2

Los ogros no son sino los frutos alucinógenos y las coartadas de nuestras supersticiones, de modo que apenas valemos más que ellos, pues, siendo a la vez falsos testigos y jueces expeditivos, solemos condenar antes de deliberar.

El ogro Graba no era tan monstruoso.

Viéndola desde el mirador de mi colina, esa gente me parecía apestada y sus chabolas trampas mortales. Estaba equivocado. Bien pensado, el gueto era llevadero. Sin duda parecía un purgatorio, pero no lo era. En Graba, nadie pagaba por sus crímenes ni por sus pecados; nos limitábamos a ser pobres.

El aburrimiento y la ociosidad me llevaron a adentrarme cada vez más en el gueto. Tuve mi bautismo de fuego cuando empezaba a integrarme. Por supuesto, me lo esperaba.

Un carretero me ofreció un duro a cambio de que lo ayudara a cargar un buen centenar de haces de leña en su carro. Una vez acabada la tarea, el carretero me pagó la mitad de lo prometido, jurándome por sus hijos que era todo lo que llevaba encima. Parecía sincero. Lo estaba mirando alejarse cuando una voz me interpeló a mis espaldas.

—Con que trapicheando en mi territorio...

Eran los hermanos Daho. Me cortaban el paso. La cosa iba a ponerse fea. Peleones fuera de serie, reinaban sobre toda la chiquillería local. Si se veía a un niño correr con la cara entumecida, ello significaba que los hermanos Daho no andaban lejos. No pasaban de los trece años y ya hablaban como duros reclusos, ladeando la comisura de los labios. Detrás de ellos, sus acólitos se frotaban las manos ante la perspectiva de la tunda que me esperaba. Los hermanos Daho no sabían pasar de largo. Allí donde se detenían, tenía que correr la sangre. Esa era la norma. La soberanía odia las treguas, y los gemelos no creían en el reposo del guerrero. Achaparrados y faunescos, tan idénticos que uno creía estar viendo doble una misma calamidad, eran vivaces e hirientes como un latigazo. Los adultos los apodaban Gog y Magog, dos pequeños perdularios tan abocados a acabar en el patíbulo como las solteronas vírgenes a casarse con sus primos tontos. No tenía la menor oportunidad de salir airoso de la refriega, por lo que lamenté haberme topado con ellos.

—No tengo ganas de pelea —les dije.

Mi espontánea rendición suscitó unas risas sardónicas.

—Suelta lo que llevas en el bolsillo.

Saqué la moneda que me había entregado el carretero y se la tendí a quien correspondía. No me tembló la mano. No quería problemas. Quería regresar entero a casa.

—Hay que ser tonto para conformarse con tan poco —me soltó despectivamente Daho 1—. Nadie descarga una carretada por medio duro, pedazo de inútil. Cualquier capullo habría pedido el triple.

—No lo sabía —me excusé.

—Ahora enseña lo que llevas en los bolsillos.

—Os he dado todo lo que tenía.

—Mentiroso.

Supe por sus ojos que la confiscación de mis ganancias no era más que una entrada en materia y que lo importante era la paliza. Me puse de inmediato a la defensiva, decidido a vender caro mi pellejo. Los hermanos Daho pegaban siempre los primeros y sin previo aviso, aprovechando el efecto sorpresa. Golpeaban a la vez, sincronizados a la perfección, una piña en la napia y un barrido de piernas para desequilibrar a su presa. Lo demás era puro formalismo.

—¿No os da vergüenza juntaros tantos para apabullar al chaval? —tronó una voz providencial

Era la de un tendero que estaba de pie ante la puerta de su local. Con las manos sobre las caderas, el gorro estilosamente ladeado sobre un ojo y el bigote apuntando hacia arriba, meneó su gruesa humanidad para ajustarse los zaragüelles turcos y bajo sol se acercó. Tras mirar de pasada a la pandilla, clavó sus ojos en los gemelos.

—Si queréis pelear con él, hacedlo de uno en uno.

