Jesús Fernández Santos: El primo Rafael

JESÚS FERNÁNDEZ SANTOS

EL PRIMO RAFAEL

1

El primo Rafael también estaba allí. Miraba al soldado fatigado, su cara ensangrentada. Como él, como Julito, le vio salir de entre los pinos, en las cercanías de la estación. Ninguno de los dos huyó. El soldado apenas pareció verles. Hizo un ademán y cayó al suelo. Un caer suave, un lento deslizarse a lo largo del muro en que buscó apoyo.

Julio se echó a temblar.

—¿Está muerto?

El primo no respondía. Llegaron voces lejanas de hombres que venían acercándose.

—No sé… Mira, se mueve.

El soldado sintiendo las pisadas de los otros abrió los ojos.

—Chicos, largo de aquí.

Se volvieron. Un joven les gritó de nuevo a sus espaldas:

—Largo. No pintáis nada aquí vosotros.

Obedecieron apresuradamente y, ya lejos, miraron. El viento trajo las últimas palabras:

—… si mañana consiguen romper el frente…

Cruzaban ahora ante la estación desierta, caldeada como las vías centelleantes por el sol de las doce del día. Tres vagones pintados de rojo relucían en sus herrajes, en el hierro bruñido de sus topes, como la campanilla inmóvil sobre el despacho del factor. Lejos, en el horizonte, un oscuro penacho de humo se alzaba recto.

Al fin, Julio se atrevió a preguntar:

—¿Has visto?

Pero el primo no contestaba. Tuvo que hablar de nuevo:

—¿Quién era ese hombre?

—¿Del frente? ¿No lo has oído?

—¿Dé dónde?

—Del frente, de la guerra…

—¿Por qué lo sabes?

—Me lo ha dicho mi madre —de pronto quedó silencioso. Entre el rumor de los pinos llegó un fragor desconocido, nuevo.

—De noche se ve todo —continuó—. Se ve hasta el resplandor deslíe la ventana de casa.

—¿Qué resplandor?

—¡Calla, calla!

Contó que la sierra se iluminaba desde hacía dos noches. Un resplandor intermitente que a veces duraba hasta la madrugada.

—¿Te quedas por la noche?

—Con mi madre.

—A mí no me dejan.

—Me dejan porque le da miedo.

—¿Es que no está tu padre?

—Se quedó en Madrid.

Se habían detenido ante los hoteles de los veraneantes. El pueblo aparecía ahora silencioso, más allá del camino del tren.

—Aquí vivo yo —declaró Rafael—. ¿Tú ya has comido?

—¿Yo?

—Que si has comido.

—Sí, sí, también.

¿Qué dirían en casa cuando no apareciese? Estuvo tentado de marchar, pero le daba vergüenza volverse, y sentía un gran deseo de seguir con su primo, tras la aventura del soldado herido. Así, cuando le vio subirse sobre la caseta del transformador, a espaldas de la casa, no se movió. Le extrañó aquel modo de entrar en el chalé.

—¿Pero qué haces?

—Vamos a entrar. Anda, sube.

—¿En tu casa?

—¡Si no es mi casa! —se echó a reír—. Te lo dije en broma.

—Entonces, ¿de quién es?

—De nadie. Ahora no es de nadie. Se fueron todos.

Sólo tuvieron que empujar las maderas de la ventanita para saltar a la cocina. En la oscuridad se iluminaban los cercos luminosos de las ventanas. Un moscardón emprendió su vuelo sordo, fantasmal. Pasando al comedor, el pequeño se estremeció. Aquel muro de la casa daba a la sombra y las rendijas de los marcos sólo dejaban pasar un tamizado resplandor. Intentó abrir.

—¿Qué haces? —el primo Rafael le sujetó el brazo—. Si nos ven desde fuera, nos llevan a la cárcel. Nos fusilan.

—¿Nos matan?

—Por robar.

Hasta entonces no sintió deseo de llevarse algo. Escudriñando la penumbra en torno a sí, abrió con cuidado un aparador de alto copete. Todo estaba vacío, cubierto de polvo, forrados los cajones con viejos periódicos.

