C. A. Jordana: Pan francés

C. A. JORDANA

PAN FRANCÉS

Las otras colas eran una pesada obligación, pero la del pan era un ejercicio de responsabilidad. Pere demostraba con su actitud esa diferencia, que sentía hasta en lo más profundo de su alma. No manifestaba ningún desagrado si debía levantarse a las cuatro de la mañana para ir a esperar una rebanada que muchas veces no llegaba. Durante horas, entre golpes y discusiones, muy frecuentemente bajo la lluvia, mientras sentía el frío y escuchaba las sirenas de alarma. O, si era preciso, morirse de sueño en una cola muerta y avanzar mecánicamente hacia un anhelado bote de leche. Pero en esos casos todo él acusaba el cansancio de la guerra. La fatiga de las piernas le subía al cuello, y la cabeza se le caía hacia delante, entre los hombros huesudos que se marcaban bajo el jersey. Se le veía con menos carrillos, con los pómulos más prominentes que antes, y sentía más que nunca su hambre habitual como una crueldad que le hería hasta la desesperanza.

En la cola del pan todo era diferente. Para empezar, el abastecimiento estaba mucho mejor organizado. La cola nunca era muy larga; la gente —casi segura de que no iba a ser burlada— hablaba con menos angustia. Y además el pan había sido siempre la base, la sustancia esencial, el esfuerzo —el cuerpo y el alma— de las comidas de Pere. Pero había algo más: todos —todos eran su padre y su madre— habían convenido que fuese Pere el que debía ocuparse del asunto del pan. Y los doce años del chico se llenaban de madura experiencia, de responsabilidad sutil, por efecto de esa confianza. A las otras colas le mandaban, a la del pan iba por el bien de todos y, como el que dice, por derecho propio. Pere encontraba esa confianza perfectamente natural y justamente por eso estaba orgulloso. Con la bolsa y el carné a punto, cuando se dirigía a la puerta de la panadería, nadie le hubiera tomado por el mocoso desfalleciente de las otras colas. La rectitud del cuerpo sólo se alteraba por el cosquilleo de dinamismo que sentía en los gemelos; miraba al mundo, o a los integrantes de la cola, con la cabeza alta. Su indiferencia hacia las sirenas se volvía desprecio y su hambre se veía endulzada por un paladeo anticipado.

De hecho, aquel pan, al margen de las circunstancias, no era digno de ejercer tamaña influencia: amarillento, de corteza blanda que enseguida se deshacía en migas, tenía además un gusto insatisfactorio, por mucho que la memoria del buen pan blando de los tiempos del pan fuera ya tan lejana. Y en su caso, el dicho «de lo malo, poco» no era ningún consuelo. Su escasez empeoraba todavía más su naturaleza deficiente. Del suministro diario se había pasado a repartirse en días alternos, del medio kilo por persona a un cuarto, con faltas de vez en cuando porque el horno no tenía carbón o leña o porque la harina era imposible de amasar. La escasez, además de atenuar la mala calidad de ese preciado pan hasta casi olvidarla, elevaba y afinaba el orgullo que Pere sentía de ser el encargado y el distribuidor en su casa. Con amor lo recogía y lo llevaba y lo dejaba en su sitio. Lo cortaba con una arruga de preocupación en la frente para que las rebanadas fueran iguales, más finas las más grandes, para lo que hacía verdaderas filigranas en el cálculo y corte de los pedazos.

Cuando con su cuchillo de sierra en mano y el pan redondo sobre el hule (los manteles necesitaban demasiado jabón y este era también un bien valioso) acometía su delicada tarea, Pere notaba los ojos de su padre, que lo miraba con cierta ironía desde el otro lado de la mesa. El chico sentía la mirada pero no se turbaba sino todo lo contrario. Hacía tiempo que sabía que la ironía paterna era una forma púdica de admiración, y la conciencia de que su padre le observaba aumentaba sus deseos de quedar bien.

Si lo admiraban era porque él era admirable, sobre todo en tanto que su orgullo era de los que no destruyen la sensatez ni la modestia. El muchacho no sólo calculaba para que todos tuvieran lo mismo sino que afinaba minuciosamente el cálculo para que el pan, poco o mucho, no faltara nunca, y el posible error se decantara hacia el ahorro, que más adelante se podría invertir en una comida adecuada, hasta donde aquellas comidas podían ser adecuadas. Pere, en efecto, no cortaba el pan sólo por el hambre sino también para el acompañamiento, y un estudio inconsciente de los gustos familiares lo guiaba infaliblemente hacia una maravillosa coherencia alimentaria. El día de las patatas no necesitaba tanto pan como el día del chocolate, ni el de las lentejas tanto como el del café con leche.

