4
El sueño es el tutor del pobre, y su crítico. Nos coge de la mano y nos lleva consigo para, luego, tras habernos entretenido con mil promesas, dejarnos en la estacada. Es un listillo y un psicólogo muy fino: nos atrapa por el sentimiento del mismo modo que se pilla a un mentiroso; una vez que le hemos abierto nuestro corazón y nuestra mente, nos deja allí plantados, en plena desbandada, con la cabeza llena de viento y un agujero en el pecho... hasta que solo nos quedan los ojos para llorar.
¿Qué decir de mi propio sueño? Era cautivador, como lo son todos. Me mecía el alma con tanta ternura que lo prefería a mi madre sin vacilación. Y es que estaba ciego, o más bien solo veía a través de él. Pero el sueño no tiene valor ni pertinacia. Se escaquea cuando toca echar cuentas; sus pormenores se van deshilachando por puro desgaste y uno regresa al mundo real igual de tonto que antes, pero con el disgusto añadido de encontrarse la casilla de salida aún más desalentadora. De pronto, el crepúsculo deviene en auto de fe de las ilusiones y el color de la noche nos remite a la ceniza de nuestros vanos empeños, pues nada de lo que deseábamos se ha cumplido.
Mi madre decía que los dioses solo son grandes porque los miramos desde abajo. Eso vale también para los sueños. Al levantar la vista de los zapatos que estaba abrillantando, me percataba de lo pequeño que era. Mi cepillo no tenía nada de lámpara maravillosa, y a ningún genio se le ocurriría refugiarse en un zapato viejo. Tras pringar durante seis meses, seguía sin tener con qué comprarme un pantalón; las casas sólidas y numeradas sitas en calles con nombres se fueron alejando de mi vida como cruceros rumbo a Jauja, mientras yo me pudría en mi isla desierta dejando correr la arena entre mis dedos. Pero aunque mi mano fuera verde, ¿cuándo se ha visto florecer el desierto?
Bastó con que un chaval me señalara con el dedo para que mi sueño se fuera al garete. Me disponía a comer algo bajo un árbol, sentado sobre mi caja, cuando oí: «¡Es él, señor agente!». Era un chiquillo europeo, vestido como un príncipe, rubio y de ojos azules. No lo conocía de nada y no sabía qué quería de mí. Pero la desgracia no sabe quedarse en su sitio. Primero espera y, cuando se cansa de hacerlo, viene a por uno. El policía no se anduvo con chiquitas. De entrada, me aporreó la cara. Un árabe es culpable por naturaleza. No se sabe de qué, exactamente, pero tampoco te dejan preguntarlo. Ignoro de qué me acusaba el pequeño rumí, ya que no se tomó la molestia de decírmelo. El mendrugo se me quedó atravesado en la garganta, ni siquiera consiguió pasar con la sangre que empezó a brotar de mi boca. El señor agente me siguió golpeando con su porra y se lio a patadas conmigo. «¡Chusma asquerosa! —me gritó el señor agente—. ¡Basura! ¡Piojoso! Lárgate a tu pocilga y no salgas de ella. Como te vuelva a pillar merodeando por aquí, te enchirono hasta que las ratas hayan acabado de roerte los huesos.»
Medio desvanecido, con los miembros hechos papilla y la cara rajada, salí corriendo de la ciudad y dejé atrás mi caja de limpiabotas, mis estúpidos ensueños y otro montón de cosas que solo un campesino de mi edad podía ser tan ingenuo como para creerse.
No volví a pisar Sidi Bel Abbes. Nuestra estancia en Graba se hacía eterna.
Llevábamos dos años empantanados allí.
Mekki me cogió con él para tenerme vigilado. Había fabricado un mostrador con tablas de madera y vendíamos, además de la sopa, huevos duros y tomate con cebolla.
Ya solo me reunía de higos a brevas con mis amigos. Nos veíamos en el mismo sitio, en aquel huerto desolado, pero pocas veces coincidíamos todos; siempre echábamos a uno de menos.