—No hagas ruido —musitó el primo desde la habitación contigua.

—No encuentro nada.

—Ven para acá.

—Vámonos.

—¿Es que tienes miedo…?

—¿Yo?

—Escucha.

Guardaron los dos silencio y mientras Rafael llegaba de puntillas, se alzó más nítido aún, recogido en el ámbito de los cuartos vacíos, el rumor de los montes.

—¿Por qué tienes miedo?

Julio se encogió de hombros, a punto de romper a llorar, y Rafael, viéndole, se asustó un poco.

—Ya nos vamos. No te pongas así.

Brillaban las baldosas blancas del pasillo, cruzadas por diagonal de arabescos azules. El pasillo acababa en la cocina, y cuando Rafael fue a encaramarse echó de menos al pequeño.

Estaba de nuevo en el comedor.

—¿Pero qué haces? ¿Estás malo?

Saltaron la ventana. Un silbido grave llegó acercándose desde el monte. Cruzó muy alto sobre sus cabezas y fue muriendo al tiempo que se alejaba.

—Corre, corre todo lo que puedas.

—¿Dónde vamos?

—A mi casa.

—¿De verdad?

—De veras.

Se detuvieron al borde mismo de la terraza. Ningún nuevo rumor cruzó los aires. Los chalés parecían muertos.

—Espérame. Voy a ver si está mi madre dentro —empujó suavemente la puerta, escuchando.

—¿Qué oyes?

—Pasa, pasa. Sí está.

Le hizo entrar en su cuarto.

—Espérame que vengo corriendo.

En la habitación frontera lloraba su tía, la madre de Rafael. ¿A quién esperaría todas las noches, mirando la guerra desde la ventana? Cuando cesaban los sollozos podía oír la voz de Rafael y luego a su madre lamentarse.

—Te van a matar. Te matan un día andando por ahí.

A poco volvió Rafael.

—Es que se asustó. ¡Cómo tiraron y yo no estaba!

Julio pensó en el susto que también tendrían en su casa. En su padre, en sus dos hermanas. Le estarían buscando. Procuró no pensar en ello y escuchar lo que el primo le contaba.

—Mi madre quiere que nos marchemos ella y yo de aquí. Como está sola tiene miedo.

—¿Y tú no?

—Yo, de noche, también. Quiere que nos vayamos porque todo esto va a ser frente.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Lo sabe mi madre: ¿no viste el soldado de antes?

Julio no quería recordarlo. Entonces el soldado y el rumor de los montes eran la misma cosa. Se alejó despacio, como si le costara trabajo marcharse. Rafael aún le gritó desde la terraza:

—¿Vienes luego?

—Sí, sí que vengo.

Pero él sabía que no iba a volver tan pronto. ¡Quién sabe lo que dina su padre! Sentía el mundo nuevo a su alrededor. El césped que rodeaba los hoteles, agostado: la pista de tenis vacía, borradas sus líneas deslumbrantes. Parecía imposible que en tan sólo unos días hubiera brotado tan alta la cizaña entre la tela metálica de la cerca, que todo hubiera enmudecido, las casitas blancas diseminadas y la gente que en ellas vivía, sin dejarse ahora ver más allá de las terrazas.

La puerta entornada le hizo dudar. Al fondo del pasillo retumbaba la voz del padre. Por más esfuerzos que hizo no pudo adelantar un paso; por el contrario, bajó corriendo la escalera y fue rodeando la casa hasta dar con el cuarto de las niñas.

Llamó quedo al cristal y sin recibir respuesta empujó suavemente. Cuando en un esfuerzo, arañándose las piernas, blancos de cal los brazos, se incorporó sobre el alféizar, las dos hermanitas le miraron con asombro.

—¡Ay, mira por dónde viene!

—Sin dormir la siesta.

Antonio les hizo ademán de silencio.

—¡Ay la que te da papá! Te han estado buscando. Ha ido papá a buscarte y si vieras cómo ha vuelto…

Aún le miraban con un poco de admiración, como a un extraño, y esto le halagaba.

—¿De dónde vienes?

—De por ahí —respondió con aire vago y misterioso.

