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Filippi me preguntó cuándo pensaba quitarme el cinturón de castidad. Le contesté que había perdido la llave.

Había pasado un año desde el rechazo de Aïda y yo seguía observando la abstinencia; me entrenaba a fondo. No fui al acantilado de la Cueva del Agua a ver como se peleaban los borrachos, tampoco intenté escabullirme ni maldije a los santos. Por fin me había convertido en un adulto.

Siempre hay vida tras el fracaso; solo la muerte no tiene remedio.

Según el mozabita, el amor no se domestica, no se improvisa, no se impone; se construye entre dos. Con toda equidad. Si dependiera de uno solo, el otro sería un peligro potencial para él. Cuando se corre tras él, se espanta; entonces huye y ya no hay manera de darle alcance.

El amor está hecho de azar y de suerte. Aparece a la vuelta de la esquina, como una ofrenda en el camino. Si es sincero, mejora con el tiempo. Y si se echa a perder, es que no se ha seguido adecuadamente las instrucciones de uso.

Yo no me había equivocado con las instrucciones de uso. Me había equivocado de cabo a rabo.

Puse mi corazón a buen recaudo para solo atender las orientaciones de DeStefano.

Nueve combates, nueve victorias.

En los zocos arabo-bereberes, los cuentacuentos fraguaban mi epopeya ante un auditorio atónito. Los barberos de Medina Jdida adornaban sus escaparates con carteles de mis combates. Al parecer, una ilustre cheija cantaba mis triunfos en las bodas.

Una noche, un simón acudió a recogerme en la calle Général-Cérez. El cochero parecía salir de un cuento oriental, con su chaleco rojo con botones de cobre, su blusón cubierto de adornos y su tarbuch ladeado. Lo acompañaba una especie de pachá de mostacho retorcido. Me condujeron a un gran cortijo, al sur de la ciudad. En el patio adornado con banderines me esperaba un centenar de invitados. Apenas el simón cruzó el umbral de la propiedad, los tamborines se unieron a los címbalos y a los darbukas, formando un jaleo impresionante. Unos bailarines negros se pusieron a dar brincos, en trance. En ese momento, ella se acercó a mí, etérea, altiva, soberana, la legendaria Caída Halima, de quien se decía que era rica como diez viudas rentistas y poderosa como la reina de Saba. «Estamos orgullosos de ti, Turambo —me dijo la mujer que tenía sometidos a los más valientes de los nuestros, y cohibidos a los prefectos y a los colonos ricos—. Esta es tu fiesta. Además de celebrar tus victorias, nos recuerda que aún no estamos muertos del todo.»

Aïda no me había rechazado, me había devuelto a mis tribus...

Estaba en casa de mi madre, soportando el griterío de la vecina. Llevaba desde el mediodía maldiciendo a sus críos, que se parecían al sosiego lo que una fanfarria a la meditación. Los chavales se calmaban, pero al rato volvían a liarla, echándose la culpa mutuamente. Ya estaba harto de taparme las orejas con la almohada para no oírlos, así que me vestí y salí a la calle, que era un horno.

Gino estaba en su casa, esperando a Filippi, maqueado como un joven capitoste, con corbata, gafas de sol y un sofisticado mechón que le caía sobre su frente de guaperas. Gino solo vestía trajes hechos a medida en la sastrería Storto y zapatos de marca. Ya prácticamente no nos veíamos. Se acabaron las juergas nocturnas, los cafés musicales y las películas. Gino tenía otras prioridades. Las chicas se lo comían con los ojos por la calle. Siempre peripuesto, con una sonrisa arrebatadora, le bastaba con chasquear los dedos para desatar pasiones. Pero no lo hacía. No era eso lo que interesaba a Gino. Desde que el Duque lo había instalado en un pequeño despacho del segundo piso de su empresa, con vista al plátano, Gino no se quitaba la corbata ni a sol ni a sombra, y solo hablaba de negocios. Por supuesto, defendía con uñas y dientes mis intereses, pero lo echaba de menos y no sabía qué hacer cuando no estaba.

