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Mi primer combate tuvo lugar el tercer domingo de febrero de 1932.

Recuerdo que no había ni una sola nube en el cielo.

DeStefano, el pianista, que llevaba el papeleo del club, Salvo el masajista, Tobias y yo tomamos el autocar hacia Aín Temouchent al amanecer. DeStefano no permitió que Gino nos acompañara.

Estaba nervioso. Tiritaba un poco, quizá por los cuatro días de hammam que me impuse para bajar de peso. En el asiento que tenía delante, una anciana con la cara tapada intentaba calmar a dos gallinas turbulentas que llevaba en una cesta. También viajaban unos cuantos campesinos con turbantes, silenciosos y sombríos. En los primeros asientos había unos cuantos rumíes: uno de ellos atufaba con su pipa el ambiente, ya bastante contaminado por el olor a carburante.

Bajé la ventanilla para airearme y me quedé viendo el paisaje.

El campo verde exudaba rocío y millones de pavesas relucían bajo el sol recién salido. A ambos lados de la carretera, los naranjos de Misserghine parecían árboles de Navidad.

DeStefano hojeaba una revista ilustrada. Quería aparentar tranquilidad, pero yo lo notaba tenso, encorvado y ceñudo, y asía con fuerza su revista. Su silencio hablaba por él. Llevaba dos años esperando que uno de sus potros ascendiera a un ring importante. Lo vi santiguarse antes de subir al autocar, pese a solo creer en Dios en caso de apuro.

Cuando nos encontrábamos a pocos kilómetros de Lourmel, la vi...

Esplendorosa sobre su caballo, desmelenada, galopaba en la cresta de una colina, amazona surgida del alba llameante para recoger el día en su nacimiento. Su estilizada silueta, perfilada con tinta china, destacaba con nitidez sobre el horizonte azul pálido.

—Es Irène —me susurró DeStefano al oído—, la hija de Alarcon Ventabren, un antiguo campeón del ring hoy clavado en una silla de ruedas. Tienen una granja detrás de aquel monte alto. Algunos boxeadores afamados suelen ir a oxigenarse a su casa antes de los grandes combates... ¿A que es guapa?

—Está demasiado lejos como para hacerse una idea.

—Pues te garantizo que Irène es dinamita pura. Bella y salvaje como una perla de agua dulce.

La amazona subió por un cerro y desapareció tras una hilera de cipreses.

Fue como si de repente el entorno se hubiera desencantado.

La imagen de la amazona se entretuvo un largo rato en mi mente, secretando en mí una extraña sensación. No sabía nada de ella, salvo un nombre susurrado por DeStefano entre los rugidos del autocar. ¿Era joven, morena o rubia, alta o baja? ¿Estaba casada? ¿Por qué había robado su protagonismo al campo, eclipsando la propia luz del día y todo lo demás? ¿A qué venía esa persistencia nacida de un fulgor? Si me hubiese cruzado con ella, si hubiese visto su rostro, habría atribuido mi escalofrío a un flechazo y dado una explicación al vértigo que había sentido después. Pero solo fue una sombra fugitiva y lejana que se alejó a rienda suelta hacia lo desconocido.

Algún día entendería por qué una amazona incógnita me había impuesto, sin motivo aparente, tantos interrogantes.

Pero aquel día, esa mañana del tercer domingo de febrero de 1932, no se me había ocurrido pensar que acababa de cruzarme con mi destino.

El cuadrilátero estaba situado en medio de un descampado, a la entrada de la ciudad. Su estructura dejaba que desear, pero los organizadores habían convertido aquel espacio en un ferial. Cientos de banderines y de banderas tricolores ondeaban sobre cuerdas y alrededor de mástiles levantados para la ocasión. Pudimos ver desde el autocar a algunos obreros que se apresuraban en instalar las últimas guirnaldas antes del combate, previsto para la una de la tarde. Un pequeño comité de recepción nos esperaba ante la puerta del autocar. Nos llevaron rápidamente a una cabaña de guardabosque aislada, no lejos del «estadio». DeStefano estaba de malas pulgas. Le habían prometido un hotel, fotógrafos y periodistas, así como un buen almuerzo antes de la confrontación, y ahora parecían querer ocultarnos. Una autoridad embutida en un traje austero intentó explicarnos que las instrucciones del alcalde eran claras y que se limitaba a aplicarlas. DeStefano no se lo tragó y amenazó con regresar a Orán de inmediato. Alguien salió pitando en busca de un responsable, que acudió al rato sonriendo de oreja a oreja. Se llevó a DeStefano aparte y, echándole un brazo al hombro le habló al oído. DeStefano se encolerizó e insistió en sus amenazas, pero cuando el responsable le metió un sobre en el bolsillo, bajó la voz y sus gestos dejaron de ser tan tajantes.

