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La calle Wagram resonaba con los berridos de la chiquillería que jugaba al fútbol con una pelota de trapo. Era la una de la tarde y el calor apretaba con ganas. El club de DeStefano se hallaba en un sótano, mirando hacia la Puerta del Barranco, y en su puerta se leían cuatro números, 1847, fecha de la construcción del edificio. Era un bloque enorme, feo y agrietado, que había empezado siendo un acaballadero antes de convertirse en majzén hacia finales del siglo pasado. Amenazado por un deslizamiento del terreno, los militares lo evacuaron, lo cerraron a cal y canto y lo abandonaron a las ratas hasta que fue recuperado en 1910 por aficionados al boxeo. La zona apestaba a excremento de caballo y a alcantarilla.
Un vendedor de barquillos dormitaba, asado de calor, a la sombra de una cesta con forma de tambor africano. Frente a él había dos críos hambrientos y vestidos con arpillera apolillada, sentados con la mirada tan vacía como su vientre, como dos cachorros pendientes de un terrón de azúcar. Muy cerca, un ama de casa arrojaba agua sucia ante la puerta de su casa, con sus trapajos alzados por encima de las rodillas. Más abajo, una pandilla de chavales amargaba la vida a un gato callejero bajo la mirada impasible, aunque divertida, de un viejo borracho.
El barquillero despertó al oírme llegar y se puso de inmediato a la defensiva. Le hice una señal con la mano para tranquilizarlo.
La puerta del club estaba abierta y daba a una sala de gimnasia desoladora. Unos haces de luz que salían de los agujeros del techo y de las ventanas sin persianas rebotaban en el mugriento enlosado. A la derecha de la puerta había una pequeña mesa con restos de comida y un vaso sucio al lado de una botella de anís La Paloma llena de agua. A la izquierda, sobre las paredes, unos abombados carteles de boxeadores. Un estrado destartalado sostenía a duras penas un ring de cuerdas flojas. Detrás colgaba de un gancho un saco de entrenamiento medio fofo. Al fondo se adivinaba, entre sombras, una cabina. Se oía hablar a dos hombres, uno enfadado y el otro conciliador.
Aquel lugar no me gustó nada. Olía a moho y a degradación.
Justo cuando me iba, un tipo alto y flaco salió del váter dando saltitos con su pierna de palo.
—¿A quién andas buscando? —me preguntó deteniéndose ante la mesa.
—A DeStefano.
—Está ocupado. ¿De qué se trata?
—Me pidió que pasara a verlo.
—¿Seguro que te lo pidió DeStefano y no otro?
No contesté. Es propio de porteros conferirse una autoridad que los supera y de la que abusan sin parar.
Me señaló una banqueta.
—No has elegido un buen momento, chaval. A esta hora comemos o estamos echando la siesta.
Se dejó caer sobre su silla y dio un mordisco a su bocadillo.
Los dos hombres de la cabina seguían discutiendo.
—¿Por qué me trata de mona? —preguntó uno con enfado—. ¿Acaso me ha visto en lo alto de un árbol?
Reconocí la voz de DeStefano cuando dijo:
—Ya sabes cómo son los del Petit Oranais. No son periodistas sino unos chalados, y para colmo racistas. Odian a los metecos. Y también son unos envidiosos.
—¿Tú crees que es porque están celosos, y no porque soy portugués?
—Por supuesto. Así es la gente: por un lado están los que se convierten en leyenda y por otro los que arman jaleo porque no sirven para otra cosa.
El portero se acabó su bocadillo, bebió un buen trago de agua, tras lo cual soltó un estentóreo eructo, se limpió la boca con el revés de la mano y me dijo bajando la voz:
—Rodrigo está tocado del ala. No se ha subido nunca a un ring. Se ha inventado un personaje de campeón y está convencido de serlo. Cuando le da un subidón viene aquí a dar la matraca. Va contando por todas partes que la prensa le tiene manía, que ya está harto, etcétera; DeStefano le sigue el rollo y se divierte levantándole la moral.
Asentí por cortesía.
