3
Gino me anunció que un grupo de gitanos procedente de Alicante iba a actuar en La Scalera y que por nada en el mundo pensaba perderse el espectáculo. Me prestó una chaqueta ligera y salimos para llegar cuanto antes al viejo Orán. Los toneleros regresaban de sus bodegas y los vendedores ambulantes recogían su mercancía. La noche había pillado desprevenida a la ciudad y los transeúntes apretaban el paso, pisando los talones al día saliente. Siempre ocurre igual en invierno. Los oraneses, acostumbrados a las largas jornadas veraniegas, se quedan algo descolocados cuando estas se acortan sin previo aviso. Algunos volvían a sus casas maquinalmente y otros se metían en los bares, a falta de algo mejor, y la noche acogía a su propio público, transformando en sospechosas las escasas sombras que aún remoloneaban por allí.
Cruzamos el Derb sin detenernos y nos metimos en la Alcazaba, donde atajamos por callejuelas. Gino estaba sobreexcitado.
—¡Vas a ver qué pedazo de conjunto! Hacen el mejor flamenco del mundo.
Tomamos una serie de calles escalonadas. No había farolas en aquella parte de la ciudad. Salvo algunos berridos infantiles que brotaban aquí y allá, el barrio parecía muerto. Vimos a lo lejos la pálida luz de una linterna colgada sobre la puerta de una casucha infecta. Seguimos subiendo por más callejas escalonadas. Por los huecos que había entre las viviendas se veían las luces del puerto. Un perro ladró en alguna parte y su amo lo mandó callar. Más arriba, un acordeonista ciego torturaba su instrumento bajo un tejadillo, tieso como una estela. A su lado, vigilando a sus putas agazapadas en la sombra, un proxeneta tripudo, con el chaquetón abierto y la navaja en la cintura, bailaba una polca. El ambiente se iba animando poco a poco y llegamos a una especie de establo sin muchas pretensiones donde se amontonaban familias enteras para asistir al espectáculo de los gitanos, que ya había empezado. Un grupo de músicos actuaba sobre un estrado en el fondo de la sala, mientras una criatura sublime enfundada en un vestido negro y rojo, con castañuelas en las manos y un austero moño, taconeaba perentoriamente. No había asientos vacíos y las escasas banquetas alineadas ante el escenario estaban abarrotadas. Gino y yo nos acomodamos para poder ver por encima de las cabezas y... ¿a quién vi en un rincón de tierra batida, imitando a la bailaora? Tuve que frotarme los ojos varias veces para asegurarme de no estar alucinando. Era él, en efecto, pataleando frenéticamente; bebido pero todavía lúcido, movía las caderas y hacía contorsiones grotescas con la camisa abierta sobre su pecho de ébano y la frente cubierta por una gorra de cuadros tapándole la frente... ¡Sid Roho! En carne y hueso, ¡y siempre igual de presto a dar la nota! Se quedó patidifuso cuando me vio haciéndole señas. Nos abrazamos como locos. Armamos tal follón que varios espectadores se volvieron hacia nosotros llevándose un dedo a los labios con el ceño fruncido, para que no molestáramos.
Sid Roho me sacó fuera y nos volvimos a abrazar dándonos palmadas homéricas.
—¿Qué pintas tú por aquí? —me preguntó.
—Vivo en Medina Jdida. ¿Y tú?
—Yo me alojo en Jenane Jato. Por ahora.
—¿Y qué tal te va?
—Hay un poco de todo; a veces me meto en líos y otras voy tirando.
—¿Estás a gusto en Jenane Jato?
—¡Qué va! Aquello es una ratonera, como Graba en versión ciudad. Muchas broncas y algún que otro asesinato de cuando en cuando.
Sid hablaba rápido, demasiado rápido. Las palabras se le atropellaban en la boca.
Prosiguió con cierta amargura:
—Cuando llegué era menos arriesgado. Pero desde que un antiguo presidiario se pavonea por allí con una pandilla de chacales, aquello se ha convertido en un infierno. Lo llaman El Moro. Tiene la cara rajada y es tan feo que haría abortar a una ballena. Se pasa la vida buscando las cosquillas a todo el mundo. Y si te rebelas, te pincha con su navaja Laguiole.