A Ramdane le había salido una hinchazón muy fea en el vientre. El curandero le dijo que se debía a los pesados fardos que cargaba y descargaba de sol a sol. Ramdane se negó a tomarse en serio las recomendaciones del curandero. Se enrolló una venda alrededor de la cintura para contener su hernia y volvió al tajo. Cada día se le veía peor. En cuanto a Gomri, se buscó una «novia» y empezó a dejarnos de lado para verse con ella detrás de los cerros arbolados. Una noche Sid Roho y yo lo seguimos. La novia era una cría de Kasdir, fugitiva o huérfana, pues en aquellos tiempos había que ser una de las dos cosas para vagabundear de noche y juntarse con chicos. Tenía una cabeza grande y ahusada que se cubría con un velo, hombros estrechos y el pecho plano, unas piernas muy largas y delgaduchas. Parecía un saltamontes. Se reía sin motivo cuando Gomri se la comía con los ojos y se colocaba las manos entre las piernas como para contener las ganas de mear. Menuda calentorra era la chavala, una auténtica lengua de fuego recién salida del infierno. Se contoneaba, fingiéndose apurada, se llevaba los dedos a la boca, arrullaba, descubría poco a poco sus incipientes pechos y hasta se levantaba la falda por encima de los muslos para hacer babear al aprendiz de herrero. Ocultos tras un matorral, asistíamos a sus tejemanejes en medio de un silencio catedralicio. Sid Roho se masajeaba el pedúnculo y yo pensaba en Nora.
El invierno de 1925 fue terrible. Nadie en la región recordaba haber pasado tanto frío en su vida. Tras las lluvias diluvianas que inundaron nuestras casuchas, la helada convirtió el barrio de chabolas en una pista de patinaje. Nevó sin parar durante tres días. La gente se hundía en la nieve hasta la cintura; los niños no salían de sus madrigueras. Muchas chozas se derrumbaron bajo el peso de la nieve; algunas ardieron por las hogueras que se encendían dentro. Las tiendas cerraron durante dos semanas y el mercado se quedó vacío. El hambre mató a unas cuantas personas, y el frío, a decenas. Con el deshielo, aquello se convirtió en un cenagal y hubo más muertos y más derrumbes de casas. Cuando nos llegaron las primeras provisiones, se produjo un motín; el lisiado padre de Ramdane falleció pateado por la turbamulta.
También hubo estropicios en mi familia. Nora pilló tal enfriamiento que por poco se nos va. Mekki y mi madre no se movieron de su jergón durante una semana, devolviendo hasta el agua rancia que bebían. Era, por lo demás, lo único que podíamos llevarnos a la boca. Yo ardía de fiebre y tenía el cuerpo cubierto de forúnculos. Por la noche alucinaba: veía cucarachas por todas partes. Luego fuimos, uno tras otro, regresando a la vida. Menos mi tía Rokaya, que tenía las rodillas anquilosadas. No conseguía doblar las piernas ni incorporarse. Creímos que se moría, y poco le faltó. Sus miembros inferiores dejaron de responderle. Permanecía tumbada sobre su estera, rígida como una estaca. Al ver a mi madre y a Nora llevándola a rastras tras los matorrales para que hiciera sus necesidades, me di cuenta de lo inmunda que puede llegar a ser la condición humana.
Muchas familias recogieron sus escasas pertenencias y pusieron rumbo a otros purgatorios. Se habían quedado sin techo y ya no tenían nada que hacer en Graba. La de Ramdane fue una de ellas. Mi amigo metió en un carro a su madre y a sus hermanos y se llevaron el cuerpo del padre para enterrarlo en su aduar natal. Nunca regresó.
Sid Roho perdió a sus padres, víctimas del hambre y la enfermedad. Vino a despedirse de mí antes de abandonar esa cloaca.
—Siento mucho lo de tus padres —le dije.
—Siéntelo más por los supervivientes, Turambo. Mis padres han dejado de sufrir. Se acabó la función. Ahora solo quedo yo sobre el escenario, como un idiota y sin saber qué hacer con mi dolor.
—Es el destino, el mektub —dije a falta de otro argumento.