—¿No vas a que te vea papá?

Julio asintió con la cabeza pero sin moverse del sitio.

—Voy yo a decirle que estás aquí —decidió la mayor con intención fácil de adivinar, y desapareció volviendo al cabo de breves instantes.

—¿Se lo has dicho?

—No. Está con un señor.

—¿Con qué señor?

—Con uno de negro —se encogió de hombros—. No sé.

—¿Y mamá tampoco viene?

—Si no lo sabe. Está escuchando lo que dicen.

Seguramente hablaban de él. Ahora vendría el padre. Temía a sus ojos más que a ninguna otra cosa, más que a sus gritos, más que a su voz. Aplicó el oído a la pared. Llegaban las palabras confusas, como sometidas a una vibración que las desfiguraba. De todos modos podía distinguir la voz del padre o de la madre. Hasta la del hombre que había mencionado la hermana. Este decía:

—Están cerca. Mañana se hace fuego desde la estación. A las ocho tiene que estar toda la colonia en el refugio y antes de cinco días lejos de aquí.

La madre sollozaba.

—¿Están tan cerca? —preguntó el padre bajando un poco la voz.

—Al pie del monte, a la parte de allá. Dos brigadas. Estuvieron a punto de romper el frente esta mañana. Han bajado muchos heridos.

Hubo un silencio y luego pasos que se alejaban. La puerta se cerró. Julio se fue hasta la cocina y, pegando la frente al cristal, contempló largamente desde la ventana el penacho cárdeno que sobre el horizonte se mecía. Allí estaba, prendido a la tierra, mecido por la brisa que a veces lo borraba. El sol se tornó rojo, brillante. Julio quedó mirando basta que la tarde fue cayendo y sólo la silueta de los pinos se destacó en el cielo bañado por el resplandor de las noches de julio, por el rumor de las descargas, por todo aquello que el primo Rafael decía que era la guerra.

Las hermanas cuchicheaban en la alcoba. Al llegar él enmudecieron. Ya andaban otra vez con sus secretos. Ahora era completo el silencio, dentro de la casa. Fue a su cuarto y se metió en la cama. Le era imposible dormir. La frente, las mejillas, le ardían, pero al fin consiguió serenarse y se mantuvo quieto entre las sábanas, olvidándose de todo, incluso de la guerra y el soldado herido. Solamente entre sueños le llegó la voz del padre y luego la de la madre que decía:

—Déjale. Está cansado. ¿No ves que está rendido?

2

Nunca había visto los chalés envueltos en aquella bruma cenicienta que ascendía prendida a los pinos hasta tornarse como un fuego dorado en el aire. Ni la explanada ante las casas, naciendo en sus infinitos detalles al primer sol del día, surcada hasta donde la colonia terminaba, por las sombrillas escuetas de los cardos.

Parecía de noche aún y, sin embargo, adivinaba a las hermanitas a su lado, acabándose de vestir por el pasillo, mecidas por la voz monótona de la madre.

—De prisa, no entreteneros; de prisa.

—Ya vamos, mamá.

—Ya vamos, pero no acabáis.

—Que sí, mamá…, que ya está.

Desayunaron en el comedor apresuradamente, entre dos luces, solos los niños como si de pronto, en una noche, se hubieran convertido en personas mayores. Ahora cruzaban hacia la estación, hacia el Ayuntamiento, prendidos a la criada, tras el padre y la madre.

El frío del alba, el límpido olor de la tierra, la mano blanda, desvaída, de la hermana en su propia mano le desconcertaba. A veces se sentía repentinamente alegre. ¿Dónde estaría el primo Rafael? Si todo el mundo iba a los sótanos del Ayuntamiento, seguramente allí lo encontraría. Canturreó para sí, despegando apenas los labios, pero aquello no servía, tenía poco que ver con la emoción de aquel instante.

Las vías, vistas así de cerca, parecían más amplias junto al andén, bajo el monumental depósito del agua. No había ninguna máquina bajo la manga, sólo un perro mezquino que ladró a la familia según se alejaba hacia el pueblo. Julio, rezagándose, sintió un escalofrío en todo su cuerpo.