De pronto se volvió a animar:
—Soy toda una leyenda, ¡para que lo sepas! Tu hermanito no es un cualquiera. Le gusta dejar huella. Me apodan el Duende Azul... ¿Y tú?, ¿qué es de tu vida? Tienes buen aspecto, y estás cachas, oye... ¿Trabajas de carnicero?
—Toco varios palos, pero no tengo nada fijo. ¿Sabes algo de Ramdane y de Gomri?
—Ramdane no volvió a dar señales de vida. Regresó a su aduar y corrió la cortina tras él. En cuanto a Gomri, yo me fui antes que tú. No sé dónde se habrá metido... ¿Te acuerdas de su novia? Era el único en verle algún encanto. Parecía un ratón hipnotizado por una serpiente. Ya podías pellizcarlo hasta hacerlo sangrar que no se despertaba. Hasta puede que se haya casado con ella.
Tras un silencio, nos volvimos a abrazar. Alto y ascético, Sid Roho se había quedado en los huesos y su aliento aguardentoso daba idea de su naufragio. Por mucho que riera a carcajadas, sus ojos lo traicionaban. Parecía un animal errante expuesto a las sevicias del día a día. Sin familia ni agarradero, se movía por instinto, como esos golfos azorados que dormían en los portones.
Le pregunté si tenía proyectos, qué pensaba hacer de su vida. Aquello le hizo gracia; me dijo que la gente como él tenía menos porvenir que un cordero sacrificial y que vivía al compás de las estaciones, como esos árboles que se desvisten en invierno y se engalanan en primavera para divertir a la gente en vez de seguir adelante.
—Sueñas que eres un rey —dijo con amargura—, y por la mañana, ya de vuelta en este mundo, se te cae la corona apenas abres los ojos. Tu palacio no es más que un cuchitril en el que las ratas presumen de animales fabulosos. Te preguntas si te compensa levantarte, pues ya sabes lo que te espera fuera, pero no tienes elección. Hay que moverse. Entonces sales y te pierdes en la nulidad.
—Pensaba que tenías más coraje.
—Puede ser. Con el tiempo, a quien uno acaba fastidiando más es a sí mismo. El dios que me creó no tenía muy claro qué hacer conmigo. Me guardó en un armario y ya no hay manera de desempolvarme.
—Antes siempre caías de pie.
—Sí, pero ya no soy un niño. Ha tocado la hora de la verdad y no me gusta lo que veo cuando la miro de frente. Conocí a una chica —me contó repentinamente—. Una paisana de Tlemcen rubia como un aro de sol. Estaba dispuesto a sentar la cabeza, te lo juro. Se llamaba Rachida. Le dijo a su prima: «Sid ilumina mi existencia. —Esta se rio y le preguntó—: Y cuando apagas la luz, ¿cómo encuentras a tu negro en la oscuridad?»... No volví a verla.
—Hiciste mal.
—Son palabras que te sublevan, Turambo.
—Te creía más fuerte.
—Solo son fuertes las bestias de carga, y porque no saben quejarse.
Me confesó que no esperaba nada de la vida, que la suerte estaba echada y que fingía divertirse, como esa noche, para hacer de tripas corazón.
—Chawala decía que la vida no es nada y que nos corresponde a nosotros convertirla en algo —le recordé.
—Chawala era un colgado, ni tan siquiera tenía vida propia.
Su tono rezumaba un despecho lastimero y sus gestos pautaban sus palabras con reflejos acerados.
Un borracho en el que no nos habíamos fijado debido a la oscuridad se dejó ver a media luz y dijo a Sid con voz pastosa:
—Perdona, joven. No me dedico a escuchar las conversaciones ajenas, pero tampoco estoy sordo. Lo que cuentas me apena, pero no olvides que tienes un as en la manga: la juventud. Créeme, los que las pasan canutas cuando jóvenes son los más aguerridos cuando envejecen. Con treinta años estaba forrado. Hoy, con sesenta, chapoteo en el fango. Nada dura toda la vida y no hay miseria de la que no se pueda salir. Eso de la gran vida es una engañifa. Nos mentimos alegremente, nos hundimos sin menear un dedo y nos cachondeamos tanto de los demás como de nosotros mismos. Pero la miseria no es ninguna broma. Te llevas el palo por donde menos te lo esperas, y cuando quieres dar marcha atrás ya es demasiado tarde. Al final, solo puedes contar contigo mismo.