Si cuando cortaba el pan, todo él concentrado en el cálculo, Pere no podía pensar en nada más que en lo que hacía, muchas veces cuando lo llevaba por la calle y sentía el dulce peso de la bolsa, lanzaba su mente, hambriento como iba, hacia añoranzas de aquello que se podía hacer con la harina. Un año antes —¿o era un año y medio?—, todavía se podían comprar galletas. ¡Galletas! Hubo que renunciar cuando ya sólo se pudieron conseguir formando parte de una de aquellas grandes colas de la calle Pelai que acababan delante de la misma universidad. El tiempo se necesitaba para cosas más urgentes. Más tarde, todavía quedaría algún pastelillo —sencillo, claro— en alguna pastelería. Si estabas atento y tenías la suerte de verlos en el mostrador y no te dejabas llevar por la impaciencia, aún podías hacerte con alguno. Después, aparecían de vez en cuando unos bollos de leche, más de nombre que otra cosa, largos, carísimos y tentadores en aquellas «granjas», pequeños locales que todavía conservaban ese nombre, cada día más curioso, porque en otros tiempos se vendía verdadera leche de vaca. Finalmente, también hubo una temporada de unas pequeñas masas duras, tormento para las muelas, o excesivamente blandas, asco para el paladar, que se parecían más al yeso mal amasado que a la harina.

La añoranza de Pere constataba que las galletas habían huido, los bollos habían volado e incluso la total desaparición de las masas de yeso más o menos duro hacía todavía más valioso su pan racionado de cada día. Del mismo modo que se hacía más preciado frente a otros fenómenos de su régimen alimentario, que soliviantaban a su madre a diario: la invisibilidad de las patatas, la aspereza de las judías, la ausencia casi absoluta de la carne y el pescado o la desaparición de la fruta. El pan, por escaso que fuese, lucía maravillosamente junto a los nabos y los cardos y hasta las lentejas.

El prestigio del pan y la importancia de Pere, que era el proveedor familiar, aumentaban en función de ese milagroso alivio de la desesperanza que se concentraba siempre en la región maxilar. Cada mucho tiempo, cada cuatro o cinco meses, la familia recibía del extranjero un paquete de víveres. Esperaban a estar juntos para abrirlo. «¡Azúcar, azúcar!», decía la madre, entusiasmada. «Oh, oh, chocolate, leche, café», decía el padre cogiendo botes y paquetes. «¿Hay galletas?», preguntaba Pere con la voz excitada. Si había, el muchacho bailaba de alegría y su padre no dudaba en acompañarlo en una danza india alrededor de la mesa. La madre de Pere, sentada para soportar el peso de la emoción, reía de un modo extraño. «Qué tontos sois», decía entre risa y risa, con los ojos húmedos y brillantes.

La llegada de un paquete —sobre todo si había chocolate, leche y café— hacía enorme la responsabilidad de Pere. Una comida a base de buen chocolate francés o café con leche —café de verdad, no malta o azúcar quemado— podía ser nutritiva, sabrosa, excelente si había suficiente pan. Era preciso que Pere se pusiera de acuerdo con su madre para fijar una fecha y ahorrar sabiamente para que el día convenido hubiera la cantidad de más necesaria del valioso elemento. O bien sondear astutamente a aquel primo que conocía a un carabinero para ver, por una vez, si podía adquirir un chusco militar. O bien recurrir al pan de los cuáqueros. Porque Pere, con todos los quebraderos de cabeza del mocoso que hace colas, continuaba estudiando, y los estudiantes recibían cada día una pequeña ración de pan especial hecho de harina enviada por los cuáqueros norteamericanos. Por disposición expresa de los donantes y por orden formal de su padre, el chico oficialmente se comía, él solo, su ración, pero era extraño que no saliesen en los días más oportunos unas cuantas rebanadas de aquel pan para reforzar la ración familiar. El pan de los cuáqueros, que era moreno, podía aguantar muy bien la comparación con el otro pan racionado. Y en cuanto al pan de chusco, era una delicia, tan blanquito y compacto.

La comida memorable no podía dejar de ser, por imperio de las circunstancias, un poco grotesca. El primer plato tanto podía ser una sopa de sémola como un plato de escarola aliñada solamente con vinagre. Pero el chocolate o el café con leche que le seguía le otorgaba todo el atractivo. Buenas tazas —esto es, tazas amplias, profundas y llenas— y pan racionado, pan de cuáquero o pan de chusco —fácilmente dos rebanadas o dos rebanadas y media—, pan que cogía un gusto delicioso cuando se mojaba a conciencia. Si la madre de Pere había estado de suerte y había podido encontrar un poco de harina, aparecían a última hora unos pastelitos —milagro de masa y cocina— que redondeaban la fiesta. Los estómagos quedaban consolados, casi satisfechos por unas horas, hasta la mañana siguiente en la que el hambre se dejaba notar de nuevo.

