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El Duque había elegido el lugar adecuado para ponerme en forma. Era una gozada despertar por la mañana sin oír el bullicio del zoco ni el griterío de los vendedores al pregón. Ni los chirridos de las carretas, ni las bocinas de los coches, ni las persianas metálicas de los locales. El campo nos acogía con una calma tan depurada que uno seguía soñando despierto. Me lavaba la cara en el abrevadero, husmeaba el olor de la tierra baldía y el de las huertas que nos llegaba de la llanura, me llevaba las manos a las caderas y dejaba que mi mirada se fundiera con el paisaje. El rebuzno de un asno invisible me devolvía a la autenticidad del mundo y el correteo de una musaraña por la hierba seca despertaba en mí sensaciones sublimes en su sencillez. Aquello era mágico. Me acordaba cuando de niño, de pie sobre una roca, oteaba el horizonte y me preguntaba qué habría detrás. Me habría quedado allí para siempre; mi fibra campesina se agitaba dentro de mí como una lucecilla.
Llevábamos una semana en la casona. Al amanecer, DeStefano, Salvo y yo salíamos a conquistar las cimas y regresábamos a la hora del almuerzo, sudorosos y con la lengua fuera, pero encantados. Seguíamos entrenando tras el almuerzo. Después del saco y de practicar fintas y esquivas, Salvo me daba un masaje reparador. Por la noche, nos uníamos a Ventabren bajo un árbol y nos dejábamos mecer por sus inacabables relatos. Aparte del petardeo de la moto del lechero, que acudía diariamente a las nueve, estábamos aislados de la civilización.
Cuando aparecía el lechero se acababa la quietud rural. Tenía unos cincuenta y tantos años y nunca miraba de frente, pero sabía hacerse imprescindible gracias a los sabrosos cotilleos que iba recolectando por los pueblos aledaños. Yo apenas escuchaba sus indiscreciones. La verdad es que me caía mal. Era un tipo extraño, esquivo y vicioso; un granuja de mirada taimada y un perverso repugnante. Una vez lo pillé con la nariz pegada a la ventana de la cocina, espiando a Fatma y toqueteándose. Me daba mucho asco. Verlo arrancar su moto para irse era para mí una liberación, como si se me pasara una fuerte migraña.
DeStefano, Salvo y yo nos divertíamos mucho. Una mañana fuimos a ver el mar. Nos echamos al hombro unas mochilas con comida y bebidas y escalamos la montaña. Tardamos cuatro horas en alcanzar un morabito que remataba su cumbre. Allí nos detuvimos y contemplamos el mar hasta hartarnos.
Irène no solía almorzar con nosotros. No parecía encontrarse a gusto en aquella casona. Su relación con su padre era algo tensa. Casi no se hablaban. Cuando Alarcon Ventabren se ponía a hablar de sus tiempos de campeón, Irène se escaqueaba sin más. Algo no funcionaba entre ambos. Parecían unidos por un contrato moral: él asido a sus pretéritas hazañas y ella a su silla de montar, pero sin que se guardaran un afecto real.
