5

DeStefano se había hecho un montón de ilusiones desde que el Duque había hablado de ayuda económica. Creyó que podría arreglar el club, comprar un nuevo ring, sacos de entrenamiento y toda la parafernalia, así como reclutar a campeones en potencia y volver a empezar. Era demasiado bonito, pero ¿cómo no creérselo tras tantos buenos deseos? Llevaba años sin rendirse, rezando para que la suerte le echara un capote. Y es que no tenía elección. El club era toda su vida, estaba en ello desde que era un chaval. Por supuesto, había tenido altibajos y se había visto tanto a la altura del cielo como del felpudo, pero nunca se le había ocurrido tirar la toalla. Para él, no había nada después del boxeo, ni jubilación ni convalecencia, solo un blanco sideral. Con el Duque como padrino, había estado seguro de poder enderezar su destino. Hasta habían empezado a envidiarlo en el mundillo pugilístico, pues no tenía empacho en contar por doquier que el Duque había ido a verlo para hablar de negocios y perfilar juntos los contornos de una gloria que marcaría a generaciones enteras. Por la noche, en las tabernas, arracimaba a sus amigos alrededor de su mesa para embriagarlos con sus impresionantes proyectos. Para demostrarles que no eran elucubraciones, invitaba a rondas generales, con lo que dejaba a deber cantidades no menos impresionantes. El camarero no se hacía de rogar, convencido por igual de que al club de la calle Wagram le esperaban días mejores.

DeStefano estuvo una semana leyendo la prensa con lupa en busca de un artículo que destacara mi victoria sobre el Rojo y nos trajera de vuelta al Duque. Ni L’Écho d’Oran ni el vespertino Le Petit Oranais habían dedicado una línea a mi combate. Ni una mísera reseña. DeStefano estaba indignado. Era como si los dioses se hubiesen confabulado contra él.

Yo no era muy consciente de lo que nos jugábamos. Hasta diría que el desamparo de DeStefano no me afectaba. Sabía que los rumíes tenían una mentalidad extraña, que se complicaban la vida por culpa del mektub, en el que no creían demasiado. Para mí, las circunstancias obedecían a unos imperativos que no eran de mi incumbencia y tenía que adaptarme a ellas. Rebelarse contra la fatalidad, lejos de conjurarla, exponía al amotinado a penas más severas que se ensañarían con él hasta en la tumba... Entrenaba mañana y tarde con cada vez mayor ahínco, seguro de que llegaría una bonanza y de que mi salvación se hallaba en la punta de mis guantes. Si la prensa me ignoraba, radio macuto funcionaba a tope, dando realce a mis combates y poniéndome por las nubes. En Medina Jdida, ningún encargado de la cafetería me dejaba pagar. Los niños me aclamaban y los chibanis dejaban de desgranar su rosario cuando me veían para desearme baraka por siempre.

Invité a Gino a cenar a casa de mi madre. Como mis últimas victorias me habían hecho ganar una pequeña fortuna, quería festejarlo en familia. Mekki se unió a nosotros sin demasiado entusiasmo. No le gustaba que me dedicara al boxeo, pero tampoco me lo tenía ya en cuenta. Ya no era ningún niño.

Mi madre nos preparó una cena estupenda: chorba de garbanzos, pollo asado y relleno de aguaturma, pinchitos de hígado de cordero, fruta del tiempo y dos botellas grandes de soda Hamoud Boualem compradas a un tendero oriundo de Argel.

Antes de que nos sentáramos a cenar, rogué a mi madre que no reavivara la pena de Gino, pues tenía la manía de mentar lastimeramente a su difunta madre cada vez que acudía a cenar con nosotros, aguándonos así la fiesta. Mi madre hizo un gesto de conjuro y prometió evitar hablar de cosas tristes. Cumplió con su palabra. Al final de la comida, cuando se disponía a recoger la mesa para servirnos el té, saqué de mi bolsa una caja envuelta en tafetán y se la tendí.

—¿Qué es? —preguntó.

—Ábrela.