La última comida de estas que hizo la familia de Pere tuvo una gravedad especial. La gravedad no provenía del hecho de que la hicieran —era de noche— medio a oscuras, con la mesa del comedor sólo iluminada por la luz de una vela. Ya estaban hechos a ver todas sus tareas intervenidas por el berrido de las sirenas, las detonaciones, los lamentos, el chillido de los antiaéreos según el tipo, el retronar de las bombas, también interrumpidas pero no detenidas por el apagón súbito de la luz eléctrica. Una comida especial era una comida especial y no perdía su importancia, aunque algún ruido del exterior incitara a los comensales a levantarse alguna vez y a salir a la galería a ver el juego de los reflectores y el centelleo de los cañones para confirmar la idea que se habían forjado al oír el sonido. La gravedad de la comida no venía dada por esos motivos, que los tres comensales intentaban disimular de forma diferente con las usuales exclamaciones de sorpresa ante cada pastelito. En su manera de coger el pan, de mojarlo, de llevárselo pensativo a la boca, había un remordimiento, un gesto definitivo hecho con resignación desesperada. Pere, aunque calmaba al estómago, lo sentía oscuramente y, al mismo tiempo que eso le angustiaba, el placer del pan bien mojado le parecía más valioso y admirable.

En esos últimos días la atmósfera de Barcelona cambiaba aceleradamente y ese cambio abatía los espíritus con un desánimo resignado que tenía un punto de nerviosa desesperación. El muchacho y su padre se quedaban en el comedor para esperar el comunicado de guerra. El enemigo avanzaba rápidamente. Barcelona caería. Lo veían claro, estaban resignados pero no se lo acababan de creer mientras a su alrededor surgían a cada paso los síntomas del cambio. Era una suerte que Pere, como sus padres, se hubiera mostrado siempre alerta pero sereno frente a los bombardeos, porque las alarmas se encadenaban unas con las otras y los aviones enemigos no se contentaban con venir, lanzar la carga y marcharse de allí sino que se entretenían en el cielo de Barcelona. La escuadra de Savoias hacía su largo trayecto con calma y, si algún «mosca» se atrevía a embestirla, un vuelo de Messerschmidts bajaba de las regiones más altas y empezaba el desarrollo de su ataque. Más que los ataques aéreos, lo que angustiaba a Pere eran las llamadas telefónicas a su padre, sobre todo si no estaba en casa y era él el que se ponía al aparato y sentía la energía verbal de la decepción de alguien que tenía al otro lado de la línea. El chico podía ver con claridad cómo se acercaba el día sobre el que tanto se había discutido y acordado en su familia. El cambio en la atmósfera ciudadana se convertía con rapidez en un gran cambio en la vida de Pere.

Cuando llegó el día, Pere se lo tomó como un día de suerte. Un compañero de la escuela le había regalado un tique de un restaurante popular y, esa mañana, el chaval había ido a dar buena cuenta de la comida antes de volver a casa desde una infructuosa cola de pescado. En el restaurante le habían dado un pequeño panecillo con más miga que una rebanada; no era de gran calidad pero al menos era más blanco que el pan racionado que se comía en casa. Estaba tan habituado a ahorrar pan que le sobró medio panecillo y decidió regalárselo a su madre. Esa decisión fue objeto de un intenso debate interior cuando Pere subía por la calle Muntaner, desde Aragón hasta la Diagonal. Pensaba en el medio panecillo que llevaba envuelto en la mano; lo apretaba un poco, lo sentía en su boca y parecía de veras que se le ponían los dientes largos y vacilaba sobre qué hacer. Pensaba en su madre, en su cara amargada que se iluminaría con una bella sonrisa al ver que el muchacho había pensado en ella. Esa cruel desazón del hambre que le incitaba a morder casi se convertía en placer por ver el regalo que le hacía a su madre. Entraría en casa y diría «¿A que no adivinas lo que traigo?». Pero, al llegar a casa, Pere no pudo decir nada. El piso estaba en pleno trasiego como en un día de mudanza. Su madre, rodeada de paquetes, llenaba las maletas y le dijo con aire de gran urgencia: «Nos vamos de aquí en una hora, ¿por qué has tardado tanto? Ve al comedor. Tu padre y yo ya hemos comido. Puedes comértelo todo».

