5
Mi madre estaba furiosa. Odiaba que se presentara gente en su casa de improviso. Le gustaba recibir a los visitantes en las mejores condiciones posibles, o sea, en una casa limpia y ordenada. Cuando llegué, poco después del mediodía, estaba almorzando y la mesa baja estaba cubierta de restos de comida. Me echó una mirada llena de reproche. Tanto más que no estaba solo, pues Irène me acompañaba. Mi madre contempló a la francesa; se detuvo en su falda demasiado corta, en su boca pintada de rojo y su cuello desnudo. Nos ordenó que permaneciéramos en el patio hasta que hubiese acabado de recoger. Irène se reía disimuladamente, divertida por la actitud de esa señora enfurruñada que ni siquiera se había molestado en saludarla.
Los hijos de la vecina cloqueaban mientras nos espiaban desde la puerta, con sus cabezas de diablillos superpuestas.
Ya había hablado a mi madre de Irène, pero ella no esperaba que apareciera por su casa. No era propio de nuestras tradiciones. Debió resignarse a que la pillara desprevenida. Empezó cerrando la puerta de la habitación donde se descomponía mi padre; luego nos introdujo en la sala de estar. Irène le tendió un paquetito.
—Chocolate para usted, señora.
Nos sentamos sobre esterillas. Irène no sabía cómo taparse las rodillas con su falda. Le ofrecí un cojín, que pegó de inmediato a sus piernas. Mi madre le sirvió té con hierbabuena. Mientras bebíamos la infusión, inspeccionaba a mi compañera minuciosa y ostensiblemente: evaluaba su edad, su fuerza, sus redondeces, su frescura, su comportamiento, lo que incrementaba el apuro de Irène, que, algo indispuesta, tuvo que posar su vaso para no atragantarse.
—¿Habla árabe? —me preguntó en cabileño.
—Sí.
—¿Es musulmana?
—Es creyente.
—La veo demasiado vieja para ti.
—A mí me parece muy bonita.
—Es verdad que es bonita. Pero no me parece fácil de manejar, no es de las que obedecen sin rechistar.
—Puede que por eso la haya elegido.
—Se nota que conoce bien a los hombres.
—Estuvo casada.
—Ya me lo imaginaba; demasiado guapa para haberse librado.
Irène nos escuchaba sonriendo. Sabía que hablábamos de ella, adivinaba lo que decíamos.
—Tiene usted una casa muy bonita, señora —le dijo en árabe.
Mi madre se persignó para alejar el mal de ojo. No añadió una palabra más y hasta se retiró para dejarnos solos. Mekki llegó con una bolsa de comida, que dejó sobre el suelo al vernos en la sala. La mirada que echó a Irène fue inequívoca. Volvió de inmediato a la calle, horrorizado por la «pinta indecente de esa extranjera pintarrajeada».
—¿Cómo se te ocurre traer a casa a una mujer medio desnuda? —me reprochó luego—. Seguro que bebe y fuma. Las mujeres que se atreven a mirar a los hombres a los ojos no son de fiar. ¿Qué esperas conseguir estando con ella? ¿Impresionar a la gente de tu comunidad? Ya te están compadeciendo. —Se volvió hacia mi madre—. ¿Por qué no le dices nada, Taos? Es tu hijo.
—¿Desde cuándo opinamos las mujeres?
—Pretende casarse con una infiel. Para colmo, repudiada. Una ruina de la que se han cansado los suyos. ¿Qué tiene que no tengan nuestras vírgenes? ¿Su maquillaje? ¿Su ofensiva vestimenta? ¿Su descaro? Además se nota que es mayor que él.
—Yo soy más vieja que mi marido.
—¿Debo entender que apruebas a tu retoño?
—Hace lo que quiere. Es su vida.
Mekki golpeó con rabia la pared.
—Somos el hazmerreír del vecindario.
—¿Acaso hemos sido alguna vez otra cosa? —replicó mi madre.
—Sigo siendo el cabeza de familia, pese al regreso de tu esposo. No aprobaré una unión que los santos jamás bendecirían. Tu hijo se está pervirtiendo. De tanto juntarse con infieles se les está pareciendo. Ahora que gana dinero, ¿por qué no lo aprovecha una hija de nuestro pueblo?
Lo dejé soltando sapos y culebras y fui a casa de Gino, en el bulevar Mascara.