Salvo quiso saber si Ventabren era viudo o divorciado. El antiguo boxeador prefería hablar de su padre: «Nunca lo eché de menos —me contó una noche, entre dos copas de anís Phénix—. Mi viejo, cuando no estaba encanallado en alguna parte, estaba en el talego. De joven soñaba con ser un capo, seducido por el dinero fácil y la vida de placeres, pero no daba la talla. Ambicionaba pastorear un rebaño de putas, rodearse de una pandilla de canallas de rostro patibulario y vivir de las rentas hasta que un rival lo desbancara. Tras haber robado a unas cuantas viejas solitarias y extorsionado a un par de tenderos, ya se veía pavoneándose por los bulevares con su boina hundida en la frente y los dedos llenos de sortijas. Se peleaba por nada para forjarse una leyenda, pero al final cualquier pelagatos le partía la cara. En realidad, nadie se lo tomaba en serio. Todos sabían que era un bocazas y un gallito, y que su demonio interno carecía de talento para imponerse. Tras una buena temporada en el trullo, pensó en sentar la cabeza, pero no servía para crear una familia. Vivía como un animal, sin presencia de ánimo ni sentido de la responsabilidad. Se casó con mi madre por sus joyas. Después de estrujarla a fondo, la mantuvo a su lado por si acaso; al menos así tenía donde ocultarse cuando andaban tras él. Nunca me tomó en sus brazos. Cualquier transeúnte me acariciaba la cabeza, pero él no. Una vez que vino a casa para vender un mueble por cuatro perras, me vio sentado ante la puerta y me llamó por un nombre que no era el mío; entonces entendí lo alejado que estaba de él. Hasta que un día se volatilizó. Algunos contaban que se había embarcado para América; otros rumoreaban que se lo habían cargado en Marsella. En aquellos tiempos, hacia 1880, el misterio engullía la vida de un hombre como las tinieblas una sombra. No había manera de dar con un desaparecido. Había otras urgencias que atender».
No podía evitar pensar en mi padre cada vez que Ventabren exhumaba el fantasma del suyo. Recordaba el cementerio judío y a aquel hombre harapiento que había cerrado, junto con la verja, un capítulo de mi vida. Aquello me entristecía mucho.
Irène execraba los relatos de su padre. Se alejaba todo lo posible de nosotros para no escucharlo. Ventabren no sabía contar una historia sin convertir una fiesta en una velada fúnebre. Por supuesto, se percataba de ello, pero era incapaz de reprimirse.
Cenábamos cada vez más tarde para que nuestro anfitrión disfrutara al máximo de nuestra presencia. Se alegraba de que estuviésemos allí, y tanto más al comprobar lo receptivos que éramos. A sus cincuenta y cinco años, Ventabren vivía inmerso en el pasado; el futuro era algo deletéreo.
Todas las noches, cuando apagábamos la luz en la cabaña para dormir, me quedaba observando por el tragaluz la ventana encendida del primer piso y acechaba la silueta de Irène. Cuando aparecía tras la cortina, no dejaba de mirarla hasta que la oscuridad me la confiscaba, y si no aparecía, no conciliaba el sueño por mucho que las tinieblas me ocultaran hasta mis más íntimos pensamientos.
Mi primer careo con Irène fue un desastre. Estaba sentado sobre el brocal del pozo; Irène se acercó con un cubo de caucho, lo colgó de la polea y lo dejó caer por el agujero. Agarré la cuerda para ayudarla a subirlo. En vez de agradecérmelo, me pidió que me metiera en mis asuntos.
—Solo pretendía ayudarla, señora.
—Para eso tengo a una sirvienta —replicó quitándome la cuerda de las manos.
Al día siguiente me la volví a cruzar cuando regresaba de mi carrera matinal. Había una fuente en el fondo de una hondonada, a pocos kilómetros de la casona. Me gustaba remojarme los pies tras un último acelerón. El agua estaba tan fría que parecía brotar de un bloque de hielo. Aquella mañana, Irène se me adelantó. Estaba acuclillada sobre un montículo de tierra y observaba a su yegua mientras bebía. Di media vuelta para no tener que dirigirle la palabra. Me alcanzó en la ladera de la colina.
—La fuente es de todos —me dijo desde lo alto de su silla—. Puede usted ir.
—No, gracias.
—No sé qué mosca me picó ayer.
—No es grave.
—¿Me lo perdona?
—Ya está olvidado.
—¿Seguro?
—...
Se apeó de su montura para caminar a mi lado. Su perfume revoloteaba a su alrededor. Tenía la camisa anudada por la cintura y su vientre plano al aire. Su opulento pecho, apenas contenido por el escote, se estremecía a cada paso.
—No me gusta que hagan por mí lo que puedo hacer sola —me soltó—. Me pone nerviosa. Es como si me confundieran con mi padre, ¿me entiende?
—No.
—Tiene usted razón. Es una estupidez. Ya veo que todavía no me lo ha perdonado.