Esperaba que el tendero me sacara de apuro, pero lo único que hizo fue formalizar la somanta, de modo que yo seguí en las mismas.

Daho 1 aceptó el reto y empezó a remangarse la camisa entre risas y con los ojos relucientes de gozosa malevolencia.

—Echaos atrás —ordenó el tendero a los demás—, y no se os ocurra intervenir.

Se produjo un revuelo tan furtivo como expectante. La pandilla formó un círculo a nuestro alrededor. Daho 1 recalcó su rictus mientras me tanteaba. Me hizo una finta con la izquierda y me rozó la sien con un gancho. No le dio tiempo a rectificar, pues lancé el puño y, para mi asombro, lo alcancé en plena cara. La bestia negra de los chavales se desplomó como una marioneta y quedó tendido con los brazos en cruz. La pandilla se atrincheró tras una estupefacta indignación. El otro gemelo permaneció durante unos segundos anonadado, incapaz de asumir lo que sus ojos veían, antes de ordenar, enrabietado perdido, a su hermano que se levantara. El hermano no se levantó. Dormía el sueño de los justos.

Al presentir lo que se avecinaba, el tendero se colocó a mi lado y nos quedamos mirando como la pandilla recogía a su mártir, sumido en un sueño opaco cuajado de toques a rebato y de gorjeos.

—No has sido legal —me espetó un alfeñique crespo con patas de zancudo—. Le has pegado a traición y lo pagarás caro.

—Ya daremos contigo —me prometió Daho 2 limpiándose los mocos con el revés de la mano.

El tendero quedó un tanto decepcionado por mi procedimiento acelerado. Esperaba un espectáculo más consistente, con caídas y suspense, esquivas y puñetazos devastadores; o sea, una función gratis. Me confesó a regañadientes que, al fin y al cabo, estaba encantado de que alguien hubiese puesto por fin en su sitio a esa mala hierba que infestaba el gueto y que, a falta de oponentes, se creía con derecho a todo.

—Ya veo que no te andas con chiquitas. ¿Dónde has aprendido a pegar así?

—Es la primera vez que me peleo, señor.

—¡Guau! Esto promete... ¿Qué te parece si trabajas para mí? No es complicado. Montas guardia cuando estoy fuera y te encargas de alguna que otra cosilla.

Piqué en el anzuelo y no negocié mi sueldo, feliz de poder ganar algo para contribuir al esfuerzo de guerra familiar.

—¿Cuándo empiezo, señor?

—Ahora mismo —me dijo señalando con gesto reverencioso su asquerosa tenducha.

No sospechaba que cuando las almas caritativas intervienen para salvarte el pellejo, a veces es para despellejarte por su cuenta.

El tendero se llamaba Zane y gracias a él pude poner un nombre al diablo. Lo que Zane denominaba «alguna que otra cosilla» tenía mucho de trabajos de Hércules. Apenas había acabado una tarea, ya me estaba esperando otra. No me estaba permitido hacer una pausa para almorzar o descansar. Me obligó a ordenar esa leonera, una auténtica cueva de Alí Babá; colocar los productos en las estanterías; lustrar los trastos viejos; eliminar las telarañas con un cubo en una mano y un escobón en la otra, además de hacer las entregas a domicilio. Para ponerme a prueba, Zane me hizo unos cuantos «test de confianza». Dejaba por ahí algunas monedas sueltas y otros cebos para evaluar mi honradez, pero no me quedaba con nada.