—Para mí, hasta le viene bien a DeStefano —prosiguió el portero—. Se hace a la idea de que está animando a un auténtico campeón y así se siente importante. Antes, DeStefano era un boss de verdad. Entrenaba a un montón de potros. Pero la cosa se fue aflojando y le entró la nostalgia. Por eso aguanta a Rodrigo, para seguir en la brecha hasta que vuelvan los buenos tiempos...
La puerta de la cabina se abrió y de ella salió un energúmeno algo desgarbado y de ojos claros. Vestía un jersey Jacquard destrozado y un pantalón arrugado. Cruzó la sala sacando pecho, saludó de pasada a la foto de un campeón y se alejó por la calle sin fijarse en nosotros.
DeStefano me saludó con los brazos abiertos.
—Por fin te has decidido...
En la calle, Rodrigo se puso a proferir amenazas.
—Es Rodrigo —me dijo DeStefano—. Un antiguo campeón. —El larguirucho lo negó con la mano a las espaldas—. Bueno, ¿a qué se debe tu visita, Turambo?
—Me pediste que pasara y aquí me tienes.
—¡Bravo! Te prometo que no te arrepentirás.
—No veo a nadie aquí.
—Todavía no es la hora. La mayoría de nuestros boxeadores trabajan para llegar a fin de mes. Pero de noche esto es una fiesta, te lo garantizo. —Se dirigió al portero—: ¿Entregaste el paquete, Tobias?
—Todavía no. No hay nadie aquí para vigilar.
—Pues ve ahora. Ya sabes cómo es Toni. No le gusta que lo hagan esperar. Llévate a Turambo contigo. Así, cuando vuelva, habrá ya unos cuantos potros en el cuadrilátero. Y dile al panadero que me traiga un bocata. Tomo el relevo, pero haz el favor de no perderte por ahí.
Tobias se dispuso a recoger la mesa. DeStefano le dijo que lo haría él y le señaló el paquete que estaba en un rincón.
—¿Puedes cogerlo por mí? —me pidió el portero—. No es que pese, pero con mi prótesis...
—No hay problema —le dije recogiendo el paquete.
Tobias caminaba rápidamente, golpeando con fuerza su pierna ortopédica y dando tumbos.
—¿Perdiste la pierna en un accidente?
—En un jardín —contestó con ironía—. Pisé una semilla que se me clavó en la planta del pie y, a la mañana siguiente, tenía una pata de palo en vez de pierna.
Caminamos calladamente a lo largo de varias manzanas. Tobias era muy conocido. Lo saludaban por todas partes. Soltaba pullas a unos, bromas a otros, y echaba la cabeza hacia atrás con una risa chillona. Era un hombre apuesto, muy limpio bajo su ropa vieja. De no ser por su invalidez, podía haber pasado por comisionista o por cartero.
—Me dejé la pata en un campo de batalla, en Verdún —me dijo de repente.
—¿Has hecho la guerra?
—Como millones de cretinos.
—¿Cómo es la guerra?
Se limpió la frente con el antebrazo y me rogó que hiciéramos una pausa porque la prótesis estaba empezando a dolerle. Se sentó sobre un murete para recobrar el aliento.
—¿Quieres saber cómo es la guerra?
—Sí —le dije con la esperanza de saber algo más sobre lo que le pudo ocurrir a mi padre.
—No se puede comparar con nada. La guerra no se parece a nada. Es un compendio de pesadillas, pero ninguna la resume por sí sola. Estás a la vez en el matadero, en una arena llena de fieras, en el museo de los horrores, en el cagadero, en el infierno, y lo peor es que parece que no va a acabar nunca.
—¿Tienes hijos?
—Tenía dos. No sé dónde están. Su madre se largó mientras yo estaba en el degolladero.
—¿No intentaste dar con ellos?
—Estoy demasiado cansado.
—Yo tenía un familiar que era muy buena gente. Tras regresar de la guerra, abandonó a los suyos. Se largó una noche dejándolos plantados en el lodo.
—Sí, ese tipo de reacción resulta frecuente. La guerra es una excursión la mar de curiosa. Vas a ella desfilando al toque de clarín y regresas hecho un fantasma, con la cabeza llena de ruidos y sin saber qué hacer de tu puta vida.
Me señaló un monumento que había detrás de nosotros y una estatua ecuestre situada en una placeta de la esquina de la calle.