Pere, en el comedor, dudó un momento delante de un pan entero y después decidió no comérselo. Desenvolvió el medio panecillo, lo miró un rato y lo dejó junto al pan redondo. Sería mejor comer sin pan. ¿Quién sabía cuánto debía durar el que tenían? Sobre la mesa había una buena fuente de pasta de croquetas, que sustituía a las croquetas que no se podían hacer, un poco de escarola y unos cuantos rábanos. La comida de Pere en el restaurante popular le sirvió sólo de aperitivo. De buen grado se sentó en la mesa en medio del trajín de la casa.

Había un verdadero ajetreo aunque con muy poco ruido. La madre de Pere y dos tías que habían venido a despedirse iban de aquí para allá buscando esas cosas imprescindibles, inencontrables cuando más se necesitan, que uno siempre tiene el riesgo de olvidarse. Eran tres mujeres muy rigurosas en sus asuntos y en sus tareas; pero Pere, entre bocado y bocado, las veía muy extrañas ese día: se notaba a simple vista que no tenían la cabeza en lo que hacían, y sus idas y venidas parecían rituales, sin un objetivo visible. Cuando llegó el padre del chico, un breve diálogo se repitió en innumerables ocasiones: «¿Qué te parece que me lleve esto?». «No, mujer: no nos conviene ir demasiado cargados». Pere, preparándose, repetía esas palabras por dentro, maquinalmente, y creaban una música muy curiosa. Después, se distrajo con una presencia extraña que apareció súbitamente delante de él: era Antonia, la portera. Pere le había oído decir un montón de veces, en conversaciones con su madre: «¿Está segura de que se tienen que ir?». Ahora por lo menos veía que efectivamente se iban y su partida le producía un gran efecto. La impresión de Pere era la de una mujer más bien grosera y áspera y algo hostil a él. Ahora estaba inmóvil y lo miraba con una piedad afectuosa que obligaba a Pere a hacer un inmenso esfuerzo para ir a la suya como si nada, con la firme indiferencia de un hombre hecho a todo tipo de trajines. Antonia, con su nariz torcida y su verruga y sus cabellos despeinados, era verdaderamente un fuerte golpe con su aspecto de quietud llena de emoción y afecto.

El esfuerzo de Pere todavía debería continuar. Su padre era siempre admirable. Llegado el momento, le pasó el brazo por la espalda y, en el tono bromista de siempre, le dijo: «Vamos, heredero de la casa quemada». Pero el muchacho, mientras se ponía el abrigo por el pasillo, tuvo que pasar por una fila de amigos y vecinos que venían a ofrecerse para las últimas voluntades. Pere recordaba los pocos entierros a los que había asistido y le parecía que aquella buena gente tenía aspecto de luto. De todos modos, era un chico valiente el que bajaba la escalera con una bolsa bajo el brazo y que todavía se empecinaba en cargar con una maleta evidentemente demasiado pesada para él.

Un automóvil les esperaba en la puerta. El coche era pequeño: maletas y paquetes, demasiado numerosos. En el trasiego de meterlo todo, personas y cosas, se desataba ligeramente la desazón de la marcha: besos de las tías, adiós de un compañero, miradas, miradas. El padre de Pere se sentó delante, al lado del chófer. Él y su madre detrás, entre paquetes. Y por el camino, también entre paquetes, veían el cambio ya completado, la ruptura ya definitivamente producida, acompañada estrepitosamente por las baterías antiaéreas, por proyectiles que se quejaban como con llanto de niño y que cortaban silbantes el aire afilados hacia el cielo azul, y por las grandes detonaciones de los cañones del Carmelo y Montjuïc.

Sueño y realidad, sueño y realidad, sueño y realidad, mientras el automóvil dejaba la ciudad y emprendía la marcha por las carreteras. Detrás las sirenas, detrás las explosiones de los cañones y las bombas. ¿Dónde estaba la guerra? Posiblemente en la tensión de los rostros absortos vistos momentáneamente por la ventana en aquel camión de soldados. En ese grupo, mujeres y criaturas que avanzaban lentamente bajo sus fardos, con los cuerpos vencidos por la fatiga pasada y por la fatiga por venir. ¿Pero dónde estaba la guerra? Había ahí un pueblo tranquilo, pacífico bajo la luz declinante. Dos vecinas conversaban junto a un portal y repasaban el coche con una mirada indiferente. Pere, una vez que se hubo encajado entre los paquetes que lo rodeaban, se tambaleaba con los baches del vehículo. Lo que quedaba atrás parecía presente, imperturbable. El muchacho se adormilaba en una dulzura melancólica.