—El mektub, ¿ese quién es?, ¿eso qué es? Mi abuelo decía que la fatalidad solo afecta a quienes lo han probado todo sin éxito. Los fracasados carecen de excusa que suavice su infortunio. No creo que mis padres intentaran nada. Han muerto porque se limitaron a padecer lo que debieron combatir...
—Y ¿adónde vas?
Se encogió de hombros.
—Me la trae floja. Cuando me harte de ir de acá para allá, me detendré. El mundo es vasto y quien ha vivido en Graba puede hacerlo en cualquier parte. Lo peor siempre habrá quedado atrás.
Lo acompañé hasta la «carretera árabe» y lo vi alejarse renqueando hacia su destino, con su petate sobre la cabeza y su caja de limpiabotas en bandolera.
Era una mañana sombría y fea: ni siquiera piaban los pájaros.
Mekki admitió, a su vez, que había llegado la hora, teníamos que reinventarnos en otra parte. Nos reunió en nuestra casucha, cuyo techo había hundido la nieve.
—Creo que tenemos suficiente dinero como para intentar buscarnos la vida lejos de aquí —dijo volcando sobre un pañuelo nuestros ahorros—. De todos modos, ya no queda gran cosa que hacer en esta ratonera.
Era cierto. La mitad del gueto había quedado devastado por las inclemencias del tiempo, y los escasos vendedores aún asidos a su negocio iban arrojando la toalla, uno tras otro, por falta de clientela y de mercancías. Los proveedores preferían abastecer Kasdir y quitarse de en medio. La pista que conducía a Graba había quedado intransitable y los senderos estaban infestados de salteadores. Lo más alarmante eran los brotes de epidemias. Se hablaba de tifus y de cólera. La muerte seguía enlutando los hogares. El improvisado cementerio tras el vertedero militar daba fe de la amplitud de la catástrofe.
—Si no te hubieras decidido, yo me habría ido por mi cuenta —le declaró mi madre—. Llevo no sé cuánto tiempo esperando que admitas que aquí no pintamos nada. Pero se nota que los hombres sois igual de espabilados que las mulas.
El despecho de mi madre nos dejó atónitos. Se solía callar sus pesares como una gallina en periodo de incubación, pero esta vez expresó su hartura sin miramientos. Su inesperada salida de tono no hizo sino demostrar que nuestra bajada a los infiernos había tocado fondo.
Mi madre rebuscó entre un montón de fardos que había en un rincón, sacó un trapo bien atado y lo desanudó ante nosotros. A nuestros pies cayó una pulsera tobillera, un kholkhal de oro macizo magníficamente cincelado, rematado en sus extremos por dos cabezas de leones rugientes y con inscripciones caligráficas de una exquisita fineza en sus bordes; una auténtica obra de arte procedente de una época que nos habían arrebatado en que todas nuestras mujeres eran sultanas mimadas.
—Quédatela —le dijo a su hermano.
Mekki se negó a cogerla.
—No tengo derecho a quedármela. Esa joya fue de tu bisabuela.
—Ya no la necesita.
—Sí, pero ahora es tuya.
—Tengo hambre, y no pienso partirme los dientes mordiendo esto.
—No, no puedo... Es lo único que nos queda de nuestra historia.
—No seas tonto. No hay más historia que el presente, y nos estamos muriendo. Si está escrito que esta joya debe pertenecer a nuestra familia, ya retornará... Estoy asqueada de estas chabolas. Búscanos un sitio donde las personas parezcan personas para que podamos parecernos a lo que fuimos.
Agarró la mano de Mekki, puso encima la imponente joya y le cerró los dedos sobre ella, tras lo cual se apartó para reordenar sus fardos.
A menudo me he preguntado qué esperaba mi madre de la vida. Seguro que nada, como tampoco esperaba nada de la muerte que no fuera el alivio de acabar definitivamente con todo esto, con absolutamente todo, siempre que no hubiera infierno ni paraíso después, claro está.