—Otra mala pasada —suspiró Francis, el pianista, que se había fijado en todo.

DeStefano regresó, falsamente indignado. Nos ordenó que entráramos en la cabaña para prepararnos y se fue a seguir parlamentando con el responsable.

La cabaña olía a ataúd putrescente. Había un estrecho armario metálico en un rincón, una mesa de escolar con su banqueta incorporada y el agujero del tintero roído, dos taburetes y un catre desvencijado. La ventana, sin cristales, daba a un sendero que conducía a un montículo pelado desde donde un perro contemplaba los alrededores con la lengua fuera. Para ser un día histórico, resultaba más bien deprimente.

—Deberías cambiarte ya —me aconsejó Salvo, el masajista—. Y trata de dejar KO al fiera en el primer asalto, por favor. No me apetece eternizarme aquí.

Salvo también se esperaba una acogida más amable. Como era de Orán, no le gustaba que lo trataran así los pueblerinos de la provincia.

Tampoco Tobias parecía contento. Algo lo tenía mosqueado. No le gustó que DeStefano se rajara a cambio de un sobre que ni siquiera había abierto para ver qué contenía.

DeStefano, por su parte, fingía refunfuñar, pero no había quién se lo creyera. El responsable, consciente de su ascendiente sobre su interlocutor, estaba más relajado: hablaba con afectación, con las manos en los bolsillos, y se reía por cualquier tontería echando la cabeza hacia atrás, como si relinchara, encantado de ver a los primeros espectadores converger hacia el «estadio», endomingados y tocados con su canotier.

Abrí mi bolsa para cambiarme.

Tobias se agitó sobre el catre. Se inclinó hacia el masajista y le dijo:

—Cada vez tengo más problemas con las mujeres.

—¿Qué tipo de problemas? —preguntó Salvo rascándose detrás de la oreja.

—Hombre, ya lo sabes...

—No vivo en tu cabeza.

Tobias se inclinó aún más para susurrarle:

—Antes de ir al puticlub estoy caliente perdido, pero una vez en la habitación con la fulana, es como si me acabara de dar una ducha fría.

—Será que no eliges bien.

—Lo he intentado con varias y no ha funcionado.

—¿Y a mí qué coño me cuentas, Tobias? Si no te empalmas, usa tu pata de palo, seguro que te lo pasas pipa...

—No estoy bromeando. Esto es muy serio... Tú eres un buen masajista. Me pregunto si no tendrás algún truco o algún filtro; en fin, cosas por el estilo. He probado unas cuantas fórmulas, pero sigo en punto muerto.

Salvo se juntó ambas manos bajo la nariz y se puso muy serio. Tras meditar al estilo budista, miró a Tobias.

—¿Has intentado el método hindú?

—No lo conozco.

Salvo meneó doctamente la cabeza y dijo:

—Pues, según un venerable faquir, lo mejor para obtener una erección óptima es sentarse sobre el dedo.

—¡Qué divertido! ¿De verdad te crees gracioso?

Tobias salió al patio con cara de mosqueo, huyendo de la risa sardónica del masajista.

Un chaval con pantalón corto llegó en su bicicleta. Traía una cesta llena de fruta, botellas de soda y unos bocadillos. Antes de irse, me preguntó si era el boxeador y me deseó buena suerte. DeStefano le dio las gracias por mí y lo empujó amablemente hacia la salida. Comimos en silencio. Fuera se oía el gentío, que ya tenía asediado el ring.