Más allá de Granollers, una frase de su madre lo sacó de su abatimiento. «¡Oh, nos hemos dejado el pan!». El padre de Pere se volvió y miró a Pere. «No lo creo», dijo. El chico miraba a su madre con una sonrisilla orgullosa, mientras acariciaba con la mano el hatillo redondo que tenía a su lado. Rebuscó, sacó y desenvolvió el medio panecillo. «¿Queréis merendar?». Se lo partieron madre e hijo. Pere se esforzaba para que durara y lo masticaba lentamente, conteniendo la fuerza enorme de sus mandíbulas. Pronto, con el trocito de pan ya acabado, sólo le quedó el deseo inmenso de abrir y cerrar la boca, en un estéril deseo incontenible. Bostezaba de hambre, una, dos, tres veces, y se dejaba deslizar hacia el sueño a cada bostezo. Lo que tenía en la boca, entre los dientes, era un grueso cilindro de hojaldre con carne dentro. Parecía mentira que costara tanto meterlo del todo, cerrar los dientes para morderlo y sentir en la lengua la carne sabrosa. ¿Sabrosa? Ese era el tormento. Sabía que lo era pero no llegaba a degustarla. ¿Qué tenía en la boca? Un cosa blanda, insípida, inexistente. Ese tormento lo despertó.

El coche estaba parado. «Venga, chaval, que ya estamos». Cargados de fardos y maletas recorrían las calles de Olot. La fría noche era de una oscuridad densa, aparentemente impenetrable. Solamente un hilo de luz de tanto en tanto en la rendija de una puerta que no estaba bien cerrada. El padre de Pere murmuraba. El hombre que buscaban no estaba en casa, no volvería, si es que lo hacía, hasta pasado mañana. En cada fonda la misma canción: «no hay sitio, no hay comida», «ocupado por los carabineros», «ocupado por el Ministerio de Defensa». «Ocupado por la consejería de Gobernación». Entraron. Pere, con la indiferencia del cansancio, observaba a su padre discutir con el dueño del hotel. «Sólo hay sitio para los de Gobernación, sólo hay comida para los de Gobernación». El hombre lo repetía tozudamente, con una sonrisita odiosa. Parecía que, agraviado por alguien, estuviera deseando que lo pagara la familia de Pere.

Se quedaron al final en una especie de sala de entretenimiento llena de gente desanimada, habladora a ratos, que no parecía entretenerse mucho. Pere veía con desconfianza los paquetes y la bolsa arrinconados bajo las maletas a la vista de todos, expuestos a la codicia de los otros. El brasero que estaba en el centro de la estancia y que calentaba el aire era inabordable. Desde su rincón, Pere observaba el comedor, donde unos cuantos funcionarios, bien sentados a la mesa, cenaban con cierto estrépito. La mirada aguda del muchacho se fijó en una trucha que desapareció de golpe en aquellas gargantas ávidas. Los ojos de Pere buscaron los de su padre, que simulaba leer un periódico. El mentón de Pere quería lanzarse hacia delante empujado por el dolor de la mandíbula, y eso forzaba al chico a mirar a su padre para que le devolviera la mirada. El hombre alzó los ojos y sonrió con los ojos y la boca. «La paciencia es importante», dijo, y el muchacho sonrió mientras dos señoras los miraban con aspecto irritado.

Pere enrolló largamente el hilo de la paciencia. Nuevas llegadas provocaban en el hotel pequeños alborotos de protestas, de encuentros de amigos y de relatos de aventuras. Pero al final llegó, y rápido, el momento. Todo el mundo estaba cansado y un poco aturdido. Los que tenían habitación iban desfilando, y la señora de la casa fue apagando las luces, dejando encendidas sólo las imprescindibles. La familia de Pere se pudo instalar en el entorno del brasero con la única compañía de dos agentes de policía catalanes que tenían tanta apariencia de ascetismo y hambre como Pere y sus padres. Después de mirarlos un momento, a Pere no le extrañó que su padre hiciera delante de ellos el gesto de que había llegado la hora.