—Supongo que tienes otra cita urgente —le dije mientras se admiraba ante el espejo.

—Lo siento, no puedo aplazarla.

—¿A qué hora volverás?

—Ni idea. Puede que luego cenemos juntos. Son gente importante. Hay que mimarlos.

—Ya veo.

—No pongas esa cara. Sabes que me estoy matando por tu carrera.

—Pues tómatelo con calma, Gino, si no el día de mi consagración tendré que llevarte flores a la tumba.

—¿Por qué lo dices?

—Porque estoy deprimido. Te pasas la vida a la sombra del Duque y yo me aburro.

Gino se ajustó el cuello de la camisa y se ladeó levemente hacia la derecha y la izquierda para comprobar el impecable corte de su traje.

—Turambo, mi pobre Turambo, a millones de jóvenes les gustaría estar en tu pellejo y tú te permites quejarte porque te aburres. Piensa en quién te has convertido. Ya no puedes salir a la calle sin tener que repartir abrazos entre la gente. ¿Te aburres? Otros no tienen ese privilegio. Echa una ojeada a tu alrededor. La gente se mata trabajando por un trozo de pan. ¿Qué no darían por tener un respiro esos pobres destajistas que se desloman cargando pesos, trabajando a pleno sol y mendigando un día tras otro un curro que ni siquiera aceptaría una bestia de carga? Recuerda lo que eras hace apenas unos años y el camino que has recorrido desde entonces. Si eres incapaz de valorarlo, Dios no tiene la menor culpa.

Me agarró la barbilla entre el índice y el pulgar para mirarme de frente.

—Se te ha borrado la sonrisa de la cara, Turambo. Toma ejemplo de mí y cuida tu imagen. No hay peor estropicio que un campeón desengañado. Así que sé guapo y deja de rajar.

—El mozabita dice que solo las mujeres son guapas; los hombres no pasan de ser unos narcisistas.

Gino echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír.

—Eso no deja de ser cierto... A propósito, se me olvidaba. El club está cerrado por obras. El Duque se va a gastar una fortuna en restaurarlo a fondo. Ahora que tenemos a un futuro campeón de África del Norte, no podemos permitirnos entrenar en esa leonera. El Duque ha encargado un cuadrilátero de primera. Vamos a instalar un aseo, duchas y un auténtico despacho; pintaremos las paredes, pondremos un nuevo suelo y cambiaremos las ventanas. Cuando regreses, no te lo vas a creer.

—¿Cuando regrese?

—¿DeStefano no te ha contado nada?

—No.

—Vas a Lourmel a preparar tu próximo combate. A casa de un tal Alarcon Ventabren. Al parecer, los boxeadores exitosos suelen ir a oxigenarse y a entrenar allá. El Duque ha soltado una buena pasta para que tengas todas las comodidades. Dentro de un par de meses te enfrentarás a Marcel Cargo. Luego, con un poco de suerte, podrás aspirar al título.

Filippi conducía agobiado de calor. Se estaba asando con su uniforme de chófer particular. El verano estaba superándose a sí mismo en este final de julio de 1934. Cuando bajábamos las ventanillas, el aire nos quemaba el rostro, y cuando las subíamos el coche se convertía en un horno. La carretera se fragmentaba ante nosotros en un rosario de espejismos. No se aventuraba un solo pájaro en el cielo achicharrado; no se movía una sola hoja en los árboles.

En el asiento delantero, Frédéric Pau rumiaba viejos rencores. De cuando en cuando hacía un gesto de exasperación. Gino, Salvo, DeStefano y yo lo observábamos desde el asiento trasero.

—El Duque no para de amargarle la vida —me soltó Gino al oído.