Mekki salió al día siguiente en busca de un nuevo destino para nosotros. Sin previa elección. Iría pidiendo consejo a la gente por el camino. Pasaron diez días sin noticias de nuestro cabeza de familia. No conseguíamos digerir los tubérculos que recogíamos en el monte, ni tampoco dormir. Cada vez que un hombre se acercaba a nuestra casa, rezábamos para que fuera Mekki. Pero este seguía sin aparecer. A medida que se acercaba la noche, nuestra angustia iba en aumento y pensábamos lo peor.
Una mañana, Rokaya se despertó empapada de sudor y con las pupilas dilatadas.
—He tenido una pesadilla. No se me pasa el espanto. Creo que le ha ocurrido algo a Mekki.
—¿Desde cuándo tienes sueños premonitorios? —le preguntó mi madre con sequedad.
—¿Qué has visto? —intervino Nora.
Rokaya se movió con dificultad sobre su jergón.
—Mekki ya habría regresado aunque hubiera dado la vuelta al mundo...
—Volverá —la cortó mi madre—. Nos ha prometido buscar un lugar tranquilo, y eso no se encuentra a la vuelta de la esquina.
—Tengo un mal presentimiento, Taos. El corazón se me licua. No debió llevarse tu pulsera, con tanto bribón suelto por esos caminos.
—Calla. Le vas a traer mala suerte.
—Puede que ya haya ocurrido. Puede que Mekki esté muerto. Tu joya ha sido su perdición, y la nuestra.
—Cierra el pico, bruja. Dios no puede hacernos eso. No tiene derecho.
—Dios tiene todos los derechos, Taos. ¿Por qué blasfemas?
Mi madre salió al patio, furiosa y sin respuesta.
Jamás la había oído alzar la voz o faltar al respeto a su hermana mayor.
Mekki regresó extenuado, pero radiante. Lo vi de lejos hacerme señales entusiásticas y entendí que nuestra estancia en Graba tocaba a su fin. Lo acogimos como si fuese una bendición. Nos rogó que lo dejáramos comer primero, y luego, tras haber saboreado nuestra impaciencia, nos anunció que nos íbamos a Orán. Mi madre le señaló que Rokaya no soportaría un viaje tan largo, pero Mekki nos tranquilizó; un transportista de Kasdir que tenía que hacer una entrega en Orán había accedido a llevarnos en su camión por unos cuantos francos.
Recogimos nuestros trastos y utensilios, nuestros fardos y nuestras oraciones, y, al amanecer, subimos a la parte trasera del camión y cerramos los ojos para no ver alejarse el gueto; ya estábamos en otra parte.
Mekki nos había encontrado una vivienda en la fachada norte de Medina Jdida —un barrio arábigo-bereber* que la Administración llamaba el Poblado Negro—, un alojamiento hecho de obra dentro de un patio, con balcón y postigos en las ventanas, situado en la intersección de la calle Général-Cérez y el bulevar Andrieu, frente a un cuartel de artillería.
La estancia era espaciosa, con dos grandes habitaciones seguidas —una de las cuales daba a la calle y la otra a una explanada de tierra batida—, además de otra pequeña para cocinar; los aseos estaban en el patio interior, que compartíamos con la dueña, una viuda turca, y una familia cabileña que regentaba un hammam. Estábamos encantados con nuestro nuevo paradero. Nora soltó unas lágrimas para bendecirlo.
Tardé algo en familiarizarme con las cosas de la ciudad: sus aceras rectilíneas; sus calzadas, mortales para los distraídos, y los sustos que me daban los automóviles con sus estridentes bocinas. Pero estaba en la gloria. Nuestra casa tenía una puerta que se cerraba con llave y con un número encima; eso era lo que más había deseado.
Mi sueño por fin se había cumplido.