La madre de Pere buscó y abrió diestramente un par de paquetes. El chico trajo el pan de la bolsa y lo empezó a cortar con más gravedad calculadora que nunca, y pronto cada uno de los cinco tuvo en las manos su parte de una hermosa comida. Sería para Pere una de las más memorables, aunque consistía solamente en una fina rebanada de pan con carne de lata y una pieza de chocolate y, al final, gracias al trabajo de los policías agradecidos, un poco de vino tinto que habían conseguido en un concienzudo registro de la casa. Uno de los agentes trajo un paquete de tabaco, y los tres hombres liaban cigarrillos y fumaban mientras la madre de Pere se acurrucaba bajo el abrigo en un sillón de mimbre y el chico, en otro sillón parecido, cerraba los ojos para recordar el sabor mezclado, suavísimo, de la carne de lata sobre el pan de dos días. Parecía que estaba a punto de conseguirlo cuando sobrevino el cambio. Mientras la conversación de los hombres se convertía en un arrastrado murmullo de resaca, la rebanada se doblaba, se partía, adoptaba un aspecto de medias esferas; un bello bocadillo de pan tierno, bien blanco. La carne cogía consistencia haciéndose más fina: bella extensión rosada con estrías blancas, jamón dulce que sobresalía por todas partes. Y el gran esfuerzo por acercarlo a la boca, por morder. Al final la pasta blanda, insípida e inexistente. La decepción despertó a Pere. Su madre dormía mostrando el cuello descarnado y la cabeza sobre el respaldo; su padre, con los codos en las rodillas y las mejillas en las manos, miraba los tonos rojos entre las cenizas del brasero que uno de los agentes, agachado, removía con paciencia. A pesar del calor de la habitación, el muchacho sintió un escalofrío.

Aquellos sueños se repetirían en Pere durante los días que siguieron. El día siguiente a su llegada a Olot estuvo arropado entre mantas junto a su padre en una sala fría de una escuela convertida en dormitorio, hasta donde el chico había seguido los pasos de su padre, que generalmente acababan en decepción. «No hay sitio, no hay comida» era ya una respuesta estereotipada. Y la verdad es que Olot estaba lleno, sus calles congestionadas de gente y de vehículos, y cualquiera podría creer que las casas estaban también llenas y las despensas vacías. A pesar de todas las decepciones, Pere pudo comprobar que su padre tenía cierta influencia. Al acabar la jornada, su madre había encontrado alojamiento en una habitación de hotel ya ocupada por otras tres damas, y el muchacho y su padre tenían para su uso nocturno todo un colchón y dos mantas en la fría sala de la escuela. Como si eso no fuera bastante, toda la familia había hecho dos comidas gratuitas y sin pan. Con sus recursos particulares en víveres, toda la familia había merendado cerca de una fuente de agua helada. En esa ocasión apuraron la lata de carne y se podía ver que la bolsa en la que Pere guardaba el pan había mermado considerablemente. Por la noche, estirado bajo las mantas y sin desvestirse, Pere soñó con una frustrante danza de bizcochos borrachos. Los cubos de aquel tipo de bizcocho casi pringosos pasaban rozando la nariz de Pere. Imposible acercarse, al principio. Imposible, después, una vez entre los labios, captar su olor, encontrar ningún sabor ni sustancia.

Aquella decepción nocturna continuó tras un traslado más hacia el norte. Una mañana, la influencia de su padre se hizo notar de nuevo. De un gran atasco de automóviles salió un coche que se cargó con paquetes y maletas, y con la familia, que entró como pudo. Después de un largo diálogo entre el chófer y el padre de Pere, el coche emprendió la marcha. Fueron más allá de Figueres, hacia Agullana, donde la Generalitat tenía una masía. Pere intentaba distraerse con los grupos, cargados de fardos, que se desplazaban a pie, con la sola intención de alejarse; con las discusiones que su padre y el chófer debían mantener en los puntos de control armados en los que se hablaba en castellano y, al pasar por Figueras, con la extraña desazón de la gente y los vehículos en aquella ciudad bombardeada. Aunque lo que después recordaría mejor de aquel viaje era un soldado que masticaba con evidente satisfacción un pedazo de chusco. La boca de Pere se abría y se cerraba sólo de pensarlo.

La masía era un gran caserón frío, no muy sólido pero de una sencillez que daba gusto mirar, con sus paredes blanqueadas y sus grandes losetas ásperas. Alrededor había un bosque de encinas, hierba brillante, tierra empapada por las lluvias frecuentes, musgo y pequeños regueros de agua. Pere, que estaba dando una vuelta, sentía que la paz se filtraba dentro de él y que le habría invadido de no haber sido por la oposición de ese impulso de sacar el mentón, un extraño empuje lineal por ambos lados del maxilar inferior, que provocaba el nacimiento de una sensibilidad viva, dolorosa, entre los dientes y las encías. Por eso y por las vibraciones de motores que, afortunadamente, pasaban de largo. También por la sentencia enunciada por los mossos de esquadra: «No hay pan».

