7

Habíamos quedado en ir a pasear por Ras el-Aín, pero Gino cambió repentinamente de opinión so pretexto de que tenía cosas que hacer en casa. Lo acompañé. Allí estaba mi madre, acabando de lavar a la suya con un guante.

Pregunté a mi amigo a qué se debía esa coincidencia. Me contestó que hacía mal en apartarme de mi familia. Desde el incidente en el cementerio judío, nueve meses atrás, no había pisado la calle Général-Cérez. Quise saber si era una excusa para librarse de mí. Me contestó que estaba en mi casa y que podía quedarme el tiempo que quisiera, pero mi familia me necesitaba y no debía seguir enojado con ella.

Iba a irme, pero mi madre me agarró por la muñeca. «Tengo que hablar contigo», me dijo. Se puso el velo y me pidió que la siguiera. En la calle no intercambiamos ni una sola palabra. Caminaba delante y yo la seguía, preguntándome qué me esperaba ahora.

Una vez en casa, mi madre estalló: «No es que seamos duros contigo, sino que la vida es dura con todos nosotros». Le pregunté por qué no me había dicho la verdad sobre mi padre y me contestó que no había nada que decir al respecto. Eso era todo. Fue a la cocina para preparar la cena.

Nora se me acercó en la habitación de al lado. Estaba más guapa que nunca; sus ojazos me encandilaron.

—Te hemos echado de menos —me confesó mirando hacia otro lado.

Está creciendo demasiado aprisa, pensé. Ya era casi una mujer. Su cuerpo se había desarrollado y reclamaba emociones.

—Ya he vuelto, eso es lo importante —le dije.

Nora olía al prado en primavera. Su negra cabellera le caía sobre los hombros, ahora más redondos, y sus pechos ofrendaban su madurez.

No dijimos nada más.

Nuestro silencio hablaba por nosotros.

La amaba...

Mi tía Rokaya me abrió sus brazos descarnados y me dijo afectuosamente: «¡Chalado perdido! No puede uno enfadarse así con su familia. ¿Cómo has podido vivir en casa de tu amigo, a dos pasos de aquí, y hacer como si no existiéramos? —Se desató el fular del cuello y me tendió el anillo de plata que llevaba anudado—. Perteneció a tu abuelo. El día en que falleció, se lo quitó del dedo y me lo dio para que se lo entregara a mi hijo. No he tenido hijos y tú eres más que un sobrino para mí».

Había adelgazado. Además de la parálisis de sus miembros inferiores, que la tenía postrada en su jergón, tía Rokaya se quejaba de pitidos en los oídos y de dolores abominables. Los amuletos que le prescribían los charlatanes no le hacían efecto. No era más que un espectro de rasgos emborronados, piel grisácea y ojos resecos en cuyo fondo se tejía su estoico sufrimiento.

Padecía la enfermedad de los «sin patronos». La había pillado en Turambo, cuando vivíamos en aquella tienda de campaña remendada. Por entonces, lo que caía en la olla apenas daba para engañar el hambre. Los insípidos tubérculos solo crecían una vez al año; el resto del tiempo había que conformarse con raíces y bellotas amargas. Con cinco años, tía Rokaya cuidaba de la única cabra que tenía el abuelo, hasta que un chacal la degolló una noche porque se le olvidó cerrar el cercado. El sentimiento de culpabilidad le duró toda la vida. Cuando ocurría una desgracia, decía que era culpa suya y no había quien le quitara esa idea de la cabeza. A los catorce años la casaron con un pastor zopo que la azotaba para avasallarla. Ese miserable era consciente de ser una escoria y solo se había casado con ella para sentirse alguien y poder mandar, de modo que el simple hecho de que ella lo mirara a la cara le resultaba ofensivo. Lo mató un rayo y la gente del pueblo vio en ese castigo venido del cielo la mano del Señor. Viuda a los diecinueve años, volvieron a casarla con un campesino más malvado que una tormenta. El cuerpo de tía Rokaya conservó por siempre las huellas de los malos tratos padecidos en su segundo lecho conyugal. Repudiada a los veintiséis años, la cedieron por tercera vez a un vendedor ambulante que salió una mañana a vender samovares y nunca regresó, con lo que dejó a su esposa embarazada de ocho meses. Tía Rokaya parió a Nora en un establo, tirando del cordón, con un trapo en la boca para ahogar sus gritos. A los cuarenta y cinco años ya estaba acabada y parecía doblar su edad. La enfermedad de los «sin patronos» la carcomió con la metódica voracidad de las termitas. Esa mujer siempre me dio lástima. En su rostro anidaba una antigua pena que se negaba a disiparse. Por Rokaya creí comprender que hay tragedias que permanecen en la superficie, como las cicatrices, para no caer en el olvido y absolver así el daño cometido... pues el mal regresa una vez perdonado, convencido de haber sido rehabilitado, y entonces no hay quien lo detenga. Tía Rokaya mantenía sus heridas tan abiertas como los ojos para no perder de vista ningún daño padecido y por temor a no reconocerlo si tuviera la osadía de volver a presentarse. En cierto modo, su cara era un espejo en el que cada prueba exhibía su factura debidamente pagada. Y las pruebas acabaron convirtiendo sus arrugas en un pergamino inextricable cuyas líneas remitían todas al crimen original, el de una niña de cinco años que había olvidado cerrar el cercado donde se hallaba la única cabra de la familia.

Cenamos los cuatro en el vestíbulo, alrededor de una mesa baja; Rokaya permaneció tumbada en un rincón. Al regresar a casa, Mekki apenas esbozó una sonrisa cuando me vio. No me dirigió la palabra. Su condición de cabeza de familia le permitía saltarse determinadas normas. Pero se alegraba de mi regreso al redil. A Nora le costaba tragarse sus cucharadas de sopa. Mi presencia la perturbaba. O más bien mi mirada. Yo no paraba de espiarla por el rabillo del ojo para ver cómo su carnosa boca se callaba lo que sus ojos reivindicaban. Yo también había crecido. Iba a cumplir diecisiete años, era de complexión robusta y, cuando sonreía ante el espejo, mi rostro cobraba cierto encanto evanescente. Nora sentía por mí una ternura que iba más allá de la inocencia. Esos nueve meses de separación nos revelaron mutuamente. Nuestro mutismo delataba una desbordante pasión interna. Nuestras tradiciones no nos facilitaban el manejo de ese tipo de sentimientos. Los incubábamos secretamente, a veces los ahogábamos sin más. Eran afectos poco llevaderos y demasiado peligrosos para quedar expuestos ante todos. En ese platónico aunque intenso debate, las palabras resultaban indecentes, ya que, para nosotros, los sentidos se expresaban en la oscuridad y el tacto era más elocuente que la poesía.

