Juan Eduardo Zúñiga: Los deseos, la noche

JUAN EDUARDO ZÚÑIGA

LOS DESEOS, LA NOCHE

—¿Vas a salir ahora? Ya es de noche, te puede ocurrir una desgracia —había oído la voz del padre, reducida su fuerza por llegar del fondo de la casa donde coincidía el ronroneo de la radio encendida y el tictac del reloj de pared.

Ella no le contestó, distraída en otros pensamientos, atenta a escuchar algo extraño, imprecisamente percibido, y dio un paso y se acercó a la ventana y oyó una voz distante, era una voz de mujer que cantaba en el patio, voz casi imposible en el atardecer frío y amenazado, una canción cuyas palabras se perdían, pero el tono apasionado atravesaba los cristales y, aunque en algunos momentos se esfumaba, volvía como una llamada pertinaz.

Atendió a aquella voz y salió de su casa cuando ya terminaba la hora de la luz y el horizonte en el alto cielo, sobre las casas, perdía su color grana y aparecían el violeta y el azul cobalto y así cada rincón de la calle por la que iba se velaba en sombras que pronto serían negrura.

Pensó que la canción era para ella, para una enamorada, que una persona desconocida se la hacía llegar, segura de que la escucharía y le infundiría un decidido ánimo.

Sin temor, Adela atravesaba los comienzos de la noche yendo en dirección al Palace, convertido en hospital de sangre, donde antes se celebraban thé-dansants y las parejas en la pista, rodeadas de las mesas con los servicios del té, se movían en una música lenta, y los cuerpos de los que bailaban se rozaban, y los hombres notaban las sinuosidades de la carne que llevaban abrazada, y las muchachas, las que no habían conocido aún mayores contactos, se ruborizaban al percibir el vientre activado del que las rodeaba con su brazo. Se propuso, la última vez que estuvo allí, no negarse a la solicitud que alguno le hiciera, e irse donde la llevara, dispuesta a experimentar lo que hacía tiempo deseaba.

Avanza la noche que siempre presintió acogedora del amor, convirtiendo en secreto cada acto posible en el arrebato de ser todo ciego y entregado. Cruza calles de inseguro pavimento, con ruidos solitarios de pasos que se alejan, y Adela repite las palabras del poeta, que murmura invocando tal realidad: «Es de noche, ahora despiertan las canciones de los enamorados, y también mi alma es la canción de un enamorado».

Por dos veces ha tropezado en un desnivel del suelo y se ha medio caído, pero a pesar del golpe en las rodillas sigue ilusionada y piensa que tal como va vestida no la habrían dejado atravesar el hall resplandeciente ni entrar al salón de baile, pero ahora sí podrá hacerlo.

Al salir del paseo del Prado se fija en unas luces de lámparas de petróleo y siluetas de hombres que colocan tablas para rodear los cráteres de dos bombas que cayeron cerca de la fuente de Neptuno, y les ve moverse como sombras en su tarea y no hace caso de algo que le gritan cuando pasa cerca, y mira el enorme edificio del hotel con el perfil de su tejado sobre un cielo levemente claro. Siente necesidad de llevarse la mano al lugar donde el corazón da su temblor alborozado, próximo el encuentro emocionante e intenso. Se dice para sí: «Ahora hablan alto las fuentes rumorosas y también mi alma es una fuente rumorosa».

Pero en la fachada no hay ni una luz ni una ventana encendida ni las farolas que siempre iluminaron la gran entrada: todo era oscuridad ante ella y tocó la áspera superficie de arpillera que le hizo entender que eran sacos terreros, puestos como protección, como los que encontraba por todos sitios, ante tiendas y portales, y bocas de metro y fuentes en los paseos.

Unas manchas de luz señalaban la entrada entre los sacos y penetró por un pasadizo en ángulo que desembocaba en el hall, tan conocido, pero en este no había más que dos bombillas apenas iluminando sus amplias dimensiones y algunas personas que lo cruzaban: hombres con uniformes oscuros que hablaban entre sí y desaparecían en el fondo del vestíbulo.