Salvo me vendó los puños, me ató los guantes y se dio cuenta de que se le había olvidado mi protector bucal. DeStefano se encogió de hombros y pidió a los demás que nos dejaran solos.

—Tómatelo con calma, muchacho —me dijo, incómodo—. Se trata de un combate amistoso.

—¿Es decir?

—Que aquí no nos jugamos nada. Lo que importa es el espectáculo, no la victoria. La gente ha venido para pasarlo bien. Así que no te calientes, deja que dure la diversión y guárdate tu gancho de izquierda para el próximo combate.

—¿Qué me estás contando? Creía que esto iba en serio.

—Yo también lo creía. El alcalde de Aín Temouchent me mintió.

—En ese caso, ¿por qué no anulas el combate y volvemos a casa?

—No quiero tener problemas con la Administración, Turambo. Además, tampoco se va a acabar el mundo por eso. No deja de ser un combate. Así te vas acostumbrando a la hostilidad de los espectadores, te vas familiarizando... Tienes ocho asaltos. Así lo han decidido los organizadores. Intenta llegar hasta el final. No tienes por qué tumbar a tu adversario antes. Es que no debes hacerlo... Aguarías la fiesta.

—¿Qué fiesta?

—Luego te lo explicaré.

Se limpió la cara con un pañuelo y me pidió que lo siguiera fuera. Estaba tan apenado por mí que renuncié a protestar.

El «estadio» se encontraba dividido en dos por una alambrada de púas. La parte interior del descampado estaba abarrotada de gente. Solo se veían hombres con traje y sombrero blanco, algunos con sus críos sobre los hombros. Del otro lado había unos grupos de arabo-bereberes con chilaba y chavales aupados sobre la misma alambrada de púas para ver por encima de las cabezas.

Tuve que esperar al menos veinte minutos sobre el cuadrilátero antes de la llegada de mi adversario. ¡Y qué llegada! El héroe de la ciudad vino en una calesa precedida por la fanfarria de la banda municipal. La muchedumbre, enfervorizada, se apartó para dejar pasar el cortejo entre ovaciones. De pie sobre su asiento, mi adversario levantaba los brazos para saludar a sus hinchas. Se trataba de un grandullón rubio con las sienes rapadas y un largo mechón cayéndole sobre la cara. Daba unos puñetazos exagerados al aire, halagado por los banderines que se agitaban frenéticamente a su alrededor. Unos sirvientes lo ayudaron a bajar de su carro y a subir al cuadrilátero. Creció el clamor cuando volvió a esgrimir sus guantes. Me echó una rápida ojeada y siguió con su numerito.

DeStefano rehuía mi mirada.

El árbitro nos pidió que nos acercáramos a él. Nos recordó las normas y nos mandó a nuestras esquinas. Cuando sonó el gong, la enorme masa de músculos, que me llevaba una cabeza, se arrojó sobre mí y se lio a puñetazos, galvanizada por los aullidos de alegría de la hinchada. Mi adversario no tenía ninguna técnica, apostaba por su fuerza. Pegaba con torpeza, pero a lo bestia. Aguanté el chaparrón y conseguí repelerlo. Mi primer gancho de izquierda lo hizo retroceder varios pasos. Se quedó aturdido durante unos segundos antes de recomponerse. No se esperaba mi contraataque. Tras dar unas cuantas vueltas a mi alrededor para calibrarme, me arrinconó en una esquina y me cubrió con su cuerpo de matón. DeStefano me gritaba que usara la derecha, para que no olvidara la consigna de «hacer que dure la fiesta». Sentí asco. Mi adversario bajaba la guardia, podía tumbarlo en cualquier momento. Al final del tercer asalto, empezó a notar el cansancio. Supliqué a DeStefano que me dejara acabar con él. Ya estaba harto de ejercer de caja de resonancia para un gordinflón engreído. DeStefano no cedió. Me confesó, mientras Salvo me refrescaba, que lamentaba el cariz que había tomado el asunto y me prometió que no volvería a ocurrir, pero que ahora tenía que seguirles el rollo porque había dado su palabra a los organizadores.