El Duque me adelantó parte del dinero para que me comprara un Fiat 508 Balilla Sport. Yo estaba encantado. En Medina Jdida los críos corrían tras él armando un jaleo imposible. Lanzaban al aire sus chechias, se exponían a ser atropellados. Mi madre se negó categóricamente a meterse dentro. No se fiaba, incapaz de hacerse a la idea de que su hijo pudiese tener un coche y conducirlo sin estrellarlo contra un muro.
Me encantaba conducir por la avenida con el brazo apoyado en la ventanilla y el viento dándome en la cara. Saboreaba la ebriedad de una libertad insospechada. Iba con Irène a todas partes; estuvimos incluso en Nemours. Fuimos a Tlemcen, a la aún rudimentaria estación termal de Hammam-Bouhadjar, a las playas de Cap-Blanc, así como a comer al campo. A veces nos llevábamos a Alarcon con nosotros. Lo instalábamos bajo un árbol y hacíamos una hoguera. Nuestras parrilladas nos dejaban ahumados el resto del día. Por la noche, íbamos al cine. Me gustaban las películas de capa y espada, pero Irène odiaba la violencia y no soportaba las historias que acababan en tragedia o de forma desgarradora; prefería las románticas, con finales apoteósicos que hacía al público aplaudir el beso de los enamorados.
Estaba viviendo los mejores momentos de mi vida.
Cinco meses antes del gran combate por el título de África del Norte (Pascal Bonnot, el campeón de entonces, aplazó dos veces nuestra confrontación con pretextos discutibles), el Duque me convocó en su despacho. Allí estaban Gino, Frédéric, DeStefano y dos cachas con pinta de mafiosos a quienes nunca había visto. El Duque me explicó su programa. Para él y sus consejeros, se imponía una estancia en Marsella a fin de prepararme en secreto y tener a los mejores entrenadores de Francia.
Acepté.
Ese mismo día anuncié a Irène que iba a cruzar el Mediterráneo para entrenarme y que estaría fuera ocho semanas. Estábamos en la cuadra; Irène estaba aseando a su yegua. No reaccionó, siguió cepillando a su animal como si no me hubiera oído. Lloviznaba sobre la colina.
—Me gustaría que vinieras conmigo a Marsella.
Hipó despectivamente.
—¿Quieres que vaya contigo a Francia?
—Sí.
—¿Y mi padre?
—Nos lo llevamos con nosotros.
Soltó el cepillo, tapó a su yegua con una manta. Se movía con desánimo.
—Mi padre nunca querrá moverse de aquí. Esta tierra es su carne. Es el único lugar donde se encuentra a gusto. No consentirá que se le prive de esta magnífica vista sobre los naranjos y las viñas que se extienden hasta Misserghine, y sobre estos montes donde aúllan los lobos durante la luna llena.
Me apartó suavemente para que entrara la luz que estaba ocultando con mi cuerpo.
—Ni mi padre ni yo aceptaremos alejarnos de esta tierra, que es para nosotros lo más perfecto que ha hecho Dios.
—Volveremos a ella después.
—¿Después de qué? Te repito que no nos iremos de esta propiedad. Ni por un día ni por un minuto. Soñamos con ella incluso cuando dormimos.
La seguí al patio. Caminaba con rapidez, como si pretendiera dejarme atrás.
—Se trata de mi carrera, Irène.
—No te digo que no. Ni te prohíbo ir adónde quieras. Todavía no estamos casados, ni creo que lo estemos alguna vez. Odio el boxeo.
—Es un oficio como otro cualquiera, y resulta que es el mío.
Se detuvo bruscamente, se dio la vuelta para mirarme de frente y me dijo con los labios estremecidos de enfado:
—¿Qué oficio es ese en el que basta con caerse un par de veces para que empiece la bajada a los infiernos? Para que lo sepas, me lo conozco bien y no me gusta ni un pelo. Pipo el argelino, Fernández, Sidibba el marroquí se han estado entrenando aquí. Ocupaban el mismo alojamiento que tú y corrían por las mismas pistas. Todos ellos se creían imbatibles. Las chicas se volvían locas con ellos y las masas los adoraban. Su foto salía en la prensa y en los carteles. Soñaban con la fortuna y toda su parafernalia; Pipo quería construirse un palacio en las alturas de Kouba. Hasta que una noche, en una sala abarrotada y llena de focos, ¡catapún! Mordió el polvo para asombro de todos. ¡El invencible Pipo cayó y todos sus proyectos se fueron al garete! Por lo que sé, ahora tiene más alcohol que sangre en las venas y ni siquiera sabe llegar solo a su casa.