Nada había allí que recordara el lujo: cajones y sacos apilados, las alfombras habían desaparecido y los olores del bienestar cambiaron a desinfectante en el frío ambiente.

Al centinela que estaba a la derecha y que parecía medio dormido, apoyado en una columna, le preguntó por Anselmo Saavedra. La respuesta fue que no podía pasar, pero ella insistió alegando algo confuso de que era su prima, algo sobre un herido, y al fin, él le dijo que le encontraría en el depósito del primer piso.

Subió por la escalera del segundo vestíbulo y se encontró en un ancho pasillo alumbrado débilmente, con puertas alineadas a ambos lados. Eran las habitaciones que ella sabía las más lujosas y cómodas de los hoteles de Madrid, con amplias camas, almohadas de pluma, discretas lámparas sobre los tocadores con espejos y frascos de perfumes. Una de las puertas estaba entreabierta y se atrevió a poner la mano en el pestillo y fue empujando despacio, con tensa curiosidad. En la cama vio la cabeza de un hombre que estaba cubierto hasta la barbilla por una manta azul; los ojos cerrados, respiraba anhelante, el pelo adherido a la frente, rubio como la barba; la luz venía de una lamparita sobre la mesilla de noche en la que había un vaso.

Quedó quieta, fija en él; luego se acercó y le pasó los dedos por la mejilla y el hombre no se movió, tenía un vendaje en el cuello. Adela bajó unos centímetros la manta hasta ver que los hombros y la parte alta del pecho estaban cubiertos por vendas. Fue bajando la manta y descubrió el cuerpo desnudo; contempló su palidez, el vello rubio en el vientre, y se fijó con atención en el sexo que yacía entre las dos piernas.

Estremecida, volvió a subir la manta y retrocedió, pero la atraía volver y tocar el cuerpo inmóvil, poner la mano en los brazos, en las piernas que había visto huesudas; se contuvo y salió. En el pasillo, buscó el depósito y al final, un letrero pintado en la pared lo anunciaba, y por la puerta abierta vio a su novio inclinado sobre unas cajas, haciendo algo.

Le apretó las manos con las suyas y le susurraba:

—Amor mío —y no escuchaba lo que él decía, sólo atenta a la sensación de que la besaba en los labios y en el cuello, donde quedaba libre de la bufanda—. Vengo para amarte.

Ella le hablaba muy cerca y a la vez le rozaba con los labios las mejillas ásperas de una barba crecida. El hombre se negaba. No podía dejar el trabajo ni descansar, ni distraerse: faltaba el cloroformo, apenas quedaban vendas, no había bisturís bastantes, entraban continuamente heridos del frente de la Casa de Campo.

—Pero yo he venido para estar contigo, para que me beses.

—Ahora no puedo atenderte. Mañana procuraré que nos veamos. Márchate. Tengo que ir al quirófano.

El año anterior estuvo en el baile de máscaras del Círculo de Bellas Artes, y había bebido mucho, como también sus amigas, y los brazos de varios hombres la ciñeron y le tocaron la espalda, y uno de ellos había inclinado la cabeza y la había besado en la oreja; con un estremecimiento, notó que la mordía con los labios y la humedecía con la lengua, pero, a pesar de la sacudida nerviosa que tuvo, no se desasió, no protestó.

Lo recuerda mientras baja la escalera y ya en el vestíbulo se sube el cuello del abrigo y con ambas manos se toca las orejas al ajustarse el pañuelo de la cabeza. En la calle, encuentra el aire frío y mira a un lado y a otro, pero no ve a nadie en la proximidad del hotel; delante, hay una ambulancia que parece abandonada.