Durante los primeros días, disfrutaba apoyando un pie contra la pared y permaneciendo así durante horas para que los transeúntes supieran que vivía en la bonita vivienda de ventanas acristaladas; aquello me parecía tan esencial como el agua que sacábamos del pozo en el mismo patio, con lo que no teníamos ya que recorrer kilómetros para ir en su busca. Y por la noche, desde mi balcón, contemplaba las viviendas moras con sus farolas de gas, sus arqueadas fachadas encaladas, las celosías tras las cuales se movían sombras a la luz de los quinqués y, en la explanada ya tranquila, los curiosos que paseaban sin rumbo con sus faroles de mano, como luciérnagas gigantes llevadas por el viento. Los rociones del mar, que nunca antes había visto, se estrellaban contra el puerto y me humedecían el rostro con miles de refrescantes partículas. Bombeaba el aire hasta hinchar mis pulmones y me sorprendía canturreando melodías desconocidas, como si siempre hubiesen estado ocultas en mi subconsciente y mi alegría de repente las hubiera liberado para lanzarlas al cielo con nuevo aliento.
Desnortado por el bosque de casas idénticas y la inextricable red de avenidas, me pateé mi calle para memorizar mis referencias. Cuando aprendí a encontrar mi puerta con los ojos cerrados, me aventuré por las calles adyacentes y, más adelante, por los bulevares cercanos, de modo que a la semana me conocía de memoria Medina Jdida.
Mi tío se asoció con un mozabita herbolario y montó su tienda en el mercado árabe. Le llevaba su comida a mediodía y dedicaba el resto de mi tiempo a pasear.
Orán era una aventura sofocante, una encrucijada donde confluían todas las edades, cada una con sus galas. La modernidad lucía sus atractivos, que los viejos reflejos apenas se atrevían a mordisquear, como quien prueba un fruto sospechoso. Los autóctonos se percataban del nacimiento de una nueva era y se preguntaban qué tenía que ofrecerles y a qué precio. La ciudad europea exhibía sus ambiciones, frenética e intimidante, pero su bulimia contrastaba con la frugalidad de ellos, que no se veían en condiciones de llevarse una parte del pastel. El reparto no era muy equitativo y las oportunidades resultaban demasiado bizcas como para que todos pudiesen ver lo mismo de igual modo. Algo se estaba haciendo mal. Los excesivos desfases volvían las pasarelas peligrosas; la segregación, que convertía a unos en entidades abstractas y a otros en hechos consumados, mantenía entre las comunidades una desconfianza exacerbada. En aquella época, Orán maceraba en una mezcla de duda y de perplejidad alimentada por los prejuicios y los dogmas del repliegue sobre sí mismo. Nadie estaba tan loco como para confiar su madre al vecino.
Caminaba durante horas sin darme cuenta, absorto ante los misterios de los barrios que iba descubriendo con parsimonia, uno tras otro. Mi búsqueda de un empleo me llevó de una punta a otra de la meseta sur de la ciudad, moteada por jaimas de nómadas procedentes del desierto. Más allá del cementerio judío, como una tierra de nadie encajonada entre Sasanes y el campo de maniobras, vegetaba un espacio cuya poesía y encuadre rústico estaba adulterando la codicia urbanística; en medio de huertas esqueléticas, un puñado de casitas aún chorreantes de adobe y cubiertas con chapa sentaba las bases de una inminente aldea. Un poco más allá se extendía Lamur, una amplia extensión de gredas púrpuras cuadriculadas por patios rudimentarios. Los musulmanes de la ciudad veían con malos ojos las casuchas que los campesinos del interior estaban construyéndose alrededor de su territorio, en medio de un revoltillo de lonas podridas y de viguetas; a diario se producían broncas por incompatibilidad entre los locales y los recién llegados, lo cual obligaba a estos últimos, cada vez más invasivos, a conformarse con Jenane Jato, un lugar peligroso por el que nadie se aventuraba de noche. Al oeste, el barrio de Eckmühl se extendía hacia abajo por el barranco de Ras el-Aín, enguirnaldado con jardines hortícolas y casas escalonadas, callejas sombreadas y una plaza de toros. La mayoría de sus habitantes eran españoles, por lo general gente humilde y gitanos sedentarizados que se buscaban la vida como podían, acechando entre dos oraciones un símil de milagro que los sacara del apuro. Sus mujeres, muchas de ellas echadoras de cartas, vendían puerta a puerta encajes ajados o leían en las manos destinos improbables. Tenían la habilidad de detectar a los papanatas a leguas de distancia, y cuando un cliente vacilaba, lo acosaban hasta encasquetarle cualquier baratija. Mujeres asombrosas, combativas y charlatanas, capaces de engatusar al mismísimo diablo. Al noreste de Medina Jdida, más abajo de Magenta, se encontraba el Derb, la judería donde hombres tocados con un kipá negro se afanaban en sus tiendecitas tras haber encerrado bajo llave a sus esposas. Como hacían los nuestros. Salvo las chiquillas de pelo trenzado que jugaban con los niños a las tabas sobre las aceras, ni por asomo se veía a una adolescente en la calle. Era un barrio pobre, aunque se negara a reconocerlo. Por la noche, para que se notara que había alegría, salía una música mestizada de los cafés que hacía suspirar a las vírgenes tras los postigos de sus ventanas.
