El chapoteo de la resaca se amplificó.
—Esas decisiones no se toman a la ligera —me dijo.
—Llevo muchas semanas dándole vueltas y no tengo la menor duda. Es a ti a quien quiero.
Me puso una mano en la boca para interrumpirme.
—Calla y escuchemos el rumor del mar.
—No nos dirá nada que no sepamos.
—¿Y qué es lo que sabemos, Amayas?
—Lo que queremos con todas nuestras fuerzas.
—¿Qué sabes tú de mis fuerzas?
Su voz era dulce y templada. Mi corazón latía con ímpetu. Temía un rechazo o que me desairara como había hecho Aïda. Irène meditaba con cara de tristeza. Le cogí las manos, no las retiró.
—Me gustaría fundar una familia —me confesó—. Pero no a cualquier precio.
—Tu precio será el mío.
Me echó una mirada dubitativa.
—Soy una chica de campo, Amayas. Me gustan las cosas sencillas. Tener un marido sencillo, una vida sencilla, sin aspavientos ni clamores.
—¿Y crees que no soy capaz de ofrecerte eso?
—No creo que lo seas. Una esposa no se comparte con la multitud.
Quise protestar, pero me tapó la boca con la mano antes de besarme.
—No compliquemos las cosas —me susurró—. Vivamos el presente y dejemos que el futuro tenga la última palabra.
No me sentí decepcionado. Irène no me había dicho que no.
Un joven carretero nos llevó hasta la pista transitable. Sentados con los pies colgados de la parte trasera y las manos agarradas al bordillo de la carreta, nos quedamos viendo como el oleaje hacía espuma en la orilla. Irène no abría la boca. Cuando me pillaba observándola, encogía los hombros.
Esperamos callados el autobús bajo un árbol.
Por la noche, después de la cena, ayudamos a Alarcon a acostarse y fuimos a airearnos un poco por los alrededores. El otoño es aquí una temporada aguafiestas. Cuando acaba el verano, las cigarras enfundan sus violines y las caras se ensombrecen. Somos un pueblo solar, un simple rasguño en el cielo nos desfigura el semblante. Cuando hace bueno, tenemos las ideas claras y cualquier cosa nos entusiasma. En cambio, basta con que una nube se deslice bajo nuestro sol para que su sombra nos oscurezca el alma. A Irène la estaba afectando el frío, de eso estaba seguro. Nos instalamos sobre el brocal del pozo para contemplar el campo. Sobre la llanura envuelta en misterio se estremecían las luces del pueblo como luciérnagas moribundas. Irène tiritaba bajo su chal con los puños en su regazo. No había vuelto a hablar desde la playa. Yo padecía su mutismo como una mutilación. ¿Me había expresado con torpeza? ¿La había violentado? No parecía guardarme rencor, pero no acababa de entender su melancolía.
—No —dijo adivinando que le iba a coger la mano—, déjame tranquila.
—¿Acaso te he ofendido?
—Me has desconcertado.
—Seré un buen marido.
—No podrás. Soy hija de boxeador y sé lo que es la vida familiar de esta gente. No tiene la menor gracia.
—Sé de algunos que...
—Por favor —me cortó—, no sabes nada...
—No voy a ser boxeador toda la vida.
—Puede..., pero seré demasiado vieja para ti cuando lo dejes. Y tú estarás demasiado malogrado como para volver a empezar.
Empezó a lloviznar. El viento sopló con más fuerza, frío, casi gélido. Una nube gruesa pasó bajo la luna y pareció tragársela.
—No me gusta depender de lo que se me escapa —suspiró—. Quiero controlar mi matrimonio, ¿me entiendes? No tener que atormentarme porque mi marido se está jugando la vida a cara o cruz sobre un cuadrilátero... Me encanta esta colina. Un día plantaré viñas para verlas felizmente crecer. El relente marino me dará una buena uva que cogeré con mis manos. También dispondré de unas cuantas vacas, así no tendré que volver a escuchar el horrendo ruido de la moto del lechero. Con un poco de suerte, contaré con tres o cuatro caballos. Me pasaré el día viéndolos pacer y encabritarse en el campo. Ese es mi sueño, Amayas. Así de sencillo.
Se levantó, entró en la casa y subió a su habitación no iluminada. No me pidió que la siguiera. No acudió a la cabaña como las noches anteriores. La estuve esperando y, como no soportaba estar solo en mi refugio, preferí salir de la propiedad. Ya no había autocares para Orán a esa hora, pero necesitaba tomar el aire.
Dormí en la choza de Larbi el frutero.