—¿Tienes frío? —la hermanita le miró.

Negó con la cabeza.

—Como haces eso…

Procuró dominarse, pero tras unos pasos se estremeció de nuevo.

—¿Estás malo?

—Lo hace porque quiere —sentenció la otra.

El pueblo pardo, vago, vacío. Un hombre en el quicio de su puerta, miró sin saludar a los refugiados, mientras los niños, en la escalinata de la iglesia, suspendieron sus juegos ante el paso de la caravana.

Nunca había visto a los chicos del pueblo. A veces, vagamente, más allá de la verja que separaba a la colonia. Ahora, hundidos en la claridad transparente de la madrugada, parecían tan extraños como entonces, parecían mirar desde muy lejos.

Desfilaba ante su vista un pueblo desconocido, apenas entrevisto desde allí arriba, desde la casa. La fuente con sus tres caños de bronce que desgranaban un agua salina, las calles envueltas en humo tenue, las ventanas cerradas. Y por encima de todas las cosas, el silencio de los hombres que desde los portales miraban.

La calle pavimentada de guijarros no acababa nunca. El cielo comenzaba a iluminarse de haces rojizos, de una luz violenta que cambiaba la faz de las personas, el gesto, la expresión de todos los que huían. Hasta las hermanas parecían irreales bajo el halo del alba, caminando aprisa junto a Julio, más iguales que nunca con sus abrigos grises abrochados hasta el cuello.

—¡Cómo huele!

—A pan… ¿Qué no?

Llegaba de un portal el aroma, y había otros muchos olores distintos, que traían recuerdos imposibles de fijar claramente en la memoria.

Un grupo de gente se había estacionado ante el Ayuntamiento. Los niños todos con ropas de invierno a pesar del estío. Un hombre con brazalete indicaba a los veraneantes la bajada.

—Cuidado; no hay luz. Cuidado con los escalones. No hay luz hasta abajo.

Todos cogidos de la mano, igual que en un juego, tanteaban con los pies la escalera, llamando, aconsejándose unos a otros, al tenue resplandor de la bodega.

El primo Rafael ya estaba abajo. Allí cada cual rompió a hablar como queriendo resarcirse del silencio de afuera. Entre el rumor de las charlas llegó la voz del primo.

—¿No vienes?

Julio se aproximó. Iba a decir algo, cuando desde el rincón de sus padres le llamaron. Se limitó a musitar: «Ahora vengo», en tanto una de las hermanas lo arrastraba.

Los veraneantes habían llevado sillas de tijera y mantas. Formaban un grupo compacto, mirando constantemente el reloj como si a una hora en punto esperaran algo muy importante.

—¿A qué hora empiezan?

—El falangista que fue a mi casa dijo que a las diez y media.

—Ya son. Son casi menos cuarto.

—Falta todavía.

—Ojalá empiecen de una vez.

—¡Dios mío!

—Mejor sería que esto acabara cuanto antes. Si está de Dios que nos toque…

—Calle. Ni lo diga. Ni lo miente.

—Dios mío, ¿qué habremos hecho para esta cruz?

—¿Se acabarán alguna vez las guerras…?

Llamaban a los niños que poco a poco se alejaban en la oscuridad, explorando los rincones.

—Estate aquí. Que no vea yo que te mueves.

—Sí, mamá.

—¿No ves que te puede pasar algo? Mira si te pierdes…

—Si estoy aquí…

Habían extendido mantas por el suelo. Los chicos quedaban un momento en ellas pero desaparecían pronto.

—¿Te ha escrito tu marido?

—¿Cómo me va a escribir?

—Dicen que por Francia han pasado cartas. Por la Cruz Roja.

—¡Quién sabe cuándo acabará esto! Primero que podamos volver a casa…

Alguien dijo que ya era la hora. Todos enmudecieron mirándose en la penumbra. Hasta se hizo callar a los niños.

Julio se preguntó qué esperaban con tanto recelo los mayores. Tiró suavemente del abrigo a una de las hermanitas:

—¿Qué pasa?

Y en la oscuridad se oyó un sollozo prolongado.