Aquella mala pasada se me atragantó. Por mucho que evacuara las ideas negras, el despecho me podía y pegaba para hacer daño. Mi adversario reaccionaba de manera sorprendente. Cuando mis golpes le hacían pupa, fingía tambalearse de una cuerda a otra; eso cuando no se doblaba en dos contoneando su trasero y haciendo como si fuera a vomitar sobre el árbitro. Estaba claro que su intención era divertir a la gente. Ni la menor tensión en el rostro, ni duda en la mirada; solo una agresividad teatrera, grotesca, ridícula. Mi único deseo era que ese circo acabara cuanto antes. No era mi día, ese jodido domingo no tenía nada de histórico. ¡Y pensar que la víspera no había conseguido pegar ojo por la aprensión que me producía mi primer combate! Estaba tan indignado que me dediqué a detener en seco las embestidas de mi adversario con una tanda de ganchos de izquierda. Este se quedaba nuevamente perplejo durante unos segundos, como si no acabara de entenderlo; luego volvía a la carga, golpeaba sin ton ni son y retrocedía, satisfecho de sí mismo, para volver a entretener al público con sus payasadas. Estaba más pendiente de la hilaridad de la gente que de mis golpes.

Aquella mascarada duró hasta el sexto asalto. Inesperadamente, el árbitro decidió detener el combate y decretó la victoria de mi adversario. El público exultaba. Busqué a DeStefano. Se había atrincherado en nuestra esquina. Mi adversario se pavoneaba sobre la lona, alzando los brazos con los ojos desorbitados por una alegría pueril. Durante nuestro regreso, ya en el autocar, supe que el héroe del día se llamaba Gaston, que era el hijo mayor del alcalde de Aín Temouchent, que no se dedicaba a boxear y que este era su primer combate, que lo habían organizado para festejar el cumpleaños de su padre, de modo que al año siguiente lo mismo organizaba un concurso de natación o un partido de fútbol; ya se encargarían sus colaboradores de que marcara el gol de la victoria después de que el señor árbitro hubiese anulado los del equipo contrario.

DeStefano intentó ablandarme en el autocar. Cada vez que se sentaba a mi lado, me cambiaba de asiento. Cuando se aburrió, se sentó en el fondo y sentí su mirada sobre mi nuca hasta que llegamos a Orán.

—¡Te estoy diciendo que lo siento, joder! —estalló al bajar del autocar—. ¡No pretenderás que me ponga de rodillas! Te juro que no estaba al corriente. Creía de verdad que el boxeador era un campeón local: es lo que me aseguraron los organizadores.

—El boxeo no es ningún camino de rosas —confirmó Francis, el pianista, esperando impaciente que DeStefano sacara el sobre que el empleado del ayuntamiento le había metido en el bolsillo—. El camino de la gloria está sembrado de trampas y de zancadillas. Donde hay pasta de por medio, el diablo no anda lejos. Hay combates encargados, combates amañados, combates perdidos de antemano; y, cuando se es árabe, la única manera de disuadir a un árbitro parcial consiste en noquear al adversario y mandarlo a dormir sobre la lona.

—Este es un asunto entre mi campeón y yo —zanjó DeStefano—. No necesitamos intérprete.

—De acuerdo —dijo Francis mirando fijamente el bolsillo del entrenador.

DeStefano sacó del sobre un fajo de billetes, los contó y dio a cada cual su parte. Tobias y Salvo se largaron de inmediato, conformes con no quedarse a dos velas pese a mi «derrota». Francis se quedó, poco satisfecho con la parte que le había tocado.

—¿Por qué me miras? ¿Tengo monos en la cara o qué?

Francis prefirió quitarse de en medio.

—Este Francis tiene los ojos más grandes que la tripa —refunfuñó DeStefano—. He repartido equitativamente, pero él se cree que merece más que los demás porque sabe llevar el papeleo y escribir a máquina.

—Yo no quiero tu dinero, DeStefano. Puedes dárselo a Francis.

—¿Por qué? ¡Joder, son cincuenta francos! Conozco a alguno que vendería a su suegra por menos que esto.