—Todas esas estelas nos hablan de la locura de los hombres. Cuando las cubrimos de flores en fechas conmemorativas, en realidad no hacemos sino taparnos la cara y mentirnos. No honramos a los muertos, más bien los molestamos. Mira la estatua del general, allá. ¿Qué nos cuenta? Pues lo único que cuenta es que, por mucho que uno se rebele, que queme ciudades y campos, masacre a gente cantando victoria y haga girar su molino con las lágrimas de las viudas, a lo más que llegan los héroes es a acabar sobre zócalos para que las palomas se caguen encima.
Se remangó el pantalón para ajustarse la prótesis. Una arruga le surcó la frente.
—Sigo sin entender cómo cada generación cae en la trampa. Por lo que parece, la patria es más importante que la familia. Pero yo no estoy de acuerdo. Ya puedes tener todas las patrias que quieras; si no tienes familia, no eres nadie.
Se bajó el pantalón con brusquedad. La arruga se ahondó en su frente.
—¿A que es asombroso? Vives tan tranquilamente, cuidas de tu jardín, ahorras un poco y vas haciendo proyectos tan sencillos como una brizna de paja. Educas a tus hijos, convencido de que todo seguirá igual hasta que la muerte os separe, y, de repente, unos ilustres desconocidos con los que nunca te has cruzado deciden sobre tu destino. Te confiscan los sueños y te embarcan en sus delirios. Eso es la guerra. Ignoras por qué se ha declarado, pero caes en ella como un pelo en la sopa. Cuando te das cuenta, ya pasó la tormenta. Y cuando vuelve la luz, ya no recuerdas lo que había antes.
Se irguió con esfuerzo.
—La guerra es una epopeya para memos que creen que merece la pena morir por una medalla. Yo no era el rey del mundo, pero tampoco me quejaba. Era ferroviario, tenía un hogar y también ilusiones. Pero me dio la ventolera y lo dejé todo para enarbolar la bandera y marcar el paso al compás de los tambores. Obviamente, desbaraté el curso de mi vida. No guardo rencor a nadie. Esto es lo que hay y pare usted de contar. De haberlo sabido, me habría taponado las orejas con cera para no oír las trompetas ni las órdenes ni los cañones... No hay nada como la vida, chico. Ni la gloria ni las páginas de la historia ni ningún campo de honor valen lo que el lecho conyugal.
Cuando regresamos, el club se había animado. Unos cuantos jóvenes con calzón corto hacían ejercicios de musculación. DeStefano hablaba con un chico achaparrado, del que se despidió cuando nos vio. Preguntó a Tobias si Toni había protestado. Este le confesó que estaba bastante cabreado, pero que el malentendido había quedado aclarado. DeStefano masculló un par de palabras y luego se ocupó de mí.
—Sube al ring —me dijo.
—No tengo equipo, ni tampoco guantes.
—No pasa nada. Sube tal como estás, sin descalzarte.
Obedecí. El muchacho achaparrado subió detrás de mí. Se puso unas zapatillas de deporte y luego unos guantes. Se me plantó delante, hizo crujir su cuello y retrocedió dos pasos. Esperé a que me diera alguna que otra indicación. No la hubo. Me golpeó varias veces la cara sin previo aviso. Yo no sabía qué hacer, si responder o aguantar el chaparrón. Mi adversario me trabajó el cuerpo. Era como si un pistón me estuviera machacando los costados. El suelo se abrió bajo mis pies. El chico siguió dando saltitos mientras yo seguía besando la lona.
—Levántate —me gritó DeStefano—, y defiéndete.
Apenas me puse en pie, tuve que atrincherarme tras mis brazos para contener la frenética embestida de mi adversario. Mis escasas respuestas se perdían en el vacío. El chico era ágil, no había manera de alcanzarlo, esquivaba mis puñetazos, me empujaba hacia atrás cuando intentaba acercarme a él, amagaba, movía la cabeza sin parar.
Volví a besar la lona.
DeStefano ordenó al chico que lo dejara y me pidió que bajara del cuadrilátero.