—¡Calla, calla! —la hermana tampoco debía saber lo que estaba a punto de ocurrir, pero como siempre hacía su papel de persona enterada.

—¡Oye…! —insistió.

—¿Qué quieres? —preguntó ella en tono de fastidio.

—¿Qué dice mamá?

—Dice que te calles.

—¿De qué habla?

—De la guerra.

Siempre la misma respuesta, idéntica palabra. La madre les hizo ademán de silencio.

—¿Qué estáis cuchicheando ahí?

—Es Julito, mamá.

La pausa ya duraba. Los niños, sin saber qué vendría ahora, comenzaban a asustarse. Los mayores seguían aguardando; mas de fuera, del campo, sólo llegaba un ladrido lejano. Al fin se alzó un llanto infantil y la madre movió al chico apresuradamente, casi con ira. Las otras mujeres intentaban callarlo cuando retumbó lejos el primer disparo.

—¡Virgen Santa!

—¡Ya empezó!

—¡Ya están ahí!

—¡Nos matan!

Siguieron otros muchos estampidos. Había un silencio y, después, con breves intervalos proseguían. Julio contaba hasta seis. Las mujeres, tras el primer susto, lloraban a media voz, lamentándose, hasta que una de las más viejas sacó un rosario y empezó a rezar en alta voz. Sonaba extraño su tono seco y conciso contestado por el coro plañidero de las otras. Algunos hombres también respondían, en tanto los cañonazos arreciaban.

Julio, tras cada descarga, intentaba convencerse de que ya no habría más, anhelando con todas sus fuerzas que acabara aquello, pero cuando los disparos volvían, lloraba de miedo y despecho. No llegaba a llorar, pero la angustia le atenazaba la garganta, sin dejarle pensar en otra cosa por más que lo intentara. Las hermanitas, temblorosas, pero tremendamente serias, rezaban con los mayores. Tan absortas se hallaban en el rosario que no se dieron cuenta cuando se alejó hasta el rincón de Rafael.

—¡Cómo suenan! ¿Eh?

Debía tener poco miedo, aunque la voz no era muy segura. Julio procuró disimular el suyo.

—¿Y si entra uno por ahí?

Rafael levantó la cabeza.

—¿Por dónde?

—Por esa ventana.

—¿Por el ventanillo? No pueden. Van a caer muy lejos. En la sierra.

Julio no podía imaginar cómo era lo que, cruzando sobre sus cabezas, iba a caer tan lejos. Ni qué habría allí, en el monte. Una vez, a principios de verano, se escapó de la colonia, y caminó mucho rato, pinar arriba, hasta cansarse. No llegó a la cumbre, sólo hasta la mitad, hasta un depósito abandonado que se construyó en tiempos para dar agua a las casas. Ahora todos, hasta el primo Rafael, hablaban de algo que sucedía allí, de aquel retumbar, de aquellos estampidos.

Una procesión de hormigas cruzaba junto al muro. Julio se preguntó si también oirían lo de afuera. Quizá no. Cogió un puñado de arena y lo lúe dejando caer a lo largo de la caravana hasta deshacerla toda. ¿Qué pensarían ahora? No; en el colegio decían siempre que los animales no piensan. Sólo las personas. ¿Sabrían que estaba él allí encima, amenazándolas? Quizás hubiese alguien, también, por encima de todos los hombres, dispuesto a exterminarlos sin piedad, sólo por un capricho.

Se figuró un gran ojo brillante, maligno, fijo en el cielo, cuyos reflejos eran los rayos del sol que ahora atravesaban el ventanillo, y un dedo cilíndrico, resbalando sobre los escalones, a través de la puerta, buscando táctil, ciegamente a cada uno de los allí escondidos para sacarlos a la luz del día, para hacerlos morir al sol de fuera.

Sudaba. Cerró los ojos porque el suelo de la cueva se estaba ensombreciendo y sentía un frío repentino en todo su cuerpo.

—¿Qué te pasa? ¿Estás malo?

—Me duele la cabeza.

—Ponte aquí, que te dé el aire.

Le acercó el ventanillo.