A ambos lados de la calzada, las granjas flotaban entre las reverberaciones nacaradas de la tarde. Los campos y las huertas estaban desiertos. Solo vimos una borrica agobiada bajando una cuestecilla empinada con las patas delanteras trabadas.

Frédéric renunció por fin a su aparte. Señaló la choza de un vendedor de fruta al borde de la carretera y pidió a Filippi que se detuviera.

—No se puede ir de visita con las manos vacías —dijo.

Aparcamos en el arcén, a la altura de la choza. El frutero cabeceaba sobre un montículo de melones. Al oír el ruido de las puertas, se apeó de su nido, se colocó un turbante mugriento y pidió perdón por haberse dormido.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Frédéric.

—Larbi, señor.

—¿Tú también? —exclamó Frédéric en alusión al sirviente de madame Camelia—. ¿A quién se le ha ocurrido poneros ese nombre a todos? ¿Acaso teméis que os confundan con turcos o sarracenos?

DeStefano no apreció nada la impertinencia del consejero. Me dirigió una mirada explícita y me encogí de hombros, ya inmunizado contra ese tipo de tonterías. El frutero se quedó confundido, pues no sabía si el francés le estaba tomando el pelo o increpando. Carraspeó y se subió el cuello de la camisa. Era un hombrecillo demacrado, de tez morena, harapiento y mugriento. Tenía un tatuaje en el revés de la mano y su embarazada sonrisa dejaba al descubierto una boca casi desdentada. Elegimos dos sandías enormes, tres melones y una cesta de higos de Bousfer, subimos al coche y escalamos el sendero que serpenteaba entre colinas áridas. Recorrimos unos cuantos kilómetros hasta entrever un caserón de piedra, sus dependencias y una cuadra. El coche atravesó una barrera, rodeó un abrevadero y se detuvo ante un árbol. Una mujer embarazada fue a avisar al amo de nuestra llegada.

Apareció un cincuentón rechoncho sobre una silla de ruedas.

Frédéric lo saludó quitándose el sombrero.

—Me alegro de volver a verlo, señor Ventabren. Ya conoce usted a DeStefano...

—Por supuesto, ¿quién no conoce a DeStefano?

—Ese otro con cara de huevo es Salvo, el masajista. De noche se convierte en hurón y, como no tenga usted puesto un candado a su despensa, por la mañana la encontrará vacía. —Salvo esbozó una sonrisa de circunstancias—. Ese apuesto joven encorbatado es nuestro contable Gino. Y ya por último, Turambo, una epopeya en marcha.

—Y yo me llamo Filippi —remató el corso desde el coche.

—Pues llegan ustedes justo para el aperitivo, señores —dijo el cincuentón.

—¡Con este calor basta con agua fresca!

—Fatma ha preparado limonada. Vayan entrando, por favor.

Se estaba a gusto dentro. Llegamos a un salón amueblado con una mesa rústica, un aparador muy antiguo y una banqueta acolchada. Sobre una chimenea no demasiado estilosa había fotos enmarcadas de un joven boxeador que posaba para la posteridad.

—Los buenos tiempos —suspiró nuestro anfitrión.

Nos pidió que nos sentáramos a una mesa. Fatma, la mujer embarazada, nos sirvió limonada y se eclipsó. Ventabren dejó que aplacáramos nuestra sed antes de anunciarnos que su hija no tardaría en llegar y que ella misma nos llevaría hasta nuestro aposento.

Frédéric se fijó en unos lienzos colocados en un rincón. Se levantó para mirarlos de cerca.

—Pinto cuando tengo un rato —dijo Ventabren aproximándose con su silla de ruedas al consejero.

—Tiene usted talento —reconoció Frédéric tras haber echado una ojeada a los lienzos.

—No hay más remedio que ganarse la vida. Mis manos fantasmean con pinceles, pero mis puños reclaman guantes. El guerrero descabalgado que quiere comer a diario acaba convirtiéndose en bandido por muy alma de artista que tenga.

—No es usted un bandido, señor Ventabren. Su manera de reproducir el mar es absol...