—Por algo será.
—Estuve odiosa, pero no soy así.
Asentí con la cabeza.
—¿Qué edad tiene usted?
—Veintitrés años, señora.
—¿Señora? ¿Acaso parezco una vieja petarda estreñida?
—En absoluto.
—Solo le llevo seis años.
—No lo parece, señora.
—Deje de llamarme señora. Eso me envejece.
Yo estaba deseando que se fuera.
Se le abrió el escote al agacharse para recoger una ramita, liberando un seno firme y blanco que volvió a colocarse en su sitio como si nada.
—Por la noche, oigo desde mi habitación a mi padre darles la paliza con sus batallitas, y les compadezco. Deberían cortarlo, es capaz de estarse toda la noche así.
—A nosotros no nos molesta.
—¡Qué enternecedor! Supongo que lo está iniciando en la jubilación que le espera. Todos los boxeadores acaban sonados como él.
—¿Por qué sonados?
—Hay que estar tocado del ala para elegir una carrera que consiste en recibir puñetazos y sangrar por la cara, ¿no le parece?
—No lo creo.
—¿En qué cree usted? ¿En la gloria? Solo hay una: la armonía familiar. Eso es lo único que cuenta. Ya puede usted codearse con los ángeles; si su regreso a casa es un infierno, está usted fracasando. Mi padre lo tenía todo para ser feliz: una esposa cariñosa, una hija sana, pero no las veía. Solo vibraba con los gongs y las aclamaciones. Murió el día en que lo dejó. Ni siquiera hoy ha acabado de resucitar.
—Así es la vida —dije a falta de argumentos.
—No estoy de acuerdo. Es una carrera muy corta. Un día aparecerá uno más fuerte que usted. Sus seguidores le gritarán que se levante pero no los oirá. Porque todo a su alrededor estará borroso y difuso. Lo insultarán, lo maldecirán, y luego aclamarán a otro gladiador con sangre más fresca que la suya. Siempre ocurre lo mismo. Los espectadores tienen la memoria tan corta como sus brazos. Nadie irá a recogerlo del suelo. En el boxeo, los héroes tienen que ser efímeros para que la pasión se recicle.
—Es un riesgo que se corre.
Montó sobre su yegua.
—Nada se merece tanto, campeón.
—Toda vida conlleva un riesgo.
—Estoy de acuerdo. Pero unos lo padecen a su pesar y otros lo provocan y lo reclaman como si fuera una bendición.
—Cada cual ve las cosas a su manera.
—Los hombres no ven las cosas, fantasmean con ellas.
—¿Y las mujeres?
—Las mujeres no piensan como los hombres. Tenemos más tino, ustedes solo piensan en sí mismos. Nosotras captamos de inmediato lo esencial, mientras que ustedes se dispersan en torno a él. Para nosotras, la felicidad se halla en la armonía ambiental. Para ustedes, está en la conquista y la desmesura. Desconfían como de la peste de todo lo evidente y buscan en otra parte lo que tienen al alcance de la mano. En esas condiciones, acaban perdiendo de vista lo que ya tenían desde el principio.
Tiró de las riendas para dar media vuelta y cuando alcanzó la llanura echó a galopar.
Cuando Filippi vino a recogernos, Irène no estaba allí para despedirse de nosotros. Había salido de madrugada sobre su yegua y su ausencia nos dejó un regusto a inacabado. Aunque me negara a admitirlo, esa mujer me llamaba la atención. Tenía que mantener la cabeza fría y no volver a embarcarme en historias en las que el corazón primara sobre la razón. Sin embargo, una vez en el asiento trasero del coche, no pude evitar mirar hacia todos lados por si la amazona llegaba al galope.