—Fíjate. ¿No ves qué oscuro?

—Las nubes… ¿Te dan miedo?

—Se está poniendo negro.

—Porque se nubló el sol. Es que viene tormenta. Si hay tormenta a lo mejor paran los de afuera.

Julio tenía los ojos cerrados, sintiendo todo su cuerpo conmovido por la angustia y el miedo. Pensaba aterrado si iría a marearse allí mismo, ante todos.

—¿Se te pasa?

—Ya casi no me duele —mintió.

Deseaba con todas sus fuerzas que aquello acabara. Rezó un Avemaría. Luego un Padrenuestro. En el colegio decían que todo puede conseguirse si se pide con fe, deseándolo mucho. Podía conseguirse si nos convenía, si no, Dios nunca hacía caso. De pronto, abriendo los ojos, cayó en la cuenta de que el ruido había cesado. Los mayores estaban menos pesimistas y alguien trepó por la escalera, hasta la puerta. Volvió diciendo:

—Se acabó. No se oye nada.

En un momento todos se hallaban dispuestos a salir. Algunos hasta recogieron las mantas del suelo.

—¿Qué hacemos? ¿Nos vamos?

—¿Acabaron por hoy?

—Esperad; esperad que nos avisen.

—Hoy ya no bombardean más.

—¿Cómo lo sabe? Lo mismo empiezan a tirar nada más crucemos la puerta.

—Yo me voy.

—Les digo que se esperen.

Vino el hombre del brazalete a zanjar la discusión.

—No se le ocurra a nadie salir. Pueden disparar de un momento a otro.

—¿Pero cuánto va a durar esto?

—¿Y cómo quiere que lo sepa?

—Es que no trajimos comida.

—Así estoy yo. En ayunas.

Tardaron en acallarse las protestas. Cuando el hombre salió, las mujeres se empeñaron en acercarse a la colonia. Los maridos se oponían.

—Empiezan otra vez. Te digo que esto no era más que un descanso.

—Allí no caen.

—¿Qué sabes tú dónde caen? Además, para eso voy yo.

—Tú no sabes dónde están las cosas.

Los hombres cedieron al fin. Tres mujeres se deslizaron en silencio. El primo preguntó a Julio si su madre había marchado.

—No quiere papá.

—La mía sí, ahora.

Le estaba llamando. Se acercaron los dos.

—A ver si te estás quieto hasta que yo venga —recomendó a Rafael—. Quedaos aquí juntos y no hagáis ninguna fechoría mientras.

A la luz de la reja vio Julio que tenía el pelo casi blanco. Cuanto más de cerca la miraba, más vieja parecía. Su primo Rafael no quería quedarse.

—Yo voy contigo, mamá. Déjame que vaya.

—¿Pero no ves que así tardamos más?

—¡Si yo me doy más prisa!

Al final los dos salieron. Julio, desde el ventanillo, les vio alejarse. Ahora, en el sótano, todos esperaban la comida. Nadie se fijó en él, y pudo acomodarse junto a la reja para ver a su primo con la madre cruzar la llanura.

Sentía una gran tristeza. Hizo examen de conciencia y llegó a la conclusión de que hubiera deseado ir con ellos. Sería una expedición como la del día anterior al chalé abandonado, pero mucho más importante.

Desde su atalaya reconoció las casas del pueblo, los pinos, el retazo de monte que alcanzaba a ver. En aquel momento, sí tenían su color, su forma debida; el color que cada mañana envolvía a la colonia: una luz blanca, reflejo del polvo brillante de la tierra que el balasto, bajo las vías, deshacía en pequeños relámpagos. ¿Dónde estaba ahora la niebla dorada del alba? Todo el mundo recién descubierto, entrevisto en la breve marcha hasta el refugio, se había disuelto, perdido en el ambiente, como la guerra y sus estampidos, en aquella calma ardiente y silenciosa.

Los brazos le dolían de sujetarse al alféizar. Se bajó para escuchar a los que dentro hablaban.

—Esto no puede durar mucho. Ya veréis cómo acaba en dos días.

—Yo creo que tenemos para rato.