Emprende el camino hacia la plaza de Santa Ana. El cielo es un techo casi negro, las casas no dejan pasar ninguna luz y las calles son largas paredes con filas de balcones apenas perceptibles. De vez en cuando se cruza con un coche muy veloz o con el ruido de alguien que marcha apresurado. Y muy lejos, empieza a oír la sirena de la alarma antiaérea, y cuando Adela pasa junto a San Sebastián, la moto que lleva la sirena avanza por Atocha y la ensordece.

Entra corriendo por el jardincillo de la iglesia hasta la puerta que da acceso al sótano y otras personas se unen a ella y se empujan hacia el fondo donde una bombilla azul ilumina el letrero «Refugio», y todos bajan hablando a gritos, nerviosos, llamándose, comentando el posible peligro, y enseguida llegan más personas que preguntan algo de un niño extraviado.

Junto a ella nota la presión de otro cuerpo y es un hombre que mira hacia la escalera; luego empieza a hablar, comentando el bombardeo del día anterior en Argüelles, y como Adela comprende que es a ella a quien se dirige, le contesta con gestos afirmativos. En aquel momento vuelve a pasar una sirena estridente que excita aún más a los allí reunidos que rompen en nuevos gritos, que se mueven y cambian de sitio. El hombre viene a quedar al otro lado de Adela, pegado a ella, y ahora le pregunta si está sola, si vive en el barrio, porque es peligroso andar en la oscuridad para ir a su casa; Adela contesta con monosílabos y con una rápida ojeada ve que es un hombre joven, con un gorro encajado hasta las orejas, que le sonríe. Sin pensar lo que responde, le dice:

—No voy a casa.

En voz muy baja, aproximándose más a ella, le pregunta si tiene novio, y a ella, igual que antes, se le ocurre responder que no. Percibe que el cuerpo del hombre se estrecha contra el suyo y le pone la boca muy cerca de su cara:

—Oye, ¿por qué no te vienes conmigo? A mi casa; no pasarás frío, hay una estufa que da mucho calor, y tengo una lata de carne sin abrir y vino, y podemos cenar.

Otras personas bajan al refugio y se pelean con los que están allí, que no les quieren dejar sitio, y como todos se empujan, Adela nota las manos de aquel hombre en la cintura pero no se zafa ni protesta, a la espera de saber adónde irá con sus pretensiones. Oye algo entre las voces que les rodean y escucha con atención.

—Te besaré en los hombros y bajaré despacio los labios y te lameré los botones del pecho. Yo te haré gozar.

Está a punto de marcharse pero de pronto se vuelve hacia él, le sonríe y murmura:

—Bueno.

Empuja a los que tiene delante y se esfuerza en pasar entre ellos, y como le es imposible, da codazos y en la semioscuridad ve las caras sorprendidas y enfadadas que se vuelven hacia ella, protestando. Le dicen que no puede salir, que se esté quieta, que se espere a que acabe la alarma, pero Adela, a pesar de todo, llega a la escalera y sube por ella. Cruza el jardincito y al salir a la calle choca, en la oscuridad, con un grupo de personas presurosas que dan voces de «Al refugio, al refugio», y es empujada fuera de la acera, casi a punto de hacerla caer. Pasa al otro lado de la calle y sigue andando pegada al muro de la iglesia y entonces se da cuenta de que el hombre no ha ido tras ella y que ha debido de quedarse en el refugio.

La intriga lo que le ha dicho y ella hubiera aceptado todo lo que le propusiera, haber llegado a conocer la pasión plena y el límite del placer. Recuerda el cuerpo extendido en la cama que ha visto en el hotel y su paso se hace más inseguro, yendo por varias calles que conoce bien.

Llegó ante una puerta que parecía cerrada pero la empujó y al abrir notó el fuerte olor a humedad que había en el portal, a través del cual, tanteando con la mano en la pared, alcanzó la escalera y fue subiendo despacio, calculando cada escalón, que daba los crujidos de la madera antigua, hasta el último piso en el cual una fina raya luminosa señalaba allí la única puerta.