—Yo no soy Pipo.
—Eso no impedirá que pases por lo mismo que él. No hay vuelta de hoja. Un día te toparás con otro más fuerte que tú y te quedarás sin nada. Tus admiradores te darán la espalda, ya que solo les gusta la carne fresca. Intentarás regresar peleando con boxeadores de tres al cuarto. Te exhibirán sobre un cuadrilátero, más desfondado que un forzudo de feria. Y cuando hayan acabado de exprimirte, ahogarás tus penas en bares de mala muerte y luego volverás a casa a amargarme la noche. Y como proteste, me darás una paliza para demostrarme que sigues siendo algo.
—Jamás te pondré una mano encima.
—Eso es lo que todos dicen cuando están sobrios. Mi padre siempre traía una flor a mi madre cuando regresaba a casa. Era atento, cariñoso, y la mimaba mucho. Era la niña de sus ojos... Como tú, subía peldaños sin tropezar, seguro de alcanzar la cumbre y de mantenerse en ella. Todo le salía bien. A los veintisiete años era campeón de Francia y estuvo a punto de serlo del mundo. Hasta que dio con la horma de su zapato. Tras quedarse sin el título, se puso a dudar y cambió. Cuando ganaba, volvía a ser el padre que yo conocía. Cuando perdía, se convertía en un monstruo que poco a poco fui conociendo. Se acabaron las flores al llegar a casa, solo gruñidos y pretextos para armar bronca. Yo lo oía maldecir desde mi cama. Una mañana, mi madre se encerró en su dormitorio para que yo no viera las marcas de los golpes en su cara. Cuando mi padre estaba a punto de regresar, se ponía a temblar como una cabra ante una hiena. Para sobreponerse a su miedo, se dio a la bebida. En varias ocasiones tuvo que huir de noche por la ventana. Mi padre salía a buscarla a casa de vecinos o por los montes. La traía de vuelta jurándole que nunca más le pondría de nuevo la mano encima, que dejaría de beber y de equivocarse de enemigo. La tranquilidad duraba unos días, como mucho una semana, tras lo cual volvía a las andadas.
Tenía su rostro pegado al mío, destrozado por la pena, y las pestañas empapadas de lágrimas. Prosiguió remachando sus palabras:
—Mi madre padeció un infierno. Con lo preciosa que había sido, a los treinta y cinco años parecía una anciana. Se convirtió en la expresión de su calvario. Hasta la noche en que huyó para nunca más regresar. Se fue, y ya no se ha sabido más de ella... ¡Ya lo ves, Amayas! Mi madre huyó para dejar de ejercer de saco de boxeo de un boxeador venido a menos... Desde entonces odio el boxeo. ¡No es un oficio, es un vicio! Nadie perdona a los dioses caídos. Las aclamaciones están más cerca de los abucheos que las desilusiones de la locura. No quiero compartir mi vida con alguien herido en su carne y en su alma. No me apetece verme mayor y teniendo que salir en busca de un pobre borracho. Eso no es lo mío, Amayas. La gloria del cuadrilátero es un yoyó, y a mí no me van los altibajos. Soy una soñadora tonta e ingenua. Mi felicidad se fundamenta en la armonía de las cosas. Quiero vivir con un hombre que ame mis sembrados tanto como yo, y que desprecie como yo las luces de candilejas. Solo así creeré que me quieres. Entonces también yo te querré con todas mis fuerzas.
El Duque se arrancó los pelos a puñados cuando se enteró de que renunciaba a mi cursillo marsellés. Según Frédéric, por poco le dio un ataque. Se oían sus gritos por los pisos y los pasillos. Algunos empleados suyos se esfumaron, otros se atrincheraron tras sus papeles. Pero no me amilané. Me negaba a ir a Marsella. Gino me puso a parir. «¿Cuándo vas a dejar de cagarla? —exclamó quitándose la corbata—. Estoy harto de ir detrás de ti tirando de la cadena.» Fracasó en su intento de convencerme. El Duque no se anduvo por las ramas. Amenazó a Gino con despedirlo si no conseguía hacerme entrar en razón.