El mismo ambiente reinaba por doquier.
Cada comunidad recurría a sus habilidades específicas para sortear las vicisitudes de la vida. Era una cuestión de amor propio y de supervivencia. La música era la máxima expresión de su negativa a rendirse. En Médioni, Delmonte, Saint-Eugène, desde la pineda de los Plantadores hasta las alturas de Santa Cruz, la gente cantaba para no desaparecer. La flauta beduina daba la réplica a los tamborines, y, cuando los acordeones callaban en lo más hondo de las cocheras, la guitarra flamenca tomaba el relevo para que los oraneses no dejaran de sentirse vivos. Y es que, en Orán, la pobreza era una mentalidad, más que una condición. He visto a gente embutida en ropa requeteremendada y calzada desastradamente que caminaba con la cabeza muy alta. En Orán se toleraba estar al pie de la escala social, pero no a los pies de nadie. Desde Chollet hasta Ras el-Aín, donde las lavanderas escurrían la ropa a orillas del río, y desde la Scalera, que compartían españoles y musulmanes embrutecidos por tres siglos de guerras y represalias, hasta Víctor-Hugo, donde los inexorables avances de las barracas hacían retroceder las huertas, todo era cuestión de ejemplaridad. Cada cual velaba por el honor de los suyos. Por supuesto, a veces me interceptaba en alguna esquina una panda de golfillos defensores de su feudo y aficionados al garrecho, pero siempre aparecía un adulto para ponerlos en su sitio.
Orán también tenía sus espacios malditos donde oscurecía pronto, bajos fondos infestados de chulos y de malandrines, burdeles que apestaban a purgaciones y descansillos de escaleras donde se fornicaba de pie y a toda prisa. Los oraneses renegaban de esos lugares de perdición haciendo como si no existieran. Aquel al que se pillaba una sola vez por allí quedaba deshonrado de por vida. Eso quedaba para los forasteros, para soldados rasos encelados y marineros de paso.
Remontando la Alcazaba se llegaba a la Plaza de Armas, rodeada de árboles centenarios gruesos como baobabs; allí se reunían, juntas pero no revueltas, las distintas comunidades, tácitamente separadas por una línea de demarcación virtual. Era una plaza preciosa, reluciente bajo el sol, con su parada de tranvía, sus cafés y sus terrazas, así como con sus apresuradas mujeres, los engreídos engominados y sus llamativos automóviles, que adelantaban a los simones para impresionarlos. En la parte lateral sur se encontraba el ayuntamiento, con sus dos leones de bronce haciendo guardia ante la entrada; al oeste, el teatro, y al norte, el Círculo Militar. Inmediatamente después, sobrevolando el bulevar Seguin, estaba la explanada de Karguentah. Otro mundo. Llegaba hasta Miramar. Bella, suntuosa, narcisista. Era el reverso del espejo, donde las almas etéreas se esfumaban para no estropear el decorado; el elegante mundo de los ricos, de los que tenían derecho a creer y a poseer, a reinar y a perdurar, ante quienes el amanecer se cuadraba y la noche se velaba la cara para preservarlos del mal de ojo: la famosa ciudad europea, con sus aceras repletas de farolas, sus rutilantes escaparates, sus letreros luminosos, sus edificios haussmanianos adornados con estatuas que parecían surgir de las fachadas, sus plazoletas verdeantes, sus bancos de fundición y sus galerías marmóreas, su público trajeado de blanco y con gafas de sol, reacio a ese buen humor tan apreciado en las barriadas meridionales y visceralmente hostil a las carretas y a los desharrapados; gente taciturna, arrogante, tan sofisticada que me recordaba a ese gordinflón que me había soltado una hostia en Sidi Bel Abbes por haberle manchado un calcetín.