La plazoleta de la calle Wagram estaba cubierta de banderines. Unas guirnaldas se entrelazaban en el aire con sus farolillos y estrellas de papel. Habían barrido la calzada y encalado la acera de la rotonda, así como los troncos de los árboles. Los tenderos estaban cruzados de brazos ante sus puertas y los chavales se impacientaban al pie de las empalizadas, febriles y turbulentos; unos periodistas garabateaban sus cuadernos. Todos miraban hacia la fachada recién pintada del club. Los albañiles y los artesanos se habían superado: las ventanas relucían; el portón de madera parecía otro y, en el interior, sobre las paredes blanqueadas, grandes retratos y carteles enmarcados con cristales glorificaban a algunos dioses del boxeo mundial. Se había instalado un aseo turco con grifos y duchas y sustituido la cabina por un auténtico despacho con armario metálico, estanterías y sillas de rejilla. En cuanto al cuadrilátero, era una magnífica estructura iluminada por un proyector colgado en su centro.
DeStefano sonreía de oreja a oreja. Su sueño se estaba materializando. Llevaba años esperando este momento. Iba y venía por la sala, pisando fuerte por la impaciencia con las manos entrelazadas a sus espaldas.
Tobias, afeitado, perfumado y engominado, debía de haber puesto patas arriba su desván para encontrar el traje ajado, pero bien planchado, que llevaba con orgullo.
—¿Seguro que es un sastre el que te ha hecho este atuendo de sepulturero? —lo picó Salvo.
—No, me lo hizo la gorda de tu hermana.
—Debiste ponerte un short para que pudiéramos admirar tu pata de palo.
—¿Sabes por qué sigues vivo, Salvo? —le preguntó Tobias con cierto mosqueo—. Porque la ridiculez nunca ha matado a nadie.
—Te lo digo sinceramente. Tu pata de palo tiene su atractivo.
—Te voy a decir una cosa: no creo en Dios, pero cuando veo la cara de capullo que te ha dado me dan ganas de alabarlo.
—¡Ahí llegan! —gritó alguien desde la calle.
Los chavales formaron de inmediato una doble hilera hasta la entrada del club. Seis coches se desplegaron alrededor de la rotonda. El Duque, el alcalde y una delegación de autoridades se apearon con mucha pompa y se prestaron de buen grado al frenesí de los fotógrafos. «Orán tiene una gran historia —declaró el alcalde a los periodistas—. A nosotros nos corresponde ofrecerle héroes. Gracias a la movilización de todos, este club pronto será un semillero de grandes campeones.» Los periodistas entraron en el club tras las autoridades locales mientras los vigilantes repelían a la chiquillería. Los flashes crepitaban. Una cámara filmaba.
La delegación inspeccionó los distintos compartimientos del club y felicitó al señor Bollocq por su estupenda labor.
—¿Quiénes son esos cachas de los carteles, Michel? —preguntó el prefecto.
El Duque, que no lo sabía, se volvió hacia Frédéric. El consejero se acercó dando codazos a los periodistas. Señaló los retratos con gesto reverencial.
—Son los más grandes boxeadores del mundo, señor prefecto. Este es Georges Carpentier, nuestro héroe nacional, campeón del mundo de los pesos medios.
—Es una foto antigua —sentenció el alcalde con tono doctoral para hacer ver al consejero que era él, el patrón de la ciudad, quien tenía que dar explicaciones.
—No, señor, es reciente.
—Pensaba que era mayor.
Frédéric vio que el alcalde no sabía mucho de boxeo y que su intervención era meramente formal, de modo que prosiguió con su presentación:
—Battling Levinsky, norteamericano, a quien nuestro Georges dejó KO durante el cuarto asalto el 12 de octubre de 1920 en Jersey City. A su derecha, Tommy Loughran, norteamericano. Este es Mike McTingue, irlandés. Maxie Rosenbloom, norteamericano, el actual campeón del mundo; Jack Delaney, canadiense; Battling Siki, francés...
DeStefano esperaba participar en la ceremonia. Pero ni él ni yo ni nadie de nuestro equipo fue objeto de consideración alguna. Los dignatarios nos ignoraron olímpicamente.