Cogió el regalo con precaución y deshizo el lazo. Sus ojos se abrieron desmesuradamente cuando vio un kholkhal, una pulsera tobillera de oro macizo en su estuche.

—No es tan bonito como el tuyo, pero pesa lo suyo. He buscado en todas las joyerías árabes y es el mejor que he visto.

Mi madre estaba patidifusa.

—Esto ha debido de costarte un ojo de la cara —me dijo entre jadeos.

Mekki se levantó a su vez, fue a su habitación y regresó con un paquete envuelto en un trapo cuyos nudos deshizo de rodillas ante mi madre. Puso sobre la mesa el kholkhal con cabezas de león.

—No me atreví a venderlo ni a empeñarlo —le dijo—. Lo guardé para ti porque te pertenece. No se lo habría cedido a nadie por nada en el mundo.

Emocionada, temblando de pies a cabeza, mi madre se le echó al cuello y luego me abrazó a mí. Noté los latidos de su corazón contra mi pecho y sus lágrimas correr por mi cuello. Avergonzada por la presencia de Gino, se tapó el rostro con el fular y se refugió en la cocina.

Acompañé a Gino a su casa. Hacía una noche espléndida, olía a ámbar y menta. En el cielo relucían millones de constelaciones. Unos jóvenes se tronchaban de risa bajo una farola. Caminamos en silencio hasta el bulevar Mascara, por el que solo circulaba un tranvía vacío. Me sentía ligero y fresco; una franca alegría me henchía los pulmones. Estaba orgulloso de mí.

—Esta noche duermo en casa de mi madre —dije a Gino ante el portón de su casa—. Solo subo a dejar mi bolsa.

Gino encendió la luz de la escalera y subió por delante de mí.

Al llegar a la habitación de su madre, ahora convertida en salón, dio un respingo. Sobre la cómoda había un fonógrafo de trompeta nuevo y una pila de discos dentro de sus fundas.

—Este es mi regalo para ti —le anuncié.

—No era necesario —me dijo con un nudo en la garganta.

—¿Te gusta?

—¿Cómo no?

—Ahí tienes todo el repertorio de la música judeoandaluza. Así ya no tendrás que aventurarte a horas imposibles por esos lugares de perdición.

Gino echó una ojeada a la pila de discos.

—¿Dónde has comprado esto?

—En una tienda de lujo del centro —le precisé.

Gino soltó una carcajada.

—No sé si será de lujo, pero te la han pegado bien. Aquí hay solo música militar.

—¡No me lo puedo creer!

—Te juro que es verdad. Mira, está escrito en las fundas.

—¡Menudo estafador! ¿Cómo adivinó que no sabía leer? Iba vestido como un señorito y con el pelo engominado. Te juro que insistí. Quería discos de música judeoandaluza, le dije que era para un gran aficionado al género... ¡Qué cerdo! Además, me costó un pastón. Mañana temprano iré a hacerle una visita.

Gino soltó otra risotada, conmovido por mi decepción.

—Tampoco pasa nada, hombre. Así ya no tendré que detenerme en los quioscos de música para escuchar la fanfarria militar.

Fue hacia mí y me dio un fuerte abrazo.

—Gracias... de todo corazón.

Dos semanas después, DeStefano me interceptó en la entrada del club. Se le veía radiante de alegría. ¡El Duque se lo había «pensado»! «Esto ya está hecho», me anunció Francis frotándose las manos. Frédéric Pau estaba sentado de lado sobre el borde del cuadrilátero, con las piernas cruzadas y los pulgares asidos a sus tirantes. Sonreía de oreja a oreja. «Choca estos cinco, chaval —me dijo—, a partir de ahora somos socios.» Me informó de que su patrón nos invitaba a DeStefano y a mí a su casa para cerrar el trato. Le previne que no firmaría nada sin que estuviera Gino delante, para indignación de Francis, cuyo rostro se ensombreció de pronto. Frédéric me dijo que eso sería para más adelante y que solo se trataba de un encuentro amistoso. Por la tarde, un rutilante cochazo se detuvo ante la mercería del bulevar Mascara. Gino y yo estábamos en el balcón tomando una naranjada. Filippi se apeó del vehículo, vestido con gorra y uniforme de botones. Nos saludó al estilo militar.