—Están luchando en el Alto del León, y en las Campanillas, y en Collado Valiente. Anoche mismo pasaron refuerzos.

—Yo los oí.

—Camiones…

—A ver si los echan de una vez.

—No los echan tan pronto. Ni lo piense. Hay orden de evacuar todo el frente, de modo que va para largo.

—¿De evacuar? Pero ¿quiénes? ¿Nosotros?

—¿Quién va a ser? A no ser que quiera tener un obús encima el mejor día.

—¿Y dónde vamos?

—¿No tiene familia en Segovia?

—No conozco un alma. Si fuera en Salamanca…

—Pues vaya a Salamanca. Eso está en esta zona.

Aún estaban lamentándose cuando volvieron las mujeres. Rafael y la madre tardaron más. La gente, comiendo, pareció animarse un poco.

A Julio aquella merienda sobre las mantas le recordaba las excursiones de agosto. Las mismas cestas de mimbre, idénticos manteles, todo igual excepto aquel sótano húmedo y sombrío. Trajeron botellas de agua y una garrafa de vino. Durante cerca de una hora el humor general cambió, pero al fin volvió el desaliento, la tristeza.

Estaban concluyendo otro rosario cuando el del brazalete volvió a comunicarles que podían volver a la colonia. Tornaron preocupados, cuando el sol iba cayendo y los dos primos nada más llegar se apartaron tras el hotel mayor, a la sombra de los tilos que formaban un bosquecillo hasta la verja.

—No os mováis de ahí. No os alejéis.

—No, mamá.

Casi todo el monte iba ya cubierto por las sombras. Sólo un gajo clorado se destacaba en la cumbre cuando se reanudó el fragor tras las montañas. Caía la noche, y los disparos parecían más cercanos.

—¿Lo oyes?

—Ya están otra vez.

Sobre la sierra, en el último resplandor del cielo, se alzaba otra vez la delgada columna de humo.

3

A la mañana, somnoliento aún, su primer deseo fue buscar el humo desde la ventana de la alcoba. Allí estaba, aún más denso y oscuro. Se alzaba en nubarrones opacos, en grandes bocanadas cenicientas que se sucedían como si una corriente de aire las impulsara. Se vistió apresuradamente y, cruzando el pasillo de puntillas para no despertar a las hermanas, se asomó a la puerta. En la explanada, ante los hoteles, un grupo de veraneantes miraba también el incendio.

—Esta noche se veían muy claras las llamas.

—Lo prendieron ayer, en el bombardeo.

Seguramente se referían al monte, al pinar.

—Ha subido gente de la estación a cavar zanjas para cortarlo.

—¿Hasta aquí va a llegar?

—Si lo dejan…

—¿Tanto corre un incendio?

El que había hablado de las zanjas se encogió de hombros, y con ademán lúgubre desapareció. A poco cada cual marchó a su casa. Julio, al volver, oyó a su padre que decía:

—Ahora sí que hay que marcharse. Están ardiendo los pinos.

—Todos los años tenemos fuego —replicó la madre.

—Ahora es distinto. Cualquiera sabe lo que puede ocurrir en cualquier momento —bajó la voz tanto que Julio tuvo que aguzar el oído para entenderlo—. Ayer llegaron hasta aquí.

La madre hizo también la voz apenas perceptible.

—¿Quién? ¿Hasta aquí? ¿Hasta las casas?

Ahora sí que era imposible entender las palabras. Un silencio y nuevas preguntas.

¿Durante el bombardeo?

—Con bombardeo y todo. Menos mal que los echaron.

—Y nosotros allí, sin enterarnos.

—¿Te convences de que tenemos que marcharnos?

—¿Pero a dónde?

—Hay dos o tres familias que vienen con nosotros.

Julio tuvo el oído atento. Al fin, llegaron los nombres de su tía y Rafael. La idea de un nuevo viaje con su primo hizo latir apresuradamente el corazón. Ahora irían más lejos. Quizá, como decían en el refugio, hasta Segovia.

Durante el desayuno, apenas podía parar en la silla de impaciencia. Las hermanas ni siquiera debían sospechar la marcha. ¿Qué cara pondría Rafael cuando lo supiera? Lo único que le molestaba era no recordar el pueblo que su padre había mencionado después.