Por mi parte, solo me sentía en mi elemento en Medina Jdida, mi punto de referencia, mi refugio y mi patria. No me cansaba de husmear su aliento y de tomarle el pulso, atento al menor sobresalto. Medina Jdida olía a supervivencia enfebrecida. El aroma de las especias se entrecruzaba con los inciensos y el relente de las tenerías, se mezclaba con los olores de torrefacción y de los bazares, se unía al aroma de la hierbabuena de los cafetines y de las parrillas de pinchitos. Todas esas exhalaciones se fusionaban en una alquimia que compactaba el aire y mantenía el polvo en suspenso. Las luces del día rebotaban sobre los muros y las calesas, con lo que conformaban una sucesión de flashes que relucían como cuchillas de afeitar. Los pícaros corrían descalzos, con la cabeza rapada al estilo zuavo, volcaban los tenderetes en su huida y se mofaban de los vendedores; no merecía la pena correr tras ellos, pues ni las amenazas ni los palos conseguían calmarlos. Las calles estaban abarrotadas de gente dispar y febril, tocada con su fez, su chechia, su turbante o, a veces, su casco colonial. La venta al pregón confería al bullicio un espesor de migraña. Aquello parecía un ferial con sus colores chillones y su ambiente sabrosamente extravagante. Medina Jdida me gustó desde que conocí a su pueblo, el mío, tan distinto del de Graba. La pobreza era omnipresente pero pudorosa. Los inválidos despernados no se asían a los faldones de los transeúntes y los mendigos moderaban su salmodia. Los autóctonos, en su mayoría arábigo-bereberes, albornoz al hombro y bastón en mano, conservaban el aire de grandeza de los tiempos en que sus antepasados caminaban sin agachar la cabeza. Aquí, nada de tacos, ni de groserías: las fórmulas de cortesía eran de rigor. Los chibani llevaban con nobleza sus barbas blancas. No se sentaban sobre el suelo, sino sobre taburetes acolchados o sillitas de mimbre; se juntaban para desgranar su rosario con sus manos traslúcidas, y los jóvenes se acercaban a besarles el cráneo. En los atestados cafés, unos fonógrafos gangosos difundían sin tregua música cairota y los camareros sorteaban las mesas con su delantal inmaculado y una tetera sobre su bandeja. Cuando aparecían mujeres cubiertas por velos sedosos, los hombres apartaban la mirada por corrección. Por la noche, ya sofocados los ardores del calor, se formaban grupos en la explanada de tierra batida y se asistía a todo tipo de espectáculos. Los bailarines de lalaui sacaban sus panderetas y sus bastones; los encantadores de serpientes destapaban sus cestas y arrojaban a los pies de niños aterrados sus lascivas víboras; los virtuosos del garrote se enzarzaban en duelos pasmosos; más allá, un trovador fascinaba a sus oyentes con historias traídas por los pelos y entreveradas de canciones tan burdas como improvisadas, mientras que, a un tiro de honda, un adiestrador de monos se las daba frescamente de mago. El folclore de Medina Jdida era por sí solo una formidable conjura.
Mi universo recuperaba sus referencias: esa era mi gente, tal como había sido antes de que el infortunio la derribara, y ese mi elemento, por fin recobrado tras tantos exilios y naufragios.
Estaba emocionado y aliviado, seguro de poder crecer como un niño normal, fuera del alcance de gente como Zane y de la perversidad de las barracas, aunque siguiera pasando hambre y no llevara todavía ropa buena.