Sid Roho no estaba muy convencido. Masculló:
—He visto cómo se lo montan los ricachones. Aunque sea de lejos, he visto cómo se forran y se lo pasan pipa. Así que, por mucho que me cuentes, daría mi juventud a cambio de una sola de sus juergas.
Permanecimos un largo rato sentados sobre una baldosa, hablando de esto y aquello. Los gitanos tenían montada una buena juerga. El público los jaleaba y aplaudía, pero ni Sid ni yo conseguíamos disfrutar de la fiesta.
Al rato se nos unió Gino. Se había imaginado lo peor al no verme regresar y se tranquilizó al comprobar que estaba sano y salvo. Le presenté a Sid y los tres opinamos que era hora de retirarse.
De camino, Sid bromeó con algunas putas antes de dejarse embaucar por la más culona y tetuda. Desnuda bajo su vestido de tul, le bastó con enseñarle un cacho de su enorme culo para que Sid nos abandonara allí mismo y me citara en el café Haj Ammar, en la entrada del zoco.
Volví a verlo al día siguiente y durante varias semanas. Nos pasábamos el día vagando por las barriadas o pateándonos los mercadillos. A veces me acompañaba al club de boxeo, pero cuando acababa de entrenar ya se había ido. Tampoco acudió a mi combate contra Sollet, cuyo entrenador tuvo que tirar la toalla durante el quinto asalto. DeStefano invitó a mucha gente para festejar mi sexta victoria consecutiva, pero Sid se negó a unirse a nosotros por tener un asunto urgente que atender. En realidad, no le hacía demasiada gracia que frecuentara a los rumíes. No se atrevía a reprochármelo abiertamente, así que me lo soltó una noche de borrachera: «Quien tiene el culo sobre dos sillas se caerá de costillas». Pero no sospeché que estuviera refiriéndose a mí.
Al principio, Sid parecía no haber cambiado nada. Era gracioso, algo alocado, pero cariñoso, y hasta fascinante por momentos... No tardé en desilusionarme. Sid ya no era el mismo. Se había echado a perder en Orán. Cada vez me recordaba menos al chaval al que había adorado en Graba, al famoso Chivo que se reía por cualquier cosa, incluso de sus desengaños, que siempre daba con la palabra adecuada para subirnos la moral y siempre nos llevaba la delantera. Aquello era agua pasada. El Sid actual soltaba fuego por el culo, por los ojos y por la boca. Ignoraba si había madurado o si estaba amargado, pero en ambos casos me tenía preocupado.
—¿Cómo te dio por beber? —le solté a bocajarro una noche en que salía de un garito despechugado y tambaleante.
—Para tener el valor de mirarme al espejo —me contestó sin dudar—. No me atrevo a hacerlo cuando estoy sobrio.
No me gustaba nada el rumbo que había tomado. Le recordé que era musulmán y que un hombre debe permanecer sobrio para no perderse. Sid empezó a dar voces en pleno barrio árabe.
—¡Más le valdría a Dios hacer el inventario de las malas pasadas de este mundo, en vez de espiar a un fracasado que se ahoga en su copa!
Tuve que ponerle ambas manos sobre la boca para que callara, porque ese tipo de comentario puede provocar un tornado en nuestros barrios. Sid me mordió para liberarse y siguió blasfemando a voz en grito ante la mirada torva de los transeúntes. Mucho me temí que nos lincharan allí mismo.
Lo empujé contra un muro y le dije:
—Búscate un curro y lleva una vida sana.
—¿Acaso crees que no lo he intentado? La última vez que llamé a la puerta de un comerciante, ¿sabes cómo me trató ese hijo de puta? ¿Tienes la menor idea de cómo me trató ese cerdo grasiento y rubicundo? ¡Se persignó! ¡Esgrimió su cruz como lo haría una beata al cruzarse con un gato negro! ¿Te das cuenta, Turambo? Se persignó apenas me vio entrar en su tienda. Y cuando le ofrecí mis servicios, los barrió de un manotazo y me dijo que bastante suerte tenía con no llevar cadenas en los pies y un hueso en la nariz. ¿Te das cuenta? Le dije que era hijo de un imán y que este era mi país. El comerciante soltó una carcajada y me dijo: «¿Y qué coño sabe hacer el negro de tu padre aparte de dejar preñada a tu madre y de limpiar el culo a los perros de sus amos?». Luego me dijo que no tenía ninguna chacha casadera ni tampoco perros. Se le notaba orgulloso de su gracia. ¡Menudo chiste! ¿De qué conoce a mi padre? El pobre se habría vuelto a morir si llega a oír eso, con lo piadoso que era y con el respeto que le tenía a mi madre. ¿Ves, Turambo? Hoy en día no valemos gran cosa. Nos insultan y luego les extraña que nos duela, como si no tuviéramos amor propio. Así que me mantengo a distancia para ponerme a salvo de esos escupitajos. No hay nada para mí, Turambo. Ni en la tierra ni en el cielo. Por eso me quedo con lo de los demás.