En pocos meses, supe más sobre la naturaleza humana que un curtido veterano. Zane era por sí solo toda una escuela, y sus amistades, unas formidables lecciones de vida. Por su tienda vi desfilar de puntillas a extraños individuos, algunos con sospechosos paquetes, otros con proyectos chungos. Contrabandista, chantajista, encubridor, chivato de la policía y chulo, Zane controlaba su mundillo con mano de hierro, y con cada dedo en un chanchullo. En el gueto no se hacía ni un solo trueque o transacción sin su visto bueno y su consiguiente comisión. Compraba por una miseria y revendía a precios exorbitantes, con firmeza y sin escrúpulos. En Graba todo el mundo le debía algo. Se arrodillaban ante él y estaban dispuestos a lo que fuera con tal de no tenerlo en contra. Zane no se cortaba un pelo. Exigía la luna por una lata de conservas o un préstamo irrisorio. Aprovechaba al máximo cada oportunidad y abusaba sin reparo de la desgracia ajena. También era prendador. Cuando se trataba de una joya valiosa, pretextaba no llevar bastante dinero encima y pedía al cliente que regresara al día siguiente para así poder tenderle una trampa. El día siguiente, el cliente regresaba, empeñaba su joya, contaba la pasta y se largaba... para regresar diez minutos después sangrando por la nariz y con la ropa desgarrada como si acabara de luchar contra un oso. «¡Me han agredido! ¡Me han robado cerca de aquí!» Zane le contestaba, imperturbable: «¿Y a mí qué me cuentas? ¿No pensarás que tengo que escoltar a todos mis clientes hasta su casa?». Y mandaba a paseo al pobre diablo. Saltaba a la vista que aquello era cosa de mi empleador. Tenía secuaces a sus órdenes para lo que se terciara. Zane no se quedaba en esas prácticas, al fin y al cabo corrientes. Presumía de tener comprada a la pasma y de que le bastaba con chascar los dedos para enchironar a quien quisiera. Se le temía más que al infierno y nadie regateaba con él. Por la tienda solían recalar mujeres oscuras, cubiertas de pies a cabeza por mugrientos harapos y con apenas una rendija a la altura de los ojos para ver dónde pisaban. Por lo general, estaban empeñadas hasta las cejas y, por tanto, dispuestas a cualquier sacrificio a cambio de un terrón de azúcar o de una moneda. Zane las llevaba a la trastienda, las empujaba contra una gran mesa atestada de heteróclitos objetos, les levantaba los faldones hasta ponerles el culo al aire y las poseía sin miramientos. Le encantaba humillarlas y hacerlas sufrir antes de arrojarlas a la calle como si fueran trapajos. Creo que estaba loco. Había que estarlo para echar raíces en Graba pudiendo vivir en la ciudad; había que estar completamente chiflado para exhibir su fortuna ante unos pobres diablos que no tenían donde caerse muertos; había que ser un chalado suicida para violar en cadena a madres, hermanas y tías a sabiendas de que, en esta mortífera tierra, los secretos pronto dejan de serlo y la venganza es tan certera como una buena puñalada. A Zane le importaba un bledo, se sabía capaz de cruzar un campo de minas con los ojos cerrados. Los amuletos que llevaba encima podían más que todos los sortilegios y anatemas juntos. Su buena estrella era de cemento y no temía a los hombres ni a los dioses.

Según un morabito, cuando Zane entregue su alma y se quede con sus pecados, no irá ni al infierno ni al paraíso porque el Señor negará tajantemente haberlo creado.

Durante las primeras semanas, los hermanos Daho se acercaban para recordarme que tenía una deuda pendiente. Se mantenían a distancia para evitar una confrontación con mi temible empleador y me retaban como quien echa una maldición. Me hacían gestos obscenos, amenazaban con degollarme. Sentado ante la puerta de la tienda, no me inmutaba... Por la noche, mi tío Mekki venía a recogerme con una porra claveteada al hombro.