Después de la cena, Mekki pretextó una cita de trabajo con su socio mozabita y salió; mi madre se puso a recoger la mesa. Rokaya ya estaba dormida. Aprovechando un descuido de Nora, le toqué los pechos. Así fue como, por vez primera en mi vida, entreví una fracción de eternidad. Jamás volverían mis dedos a experimentar una sensación tan intensa. Asustada por mi gesto, Nora dio un brinco hacia atrás, aunque sus ojos, abiertos como platos por la sorpresa, denotaron cierto halago. Fue rápidamente a reunirse con mi madre y yo me dirigí al balcón con el corazón embalado y la impresión de contener en mis atrevidos dedos, aún imbuidos de la carne de Nora, toda la euforia del mundo.

Por la mañana, tuve la impresión de que Medina Jdida estaba de fiesta. Las caras irradiaban felicidad y las calles inundadas de sol parecían preludiar días mejores. En realidad, era yo el que estaba exultante. Había soñado con Nora, y en mi sueño la había besado en los labios, pero para mí era como si lo hubiera hecho de verdad. La boca me sabía a néctar. Caminaba henchido de alegría mientras mi corazón pastoreaba nubes. Ni una sola toxina contaminaba mi ser. Lo había perdonado todo. Hasta fui a ver a mi tío a su tienda para demostrarle que no le guardaba rencor. Su socio, un mozabita de pequeña estatura y mucha sabiduría, me invitó a tomar café y acabamos con dos cafeteras. El mozabita conocía todas las hierbas y sus propiedades. Yo lo escuchaba durante unos segundos, pero me bastaba con oír el nombre de alguna flor o planta afrodisíaca para que la imagen de Nora me catapultara hacia mil audacias virtuales.

El mozabita se despidió de mí poco después de mediodía.

Regresé a la calle Général-Cérez.

Mi madre estaba en casa de los Ramoun, y Rokaya dormitaba sobre su jergón. Nora vigilaba la olla en la cocina. Miré hacia todas partes para asegurarme de que no había nadie más en casa. Mi prima adivinó lo que estaba tramando y se puso de inmediato a la defensiva. Me acerqué a ella mirando sus labios con fijeza. Esgrimió su espátula. Sus ojos no rechazaban los míos, era solo cuestión de integridad. Dentro de nuestras costumbres, el amor no era soberano, sino que se prestaba a todo tipo de conveniencias, convirtiéndose así en una prueba de fuerza. Sin embargo, me sentía en condiciones de escalar montañas sagradas para saltármelas, de retorcer el pescuezo a los convencionalismos, de provocar al diablo en su guarida. Mi cuerpo era un puro delirio. Nora se apoyó en la pared con la espátula en ristre. Yo no veía las barreras ni el mal, sino solo a ella; lo demás no contaba. Mi rostro se detuvo a dos dedos del suyo, ofreciéndole la boca. Recé con todas mis fuerzas para que Nora hiciera lo mismo y esperé a que sus labios se posaran sobre los míos. Nuestros alientos se mezclaron en forma de turbulencia eléctrica. Nora no cedió. Una lágrima corrió por su mejilla y apagó de repente la hoguera que me devoraba. «Si me tienes alguna consideración, no me hagas esto», dijo Nora. Fui consciente de mi enorme egoísmo. Las montañas sagradas no se pisotean así. Enjugué con un dedo la lágrima de mi prima. «Creo que he regresado a casa demasiado pronto», le dije para salir del paso. Asintió con la mirada gacha. Corrí a refugiarme en el barullo callejero. Feliz. Orgulloso de mi prima. Su actitud centuplicó mi amor y respeto por ella.

Ignoro qué hice aquel día, y cómo pude aguantar hasta el regreso de Gino.

—Estoy gravemente enamorado —le dije mientras se cambiaba en su habitación.

—En asuntos de amor no hay nada grave —me soltó la señora Ramoun desde su cama.

Gino frunció el ceño. Me hizo un gesto con la mano para que bajara la voz, y ambos sofocamos nuestras carcajadas como dos chavales traviesos pillados in fraganti. Miré por encima de mi hombro. La sudorosa cara de la señora Ramoun enarbolaba una amplia sonrisa.

—Necesito un trabajo —dije a Gino—, para ser un hombre.

—¿Esa es la condición que te ha puesto tu Dulcinea? —preguntó para tomarme el pelo.

—Es la condición para merecérmela. Quiero tener una vida propia, ¿me entiendes? Hasta ahora no he hecho más que dispersarme.

—Por lo que veo, te ha dado fuerte.

—¡Y tanto! Ni siquiera me aclaro.

—¡Vaya tío con suerte!

—¿Podrías hablar de ello con tu patrón?

—No sabes nada de mecánica, y el viejo Bébert no transige en eso.

—Aprenderé.

Gino hizo una mueca, algo aturdido, y me prometió intentarlo.

Consiguió convencer a su patrón de que me aceptara como aprendiz.

El viejo Bébert me advirtió de inmediato: tenía que mirar como trabajaban los demás sin tocar nada. Primero, me hizo un montón de preguntas sobre los trabajos que había desempeñado, sobre mi familia, si estaba enfermo o había tenido líos con la policía. Luego me enseñó los bidones donde se almacenaban los aceites usados, el trastero de las escobas, los detergentes para las limpiezas a fondo, y me puso enseguida a prueba. Como Gino estaba destripando el motor de un coche con medio cuerpo oculto bajo el capó, debí arreglármelas solo, familiarizarme cuanto antes con los distintos compartimentos del garaje. El viejo Bébert me observaba desde el fondo de su cabina con un ojo sobre sus registros y el otro sobre mí.

Hacia la una, Gino me llevó a un quiosco donde podía uno sentarse y pedir un bocadillo. No tenía hambre; me preguntaba si el ambiente algo viciado del garaje me convenía. Me sentía algo perdido entre tantos mecánicos. Gino notó mi malestar y me entretuvo con naderías para que me relajara.

Había tres adolescentes rumíes sentados en la terraza del quiosco. El más rubio dejó de remover su café cuando vio que nos sentábamos en la mesa de al lado.

—Está prohibido para los árabes —dijo.

—Está conmigo —dijo Gino.

—¿Y tú quién eres?

—No queremos líos. Hemos venido a comer algo.

Los dos compañeros del rubio nos miraron de hito en hito. No parecían dispuestos a dejarnos tranquilos.

—Habría que poner un cartel en la entrada —dijo el más chiquitajo—: Prohibido a los perros y a los moros.

—¿Para qué, si no saben leer?

—¿Entonces por qué no se quedan en sus cuadras?

—No saben estarse quietos tanto tiempo. Dios creó a los moros para que fastidiasen a la gente.

Gino llamó al camarero, un adolescente de tez morena, para que tomara el pedido.