—¿Te ha echado Bébert del taller? —le preguntó Gino a voces.

—No.

—¿Entonces qué haces con ese uniforme de guripa endomingado?

—Soy chófer particular. El Duque necesitaba uno, DeStefano le habló de mí y me contrató sobre la marcha. El Duque se las sabe todas, pues por el sueldo de un empleado se ha llevado a un conductor y a un mecánico... Tengo algo para Turambo.

—Sube, el portón está abierto.

Filippi cogió con cuidado un paquete del asiento trasero y subió al piso. Contenía dos trajes, uno negro y otro blanco, dos camisas y dos corbatas.

—Es un regalo del patrón —me dijo—. Quiere que estés guapo esta noche. Ve al hammam a quitarte la mugre. Pasaré a recogerte a las siete y media de la tarde. Y ojo, que el Duque es muy puntual.

Filippi regresó al atardecer. Me había bañado y puesto el traje negro. Gino me ayudó a anudarme la corbata. Estaba delante del espejo del armario, peinado, perfumado... y descalzo. No tenía zapatos adecuados. Filippi me ofreció unos suyos, no los que llevaba, sino otros que tenía en su casa, en Delmonte. Nos pillaba de camino. Pasamos primero a recoger a DeStefano y, a las ocho en punto, llamamos a la puerta del nabab.

El Duque vivía en un gran chalet, al sur de SaintEugène, más bien una majestuosa casa solariega en medio de un inmenso y frondoso jardín. Un guarda árabe nos abrió la verja, rematada por una dorada reja de hierro, y tuvimos que recorrer unos treinta metros de sendero de gravilla bordeado por hortensias y delicados arbustos podados en forma de cubo antes de llegar a la escalinata con marquesina que daba acceso a la casa.

Frédéric Pau nos esperaba en el último escalón, embutido en un chaqué de color antracita que le daba un aspecto de zancudo. Le ajustó la corbata a DeStefano y le rogó que dejara el canotier en la entrada; luego me examinó con detalle, retocando un pliegue por aquí, un mechón de pelo por allá.

Había gente muy puesta charlando en una gran sala de cuyo altísimo techo colgaba una colosal araña; elegantes señoras, con guantes hasta los codos, acompañadas por distinguidos señores que llevaban unos fantásticos bigotes. Al verme, el Duque me abrió sus brazos y exclamó: «¡Ah, ahí está nuestro héroe!» No me abrazó ni me tendió la mano; se limitó a presentarme brevemente a sus invitados, que se me quedaron mirando, algunos con interés, otros con curiosidad, antes de darme la espalda y proseguir con su delicada cháchara. Todos tenían cierta edad; sin duda eran matrimonios con el riñón bien cubierto y altos cargos de la Administración. DeStefano me soltó al oído que el gordinflón narigudo era el alcalde y el larguirucho de sienes plateadas el prefecto. En la veranda, algo apartado, un dignatario parisino con sombrero de copa y chaqué fingía tomar el aire para desmarcarse de la fauna local y realzar su aura metropolitana.

Un sirviente pasaba entre los invitados con una bandeja llena de copas. DeStefano cogió de inmediato una de champán; yo no me serví, cohibido por el fasto que me rodeaba, por la sofisticación de las señoras y la altanería de sus acompañantes.

Una joven adolescente se me acercó, peripuesta y saltarina, con las manos unidas en la espalda y un azoramiento mezcla de timidez y de curiosidad.

Estaba muy mona con sus trenzas rubias y sus ojazos azules.

—Me llamo Louise, soy la hija del señor Bollocq...

No supe qué responder.

DeStefano me hizo un guiño de lejos que no me agradó demasiado.

—Papá está convencido de que usted será campeón del mundo.

—El mundo es muy grande.

—Lo que papá dice siempre se acaba cumpliendo.

—...

—Me encanta el boxeo. Papá no me deja ir a ver los combates, pero los sigo por la radio. Los de Georges Carpentier son extraordinarios. Pero, ahora que papá tiene a su propio campeón, ya no seré tan seguidora suya...