—No es el mar, sino el cielo —rectificó una voz de mujer a nuestras espaldas—. Está usted viendo el lienzo al revés.

Vimos a una joven en el vestíbulo. Llevaba un fular rojo alrededor del cuello, una camisa escotada sobre un pantalón de equitación, botas de caña alta y una fusta trenzada en la mano.

—Si le interesa el cuadro, le haremos un precio especial —prosiguió.

—Es que —farfulló Frédéric, algo desconcertado— resulta que al señor Bollocq le gusta este tipo de pintura.

—Esto se llama gouache.

—Por supuesto, gouache. Estoy convencido de que le va a encantar al señor Bollocq.

—No debe de ser muy culto.

—Pero le aseguro que tiene buen gusto.

—En ese caso, adjudicado. Su precio será el nuestro.

La joven emitía ondas poderosas, una autoridad que nos intimidó de entrada. No hablaba, disparaba sus réplicas como si fueran metralla. Cada vez que acertaba, se daba un fustazo en el muslo y acentuaba el tono de voz como si quisiera acorralar a Frédéric. El creciente desconcierto del consejero le insuflaba una arrogancia rayana en la agresividad. ¡Dios mío, qué guapa era!, una belleza rebelde, por no decir salvaje, con su negra melena recogida en una cola de caballo y su mirada penetrante.

Confuso, el consejero no sabía ya si colocar el lienzo en su sitio o quedárselo. Ventabren le echó un cable:

—Señores, esta encantadora joven es mi hija Irène. No teme los rayos ni la insolación. Cuando ni siquiera un lagarto se atreve a asomar el hocico, ella recorre nuestras tierras sobre su caballo.

—Sobre mi yegua, papá... Me cambio y vuelvo con ustedes —nos soltó mientras subía al piso.

Alarcon Ventabren nos miró de reojo, halagado por el espeso silencio en que nos sumimos. DeStefano se me acercó y me susurró al oído si recordaba a la chica que habíamos visto galopando sobre la colina la mañana en que fuimos a librar mi primer combate en Aín Temouchent. No le contesté; seguía mirando fijamente el lugar donde antes había estado la joven. En realidad, no estaba viendo el vestíbulo, sino aquel amanecer blanco como una pantalla a través de la cual una espléndida amazona corría hacia el sol naciente.

La joven se unió a nosotros en el salón. Se había refrescado, cambiado de camisa y puesto unas zapatillas con suela de cáñamo. Era difícil ponerle una edad, tal era el contraste entre juventud y templada madurez. Su carácter inflexible se traslucía en una mirada aguerrida, capaz de mantener a raya a todo el que se le pusiera por delante. No era de esas mujeres que se dejaban engatusar con zalamerías o que perdonaban una impertinencia. Estaba impresionado.

Nos condujo a una cabaña con camas superpuestas para cuatro personas. Las sábanas eran nuevas y las almohadas tenían fundas de percal bordado. Había una mesa cubierta con un mantel índigo, cuatro sillas de madera, un jarro sobre una palangana desconchada, una cesta llena de fruta y una alfombra en el suelo. Un cuadro de dudoso gusto que representaba un combate de boxeo ocupaba buena parte de una pared. Estaba firmado por A. Ventabren. Dos lámparas de petróleo, limpias y con mecha nueva, colgaban de las vigas del techo.

Tras el dormitorio, Irène nos introdujo en una habitación grande equipada con un saco de entrenamiento, un saco de boxeo, barras fijas y material para la musculación.

—¿Dónde está el cagadero? —preguntó Salvo.

—Se llama retrete, señor —lo apostrofó la joven—. Está fuera, detrás del algarrobo. En cuanto al baño, no tenemos agua corriente, aunque disponemos de un pozo.

Frédéric me preguntó si me parecía bien y yo asentí.