El rubio rio observándose los zapatos.

—¿Cuál es la diferencia entre un moro y una patata? Pues que la patata se cultiva —se contestó a sí mismo mirando con afectación a sus amigos.

Sus compañeros soltaron una carcajada sardónica.

—No entiendo el chiste —dije al rubio haciendo caso omiso de la mano de Gino que, bajo la mesa, procuraba calmarme.

—No merece la pena que lo intentes. Te has quedado sin cerebro de tanto meneártela.

—¿Me estás insultando?

—Olvídalo —dijo Gino.

—Me está faltando al respeto.

—¡No fastidies! —replicó el rubio mientras se levantaba de la mesa para dominarme desde su altura— .¿Acaso sabes lo que es el respeto?

—Vámonos de aquí —me rogó Gino levantándose.

Suspiré y me dispuse a seguirlo, pero el rubio me agarró por el cuello de la camisa.

—¿Adónde vas, morito? Todavía no he acabado contigo.

Gino intentó hacerlo entrar en razón:

—Oiga usted, no queremos problemas.

—No estoy hablando contigo, así que tú tranquilo, ¿vale? —Luego se volvió hacia mí—. ¿Qué pasa, melón, te has tragado la lengua? Aparte de meneártela, ¿qué sabes hacer con las manos, pequeño...?

No pudo acabar la frase. Mi puño lo catapultó por encima de la mesa. El rubio hizo unas piruetas junto con las tazas y las botellas y cayó al suelo entre cristales rotos, con la nariz partida y los brazos en cruz.

—Sé pegar —le contesté.

Los otros dos listillos alzaron las manos en señal de rendición. Gino me tiró con fuerza del brazo y subimos por el bulevar para regresar al garaje.

Se le notaba enfadado conmigo.

—Bébert no quiere problemas con el vecindario. Me ha costado sudor y lágrimas convencerlo para que te acepte como aprendiz.

—¿Qué querías que hiciera? ¿Que dejara que ese capullo me pisoteara?

—No es más que un golfo ocioso. Reconozco que se la ha buscado, pero no era necesario llegar a tanto. Hay que saber pasar de largo cuando conviene, Turambo. Si te mosqueas por todo, no llegarás lejos. Tienes un oficio por aprender y un posible trabajo, así que ten paciencia y, sobre todo, sé razonable. Capullos como esos los hay en todas las esquinas. Ya puedes dedicarte a tumbarlos a todos que siempre aparecerán más. A mí también me provocan, y si no me lo tomo a mal, no es por falta de amor propio.

El viejo Bébert sentía veneración por los vehículos de sus clientes. Los manipulaba como si fueran nitroglicerina o porcelana. A veces hasta les sacaba brillo con su propio delantal. Sus clientes eran los nuevos ricos de la ciudad, gente que priorizaba las apariencias y presumía de su estatus social como un veterano de sus medallas; unos revanchistas orgullosos de haber salido de la nada para ahora tenerlo todo, cuando nadie había apostado por ellos.

Había que ver a esos ricachones aparcar sus coches extremando las precauciones e insistiendo en sus recomendaciones y avisos tajantes. No salían del garaje hasta haberse asegurado de que su «joya» estaba en buenas manos; prometían buenas propinas a quienes se lo merecieran y maldiciones para quienes les produjeran el menor roce.

Bébert estaba al loro. Se había rodeado de un equipo de mecánicos especializados, elegidos entre los mejores, a quienes exigía un máximo con mano de hierro. Me encargó las tareas más anodinas: limpiar los asientos y el suelo, sacar brillo a la carrocería y otras minucias de escaso riesgo, lo cual no me impedía fijarme en lo que hacían los demás, pues quería aprender el oficio.

El equipo acabó adoptándome. Lo componían dos viejos mecánicos que habían trabajado en una fábrica, un joven corso llamado Filippi, que conocía los motores a fondo, y Gino. El ambiente era sano y trabajábamos a destajo mientras nos contábamos cotilleos sobre tal o cual mandamás o bien chistes que nos humanizaban entre tanto hierro y olor a carburante.

Unos meses más tarde, Bébert me puso de ayudante de Gino. Por fin tenía derecho a tocar las entrañas de los coches. Podía arreglar un manguito, sustituir una bobina, limpiar un carburador, ajustar un faro.

No lo ganaba mal y el dueño nunca me llamó la atención.

Pero aquello duró poco.

Eran más o menos las cuatro de la tarde. Estábamos a punto de entregar un cochazo que un cliente había dejado para un lavado completo, un torpedo Citroën B 14 recién salido de fábrica. Su dueño, un cachas pelirrojo de nariz partida, estaba loquito con él. No paraba de pasear un dedo sobre el capó para limpiar imperceptibles hilillos de polvo. Cuando vino a recogerlo y lo vio tan reluciente en medio del taller, se llevó las manos a las caderas y se quedó contemplándolo un buen rato antes de volverse hacia su compañero para comprobar que estaba tan impresionado como él: «¿Verdad que mola mi carro? Con él no hay tía que se me resista». Pero se le mudó el semblante al abrir la puerta. «¿Esto qué mierda es?», rugió señalando una mancha de grasa sobre su asiento de cuero blanco. Gino acudió para ver. El cliente lo agarró por el cuello hasta levantarlo del suelo: «¿Sabes lo que cuesta este carro? Aunque te pasaras la vida fabricando billetes no podrías pagarte uno igual, ¡pedazo de guarro!» Cogí un trapo y fui hacia el asiento para limpiarlo, pero solo conseguí extender la mancha sobre el cuero. Horrorizado por mi torpeza, el cliente soltó un taco horroroso, se olvidó de Gino y me arreó tal bofetada que giré sobre mí mismo. Gino no tuvo tiempo de agarrarme. Mi brazo describió un gancho fulgurante y el hombre cayó derrumbado como un castillo de naipes. Pataleó débilmente, tuvo un par de convulsiones y dejó de moverse. Su amigo se quedó de piedra y echó el busto hacia atrás en señal de retirada. Los mecánicos se nos quedaron mirando, boquiabiertos, sin soltar sus herramientas. Gino se llevó las manos a la cabeza, consternado, por lo que deduje que acababa de cometer un crimen de lesa majestad. El viejo Bébert salió disparado de su cabina, lívido de espanto. Me echó a un lado y se inclinó sobre el cliente. Tan gélido era el silencio en el taller que solo se oían los jadeos del viejo Bébert, que no sabía si arrancarse los pelos o sacarme los ojos. «¿Te has vuelto loco? —aulló incorporándose y temblando de pies a cabeza—. ¿Cómo te atreves a ponerle la mano encima a un cliente, piojoso? ¡Asqueroso de mierda! ¿Así es como me lo agradeces? Te doy trabajo y tú pegas a mis clientes. No quiero volver a verte. Lárgate de aquí. Vuelve a tu cueva hasta que la policía vaya a buscarte. Porque ten por seguro que esto lo vas a pagar caro». Tiré el trapo al suelo y fui a cambiarme. Bébert fue detrás de mí y siguió insultándome mientras me quitaba el mono y me ponía mi ropa. Soltaba perdigones por su boca babeante y parecía querer enterrarme vivo con la mirada. Regresó para ayudar a su cliente a levantarse. Este, todavía sonado, no conseguía incorporarse. Lo acomodaron como pudieron en su torpedo y el amigo arrancó de inmediato el motor. Cuando el coche salió del garaje, Bébert la pagó con Gino. Le reprochó mi comportamiento, lo tuvo por responsable de las consecuencias de mi agresión y le dijo que estaba despedido.