—Algunos de los nuestros han salido adelante. Médicos, abogados, hombres de negocios...
—Para ahí el carro, amigo, y abre los ojos. Mira bien a esas masas que parasitan el entorno. Tus héroes no tienen siquiera derecho a la ciudadanía. Este es nuestro país, la tierra de nuestros antepasados, y nos tratan como extranjeros y como esclavos traídos de la sabana. Ni siquiera puedes ir a una playa sin que te coloquen un cartel que prohíbe el paso a los moros. He visto a un simple empleado de ventanilla tratar de negrata a un caíd reverenciado por su tribu. Hay que fijarse bien en lo que vemos, Turambo. La verdad salta a la vista por mucho que la disfraces... Me niego a limitarme a sufrir. Un moro no trabaja, se la meten hasta la campanilla, y a mí no me gusta que me den por culo. En vista de que nadie me regala nada, me lo monto a mi aire. El hambre y la indigencia me han llevado a esta filosofía: ¡vive la vida como se te presenta, y si no se presenta, ve en busca de ella!
Tenía la sensación de estar flirteando con un pirómano.
Sid había optado por un camino que no era el mío. Me tenía asustado. Una noche se le ocurrió nada menos que disfrazarse de chica (se puso una almalafa) y colarse en un hammam para ver a las tías en pelotas. Tras ponerse cachondo perdido, se metió en distintos bloques de viviendas para intentar tirarse a alguna virgen en un lavadero. Eso era una locura. Lo podían haber masacrado en un rellano de la escalera. En Medina Jdida te mataban por mucho menos. Pero Sid Roho no atendía a razones. El aire de la ciudad se le subía a la cabeza como una calada de opio, y el caso es que el Chivo nunca estaba sobrio. Todo lo veía desde el prisma de sus «proezas», poniendo en un mismo plano el robo de una fruta y el honor de la gente. Su mórbida seguridad en sí mismo lo tenía tan cegado que, cuanto más rozaba la catástrofe, más la pedía a gritos. Bebía donde no tenía que hacerlo, ofendiendo las costumbres musulmanas, robaba ante todo el mundo; amargado y suicida, se atrevía a ligar en los barrios hostiles a los forasteros, con lo que exponía voluntariamente al peligro. Llegué a pensar que Rachida y su prima, así como el asunto del comerciante, no eran sino pretextos que se había inventado, pedruscos que se había atado a los pies para hundirse sin remedio. Parecía sentirse a gusto en su descenso a los infiernos, como si quisiera vengarse de sí mismo conchabándose con su desgracia. Puede que le sobraran razones para comportarse así, pero ¿qué es a veces una razón sino una sinrazón que nos conviene?
Como no quería asistir a su inminente linchamiento, seguro de que acabaría cayendo en su propia trampa, empecé a rechazar sus «invitaciones» y a espaciar nuestros encuentros.
Sid Roho no tardó en percatarse de ello.
Una mañana me interceptó a la altura del liceo de las chicas. Tuve la impresión de que mi querido compañero no estaba allí por casualidad.
—Hombre, Turambo, precisamente estaba pensando en ti.
—Tengo cita con el dueño de un almacén. Me va a poner a prueba. Gino ya está allí para presentármelo.
—¿No te importa que te acompañe un rato?
—Siempre que no me entretengas. Llego tarde.
Fuimos a buen paso hacia la plaza de la Sinagoga. Sid Roho me miraba de reojo. Mi aspecto y mi silencio lo tenían intrigado.
Me detuvo agarrándome con una mano delante de una mercería de la plaza Hoche.
—¿Tienes algo que reprocharme, Turambo?