Alarcon Ventabren insistió en que nos quedáramos a cenar. Como Orán estaba a solo cuarenta kilómetros, aceptamos su invitación. Mientras tanto nos dieron un paseo por la propiedad. Aparte de los lentiscos, no crecía nada en esa tierra pedregosa que el relente marino había pelado. Ventabren nos dijo que había elegido esta zona por un solo motivo: le encantaba oír soplar el viento por la noche desde su ventana. Tenía sobre todo una espléndida vista sobre la llanura. Desde lo alto de su colina, se sentía «más cerca de Dios que de los hombres». Nos dijo que nunca había pensado hacerse granjero. No tenía ni el carácter ni la vocación. Aquí vivía su reposo del guerrero desde que se había retirado del boxeo. Para llegar a fin de mes, había montado un pequeño club de boxeo adonde acudían para entrenar futuras estrellas. La pureza del aire, el aislamiento del cortijo y la calma circundante facilitaban una mejor preparación física y mental del luchador, nos señaló.

Cayó el atardecer. Gino, Filippi y Frédéric rodeaban al antiguo campeón al pie de un árbol; Salvo buscaba en una chumbera un fruto maduro. Al pie de la colina, Fatma regresaba a su aduar a lomos de un burrito y escoltada por un chaval. En cuanto a Irène, se había quitado de en medio una vez finalizada la visita a nuestro aposento.

Sentado sobre el brocal del pozo, saboreaba la diversidad de matices que la puesta del sol estampaba en un campo severamente castigado por la canícula. El mar nos traía una brisa liviana y suave como una caricia. Desde mi mirador podía verlo todo, captarlo todo, hasta el crujido de las piedras que imploraban a la noche que las aliviara de sus quemaduras. Aguzando la vista, distinguí el campanario de una iglesia en el centro de una aglomeración que la penumbra se disponía a ocultar. Se adivinaba el mar justo detrás de las montañas, riéndose de la asfixiante hoguera de la tierra. Tuve la impresión de estar limpiándome del estruendo y la contaminación de la ciudad, de estar recobrando mis sentidos, ya libres de residuos y por fin serenados.

Cenamos en el salón. Como la sirvienta había regresado a su casa, Irène nos atendió. Iba y venía de la cocina a la mesa cargada de bandejas, garrafas y cestas de fruta, ajena a nuestro parloteo. Su padre nos relataba sus distintos combates en Argelia, Francia y otros países; alababa a algunos de sus adversarios, maldecía a otros. Fogoso como era, casi se levantaba de su silla, daba golpes al aire, esquivaba cargas imaginarias para demostrarnos que seguía siendo ágil y hábil. Era un personaje fascinante; sus descripciones de los combates parecían hechas en directo, lo cual nos emocionaba enormemente. Era tal su vivacidad que si se hubiese puesto a caminar, no nos habríamos extrañado. Me costaba admitir que esa fuerza de la naturaleza tuviese que depender de forma irremisible de una silla de ruedas.

—Al parecer perdió usted la funcionalidad de sus piernas sobre un ring —le dije.

Irène se puso rígida en la otra punta de la mesa. Durante una fracción de segundo, su mirada impasible se turbó antes de fusilarme.

—A mi padre no le gusta hablar del tema —dijo recogiendo la sopera.

—No me molesta, cariño.

—Pero a mí, sí.

—Lo siento —intervine para hacerme perdonar.

—Nuestro huésped es boxeador —añadió el padre con voz tranquila—. Tiene que saber esas cosas para prevenirlas.

Irène se dio la vuelta y salió del salón con paso furibundo.

—Lo lamento, señor Vendaren —expresé sin saber qué hacer con mi cuchara.

—No pasa nada. A Irène le duele mucho esta historia. Las mujeres son así. Para ellas, las heridas no cicatrizan jamás.