Volvimos al bulevar Mascara hechos polvo. Gino no abrió la boca durante todo el trayecto. Caminaba con el pecho hundido y la cabeza gacha. Yo estaba desolado, pero no sabía como justificar el daño que le había hecho. Cuando llegamos a la puerta de su casa, me rogó que lo dejara solo, y así lo hice.

Sentado ante la entrada de nuestro patio, me puse a esperar el furgón policial prometido. Ya me imaginaba en comisaría, rodeado de policías cabreados. Había pegado a un europeo, así que no se andarían con contemplaciones. Conocía a árabes que habían acabado en el trullo por simples sospechas, a veces solo para escarmentarlos. Y, a juzgar por su cochazo y por el temor demostrado por Bébert, el fulano al que había tumbado no era un cualquiera.

Empezaba a anochecer, pero no aparecían los representantes del orden. ¿Estaría esperando la policía a que fuera de noche para sacarme de la cama? Tenía las tripas revueltas. No sabía qué hacer con mis manos, sudadas por la tensión. Recordé las espantosas historias que se contaban sobre las cárceles y el trato inhumano que recibían los detenidos. Me sobresaltaba con cada chirrido de neumático.

En vez de polis aparecieron tres europeos; un anciano achaparrado y tripudo tocado con un canotier y dos ciudadanos más: uno también achaparrado y calvo y el otro alto y flaco, al que ya había visto en el cine del barrio; era pianista y tocaba durante los pases de películas mudas.

—¿Eres tú Turambo? —me preguntó el viejo.

—¿De qué se trata?

—¿Eres el que trabaja en el garaje de Bébert?

—Sí.

Me tendió la mano, que no cogí por temor a que me diera con la otra.

—Me llamo DeStefano. El gafotas es Francis y este es Salvo. Dirijo un club de boxeo en la calle Wagram, frente a la Puerta del Barranco. No se habla más que de ti, muchacho. Filippi, que trabaja contigo, me ha dicho que has tumbado al Zurdo de un solo puñetazo. No me lo puedo creer. Es que nadie se lo puede...

—¿Sabes quién es el Zurdo? —me preguntó el calvo.

—No.

—Es el único boxeador del Oranesado que se ha enfrentado a Georges Carpentier. Tres combates sin doblar una sola vez la rodilla. ¿Y sabes quién es Georges Carpentier?

—No.

—Es el campeón de África del Norte y del mundo. Dio una buena paliza a Battling Levinsky. ¿Y sabes quién es Battling Levinsky?

—Para el carro —le dijo el pianista—. Lo estás volviendo loco con tanto «y sabes quién es». Hasta puede que ni sepa quién es su padre.

El viejo pidió a sus acompañantes que se callaran y luego se dirigió a mí:

—Escucha, muchacho, ¿te gustaría unirte a mi equipo?

—Estoy esperando a la policía.

—No vendrá. Un boxeador nunca pone una denuncia cuando le arrean fuera del cuadrilátero. Es una cuestión de honor. O exige una revancha o arroja la toalla. Te garantizo que el Zurdo no te va a denunciar a la poli. Por ahí no tienes nada que temer... ¿Qué, aceptas mi propuesta? ¿Quién sabe? Hasta puede que seas un campeón sin saberlo. Somos una familia muy unida, allí en Wagram. Lo tenemos todo para crear un campeón de boxeo, solo nos falta el potro. Según Filippi, te gusta pelear, y eso ya es cosa de campeones.

—No me gusta pelear. Me limito a defenderme.

—No pareces estar ahora mismo en condiciones de reflexionar —me dijo el pianista limpiándose las gafas de sol con su jersey—. No queremos achucharte. Esas cosas son demasiado serias para tomárselas a la ligera. Volveremos mañana y hablaremos más tranquilamente. ¿Te parece bien?

—Si no, puedes ir a vernos al club —sugirió el viejo—. Verás de qué va el tema. Permite que insista en esto, chaval. Tienes cara de campeón. Estás cuadrado y no agachas la vista. Llevo veinte años en esto y he aprendido a reconocer a un campeón a la primera. Te esperamos mañana por la mañana. Si no acudes, vendremos a buscarte. ¿Prometes esperarnos, por si acaso?

—No lo sé, señor.

El viejo asintió. Echó su canotier hacia atrás sin dejar de mirarme a los ojos y me volvió a tender la mano, que esta vez no le negué.

—Cuento contigo, ¿eh, Turambo?

—A mí no me van las peleas, señor.

—No estamos hablando de broncas callejeras, chaval. El boxeo es todo un arte. Además, abre muchas puertas. Puedes ganar un montón de pasta, conseguir privilegios y que se te respete. El respeto es importante para quien sale del arroyo. Es una de las pocas posibilidades a las que puede agarrarse un árabe para verse en lo más alto. No sé por qué, pero tengo la impresión de que no dejarás pasar tu oportunidad. Piénsatelo bien esta noche y ya hablaremos mañana.

Se despidieron de mí y se fueron.

Regresaron al día siguiente, y hasta varios días seguidos. Unas veces juntos y otras por separado. El viejo me prometía lo más grande. Decía que su olfato era infalible y que yo tenía madera de centauro. Cualquiera hubiese dicho que su porvenir dependía de mi decisión. Era tan amable que temía decepcionarlo. Le prometí pensar en ello. Me recordó que llevaba dos semanas haciéndolo y que no había vuelta de hoja: o me convertía en boxeador o seguía vegetando.

A Gino la oferta le pareció interesante. «Lo único que hay que saber hacer es dar leña —me recordó con retintín—. Es un oficio como otro cualquiera. El fulano que dejaste fuera de combate en el taller no era más que un golfo cuando se subió a un ring. Ya viste el coche y la ropa que llevaba. Si aprendes pronto, puedes ir subiendo peldaños y alcanzar la gloria, además de forrarte.»