Francis dijo que no merecía la pena pretender convencer a un testarudo como yo.
—La policía cuenta que unos agitadores nacionalistas están dando mítines en las mezquitas, los baños públicos y los cafés. Seguro que Turambo se ha dejado embaucar. Con lo influenciable que es, cualquier charlatán con turbante le habrá llenado la cabeza de gilipolleces.
—No me meto en política —me defendí.
—Entonces te habrá comido el tarro algún pariente o vecino envidioso. A los moros les cuesta reconocer los méritos ajenos. Apenas sale uno a flote y ya lo están hundiendo.
—¿Qué está usted insinuando, Francis?
—Intento evitar que te estrelles. No escuches a los tuyos. Son unos envidiosos. No te perdonan que te parezcas cada vez menos a ellos y que tengas tanto éxito. Están celosos. No pretenden ayudarte, sino perderte. Quieren que te eclipses, que vuelvas a ser la sombra de ti mismo para que todo sea de nuevo como antes. Por eso estáis a la cola de las naciones. Siempre matándoos entre vosotros, destrozándoos con calumnias y traiciones.
—Los míos no tienen nada que ver en mi decisión.
—¡Por Dios! ¿Es que no te das cuentas de que estás cavando tu propia tumba?
—Mientras no tenga que cavar la tuya...
Francis escupió a un lado.
—Sabía que los árabes eran unos tarados, y ahora comprendo por qué eres su campeón.
Di un paso hacia él y me sacó una navaja automática.
—Ponme tu sucia manaza encima y no te quedará ni un solo dedo para limpiarte el culo.
Me echó una mirada asesina. Lo más extraño fue que ni DeStefano, ni Frédéric ni Gino desaprobaron la actitud de Francis. Estábamos en el despacho del mánager. Noté en todos ellos una sorda aversión. Apretaban los dientes, sus semblantes crispados me asquearon. Me sentí rodeado de extraños. Esos seres a los que tanto quería, esos buenos chicos con quienes había compartido penas y alegrías renegaban de mí en bloque solo porque por una vez no estaba de acuerdo con su proyecto. Entonces comprendí que no pasaba de ser un gladiador de los tiempos modernos, un esclavo de lujo solo apto para divertir a la gente, y que mi reino se limitaba a un ruedo fuera del cual no tenía el menor interés. Hasta Gino se había unido a ellos, anteponiendo sus privilegios a mis heridas. Porque yo me sentía herido en lo más profundo. Herido y asqueado.
Completamente desolado, mis ojos fueron de Gino a Frédéric, de DeStefano a la navaja.
—¡Pandilla de buitres! —les grité—. Mi vida sentimental no cuenta para vosotros. No os interesa. Solo os interesa el negocio: hostias para mí, pasta para vosotros.
—Turambo —gimió Gino.
—Ni una palabra más —les insté—. Ahora ya está todo dicho.
Francis se dispuso a guardar su navaja. Lo estrellé contra la pared de un puñetazo. Sorprendido, se dejó caer al suelo tocándose la cara. Al ver sus dedos ensangrentados, dijo medio lloriqueando:
—¡Joder! Me ha partido la napia.
—¿Qué esperabas de un bárbaro? —le dije.
Di tal portazo al salir que el cristal se rompió.
Unos días después, oí a Jérôme, el lechero, preguntar a Alarcon si los tipos que habían ido a verlo eran unos malhechores. Estaban charlando detrás de la cuadra, al sol, el viejo boxeador sobre su silla de ruedas y el lechero a horcajadas sobre su moto. Cuando este se fue, quise saber algo más acerca de esa visita.
Alarcon se encogió de hombros.
—¡Bah! Nada del otro mundo —me dijo—. Tus amigos están que trinan. Me han contado que te niegas a ir a prepararte a Marsella y me han pedido que te convenza.
—¿Y?
—Creo que ese cursillo en Francia es importante para ti.
—¿Te han amenazado?