Esa mañana, el padre de Pere volvió de una excursión llevando media docena de costillas. Sobre las brasas la carne desprendía un olor que acariciaba las fosas nasales en un promesa llena de suavidad. Parecía fundirse entre los dientes, tan tierna era, y en efecto se fundía con sólo una ligera presión y dejaba un regusto penetrante. Si ese buen comienzo había alimentado alguna esperanza, el chico la perdió rápidamente. El caserón se llenaba. La gente llegaba en bicicletas, coches, camiones, en medio de un bullicio de voces y paquetes. Cuerpos que chocaban en los pasillos cuando buscaban un rincón en el que descansar. Por la abundancia de bocas tanto dentro como fuera, y como por un procedimiento automático, se iban cerrando los gallineros, los corrales, los graneros y las despensas. Esa noche la cena tardó, y consistió en una taza de caldo que no llevaba sustancia de ninguna carne sabrosa. La gente hacía cola en un frío corredor. Desde la cocina, paraíso del calor y de la luz, una voz gritaba el nombre de las familias. Todos entraban con ansia y debían beber de pie, entre empujones, el líquido demasiado caliente, cuyo calor era su único atractivo.

Durante los primeros días, la insuficiencia de aquellas comidas se compensaba en parte, en una parte muy pequeña, con las meriendas particulares. Pere y sus padres se alejaban hacia el bosque y, sentados bajo una encina o de pie si la tierra estaba húmeda, se comían un trozo de pan con chocolate. O bien con el chorrito de un bote de leche condensada untaban una rebanada de pan. Pere, ágilmente, se esforzaba por recoger las gotas en el aire. Pero llegó un día en que los botes estaban vacíos y la bolsa atesoraba únicamente una corteza de pan. «Toma, cómetelo tú todo», dijo el padre de Pere. El muchacho miró absorto la triste, durísima y preciosa corteza. Sabía de sobra que sus padres querían que él se lo comiera todo: que estarían más contentos si se lo comía él que si lo compartía. Pero la cuestión no estaba entre él y sus padres. El chico cerró los dientes y cortó hábilmente la corteza en tres partes. Ningún adulto discutió su gesto. Volvieron silenciosamente a casa, masticando cada uno con melancólica avidez su trozo de pan.

Durante el día no faltaban distracciones para Pere, que se obstinaba en entretenerse para olvidar el involuntario castigo del hambre. Una distracción consistía en encontrar una gran cola esperando para poder ir al lavabo y tenerse que ir a lavarse fuera, en el agua helada de la alberca o del riego. También era una distracción escuchar las inevitables disputas y observar las inesperadas gentilezas. O discutir sobre si los aviones que sobrevolaban la masía eran de los suyos o de los otros. Siempre llegaba alguno que había salido de Barcelona justo en el momento en el que entraban los fascistas, y resultaba distraído oír las explicaciones del audaz modo en que habían conseguido escaparse.

Pero, por las noches, sobre el duro jergón en el que dormía junto a su padre, en una vasta sala en la que descansaban más de cuarenta hombres, no había otra distracción que escuchar los finos hilos verticales, los tirabuzones retorcidos, las gruesas bolas danzantes del sonido que hacían los que roncaban. Pere se cansaba pronto y optaba por dormir. Su cansancio le encarrilaba por esa vía, y la tendencia del chico a convertir los bostezos en bocanadas de hambre también ayudaba. Se dormía con facilidad pero se despertaba con frecuencia. La tortura en sus sueños era siempre la misma, aunque adoptara formas diversas. A veces era un simple panecillo, dulcemente terso, con los surcos marcados y la corteza protegiendo con tanta distinción su miga. Otras veces era una lionesa, rebosante de crema alrededor. O un surtido de pastelillos: tostados, rosados, con estrías de piñones, blancos de coco, cubiertos de azúcar. O bien un roscón con hojaldre y relleno de cabello de ángel. Y tras la lucha, nada: insipidez, ausencia y decepción. Pere se despertaba con sudores de angustia y escuchaba por un momento un dúo de ronquidos, mientras se esforzaba por no sentir esa aguda sensación en la raíz de los dientes. Se ponía a bostezar y su padre, que tenía el sueño ligero y oía a la primera el suspiro del bostezo, le decía: «Vete con cuidado, que te morderás la nariz».

Una de las distracciones diurnas, cargada siempre de cierta ansiedad, era observar las idas y venidas de los que, según se decía, iban a Figueras a «hacer gestiones». El padre de Pere era de los más activos en ese trabajo, y el muchacho estaba siempre muy interesado en escuchar cada noche las explicaciones que daba, llenas de decepción o de esperanza. Tanto en un caso como en el otro, no se excitaba nunca, y hablaba con un toque de humor sobre autorizaciones y visados. Pere lo escuchaba con la sonrisa de un compañero que comprende y aprueba.