Animado por Gino, lo consulté con mi tío. Mekki desaprobó categóricamente mi deseo de unirme al equipo de la calle Wagram. «Eso es pecado —decretó—. No puedes remojar tu pan en la sangre ajena. Si quieres bendecir lo que comes, riégalo con el sudor de tu frente. Eso de enfrentar a los hombres en un cuadrilátero no es un oficio, sino una perversión. Te prohíbo que levantes la mano a tus semejantes para ganarte la vida. Somos creyentes, y ninguna fe su sustenta en la violencia.»

Cuando DeStefano regresó para insistir, le anuncié que el consejo familiar había decidido que no me dedicara a boxear. Se quedó tan apenado que no supo qué decir. Se quitó el sombrero, se secó la cabeza con un pañuelo y mantuvo la mirada fija en la punta de sus zapatos durante unos cuantos minutos antes de retirarse, desconsolado.

Vuelta a la casilla de salida.

Un mayorista me empleó en su ferretería, sita en plena calle Arzew. Me pasaba el día empujando una carreta cargada de herramientas que tenía que repartir por los distintos comercios de la zona. Mi patrón, un viejo maltés reumático, era amable, pero sus clientes siempre tenían algo que reprocharme y me embroncaban cada vez que la mercancía tenía algún defecto, como si yo la fabricara. Me encontraba a disgusto en esos barrios encopetados en los que el estruendo del tranvía y las estridentes bocinas de los automóviles ahogaban el murmullo de las cosas sencillas. Aguanté unos cuantos meses, pero acabé hartándome.

Ya no era un chiquillo hambriento dispuesto a hacer lo que fuera por unas cuantas monedas, y los patronos desconfiaban de los destajistas aguerridos. Los maestros de obras me decían que no con la cabeza al verme aparecer. Los almacenistas se hacían los distraídos. La misma negativa en todas partes. El puerto estaba atestado de muertos de hambre. Los empujones derivaban en peleas que se cebaban con los menos espabilados. Cuando la verja se cerraba detrás los que habían tenido suerte aquel día, los rechazados buscaban chivos expiatorios para pagarla con ellos. La miseria había vuelto a esos tipos más feroces que los lobos, y pobre del congénere que cediera. Yo mismo estuve a punto de perecer. A un bruto se le quedó una mano atrapada entre los batientes de la verja y el encargado del personal le ordenó que retrocediera, pero el bruto no podía hacerlo al estar inmovilizado. El encargado se lio a puñetazos con él hasta dejarle la cara ensangrentada. Lo agarré por el cuello, pero sus pesados brazos se abatieron sobre mí como buitres. Nadie movió un dedo. Ni siquiera el bruto que, para hacer la pelota al encargado pese al castigo recibido, se permitió rematar el trabajo sucio cuando se alejaron los esbirros. Me pateó la espalda gritando que nadie levantaba la mano al señor Créon. Gritaba con ganas para que el encargado lo siguiera oyendo mientras se alejaba. Aquel día no lo contrataron, pero se quedó convencido de haber hecho méritos. Tras dejarme hecho polvo, se arrodilló a mi lado y me dijo: «Lo siento. Tengo doce bocas que alimentar y no hay otra salida. Vendería mi alma al diablo por unas cuantas monedas...»

Gino había encontrado trabajo en una imprenta de la calle Tlemcen. Ya no me guardaba rencor por el incidente del garaje. «De todos modos, no pensaba dedicarme toda la vida a la mecánica», me confesó. Por la noche, cuando alguna vecina se prestaba a cuidar a su madre, me llevaba a los cafés musicales. El socio mozabita de mi tío, también autor de letras de canciones, decía: «La música demuestra que, pese a todo, somos capaces de seguir amando, de compartir la misma emoción, de ser nosotros mismos una emoción fabulosa, sana y bella como un ensueño surgido en plena noche... ¿Qué es un ángel sin su arpa sino un demonio triste y desvalido? ¿Y qué sería el paraíso para él sino un exilio mortalmente aburrido?» Gino estaba totalmente de acuerdo con él. Le encantaba la música. Pero ese no era mi caso. Solo me gustaban las melodías cabileñas que cantaba mi madre por lo bajini mientras realizaba sus tareas domésticas, pero las salidas con Gino me dieron a conocer otros universos. Antes no sabía nada de los cines ni de las orquestas. Tantos descubrimientos abrieron mis sentidos a las alegrías ajenas, y estas me gustaban cada vez más.

Una rivalidad bonachona obligaba a los músicos a superarse. Desde Medina Jdida hasta la Alcazaba, pasando por Derb Sefarad, a los cantantes les bastaba con carraspear para conjurar el destino. Mostré a mi vez a Gino lo que los míos sabían hacer. Lo llevé a un cafetín frecuentado por iniciados situado al final de un callejón sin salida de Sidi Blel. Había un violinista avezado, un laudista, un tocador de darbuka y un cantante con cuerdas vocales recias como cables. Gino se enamoró del conjunto. Se prometió escribir algún día un libro sobre el repertorio folclórico de los distintos barrios de Orán.

Eran tiempos duros, sobre todo para la gente de mi comunidad. Los míos podían agarrarse a los pecios, pero no tenían derecho a subirse a ellos. Cuanto más se acentuaba la miseria, menos cedían a ella los oraneses. Si bien en las calles la ira y la humillación excedían los límites, las llagas cicatrizaban solas cuando la mandolina suplantaba la cacofonía humana. De todos modos, no había elección: o se escuchaba música o se cedía a la llamada de las frustraciones. Los cafés musicales eran locales acogedores donde los pobres podían permitirse una tregua y hasta sentirse privilegiados por unas horas. Presidían la escena, desde sus sillas chirriantes, algunos trajeados a la europea con el fez o el tarbuch ladeado —un toque de clase—, y algunos otros con bonitas vestimentas tradicionales. Los más acomodados hacían gorgotear su narguile y saboreaban un té con hierbabuena mientras sobre una rudimentaria tarima se iban turnando unos legendarios tenores, expertos en las tradiciones de su terruño. Yo me refugiaba en la coral de las orquestas para huir de mis furias; así pensaba en otra cosa y me sentía feliz por un momento fusionando mi pena con la de los cantantes. No pasaba de ser una tregua y, para un desamparado, casi un instante de gracia.

Cuando Gino se despedía de mí, no me atrevía a regresar a nuestro patio de inmediato. Seguía rondando callejas oscuras hasta la madrugada, con el eco de las canciones latiéndome en las sienes. Para que me dejaran en paz, conté a mis familiares que trabajaba como vigilante nocturno.

Era viernes.

Mi madre regresó más tarde que de costumbre tambaleándose de agotamiento. Le pregunté si le ocurría algo.