—Si te hubieses puesto un short, esos venerables caballeros tendrían la curiosidad de preguntarte si te florece la pierna en primavera —susurró Salvo a Tobias—. Les hablarías de tu valor en las trincheras y en menos de una semana el cartero te traería una medalla. Y nosotros no estaríamos aquí como pasmarotes.
—Pasan del todo de nosotros —masculló DeStefano.
—Es por el traje de Tobias —dijo Salvo—. Se nota que tiene mal fario y esos señores temen que contamine su elegante atuendo.
—Corta ya el rollo —le pidió DeStefano— y deja de darnos el coñazo con tu estúpido humor.
Finalizada su intervención, Frédéric quedó relegado a un segundo plano y el Duque rogó a sus invitados que prosiguieran con la visita.
Despechado, salí a la calle. Los chavales habían regresado junto a la empalizada. Francis, que seguía poniéndonos cara larga desde el tendencioso artículo de Le Petit Oranais, chupeteaba un pitillo ante una puerta cochera, acariciando distraídamente el lomo de un gato con la punta de su zapato. Gino estaba asomado a la portezuela del coche del Duque. Ni siquiera se había dignado entrar a saludarnos. Elegante con su ceñido traje de tres piezas, una sonrisa risueña y gafas de sol que le cubrían media cara, flirteaba con Louise, la hija del Duque, que se lo pasaba en grande en el asiento trasero. Sentí un nudo en el pecho y me apresuré en tomar una calleja adyacente para volver a Medina Jdida.
Mi madre estaba descansando en el patio. La vecina cabileña que le hacía compañía se retiró discretamente al oírme entrar. Atravesó como un efecto óptico los rayos de luz que filtraban los intersticios del emparrado. Éramos vecinos desde hacía años y aún no había conseguido verle el rostro. Era una mujer discreta, retraída; solo sabíamos de ella por sus eternos y enronquecidos gritos a sus diablillos de hijos.
Mi madre se medio incorporó perezosamente. Se estaba haciendo mayor. Su tatuado rostro parecía un viejo pergamino medio carcomido. Sin duda, con el dinero que yo ganaba comía y se vestía decentemente, pero, amputada de su hermana Rokaya, ya solo vivía por puro reflejo, ajena a una ciudad ensordecedora y frenética. Echaba de menos su pueblo natal y a la gente de antaño. Mis regalos la alegraban cada vez menos. Mi oficio la disgustaba. Cuando regresaba de algún combate con la cara magullada, se metía en su habitación para rezar. Para ella, no era más que un chalado peleón y temía que la policía me detuviera el día menos pensado. Por mucho que intentaba explicarle que se trataba de un deporte, solo veía en ello violencia y perdición.
Le besé la cabeza. Me retuvo por la nuca.
—Ha regresado —me dijo con voz apagada.
No conseguí interpretar el destello de su mirada. No necesitaba preguntarle de quien se trataba. Me dirigí a la sala y allí estaba él, sentado sobre una esterilla, vestido con una capa desgastada, con la cabeza enterrada entre los hombros, apenas perceptible bajo su costra de miseria. De pie ante la puerta, esperé a que levantara la cabeza. No se inmutó. Parecía haber muerto en plena meditación. Sus manos posadas en el hueco de sus muslos parecían crustáceos muertos. Tenía el pantalón roto a la altura de las rodillas y remendado burdamente en los lados. Olía a sudor frío, a polvo de caminos solitarios, y su aplastante silencio expresaba una especie de patética rendición en su desesperanza.
Me acuclillé ante él, temblando y mucho más emocionado de lo que me creía capaz. Tendí la mano hacia la suya. El contacto de nuestras pieles me produjo un fuerte repelús. Él permaneció impávido, sin mover ni una sola fibra.
—Padre —dije con voz apenas audible.
Se sorbió los mocos.
Le levanté la cabeza con la punta de un dedo. Su cara partida estaba anegada en lágrimas. Lo abracé, apreté contra mí el hatajo de huesos en que se había convertido y lloramos los dos, ahogando nuestros sollozos como si el mundo entero fuese a oírnos.