Se irguió con timidez sobre la punta de los pies, pasándose una y otra vez la lengua por los labios.

—¿Cómo hacen para aguantar tantos golpes durante tantos asaltos? Hasta el locutor se quedó casi grogui al describir la cantidad de puñetazos que os dabais en el ring.

—Nos entrenamos mucho para aguantar.

—¿Y eso duele?

—No tanto como un dolor de muelas.

Una refinada señora interrumpió nuestra conversación. Tenía unos cuarenta años y una majestad agresiva. Me rozó con la mirada, agarró a la chica por el brazo y la alejó de mí.

—Louise, querida, no molestes a este joven. No tardaremos en cenar.

Era la señora Bollocq.

Louise se dio varias veces la vuelta para gratificarme con una sonrisa contrariada antes de desaparecer entre los invitados.

Una vez sentados a la mesa, el Duque hizo un discurso solemne en el que prometió que Orán tendría su campeón de África del Norte pronto —yo, para el caso—; esta ciudad tenía que restregar su propio ídolo por las narices a «la pija» Argel, para lo cual todos, Administración, hombres de negocios y mecenas, tenían que arrimar el hombro si querían devolver a la población más emancipada de Argelia el lustre que le correspondía. Dedicó un largo minuto a elogiar mis posibilidades y mis hazañas e insistió en la necesidad de participar todos en mi consagración; agradeció efusivamente al alcalde, al prefecto y a las autoridades que hubiesen aceptado unirse a él para iniciar con esta velada una nueva era engalanada con trofeos, títulos rimbombantes y atletas emblemáticos. Cuando acabó el discurso, brindó por todos los que, de cerca o de lejos, por interés o por chovinismo, con su dinero o su corazón, contribuían al desarrollo de la maravillosa ciudad de los dos leones.

Durante toda la cena, mientras señoras y señores se atiborraban y reían las gracias a un Duque insuperable en su arte de entretener, Louise no dejó de observarme y de hacerme señales amistosas desde la otra punta de la mesa.

Gino entró en mi habitación. No entendía por qué no había apagado la luz y seguía tumbado en la cama sin desvestirme, mirando fijamente el techo. Acercó una silla y se sentó a mi lado, encendió un cigarrillo y echó el humo hacia mí.

—¿Te pasa algo?

—¿Acaso me estoy quejando?

—No, pero estás raro. Tu silencio me preocupa, y también tu insomnio. ¿Has firmado algo a mis espaldas?

—Eso ya lo he acordado con DeStefano. Tú eres y serás el único en encargarte de mis asuntos.

—Entonces, ¿por qué no duermes? Tienes dos entrenamientos mañana, y tu próximo combate dentro de tres semanas.

Me mantuve un largo rato callado antes de confesarle:

—Creo que estoy enamorado.

—¿Así, de pronto?

—A eso lo llamáis flechazo, ¿no es así?

—Eso depende del ladrillazo que te den en la cabeza. ¿Vas en serio?

—Ya ves que no consigo dormir.

—¿Y quién es la afortunada?

—Se llama Louise. Es la hija del Duque. Lo malo es que no tiene más de catorce o quince años.

—¿Seguro que eso es lo único malo?

—Ya soy un hombre. Necesito a una mujer y tener hijos.

—Deja ya de ponerte trabas. No tienes ninguna necesidad de complicarte la vida. Eres demasiado joven para ahorcarte. Olvídate de todo eso. Lo que un campeón necesita es un buen saco de entrenamiento y libertad. Además, el Duque te arrancará la piel como se entere de que le has echado el ojo a su hija.

—¡Qué sabrás tú!

Al día siguiente, yendo hacia el club, di media vuelta y tomé el primer tranvía que pasó. Compré en una floristería de Saint-Eugène un bonito ramo de peonías rojas y acabé llamando a la verja de los Bollocq. El árabe me preguntó qué quería. Le enseñé mi ramo de flores. Me pidió que lo siguiera hasta la entrada de la casa y esperó las instrucciones de la señora. Esta no pareció encantada de verme. Le dije que llevaba esas flores para su hija. Me dijo que era muy amable por mi parte, pero que no era necesario, y pidió al guarda que me acompañara hasta la salida. No tuve oportunidad de ver a Louise.