—Ahora ya sabes que el boxeo no tiene nada que ver con las peleas callejeras —me dijo—. A ras de tierra solo eres una persona, pero a la vez no eres nadie. Sobre el ring se te exige que seas un dios. El boxeo es una ciencia, un arte y una ambición... Espero que recuerdes este día, hijo. Así apreciarás mejor tu recorrido el día de tu consagración. Es todo un programa y vas a tener que seguirlo al dedillo. Cómprate un petate, un short, una camiseta y unas deportivas. La casa te regala un par de guantes. Tobias te enseñará la parrilla de las sesiones de entrenamiento. A partir de mañana, quiero verte aquí a diario.
—Tengo que encontrar un trabajo.
—Ya verás la parrilla. Hay tres horarios, elegirás el que más te convenga. Aquí curran todos. No hay más remedio que meterse algo por la boca antes de partírsela a los demás.
Durante las primeras semanas no me permitieron subir al cuadrilátero. Ese era, según DeStefano, un privilegio que tenía que merecerme. Empezó por someterme a pruebas de «desintoxicación» y de resistencia: tenía que subir y bajar corriendo los repechos del Barranco, galopar hasta la pineda de los Plantadores, escalar las laderas del Murdjadjo agarrándome a los arbustos, escuchar mi cuerpo, sacarle un máximo rendimiento, disciplinar mi respiración, acompasar mis pasos en terrenos accidentados y marcarme un buen sprint al final de cada recorrido. Regresaba a casa a gatas, con la lengua fuera y la garganta echando fuego. Mekki, que no entendía por qué me daba esas palizas, intentó saber de qué iba, temiendo que me estuviese metiendo en algún lío. Como no podía contarle que había optado por el boxeo, siempre acabábamos discutiendo, hasta que Gino, para poner término a mis broncas, me dijo que me fuera a vivir a su casa, y no me lo pensé dos veces.
Me sentía mucho más a gusto en el bulevar Mascara. Como no tenía que rendir cuentas a nadie, me entregué de lleno a mi nueva vocación.
Los domingos, Gino me acompañaba al club y allí nos juntábamos con Filippi, el mecánico que había trabajado con nosotros en el garaje de Bébert. En sus ratos libres y durante sus permisos, Filippi iba allí para mantenerse en forma. Había boxeado con escaso éxito de joven y seguía frecuentando el club para cuidar su atlético cuerpo. Era entusiasta y valentón, y sabía motivarme. Entrenábamos los tres juntos por colinas y senderos. Gino solía rendirse a mitad del recorrido, incapaz de mantener el ritmo que nos imponíamos, pero Filippi me daba una caña tremenda pese a su edad.
En la casa del bulevar Mascara, Gino y yo nos habíamos fabricado con barras de hierro y bidones rellenos de cemento unos artilugios para desarrollar la musculatura; estábamos orgullosos de nuestros pectorales, que exhibíamos ante las chicas que tendían la ropa en las terrazas vecinas.
El deporte resultó ser una terapia excelente para ambos. Mi amigo estaba de luto por su madre y yo por mi amor perdido... ¡Qué guapa era Nora! Menuda, graciosa y frágil como una amapola, cuando sonreía devolvía todo su lustre a las promesas. Para mí, conformábamos un solo corazón. La había creído mía hasta el punto de no poder concebir la vida sin ella... Por desgracia, la vida sigue su curso sin contar con nosotros. No tenemos derechos ni control sobre ella, y allí seguirá cuando hayamos dejado este mundo.
Por la noche, tras una buena sudada y un baño caliente, nos íbamos de marcha por la ciudad. No hay nada como una buena juerga para acallar las voces interiores que nos acosan para atormentarnos, ni como muchedumbre para dejar atrás a nuestros ausentes.
Las noches de Orán absorbían nuestras obsesiones como papel secante. No nos sobraban los medios, pero lo pasábamos bien; nos bastaba con dejarnos llevar. Cualquier cosa resultaba placentera en Orán, como ver pasar los simones y los automóviles, los borrachos y los noctámbulos; podía uno hartarse de mirar sin tocar, como se hace con los escaparates. Los cines iluminados a giorno atraían a los trasnochadores como la luz a los insectos. Los cabarets lucían sus rótulos de neón, cuyos abigarrados destellos alcanzaban las fachadas de enfrente. Los bares, ruidosos y ahumados, estaban siempre abarrotados.