—Me ha obligado a lavarla tres veces seguidas —suspiró soltando su velo en un rincón—. Creo que se está volviendo loca.

Se refería a la señora Ramoun.

—No ha parado de chochear desde mediodía —prosiguió tras beber agua—. Ya no sabía si escucharla o acabar de hacer la limpieza. La pobre está fatal. No sé de qué me hablaba en un idioma que no era ni español, ni francés, ni árabe ni cabileño. Creo que está poseída.

—Seguramente era italiano —le comenté—. ¿Te ha echado?

Mi madre me rogó que la dejara recobrar el aliento. Se tumbó sobre una piel de cordero y se colocó el brazo debajo de la cabeza a modo de almohada.

—Pregunta por ti, hijo mío. Insiste en que quiere verte.

Compré una caja de galletas Pernot, que le encantaban a la madre de Gino, y fui a verla.

La puerta no estaba cerrada con llave.

Llamé a mi amigo, que salió al balcón y me hizo una señal para que subiera. No me gustó la oscuridad reinante en la escalera. Un presentimiento me encogió el corazón.

Gino estaba sentado en el borde de la cama de su madre, con la cara descompuesta. La señora Ramoun jadeaba, extendida en su colchón, con una Biblia sobre el pecho. Se volvió lentamente hacia mí. Sus ojos chispearon cuando me reconoció. Me sonrió con tristeza y me pidió que me acercara. Gino me dejó su sitio y permaneció de pie junto a la cama. Me senté con el corazón en un puño.

—Te estaba esperando, Turambo. No puedo mover el brazo. Coloca tu mano sobre la mía, por favor. Tenemos que hablar.

Cada vez que la veía sentía el mismo pesar por ella. Eso de pasarse la vida tumbada, de día y de noche, una estación tras otra y un año tras otro, y de depender de los demás hasta para hacer las necesidades más íntimas, era una ignominia que nadie se merecía. La señora Ramoun era un alma crucificada y sepultada bajo un amasijo de carne enloquecida, como una santa infeliz pegada a una masa de contrición, y yo no hallaba moraleja ni motivo para su martirio.

—Te quiero como a un hijo, Turambo. Eres más que un amigo para Gino, más que un hermano. Apenas te vi la primera vez, supe que eras esa alma gemela que siempre ha echado de menos mi hijo. Gino es un buen chico. No se mete con nadie, y los tiempos que vivimos no perdonan. Eres más joven que él, pero para mí es como si fueras mayor, y eso me tranquiliza. Quiero que te ocupes de él.

—Mamá, por favor —dijo Gino.

—¿Por qué me pide usted eso, señora Ramoun?

—Porque me voy... y quiero irme en paz. No tengo cargos de conciencia, pero dejo a un huérfano solo. Quiero estar segura de que estará en buenas manos.

—¿Está enferma? —pregunté a Gino.

—Está chocheando. Lleva así desde el mediodía. He llamado al médico, me ha dicho que no tiene nada y que no entiende por qué dice que se está muriendo. Llevo un buen rato intentando que entre en razón, pero no me hace caso.

—Hay cosas que un médico no puede percibir —replicó ella—. Cosas que solo notan los que se van. Tengo los pies helados y el frío me va subiendo por todo el cuerpo.

—¡Qué va, mamá! Son figuraciones tuyas.

—Vuelve a poner tu mano sobre la mía, Turambo, y júrame que cuidarás de mi hijo.

Gino me hizo una seña para que aceptara.

Tragué saliva con la garganta anudada por la emoción.

—¿Cuidarás de él como de ti mismo?

—Sí, señora Ramoun.

—No quiero que nada se interponga entre vosotros, ni el dinero, ni una mujer, ni una carrera, ni una tentación.

—Nada se interpondrá entre nosotros.

—Te estaré vigilando desde allí arriba, Turambo.

—Cuidaré de Gino y no permitiré que se deslice entre nosotros ninguna serpiente.

—¿Me lo prometes?

—Se lo juro.

Se volvió hacia su hijo y le pidió:

—Tráeme a tu padre.

—Mamá...

—Por favor, Gino.

Gino fue a su habitación y regresó con una foto en marco de metal en la que se veía a un fusilero con turbante sonreír al objetivo con un pitillo en los labios. Un joven de tez morena y rasgos finos, muy guapo. La foto estaba algo amarillenta y en algunas partes estaba rayada, lo que, por fortuna, no afectaban a la cara del soldado.

—¿Un árabe? —pregunté a Gino.

—Era mi padre, sin más —me replicó algo irritado por una pregunta tan tonta.

Dejó el retrato sobre la silla que había junto a la mesilla de noche, de modo que su madre lo pudiera ver de frente. La señora Ramoun permaneció un largo rato mirando la foto de su marido. Sonreía, suspiraba, volvía a sonreír, arqueaba las cejas con ternura mientras mil recuerdos desfilaban por sus ojos. Se notaba que no podía más, que estaba harta de vivir en la estrechez de su sarcófago de carne. De no haber tenido fe, seguramente se habría quitado de en medio algunos lustros atrás, pero temía el Juicio Final, ese horrible vencimiento que se lleva un dedo a un ojo para ponernos en guardia contra nosotros mismos y nos mantiene en el purgatorio bajo la amenaza del infierno si intentamos salir de él. A menudo me preguntaba qué haría yo en su lugar, y no daba nunca con la respuesta. Me limitaba a ver a la pobre mujer hundirse en las arenas movedizas de su cuerpo como quien contempla la miseria del mundo ponerse en evidencia en cada esquina. No podía hacer otra cosa.

—Y ahora, léeme algo, Gino... No, la Biblia no —dijo apretando el libro contra su pecho—, prefiero a Edmond Bourg. Léeme otra vez el capítulo 13, el pasaje en el que habla de su mujer...

La señora Ramoun cerró los ojos y se dejó mecer por la penetrante voz de su hijo. Gino le leyó el capítulo 13. Como su madre no reaccionaba, pasó al capítulo siguiente. Sin salir de su sueño, la señora Ramoun movió un dedo para que su hijo volviera atrás y le releyera una y otra vez el capítulo dedicado por el autor a su mujer; un pasaje emocionante en el que Edmond Bourg pide perdón a su esposa.

La señora Ramoun murió unas horas después, con la Biblia sobre el corazón y los ojos serenamente luminosos. Suspiró, volvió a abrir los ojos para ver una última vez a su hijo, le sonrió y, feliz, liberada del lastre de su cuerpo, tan liviana como los primeros estremecimientos de su idilio, se volvió hacia el rostro colocado sobre la silla y dijo: «Mira que has tardado en venir a recogerme, amor mío».

Gino y yo buscamos a un carpintero para que hiciera un ataúd; en la funeraria no tenían ninguno del tamaño de la difunta. Hacía calor y había que apresurarse para evitar que el cadáver se descompusiera.