—¿A qué viene esa pregunta?
—Llevas semanas escabulléndote de mí.
—Son imaginaciones tuyas —le mentí—. Estoy buscando trabajo, eso es todo.
—Eso no es un motivo. ¿Es que ya no somos amigos?
—Siempre serás mi amigo, Sid. Pero tengo una familia y me da vergüenza vivir a su costa. Voy a cumplir veintidós años, ¿me entiendes?
—Ya veo.
—Llego tarde.
Asintió con la cabeza y retiró su mano de mi hombro.
Un ciego tocaba un organillo bajo la estatua del general. Su melodía confería cierta irreversibilidad al desamparo de mi amigo.
Una manzana más allá, otra vez mosqueado por mi silencio, Sid volvió a la carga:
—Seguro que me reprochas algo, Turambo. Quiero saber qué es.
Lo miré directamente a los ojos. Parecía desconcertado.
—Si quieres que te diga la verdad, Sid, estás en la luna.
—A mí me encanta la luna.
—Precisamente, no pareces darte cuenta de ello.
—¿Darme cuenta de qué?
—De que ya va siendo hora de sentar la cabeza.
—¿Por qué matarse a trabajar cuando puede uno servirse lo que quiere, Turambo? Tengo todo lo que necesito. Me basta con tender la mano.
—Te la acabarán cortando.
—Me compraré una prótesis.
—Ya veo que tienes respuesta para todo.
—Para eso me preguntas, ¿no?
—Mi madre dice que cuando tenemos respuesta para todo ya solo nos queda morir.
—Mi padre decía más o menos lo mismo, salvo que él murió sin hallar ninguna respuesta.
—De acuerdo, veo que estoy gastando mi saliva en un diálogo de sordos. Me voy, he quedado con Gino.
—Gino, Gino... ¿Qué le encuentras a ese Dji-i-no? Ese capullo no tiene la menor gracia, además se pone colorado con solo ver a una tía meneando el culo.
—Gino es buena gente.
—Eso no impide que sea un coñazo.
—Déjalo, Sid. Uno no necesita hacer el tonto para que se le tenga por amigo.
—¿Crees que hago el tonto para eso?
—Eso lo has dicho tú. Gino me ha ayudado mucho. Tipos como él no sobran, y quiero conservar su amistad.
—¡Oye, que tampoco te estoy pidiendo que la tomes con él!
—De eso no me cabe la menor duda. Nadie puede conseguir que la tome con Gino.
Se detuvo en seco.
Seguí caminando. Sin darme la vuelta. Sin sospechar que me estaba despidiendo de él para siempre.
Sentí un profundo malestar. Había herido a Sid intentando aleccionarlo. Me di cuenta a medida que me iba alejando. Aflojé el paso sin casi darme cuenta hasta que me detuve al final de la calle. No quería que un malentendido nos separara. Sid no me había negado nunca nada, y siempre se había puesto de mi lado.
Volví rápidamente sobre mis pasos...
El Duende Azul se había volatilizado.
Busqué a Sid por Jenane Jato, por Medina Jdida, por los bares que solía frecuentar, y no di con él.
Desistí al cabo de una semana. Sid Roho debía de estar haciendo de las suyas en alguna parte, para nada afectado por mi salida de tono. No era rencoroso, y menos aún con un amigo. Ya daría señales de vida y yo le pediría perdón, aunque no fuera necesario. Barrería mis excusas de un manotazo y me embarcaría en una de sus derivas de marchoso impenitente.
Pero las cosas fueron de otro modo para mi amigo.
Más adelante supe que no era yo la causa de la desaparición del Duende Azul. Alguien le propuso un reto y Sid aceptó. Se comprometió a robarle su navaja al Moro a plena luz del día y en pleno zoco. Al antiguo presidiario le gustaba pavonearse en la plaza con la navaja a la cintura. La exhibía como si fuera un trofeo y Sid soñaba con quitársela.
Lo pillaron con las manos en la masa. Le dieron una paliza de espanto, luego lo llevaron a rastras tras unos matorrales y allí mismo lo violaron El Moro y tres de sus compinches.
Por entonces, aquello era una sentencia inapelable para el honor de un hombre, equivalente a la pérdida de la virginidad para una chica: se perdía una sola vez, y para siempre.
Nunca se volvió a saber de Sid.