—Yo no. A mí no me va el dinero haram.

—¿Cómo que haram? ¿Acaso lo has robado?

—Tampoco me lo he ganado. Yo soy boxeador, no actor.

Lo dejé plantado en medio de la calle y me fui a casa de Gino.

Gino no tenía muy buen día. Ni siquiera levantó la cabeza al oírme llegar. Sentado a la mesa de la cocina, en camiseta y descalzo, mojaba un trozo de pan en una tortilla que acababa de hacer. Desde que había muerto su madre, a mi amigo le había cambiado mucho el carácter y ya no hacía oídos sordos cuando lo provocaban. Se le endureció la voz, y también la mirada. A veces tenía la impresión de estar molestándolo, de sobrar en su casa. Cuando me largaba dando un portazo a casa de mi madre, ya no iba detrás de mí. Al día siguiente, era él quien pasaba por el club a buscarme, pero no me pedía perdón por su comportamiento de la víspera; hacía como si no hubiera pasado nada.

—¿No vas a preguntarme cómo me ha ido en Aín Temouchent?

Gino se encogió de hombros.

—Solo faltaban Buster Keaton y un pianista en la sala.

—Me da igual —dijo Gino limpiándose la boca.

—¿Estás cabreado conmigo?

Golpeó con rabia la mesa.

—¿Cómo pudiste permitir que ese capullo me tratara así? No soy un perro. Debiste cerrarle el pico y exigir que te acompañara.

—Él es el jefe, Gino. ¿Qué podía hacer? Ya viste que me sentó fatal.

—Yo no vi nada. Ese mierda me cortó el paso y tú agachaste la cabeza. Debiste insistir para que me dejara acompañarte a Aín Temouchent.

—Yo no sabía cómo eran esas cosas. Era mi primer combate. Pensé que DeStefano sabía lo que hacía.

Gino quiso protestar, pero no lo hizo y apartó su plato.

Bastantes disgustos tenía como para aguantar ahora a Gino. Me di la vuelta y bajé la escalera a toda prisa. Necesitaba darme un buen baño en el hammam y ordenar mis ideas. Dormí en casa de mi madre.

Falté tres días seguidos a los entrenamientos.

DeStefano envió a Tobias para hacerme entrar en razón. Este no tuvo que esforzarse mucho; para mí supuso una excusa perfecta porque ya estaba empezando a aburrirme. Volví al club. Me acerqué al ring con la misma desgana que un mal estudiante a la pizarra y, para vengarme de la mala pasada de Aín Temouchent, no me apliqué nada. DeStefano sabía lo mal que me había sentado su laxitud. No le gustaba que me comportara como un idiota, pero no dijo nada para no empeorar las cosas. Para hacerse perdonar, no paró de hacer gestiones hasta que me consiguió un adversario serio, un chico de SaintCloud que ya se estaba dando a conocer. El combate se celebró en un pueblo, en un descampado rocoso. No asistió mucha gente por el calor que hacía, pero mi adversario movilizó a muchos de su pueblo. Se llamaba Gómez y al tercer asalto me noqueó. Cuando el árbitro acabó de contar, DeStefano arrojó su canotier al suelo y lo pisoteó. Tobias se ofreció para echarme una bronca. Fue a verme al barracón donde Gino me estaba ayudando a vestirme.

—Y ¿ahora qué?, ¿estás contento? —exclamó con las manos en las caderas—. Eso es lo que ocurre cuando no se entrena. DeStefano te ha dedicado más tiempo del que te mereces. Si llega a ocuparse de Mario, no estaríamos ahora donde estamos.

—¿Qué tiene Mario que yo no tenga?

—Moderación. Humildad. Mario reflexiona. Sabe de qué va esto. Tiene ideas. Ideas tan enormes que cuando se le ocurren dos a la vez, una tiene que cargarse a la otra para caber en su cabeza.

—¿O sea que para ti no tengo ideas?