Gino y yo nos sentíamos los caballeros de la noche. Tras habernos recorrido los chiringuitos, o a la salida de alguna película cómica, íbamos al paseo marítimo para contemplar las luces del puerto y a los atareados estibadores alrededor de los buques mercantes. La brisa marina mecía nuestros silencios; a veces soñábamos despiertos con los codos apoyados sobre el parapeto y la cabeza entre las manos. Cuando nos cansábamos de contar barcos, nos sentábamos en una terraza y degustábamos sorbetes acidulados mirando a las chicas contonearse por la explanada, preciosas con sus vestidos ajustados. Si un vacilón las piropeaba, se volvían hacia él, muertas de risa, y se alejaban como volutas de humo. Entonces, el presumido arrojaba su colilla de un manotazo y las seguía un rato, pavoneándose, antes de regresar a su puesto, decidido a seguir probando suerte hasta que no quedara nadie en las calles.
Esos ligones eran gente curiosa. Gino estaba seguro de que les interesaba más el vacile que las conquistas. Una vez, nos quedamos observando a uno, un camelista sin par: cuando una chica picaba en el anzuelo, nuestro tenorio se quedaba sin recursos, como alelado delante de la descarada y sin saber qué proponerle.
A falta de eventuales compañeras de juergas, nos acercábamos a los barrios de mala fama para ver a las prostitutas. Surgían de la sombra como alucinaciones, nos enseñaban su tetamen hinchado por tanta mamada anónima y nos soltaban guarradas mientras jugueteaban con el elástico de sus bragas. Gino y yo nos partíamos de risa, sobre todo para superar nuestras aprensiones y repeler esas voces aguardentosas que resonaban dentro de nosotros como intimaciones.
Con el día se reanudaba mi tormento. Una vez que Gino se había ido a trabajar, me volvía a desanimar. No tenía ganas de nada. No sabía qué hacer con mi corazón despreciado por Nora. Solo había latido para ella. El sol me sacaba de la cama y me dedicaba a callejear hasta la extenuación; y, a la hora de hacer balance, acababa nuevamente convencido de estar portándome fatal.
Tenía que buscarme un curro para ganarme la vida.
Acababa recalando en el club de DeStefano, agotado y furioso. Me entrenaba a fondo para exorcizar el destino, impaciente por subirme al ring, pero DeStefano no me lo iba a permitir hasta que lo mereciera. Durante dos meses me limité a la gimnasia, a correr, a aprender a controlar mi respiración y a los rudimentos del boxeo. Tenía que asimilar las distintas posturas de brazos y puños, que coordinar mis reflejos y pensamientos, amagar y golpear al aire, machacar el saco de entrenamiento. DeStefano se mostraba especialmente atento, le costaba disimular su alegría al verme entrenar. Aunque para él todavía me faltaba desarrollar la agresividad, reconocía que progresaba con rapidez, que mi juego de piernas y mi flexibilidad tenían «algo» y que mis asaltos y repliegues eran elegantes.
Afirmaba que tenía madera de campeón.
Rodrigo aparecía de cuando en cuando para montarnos su numerito de chivo expiatorio: unas veces esgrimiendo un periódico «enemigo», otras inventándose conspiraciones mortales. Más que chalado, Rodrigo estaba loco de remate. Algunos en el club no excluían que ese pobre diablo acabara cargándose a alguien o metiendo fuego a la sede de algún periódico. Tobias estaba convencido de que esa historia de desdoblamiento de personalidad acabaría mal. A veces, ya exasperado, él mismo echaba al portugués. Rodrigo seguía dando la tabarra en la calle, atrayendo a la chiquillería y a los perros con la esperanza de que DeStefano acudiera para calmarlo, pero este ya no necesitaba animar a nadie, convencido de que las cosas iban a volver a ser como en los viejos tiempos.
Cuando, tras tantos meses de espera, al fin se me permitió subir al cuadrilátero y enfrentarme a un sparring, me sentí renacer a una fe secreta agazapada en mi subconsciente. Ya me veía sobre un pedestal, reclamando a grito pelado unos laureles mil veces más grandes que mi cabeza. Supe de inmediato, al ver a mi adversario intentando en vano esquivar mis golpes, que estaba hecho para el boxeo. Antes de que se negociase mi primer combate, ya se hablaba de mi gancho de izquierda.