—¿Por qué iban a amenazarme? Bastante castigo tengo... ¿Sabes, hijo?, cuando se ha tomado un camino hay que seguirlo hasta el final. Si no, no hay manera de saber hasta dónde podemos llegar. Eres un campeón. Representas un montón de retos y hay muchas esperanzas puestas en ti. Los cambios de humor no son buenos en este tipo de aventura. Tienes que hacer lo que te pidan y punto. Irène es una buena chica, pero las mujeres no saben cuándo deben abstenerse de entrometerse en los asuntos de los hombres. Son posesivas y se toman demasiado en serio su papel. Reducen lo esencial a las menudencias de su cotidianidad. Los hombres son conquistadores por naturaleza. Necesitan espacio, un campo de maniobras tan grande como sus ganas de triunfar. Las guerras son obsesiones masculinas. El poder, las revoluciones, las expediciones, los inventos, las ideologías, las religiones, o sea, todo lo que se mueve, se reforma y se destruye para reconstruirse es cosa de hombres. Si fuera por las mujeres, todavía estaríamos royendo huesos de mamut en el fondo de una cueva. Porque las mujeres son seres débiles y sin ambiciones reales. Para ellas, el mundo no va más allá de su familia y solo perciben el tiempo por la edad de sus hijos. Si quieres que te dé un consejo, chico, ve a Marsella y no abandones la partida a medias, sobre todo si estás ganando. Para un hombre, una vida sin gloria no es más que una insolente agonía.
Sus opiniones me parecieron harto discutibles, pero respetaba demasiado al veterano como para preguntarle en qué había convertido a su esposa y qué pintaba sobre una silla de ruedas dando la espalda al mundo. Su decrepitud me daba demasiada lástima como para soltarle que ningún campo de honor vale lo que la cama de una mujer, que no hay gloria capaz de compensar un amor echado a perder.
Gino lo veía todo negro. Según un vecino, llevaba cuatro días encerrado a cal y canto en su casa. Desaliñado y desmelenado, estaba sentado a la mesa de la cocina, agarrándose la cabeza con las manos ante una botella de alcohol vacía y un vaso volcado. No recordaba haberlo visto jamás borracho. Sus tirantes colgaban a ambos lados de la silla y tenía la camiseta sucia.
Me miró con cara de perro apaleado.
—¿Estabas con los fulanos que fueron a molestar a Ventabren?
Esbozó un movimiento de muñeca.
—No me des por saco.
—No has contestado a mi pregunta, Gino. ¿Estabas con ellos?
—No.
—¿Qué pretendían?
—Pregúntaselo tú.
—¿Quiénes eran?
Gino barrió la mesa con el revés de la mano. La botella y el vaso se rompieron en el suelo.
—No te ha bastado con montar tu numerito. Ahora vienes a joderme a mi casa.
—¿Quiénes eran?
—Los dos marselleses. Te aviso que no se andan con tonterías. Cuando invierten en algo es para forrarse. Han apostado por ti y son unos pésimos perdedores.
—¿Pretendes asustarme, Gino?
—No sirve de nada cuando no se es consciente del peligro.
—¿Por qué no me has dicho nada?
—Porque no me haces caso.
Apartó la silla para levantarse, se tambaleó y me dijo enfurecido:
—Eres más terco que una mula, Turambo. Por culpa tuya, nuestro equipo está con el culo al aire y nuestros esfuerzos están resultando vanos. Has luchado para tener éxito, y ahora que lo tienes le escupes encima. Una cosa es que no veas más allá de tus narices y otra muy distinta que no veas la montaña derrumbarse sobre ti; esto no es miopía sino ceguera, es peor que la inconsciencia y la gilipollez juntas. No te entiendo, y me temo que tú tampoco lo haces. Cualquiera en tu lugar se pasaría el día dando las gracias a Dios. Hace nada solo eras un muerto de hambre al que tenían pringando de sol a sol y a patadas en el culo por unas míseras monedas.
—¿Crees que he subido de categoría, Gino? Pues sigo siendo el mismo desgraciado. La diferencia está en que ahora las patadas en el culo me las dan con zapatos de marca.
—¿Quién te ha metido esas sandeces en tu cerebro de mosquito? ¿Esa fulana que ya nadie quiere tirarse y que hace contigo lo que le viene en gana?
—Vigila tu lenguaje, Gino.
Se apoyó en la pared para tomar impulso y vino hacia mí:
—Anda, pégame... Ya me has arruinado la vida, así que remata la faena. Túmbame de una vez, me harás un favor. Llevo tres noches sin pegar ojo. Machácame, al menos así olvidaré por unas horas la mala pasada que me has gastado. Por culpa de tu terquedad, me he quedado sin trabajo, sin referencias y sin perspectivas.