Se echó de beber antes de proseguir:

—Ocurrió sobre un ring. En Minneapolis, el 17 de abril de 1916. Rondaba los treinta y cinco años y quería retirarme a lo grande. He sido dos veces campeón de África del Norte, campeón de Francia y subcampeón del mundo. Un influyente hombre de negocios inglés, amigo mío, me propuso poner el broche a mi carrera con una velada de gala. Tenía que luchar contra James Eastwalker, un norteamericano negro, antiguo peso medio reconvertido en luchador de catch. Como no conocía al fulano, creí que me ofrecían un combate de honor. Pero no era así. Querían exhibirme como si fuera una fiera de circo. Decepcionado, me negué a subir al ring. Entonces alguien dijo que me estaba rajando y se me revolvió mi sangre argelina. Aquello fue una auténtica carnicería. El negro machacaba como un herrero. Y yo como Vulcano. Estaba claro que solo uno de los dos quedaría en pie. Pero estaba cabreado y eso no perdona en un combate de locos. Te lo digo para que se te meta bien en la cabeza: el que se enoja no piensa. Pega y pierde de vista lo esencial. No sé cómo bajé la guardia. Un yunque me aplastó un riñón, comprimiendo todo lo que tenía en el vientre. Puse una rodilla a tierra justo cuando sonó el gong, pero el negro fingió no haberlo oído y su otro puño, el más firme, se estrelló contra mi barbilla mientras intentaba recobrar el sentido y el aliento. Volé por encima de las cuerdas y caí sobre el ángulo de una mesa arbitral. Noté un tremendo crujido en mi espalda... y nada más.

—¡Es increíble!

—En el boxeo, chaval, cuando uno cree haber llegado es cuando se estrella. Llegué a América a lomos de la gloria y regresé aquí sobre una silla de ruedas.

Después de la cena, Frédéric y Gino se subieron al coche y pidieron a Filippi que los llevara de vuelta a Orán. DeStefano, Salvo y yo seguimos conversando con Ventabren hasta bien entrada la noche, sentados en el porche y alrededor de una linterna asediada por insectos. Se estaba a gusto. Un frescor vigorizante inundaba el campo. De cuando en cuando aullaba un chacal, de inmediato invectivado en la oscuridad por perros errantes.

Ventabren hablaba mucho. Parecía estar desprendiéndose de la ranciedad de un siglo de silencio. Podía estar hablando durante horas sin darles la oportunidad de responder a sus interlocutores. Se daba cuenta de ello, pero no podía evitarlo. Clavado en su silla, se pasaba la mayor parte del tiempo contemplando la llanura y lidiando con sus recuerdos. Su vecino más cercano vivía a leguas de allí, al pie de las colinas, y estaba demasiado atareado con sus viñedos como para subir a visitarlo.

DeStefano se aburría. Por mucho que ojeara su reloj de bolsillo, no había quien detuviera al incansable hablador. Salvo fue quien puso fin a aquel delirio. Explicó a nuestro anfitrión que iba siendo hora de que nos acostáramos si queríamos entrenar en condiciones desde primera hora de la mañana. Ventabren estimó imprescindible contarnos una última anécdota antes de dejarnos ir.

Una vez en la cabaña, encendimos las dos lámparas de petróleo. DeStefano se desnudó delante de nosotros; se quitó el calzoncillo sin el menor reparo y se tumbó sobre las sábanas. Era velludo de pies a cabeza, con tupidas matas en los hombros y una horrible pelambrera rizada en el pecho. Salvo le dijo que tenía un culo de orangután y le aconsejó «deshierbar su patio trasero» si no quería que se aposentara en él una colonia de bicharracos. «¿Y qué te parece si te cedo mi “jardín delantero” para que me des uno de tus masajes?», le replicó el mánager. Reímos un buen rato antes de dormirnos.

Podía ver la ventana de arriba de la casona por el tragaluz que había junto a mi cama. Una luz de linterna imprimía sobre la cortina rosa la silueta de Irène, que se estaba desnudando. También ella dormía desnuda. Cuando apagó la luz a su vez, la noche se instaló definitivamente en todo el campo.