Un buen día —bueno al menos en lo referente al tiempo—, aquellas gestiones dieron por fin resultado. Una treintena de personas se preparó, y a las diez de la mañana, bajo un hermoso sol, esperaban al aire libre, al tiempo que vigilaban sus maletas y paquetes y se despedían con excitación de los que se quedaban. Alguien les había prometido un buen desayuno que resultó ser una taza de agua caliente ligeramente mejorada con un chorrito de leche condensada. El momento de marchar hacia la frontera había llegado por fin. Las mujeres, los niños más delicados y los animales subieron a un autocar. Los equipajes iban en un camión cubierto en el que se meterían los hombres y el resto de los niños. Pere iba con su padre, sentado en una maleta, flanqueado por otras maletas que formaban un compartimiento, más o menos seguro, para él solo. Mientras su padre conversaba con los otros hombres del camión, Pere miraba la ruta por la parte trasera del camión y pensaba en el momento en que se comería el trocito de queso que le habían dado para reforzar el desayuno.

Casi no se dio cuenta de que se lo metía en la boca y lo engullía. Fue cosa de un instante, y el hambre del muchacho no hizo sino crecer con ese acto precipitado. Para entretenerse un poco escuchaba a los otros: aduanas, pasaportes, dificultades. La conversación no era muy desesperada. Todos los hombres fumaban. Les habían dado unos cuantos paquetes de tabaco, y Pere sabía de sobras que eso era un consuelo. El chico miraba afuera. Entre los árboles desnudos caminaban familias cargadas de fardos, algunas rodeando un carrito con muebles, y todos extrañamente mudos, con una escasez ansiosa en los rostros que castigaba la mirada y el espíritu. «Ya veréis en La Junquera», dijo alguien, y efectivamente por las calles de La Junquera un campamento en fila obstruía el paso. Caminaban con la inmensa fatiga de una pesada marcha. Pasado el pueblo, la marcha se reagrupaba, espesa, cargada de triste miseria; el deterioro de la ropa se reflejaba en las miradas y en los gestos. Pere volvió la cabeza, cerró los ojos y se inclinó hacia su refugio bajo el peso de su cansancio, aumentado por el que veía en los otros.

¿Era hambre?, ¿era sueño? Muerto de hambre, convertía el hambre en sueño mediante el bostezo. El camión avanzaba lentamente, se paraba y daba bocinazos, arrancaba para hacer otro tramo y volver a parar. Durante un largo período, el sueño de Pere fue tan ligero como una simple cabezada. Lo atravesaban voces del exterior. Voces castellanas. «¡Pararse!». Voces de sus compañeros de camión: «¿Creéis que nos registrarán?». Mucho después: «¡Mira la cadena, mira los negros!». Y el inevitable chiste: «Pertús, parada y fonda».

Después, Pere se hundió en el sueño profundamente, y hasta el fondo iba a buscarlo la agresión maliciosa del hambre. Esa vez el cebo se complicaba, se multiplicaba. Panecillo, bocadillo, pastelillos, lionesa, roscón formaban una escalera de innumerables escalones que la boca de Pere no podía subir. Arriba del todo, una nube de delicias, una apoteosis de pastelería que le incitaba traicioneramente a acercarse: dulces y más dulces, centros con intrincados dibujos de chantillí, cascadas de bombones, turrones, brazos de gitano. Y nada, nada, nada; esta vez ni siquiera podía tocarlos. Pere, en el sueño, se dijo enérgicamente: «Sueño». Pero eso no disminuía su tormento. Pensaba que estaba haciendo denodados esfuerzos por escaparse y volver a la realidad del camión.

¿Realidad o sueño? El camión estaba parado. A la derecha, en la carretera, su madre lo miraba y le acercaba una rebanada de pan. Era una rebanada gruesa de pan tierno, de pan blanco. Pere ya lo sentía en la boca: el crujido de la corteza bien cocida, la dulce penetración de los dientes en la miga blandísima. Sacudió la cabeza para que se le cayeran las telarañas de los ojos. Pero al lado de su madre estaba su padre y otros compañeros que masticaban alegremente.

«¡Mira, Pere, pan francés!», decía su madre. El muchacho lo volvió a mirar y la escalera de su sueño se precipitó sobre la rebanada de pan francés, ahora con todo su sabor, matizado hasta el infinito. Sintió más fuerte que nunca aquel impulso hacia delante del mentón, aquel sentimiento agudo entre los dientes y en las encías. Arrancó el pan y lo tragó vorazmente, pero se le hizo de pronto una bola en la garganta.

Pere alargó el brazo con calma, palpó un instante el pan y se puso a masticar lentamente y con un rostro extremadamente serio, mientras su contención se resolvía en dos lágrimas grandes e inevitables que se deslizaban por su cara.