Llamó con los nudillos, dando unos golpecitos, y abrió un hombre de cierta edad, con pelo largo y que vestía un guardapolvo y un pañuelo anudado al cuello. Tras él, brillaba un calefactor eléctrico que hacía cálido el ambiente de la habitación abuhardillada.

Adela, según entraba, le besó y le dijo: «Hola, tío», y se sentó en una banquetilla, tendiendo las manos hacia el calor de la estufa a la vez que echaba una mirada en torno suyo: allí había dos mesas con pinceles sobresaliendo de botes y óleos apoyados en la pared, algunos a medio pintar, representando paisajes, y en un caballete, un lienzo sólo preparado con fondo ocre. El hombre quedó de pie frente a la estufa; sostenía un cigarrillo en los labios y contemplaba cómo ella echaba atrás el pañuelo de la cabeza y sacudía la melena rubia.

—¿Por qué vienes tan tarde? Son casi las ocho.

—Me aburría en casa. Estaba harta de pasar frío.

Él movió la cabeza con un gesto de duda. Preguntó:

—¿Os han dado suministro hoy?

—Sí, ha ido mi madre a recogerlo. Creo que dieron arroz.

Él llevó su mirada a un ángulo del estudio.

—Dile a tu padre que me han encargado otro cartel del ayuntamiento y me dan el lema: «Madrid será la tumba del fascismo». No sé cómo lo voy a hacer —dio unos pasos, fijo en el suelo, y casi de espaldas continuó—: Yo soy un pintor, no soy un cartelista, pero tengo que trabajar en lo que sea…

Adela se dio cuenta de que le había aumentado la curva de la espalda.

—Piensa que estamos en una guerra y todo lo que pasa es raro y nos hace sufrir. Nadie duda de que tú seas un gran pintor.

Vio cómo se acercaba a la mesa y se apoyaba en ella y tendía la mano hacia algo que había allí pero fue para dar un golpe con el puño cerrado.

—Años y años de trabajo, procurando mejorar y conocer la técnica a fondo y acudir a premios y estar en exposiciones, y acabo haciendo carteles estúpidos.

Hizo un ruido con la boca, maldiciendo. Adela le interrumpió:

—¿Ha venido a verte tu vecina? ¿Sigues tan enamorado de ella?

—¿Quién? ¿Carmela? Sí, vino hace unos días.

Cesó en sus paseos al acercarse a la ventanita cuya cortinilla descorrió; miró afuera y Adela comprendió que ponía la mirada en algo deseado, donde estaba la ilusión, acaso en las nubes invisibles de la noche cerrada.

—Cada día que viene por aquí más bella me parece.

—¿Nunca le has dicho nada?

—¿Qué voy a decirle? Sería ridículo a mi edad. Le he propuesto pintarle un retrato, acaso acceda.

Sonrió imperceptiblemente sin quitar los ojos de la negra noche que debía de haber fuera del estudio.

—Perdona que te lo diga, tío, pero ella debería saberlo. Las mujeres necesitamos conocer si despertamos deseos.

—¿Qué le importa a ella lo que yo sienta? Si tiene alrededor suyo hombres jóvenes y dispuestos a cualquier cosa por conseguirla.

Volvió a pasearse y de una repisa sacó un paquetito de pipas de girasol y se lo puso delante a Adela, que comenzó a comerlas. Pero él se acercó de nuevo a la mesa y alineó con mucho cuidado botes de aguarrás y tubos de óleo.

—Verdaderamente, está preciosa, con el pelo recogido y una raya negra en los ojos para hacerlos más grandes, y cuando ríe es como una luz que le diera en la cara; sabe mover los pendientes para realzar las orejas y las sienes y el cuello. Este verano tenía un vestido sin mangas, con un escote grande; yo la miraba y quedaba hechizado.