Un recadero destajista se pasa el día corriendo de acá para allá. Entre entregas y recados, mi campo de maniobra se ensanchó y no tardé en conocer a gente. En primer lugar, a Ramdane, un chaval canijo que se desdoblaba para subvenir a las necesidades de una familia numerosa cuyo padre carecía de piernas. Apenas había salido del vientre de su madre, tuvo que aprender a entrar en razón como un adulto. Sentía admiración por él, y aunque asimilaba solo a medias sus opiniones, sabía que tenían sentido y esa cualidad despachurrada por los escombros de los siglos y de las derrotas que los ancianos, nuestros chibani, llamaban «dignidad». Aquel chico tenía nervio. Aunque era dos años menor que yo, habría dado un brazo y una pierna por ser hijo suyo. Me tranquilizaba que existiera y aportase un mínimo de lealtad a nuestro descalabro colectivo, que había convertido los valores universales en imperativos egoístas, y la sabiduría ancestral, en una grosera artimaña de supervivencia. Gracias a Ramdane supe hasta qué punto era más loable ser útil que rico.

Más adelante conocí a Gomri, un aprendiz de herrador achaparrado y sólido como un mojón, un tanto grotesco con su delantal, demasiado grande para él. De pelo rizado y rojizo, picado de viruelas, de mirada límpida y piel casi albina, al principio me sentía incómodo con él debido a una vieja creencia tribal según la cual los pelirrojos albergan intenciones infernales. Estaba equivocado. Gomri no tenía malos pensamientos y tampoco pretendía timar a nadie. Acudía entre herrado y herrado a ofrecer a Zane martillos, hoces y demás utensilios fabricados por él. Su taller estaba cerca de la tienda y Zane me ordenaba que comprobara que no había gato encerrado, pues, a su parecer, las piezas del pequeño herrero estaban demasiado bien hechas para ser suyas. Entonces Gomri agarraba un trozo de hierro, lo hundía en la brasa hasta que se ponía rojo, luego lo colocaba sobre el yunque y lo golpeaba delante de mí. Como por ensalmo, el vulgar metal se iba convirtiendo en una herramienta casi perfecta.

Ramdane me presentó a Sid Roho, un negro de quince años apodado el Chivo desde que lo habían sorprendido tras un matorral con el pantalón bajado, abusando de una cabra vieja y pelada. Las malas lenguas cuentan que cuando parió la cabra, una delegación de bromistas fue a preguntarle qué nombre pensaba poner a la criatura. Sid Roho encajaba las pullas sin cabrearse. Era gracioso y servicial, y no habría dudado en ofrecer su última camisa a un necesitado. Ante Dios era un ladrón. Por mucho que los mercaderes lo tuvieran vigilado, conseguía birlarles lo que se proponía en un abrir y cerrar de ojos. Un auténtico mago. Lo he visto varias veces robar artículos de los tenderetes y ocultarlos en la capucha de la chilaba de algún transeúnte para recuperarlos a la salida del mercado. No creo que exista en el mundo un mangui más espabilado que él.

La amistad entre Ramdane, Gomri, Sid Roho y yo se fue afianzando sin darnos cuenta. No es que tuviéramos afinidades evidentes, pero nos llevábamos bien. Después de pringar durante todo el día, nos reuníamos por la tarde cerca de un huerto abandonado para contarnos nuestras últimas gracias y troncharnos con nuestras frustraciones hasta el anochecer.

En casa, la vida no nos iba tan mal. Mi tío resultó tener un gran olfato para los negocios y se las apañaba estupendamente. Construyó un carro con los restos de una carreta, colocó encima una olla de hierro colado y se dedicó a vender sopa de sol a sol en la plaza del gueto. Mi madre, mi tía y Nora no daban abasto para aprovisionarlo y repartir por los chiringuitos pan recién hecho. Ya no me acomplejaba su laboriosidad; ahora se me respetaba gracias a mi trabajo y, antes de acostarme, me dedicaban una oración aureolada de bendiciones. Me crecí por dentro y me sentí tan valiente como mi amigo Ramdane, hasta el punto de afirmar, con razón, que pronto tendríamos coloretes en las mejillas y medios para mudarnos a una verdadera casa con cerrojo en la puerta y postigos en las ventanas, situada en algún lugar donde las tiendas estarían mejor abastecidas y donde habría un hammam en cada esquina.