—Sí, pero son tan endebles que se te derriten en tu cerebro de mosquito. ¿Acaso crees que perdiendo el combate castigas a DeStefano? Si es así, te equivocas, chaval. Estás cerrándote puertas. Si quieres volver a tu zoco para quedarte viendo como las moscas atormentan a los burros, pues no pasa nada. Puedes hacer lo que quieras siempre que no vengas luego a quejarte de que a ti también te están picando. Ya acabará DeStefano dando con un auténtico campeón. El que saldrá perdiendo serás tú.

Gino me repitió más o menos lo mismo cuando regresamos a casa. «Perder no es una deshonra, lo escandaloso es no hacer nada para ganar», me dijo

Yo sabía que lo había hecho fatal, pero no hay mal que por bien no venga. Mi amarga derrota frente a Gómez me tocó en mi amor propio y me prometí desquitarme. Ya no era DeStefano quien iba tras de mí, sino al contrario. Entrenaba dos veces al día. Gino me llevaba a la playa los domingos y me hacía correr en la arena hasta quedarme sin resuello.

Hacia mediados de julio, un boxeador militar de la base naval de Mers el-Kebir aceptó enfrentarse a mí. Montaron un cuadrilátero en un muelle, a la sombra de un gigantesco barco de guerra. Aquello estaba abarrotado de marineros. Los oficiales ocuparon las primeras filas con sus uniformes de gala. Cuando anocheció, unos proyectores iluminaron el entorno como si fuera de día. El cabo Roger apareció vestido con un albornoz blanco y una bufanda tricolor alrededor del cuello. Lo aclamaron hasta la histeria. Era un cachas pelado a rape y de abultada musculatura que llevaba un romántico tatuaje en el hombro derecho. Se puso a bailotear, saludando a la marea humana que lo aclamaba. Una avalancha de golpes se me vino encima antes de que hubiese dejado de vibrar el gong. El cabo pretendía noquearme de inmediato. Sus camaradas le gritaban, con las manos alrededor de la boca, que me machacara. Cuando mi puño izquierdo le alcanzó la sien, se produjo un silencio tremendo. Frenado en seco, el cabo se tambaleó con la mirada vacía. No vio llegar mi gancho de derecha y cayó de espaldas. Tras un momento de alelamiento, unos cuantos empezaron a gritarle: «¡Levántate!», gritos que acabó coreando la base naval entera. El comandante, rodeado de los de su casta, estaba a punto de comerse su gorra. Para regocijo de los militares, el cabo se apoyó sobre la lona y consiguió levantarse. El gong me impidió rematarlo.

Salvo colocó un taburete para que me sentara y se dispuso a refrescarme. El minuto de descanso se alargó. Había mucha gente en el rincón opuesto, pero el árbitro no se entrometió; el cabo necesitaba recuperarse. DeStefano consultaba ostensiblemente su reloj para recordar su obligación al del gong. El combate se reanudó cuando el cabo se dignó levantarse de su asiento.

Aparte de sus embestidas de búfalo que acababan sobre las cuerdas, el cabo no era un genio de la guerra. Su pegada derecha era fofa, su izquierda removía el aire. Se había dado cuenta de que no daba la talla e intentaba ganar tiempo sometiéndome a un cuerpo a cuerpo agotador. Lo dejé KO al final del cuarto asalto.

Los militares demostraron ser buenos perdedores y nos invitaron al salón de oficiales, donde nos esperaba un banquete. Aquello estaba pensado para festejar la victoria del campeón local, que daban por segura, y la orquesta que tenía que tocar aquella noche dejó allí mismo sus instrumentos y no se presentó. Fue más bien aburrido.

DeStefano alucinaba. Nuestras egolátricas broncas pasaron a la historia. Seguí entrenando con ahínco y gané dos combates más en cuarenta días: el primero en Médioni contra un ilustre desconocido; el segundo contra Bébé Rose, un guaperas de Sananas que cayó en el tercer asalto.

En la calle Wagram, los chavales empezaban a tenerme por un héroe y me esperaban a la salida del club para aclamarme. Los tenderos me saludaban llevándose una mano a la frente. Todavía no había salido mi foto en la prensa, pero en Medina Jdida una leyenda se estaba extendiendo por las callejas, exagerada por el boca a boca hasta rozar lo sobrenatural.