Al callarse, nada rompió el silencio en el estudio y sólo había el chasquido de las pipas que Adela con los dientes delanteros iba rompiendo mientras seguía los movimientos de su tío en los que le parecía sorprender un mayor desánimo. Él alzó la mano y la tendió hacia la estantería donde, entre latas de pintura, había unos libros; cogió uno, lo abrió, buscó una página que estaba señalada con una cartulina y leyó despacio, con la espalda aún más vencida que cuando paseaba:

Al declinar los años

el amor es más tierno e inquietante.

Brilla, sí, brilla resplandor postrero

del último amor, aurora del atardecer.

La sangre desfallece en las venas,

pero no desfallece en el corazón

la ternura del último amor

que es bendición y desesperanza.

Había leído pronunciando con cuidado, deteniéndose en las palabras, dando a estas todo el aliento de la pasión contenida. Cerró el libro, lo devolvió a su sitio en la estantería y se pasó la mano por la cara, por los párpados y por la barba sin afeitar entre los surcos de las arrugas y los labios oscurecidos por el tabaco; la mano tenía venas abultadas y los nudillos deformados, todo lo cual observó Adela.

—¿Es de Rubén Darío ese poema? Me ha parecido precioso.

El hombre contestó que era de otro poeta, y al toser, la mano con que se tapó la boca temblaba unos instantes. Entonces oyeron que sonaba la sirena de alarma y se miraron e hicieron un gesto de disgusto; Adela dejó de comer pipas.

—¿Cuándo me vas a hacer un retrato? Me gustaría posar desnuda.

A lo cual su tío dio un gruñido y fue a correr la cortinilla de la ventanuca.

—La otra noche soñé con ella —empezó a decir—, igual que si la viese aquí. Yo fijaba la mirada en los labios, la barbilla, los pliegues a los lados de la boca al reír, las mejillas. Tuve miedo de tanta belleza porque era estar sometido a ella, ser su esclavo. En fin, dernier amour —luego chascó la lengua—. No sé por qué digo esto.

Y Adela vio que cerraba los ojos y quedaba de pie, rígido, con los brazos caídos.

—Me marcho ya. Me voy a casa.

—Es muy tarde, sobrina, te acompañaré para que no vayas sola. Tus padres estarán intranquilos.

En la calle les esperaba la dificultad de caminar sin luz alguna, debían tantear cada paso cogidos del brazo, dándose un mutuo apoyo. Pronto volvieron a oír el aullido de las sirenas móviles, lo que les forzó a apresurarse y tropezar y tambalearse, y antes de llegar a Medinaceli tuvieron encima el estruendo de los aviones y explosiones muy violentas que parecían romper los oídos y las casas que les rodeaban.

Resguardados en un portal que encontraron entreabierto, agrupados con otras personas, estuvieron sin hablar, atentos al peligro que llegaría en cualquier momento, pero como las explosiones no se repitieron, decidieron salir y titubeando echaron a andar. En la oscuridad, llegaron donde bahía un grupo de gente y oyeron gritar: «Han bombardeado el museo. Está ardiendo el tejado».

Avanzaron más y vieron, en medio del paseo, en el suelo, dos bengalas que aún ardían, de las que habían tirado los aviones y, enfrente de donde ellos estaban, a la altura del techo del museo, un gran resplandor.

A la derecha, el edificio de la esquina de la calle de Moratín también había sido alcanzado por las bombas incendiarias y ardía; según dijo alguien, en la calle de Alarcón comenzaba otro incendio.

Contemplaban atónitos aquellas llamas lejanas y el hombre repetía: «Van a arder todos los cuadros, todos los cuadros», y Adela le sujetaba por el brazo y percibía un estremecimiento de emoción. Sobre ellos, el cielo estaba cruzado por rápidas rayas luminosas de los proyectores de la defensa antiaérea y su luz daba en las nubes y descubría sus formas extrañas que enseguida desaparecían para que otras nuevas emergiesen de la oscuridad, sólo un instante, según el haz luminoso las recorría sin parar, alternando la blancura de la nube y el sombrío abismo del firmamento.