Los temores de Gino se quedaron cortos. Más que el duelo, el levantamiento del cuerpo fue una prueba particularmente dura para mi amigo. Los restos mortales no pasaban por la puerta de la casa. Era demasiado obesa y demasiado pesada para los porteadores.

Unos cuantos voluntarios movilizaron a todo el barrio. Era tal el gentío que al tranvía le costó abrirse paso en la calle. «¿Qué ocurre? —preguntaban los pasajeros, apoyados en la barandilla—. Al parecer se ha muerto una señora... ¿Se le ha caído el edificio encima? No, están rompiendo la pared para poder sacarla... ¿Es una broma?» Todas las miradas se volvieron hacia los hombres que estaban abriendo un gran agujero en la pared, alrededor de la ventana de la habitación de la difunta.

Gino estaba abochornado por el espectáculo en que se había convertido el funeral de su madre. Con lo discreto que era, en ese momento se veía en el meollo de tal desmesura.

Tras romper la fachada de la casa, los voluntarios levantaron un andamio con ayuda de cuerdas, poleas y maderos. Un albañil con la frente suturada dirigía las operaciones voceando con sus manos alrededor de la boca. Ataron bien el ataúd, grande como un aparador normando, y, al grito de «¡Aúpa!», una decena de hombres empezó a tirar de las cuerdas mientras otros, desde el balcón, orientaban la carga para que no se estrellara contra la fachada.

Aquel día, el apuro sobrepasó todo entendimiento.

Cuando el ataúd apareció por el agujero de la pared y se tambaleó por encima de las cabezas, la muchedumbre contuvo el aliento. Solo se oía el crujido de las poleas. Se extremaron las precauciones hasta que el ataúd quedó posado sobre un volquete. El cortejo fúnebre se puso en marcha de inmediato, seguido por decenas de curiosos.

La gente se detenía al paso del coche fúnebre; algunos se quitaban el sombrero y otros, sentados en las terrazas de los cafés, se levantaban en señal de respeto. Los chavales dejaban de jugar al escondite detrás de toneles y árboles, renunciaban a sus partidas de pignol con huesos de albaricoques o aplazaban los recados domésticos para engrosar el cortejo, repentinamente silenciosos y serios, mientras que las amas de casa se apretujaban en los balcones y las barandillas de las terrazas con sus retoños en el regazo. Un viejo loco rasputiniano se colocó delante del cortejo y, soltando espumarajos por la boca con los ojos desorbitados y desmelenando, vociferó: «Esto es una llamada de atención. Todos moriremos algún día. Lo que creemos poseer no es más que vana ilusión. Solo somos los efímeros eslabones de una cadena arrastrada por un fantasma llamado Tiempo que corre de forma indefinida hacia la nada». Estaba en trance. Unos policías tuvieron que intervenir para despejar el camino.

Gino mantenía la cabeza gacha.

Le cogí la mano, pero la retiró con presteza y aceleró el paso para estar solo.

Enterramos a la señora Ramoun en el cementerio cristiano.

Fue un día infinitamente triste.

Las desgracias nunca vienen solas. Cuando se producen, acuden una tras otra antes de bajar desfilando a los infiernos.

Un día de festividad religiosa, cuando me disponía a acompañar a Gino a la playa de Kristel, donde solía refugiarse desde la muerte de su madre, un coche rutilante conducido por un árabe se detuvo ante nuestra casa de la calle Général-Cérez. De inmediato, todos los chavales acudieron en tropel desde las callejas vecinas y se arremolinaron alrededor de aquella maravilla sobre ruedas, subyugados por tanta tecnología y tanto refinamiento.

¿Quién sería esa señora gorda con aires de sultana a la que dos sirvientes ayudaron a salir de su carroza mecánica? ¿Quiénes eran esas mujeres engalanadas con joyas y seda? ¿A quién llevaban esas bandejas cargadas de regalos y golosinas y adornadas con lacitos? ¿A qué venían esos estridentes yuyúes y esa repentina actividad febril en el patio de nuestra casa?

Nadie me había avisado.

Tampoco me lo esperaba.

Fue como una cuchillada imprevista. «Nora es una chica preciosa —me dijo luego mi madre—. Se merece toda la felicidad del mundo y tú no tienes gran cosa que ofrecerle, hijo mío. Hay que ser realista. Nora será mimada, vivirá en una casa grande y comerá bien todos los días. No seas egoísta. Deja que siga su destino e intenta tú también abrirte camino...»

Mi prima Nora, el amor que creía solo mío, mi razón de ser, había sido entregada a un señor feudal de Frenda.

¿Cómo había dado con ella ese cateto que vivía en sus tierras a cientos de kilómetros de Orán? Nora apenas salía de casa, no tenía amigas.

«Por las alcahuetas —me informó el mozabita—. Son profesionales asiduas del hammam. No hay lugar más apropiado para evaluar la mercancía. Las alcahuetas saben perfectamente lo que hacen. Acuden a darse un baño, se acomodan en el caldario y eligen entre las vírgenes desnudas las que tienen los pechos erguidos, los muslos bien contorneados, buenas caderas, el trasero respingón, un cuello fino y una cara bonita. Tras haberse decantado por alguna, la siguen de lejos, se enteran de dónde vive y se informan al máximo sobre ella en el vecindario. Una vez que están seguras de haber pescado a una buena chica casadera, avisan a sus comanditarios y, al cabo de una semana, acuden señoras cargadas de regalos para los padres de la muchacha... Es una vieja práctica —puntualizó el socio de mi tío—. ¿Si no, cómo te explicas que se pueda pedir la mano de una virgen? Las alcahuetas son las mejores detectives de esta tierra, y seguramente las mejor pagadas. Serían capaces de dar con la reina de Saba.»

Aquello me dejó destrozado.

Aquel día no fui a Kristel.

No había suficiente mar para ahogar mi pena.

Apenas hecho el pedido, lo empaquetaron y entregaron. En tres semanas todo quedó resuelto y el cortejo nupcial arrancó en tromba. Ni siquiera me dio tiempo a compadecerme de mí mismo. Mi pájaro azul se fue hacia su jaula y su gorjeo se perdió en el rumor de la ciudad.

El invierno se cuela como un ladrón en Orán y se va de extranjis. ¿Qué se lleva en su vergonzosa huida? Todo lo que disgusta a los oraneses: la grisura, las heladas, la fugacidad de los días y los malos humores; o sea, lo que estos le ceden de buena gana.