Hacia mediodía, Frédéric Pau vino al club a decirme que el Duque quería verme. De inmediato. Bajé del cuadrilátero y fui a cambiarme. Frédéric me esperaba, impaciente, en el coche. Me llevó directamente a la oficina del nabab, en el paseo marítimo.

El Duque pidió a su consejero que nos dejara solos y cerró la puerta tras él. Estábamos en una gran sala adornada con cuadros de grandes maestros y figurillas.

—Por lo visto, has pasado esta mañana por mi casa —me dijo extrayendo un puro enorme de una caja de marfil que había sobre una cómoda.

—Así es, señor. Pasé por ahí y pensé...

—Tengo una oficina, Turambo —soltó el puro y me fulminó con la mirada.

—Fui para regalarle un ramo de flores a Louise.

—Por si no te habías dado cuenta, tiene todo un jardín para ella.

Pensaba que me había llamado para firmar papeles o negociar algún combate, de modo que la actitud del nabab me desconcertó. No sabía exactamente de qué iba, pero estaba claro que me reprochaba algo.

Me ordenó con el dedo que lo siguiera. Cruzamos su despacho de paredes forradas de madera y salimos al balcón que daba a un patio interior en cuyo centro se alzaba un gigantesco plátano. El Duque se apoyó en la balaustrada de hierro fundido, husmeó el aire, recompuso su figura mirando hacia el sol y, sin volverse hacia mí, me señaló el plátano.

—Mira este árbol, Turambo... Estaba ahí antes de que naciera mi bisabuela. Puede que antes de que los primeros civilizados se instalaran en estas tierras berberiscas. Ha sobrevivido a las conquistas y a un montón de batallas. A menudo, cuando me lo quedo mirando, me pregunto cuántos amores han nacido a sus pies, cuántas confidencias se han hecho a su sombra, cuántos complots se han fraguado bajo sus ramas... Son muchas las generaciones que ha visto desfilar... Sin embargo, ahí sigue, impasible y callado, como si la cosa no fuera con él... ¿Sabes por qué ha sobrevivido a tantas épocas y por qué nos sobrevivirá? Porque se mantiene en su sitio. No se le ocurre pisar jardines ajenos. Y tiene razón. Si permanece ahí, tranquilo y a sus anchas, es para que ningún otro árbol le haga sombra.

—No entiendo, señor.

—Pues tienes que entender esto, jovenzuelo. Para mí solo eres una inversión, no un miembro de mi familia, ni un amigo ni un allegado. Eres un caballo de carrera por el que he apostado bastante pasta, y si me porto bien contigo y te mimo no es por afecto, sino para que no me decepciones. Pero, por muchas satisfacciones que me des, seguirás siendo el morito a quien más le vale no interpretar mal lo que hacen por él. ¿Me entiendes mejor ahora?

—No del todo, señor.

—Ya me lo imaginaba. Intentaré ser un poco menos pedante... —Repiqueteó con los dedos la barandilla—. No quiero que vuelvas a plantarte en mi casa sin que se te haya invitado y te prohíbo que te acerques a mi hija. No somos de la misma clase, y menos aún de la misma raza, así que mantente en tu sitio, como este árbol, y nadie te pisará los callos... ¿Ha quedado claro, Turambo?

El sudor de mis manos empañó la barandilla. El sol me quemaba los ojos. Aquello fue peor que una ducha fría.

—Tengo que ir a entrenar, señor —balbuceé.

—Estupenda idea.

Me sequé las manos en mi pantalón y fui hacia la puerta.

—Turambo...

Me detuve en medio de la sala sin volverme hacia él.

—En la vida, como en el boxeo, hay reglas —dijo.

Asentí con la cabeza y seguí caminando.

Aquel día me desahogué con el saco de entrenamiento hasta dejarme los brazos clavados a los hombros.