Estaba ordenando unas estanterías cuando una sombra se deslizó detrás de mí y entró en la trastienda. Solo vi un velo blanco que desaparecía tras la cortina. Una sonrisa de satisfacción estremeció el rostro de Zane. Primero verificó el contenido de su caja de caudales y luego, atusándose el bigote, me señaló la puerta con la cabeza para que montara guardia.

Zane tenía menos escrúpulos que una hiena, pero temía que maridos celosos o familiares demasiado pundonorosos siguieran a sus conquistas femeninas.

—No quiero intrusos, ¿está claro? Larga a los mendigos y di a los clientes que vuelvan más tarde.

Asentí con la cabeza.

Zane carraspeó y fue tras su presa. No los veía, pero los oía.

—Vaya, vaya —dijo con su tono de tirano—, has acabado aviniéndote a razones.

—A mi hijo y a mí no nos queda nada de comer —explicó la mujer ahogando un gemido.

—¿Quién tiene la culpa? Te hice una oferta y la rechazaste.

—Soy madre, no... no me vendo a los hombres.

Yo estaba seguro de que conocía esa voz.

—Entonces, ¿qué pintas aquí? Creí que habías cambiado de opinión y comprendido que a veces no hay más remedio que hacer concesiones si se quiere tener lo que no se puede pagar...

Silencio.

La mujer lloraba con resignación.

—La vida es un toma y daca —prosiguió Zane—. No pretendas ablandarme haciéndote la mosquita muerta. O te levantas el vestido o te vas por donde has venido.

Silencio.

—¡Bueno, qué! ¿Quieres o no mis cuatro soldi?

—¡Dios mío! ¿Qué será de mí después?

—Eso no es asunto mío. ¿Vas a enseñarme ese culito tan mono, o no?

Llantos.

—Así me gusta. Ahora, date la vuelta, cariño.

Oí a Zane empujar a la mujer contra la mesa. Esta soltó un grito atroz. Unos chirridos desenfrenados cubrieron de inmediato sus gemidos hasta que el estertor triunfante de Zane puso fin a aquello.

—¿Ves como no era complicado?... Puedes volver cuando quieras. ¡Ahora lárgate!

—Me prometiste cuatro soldi.

—Sí, dos ahora y los otros la próxima vez.

—Pero...

—He dicho que te largues.

Se levantó la cortina y Zane arrojó fuera a la mujer, que cayó de rodillas. Al levantar la vista, me vio frente a ella. Su rostro violáceo se quedó más blanco que un sudario. Desconcertada, afligida, recogió a toda prisa su velo y huyó como si se le hubiese aparecido el mismísimo diablo.

Era nuestra vecina viuda.

Por la noche, al regresar a casa, me interceptó en la esquina de la calle. Había envejecido veinte años en pocas horas. Desmelenada, desencajada y babeante, parecía una bruja recién salida de un trance. Me agarró por los hombros y su voz me llegó como un agónico aliento:

—Te lo suplico, no cuentes a nadie lo que has visto.

Me avergoncé y apiadé de ella. Sus dedos me estaban triturando. Tuve que separarlos uno por uno para que me soltara.

—Yo no he visto nada —le dije.

—Sí, antes, en la tienda.

—No sé de qué tienda me hablas. Déjame volver a casa.

—Me mataría, hijo mío. No sabes cuánto lamento haber cedido al hambre. No soy una desvergonzada. Creía que nunca pasaría por ahí. Pero fíjate... Nadie está a salvo. No es una excusa, es una realidad. Nadie debe saberlo, ¿me oyes? Me moriría al segundo.

—Te repito que no he visto nada.

Me abrazó; me besó la cabeza y las manos, y se puso a gatas para besarme los pies. La repelí y me apresuré en llegar a casa. Cuando me hube alejado, la vi encogida ante un montón de chatarra, llorando a lágrima viva.

Al día siguiente desapareció.

Cogió a su hijo y no se sabe adónde se fue.

Nunca la volví a ver.

Me di cuenta de que ignoraba hasta su nombre, el suyo y el de su hijo.