Aquel invierno fue el peor de todos: se llevó mi propio sol. Cuando llegó la primavera con sus luces y sus alegrías, mis noches se volvieron aún más frías y tristes. Ya sin Nora, no reconocía a mi gente ni mis calles. Mi tía no ignoraba mis sentimientos por su hija. ¿Cómo pudo haberlos despreciado de ese modo? Y mi madre, ¿por qué no intentó disuadirla? Estaba resentido con el mundo entero, con los ángeles y los demonios, con cada estrella del cielo. Tenía la sensación de haber perdido la única referencia que me importaba. De repente, ya no sabía por dónde iba. Privado de mis certidumbres y de parte de mi alma, me dediqué a echar pestes de todo lo que se cruzaba en mi camino.

Mi madre intentaba hacerme entrar en razón. «El amor es un privilegio de ricos —me decía—. Los muertos de hambre no se lo pueden permitir. Su mundo es demasiado sórdido para hacer migas con los sueños; su idilio es una impostura.»

No estaba de acuerdo. Me negaba a admitir que todo se pudiera comprar y vender, incluidos los propios hijos. Para mí, Nora había sido vendida a un cateto viejo de Frenda lo bastante rico para comprarse una hurí, pero demasiado tacaño y obtuso para proponerle un paraíso. Nora no pasaría de ser una especie de odalisca atrapada en un harén hostil. No le perdonarían que fuera la más joven y la más adulada por el amo, y se confabularían contra ella hasta que acabara disolviéndose en su propia sombra. Luego, el amo se buscaría otra virgen y Nora sería relegada a la condición de concubina ocasional.

De noche, muerto de asco, no conseguía conciliar el sueño en el balcón. Tumbado de espaldas con las manos bajo la nuca, me quedaba mirando fijamente el cielo como se hace con un indeseable. Me imaginaba a Nora en brazos de su ogro repelente, que debía de oler a heno rancio bajo su túnica satinada; era como si una máquina endiablada me triturara. Ya no era Nora, sino yo mismo quien padecía las embestidas de su amante. Percibía con nitidez las sudorosas manos de ese gilipollas mancillando mi carne; notaba en el rostro su aliento de bestia encelada y mis pulmones se llenaban de su fetidez.

Nunca como en aquellas noches me pareció tan injusto el destino.

Quería en secreto a una prima de mi condición y de mi sangre, pero un vejestorio desconocido, salido de no se sabía dónde, me la había robado del mismo modo que un forzudo arrebata a un mocoso el único sueño capaz de consolarlo de todo lo que nunca poseerá.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —dije a Gino.

—Por supuesto.

—¿Me contestarás con franqueza?

—Lo intentaré.

—¿Crees que estoy maldito?

—No lo creo.

—Entonces, ¿por qué me sale todo mal?

—Lo que te ha ocurrido, Turambo, le puede ocurrir a cualquiera. No eres más digno de compasión que el obrero que se cae de lo alto de una escalera. Así es la vida. Con un poco de paciencia, esta desventura se convertirá en un vago recuerdo.

—¿Lo crees así?

—¿Tú no?

Estuve esperando a que la desventura se convirtiera en un vago recuerdo, pero cada mañana, al despertar, seguía ahí, omnipresente, apestando el aire que respiraba y viciando mis pensamientos.

No conseguía dormir.

Durante el día, caminaba rozando los muros como un cangrejo. Para mí, Orán se había convertido en un circo de los horrores y yo era el bicho raro expuesto a las miradas burlonas de los vecinos. Antes, nadie se atrevía a contemplar a Nora cuando tendía la ropa en el balcón. La sabían mía y me envidiaban. Ahora, algunos estaban encantados de mi desventura y solo lo disimulaban a medias. Otros me soltaban sin recato alguno indirectas asesinas. Por mucho que los zurrara, seguían fastidiándome. Para huir de las habladurías, que acallaba a puñetazo limpio, me refugiaba en la Cueva del Agua, un acantilado al este de la ciudad, lejos del barullo y de los malentendidos. Era un lugar siniestro donde algunos pescadores harapientos fingían vigilar su caña mientras se emborrachaban para embroncarse con más ganas. Viéndolos, me entraban ganas de embriagarme hasta confundir una ola con el diluvio. Quería aullar mi pena hasta silenciar el rumor del oleaje, de insultar a todos los santos patronos de la ciudad, de maldecir a los ricos y a los pobres hasta que se ocultaran bajo tierra.

Pero aquello no habría cambiado nada.

Me quedaba contemplando el mar. Me sentaba sobre una roca y, con la barbilla sobre las rodillas, miraba fijamente el horizonte abrazándome las piernas para combatir el frío. Los barcos fondeados me recordaban que existían otros lugares adonde ir a parar, con distintos litorales, azares y encuentros fabulosos, y gente que hablaba con acento raro. Pensé en embarcarme y poner rumbo hacia cualquier espejismo. Me había quedado sin puerto de amarre tras haber perdido a Nora. Me sentía desgraciado cada vez que una voz, una silueta, un estremecimiento me devolvía su recuerdo. «Deja que siga su destino —me había dicho mi madre—, e intenta tú también abrirte camino...» ¿Cómo iba a abrirme camino si al destino le bastaba con dar un coletazo para descalificarme?

Me pasaba horas interrogando el mar, notando la brisa marina bajo mi camisa sin que ello consiguiera aplacar mi espíritu. Quería convertirme en burbuja, sobrevolar las tormentas y las trastadas humanas, ponerme a salvo de mi pena. Me sentía oprimido dentro de mi cuerpo, extraño conmigo mismo, tan carente de interés como de sentido.

Volví a ver a Nora a los seis meses de su boda.

Vino para llevarse a su madre.

Yo regresaba de uno de mis vagabundeos y me la encontré en casa, con sus sedas tornasoladas, como una joven y guapísima princesa. Me quedé sin aliento. Pero no había venido sola. Dos cuñadas y una servil sirvienta no le quitaban el ojo de encima ni la dejaban un segundo sola. Apenas oyeron mis pasos aproximarse al patio interior, se apresuraron en colocar una cortina ante la puerta para poner a buen recaudo a su protegida. Estuve tres días intentando acercarme a Nora, pero no hubo manera. Por mucho que carraspeara y tosiera tapándome la boca con el puño para que supiera que estaba esperándola en la habitación de al lado, no aparecía. Al cuarto día conseguí sortear la vigilancia de sus guardianas. Nora estuvo a punto de desmayarse al verme, como si se le hubiera aparecido un espectro. «¿Estás loco? —exclamó poniéndose lívida—. ¿Qué quieres? ¿Perderme? Ahora estoy casada, así que vete, por favor...»

Y me echó sin miramientos de la habitación, fuera de su vista, de su vida...

Ya no representaba nada para ella, solo un posible motivo de escándalo.

Entonces recordé la oferta de DeStefano y acabé llamando a la puerta de su club de la calle Wagram.

Nada como un cuadrilátero para autoflagelarse.