—A ver… Piénsalo bien. ¿Seguro que no era Segovia?

—No me acuerdo, de veras.

—¿Era Otero?

—No…

—¿Era La Losa?

—No, no… Tampoco.

Ni Segovia, ni los otros pueblos. Los nombres los conocía por el tren. Todos eran paradas.

—Le preguntaré a mi madre esta noche —mostró al pequeño el incendio—. Fíjate cómo sale el humo ahora.

—Por eso nos vamos.

—¿Por el fuego?

—Claro… Está creciendo.

—No lo van a poder cortar —se volvió mirándole con los ojos brillantes—. ¿A que no eres valiente?

Julio se echó a temblar, tratando de comprender qué maquinaba el primo.

—¿Que no soy valiente?

—Que no te atreves a subir conmigo —señaló con la cabeza los pinos de la cumbre.

—¿Para qué vamos a subir?

—Para verlo…, para ver lo que hay.

Tuvo que aceptar. Ya se abrían paso entre la jara, con el sol en lo alto y las moscas zumbando sobre sus cabezas.

—¿Falta mucho?

—Pero si no andamos casi…

Le mostró la nube negra, tan lejos como al principio.

—Hasta allí tenemos que llegar.

Julio no dijo nada pero pensó que era imposible alcanzarla. Mejor así, porque aquel humo negro parecía un mal presagio. A pesar de la distancia, cuando el viento venía de cara, llegaba un olor a tierra calcinada y hasta podía oírse el crepitar del fuego. Perdieron de vista los chalés y la estación, y finalmente el mismo pueblo desapareció al extremo rutilante de las vías.

Crujían los arbustos a su paso, plegándose bajo sus pies para saltar como un látigo, sacudiendo el rostro con el envés de sus hojas pegadizas. En las cumbres el silencio era absoluto. Sólo la nube crepitaba en lo alto, colmando de chirridos el aire.

A Julio le dolía el costado.

—Espera, espera un poco.

Se detuvieron.

—¡Vamos tan de prisa!

—Es para que estemos de vuelta antes de comer.

—Si se enteran… —exclamó el pequeño un poco arrepentido.

—No se enteran. ¿No viste el otro día?

Siguieron subiendo, pero al cabo de unos metros Julio tuvo que rendirse.

—Me duele mucho —se había sentado a la sombra de unos desmedrados abedules.

—Tú espérate. Yo voy un poco más arriba y vuelvo.

El pequeño quiso rogarle que no le abandonara pero Rafael desapareció monte arriba. Además, el calor era tanto que decidió quedarse a la sombra, ambas manos en el costado dolorido. Cuando los matorrales quedaron inmóviles tras el paso del otro, calculó por el sol que serían las doce. Un grajo cruzó muy alto, batiendo las alas pausadamente. ¿Qué alcanzaría a ver desde allá arriba? Quizá todo continuara igual hasta las cumbres. Quizá los tallos rojos, la jara, la maleza, las hojas pegadizas se prolongaban al otro lado, no acababan nunca hasta Madrid. La guerra no ‹1.1 nada, sólo un rumor, un fuego, una nube plomiza que surgía de entre los pinos. De pronto los matorrales se abrieron y apareció Rafael.

—¿Has visto algo?

—Hay trincheras —respondió el primo—, pero están vacías. Vente, verás —lo intentó arrastrar.

—No, vámonos —se resistió el pequeño.

—¡Pero si están muy cerca! Donde esos abedules —señalaba dos troncos retorcidos.

Vuelta a subir, aunque ahora mejor, entre terraplenes cubiertos de espesura. Llegaron a un montecillo con tres pinos como un calvario.

—Ahí es. Allí empiezan.

Tres grandes trincheras, con escombro volcado hacia la cumbre, formaban una uve prolongada. La mirada medrosa del pequeño no descubrió ningún soldado. Preguntó a su primo:

—¿Qué buscas?

Rafael no contestó. Hurgaba en los escombros, apartando tras sí la hojarasca. Desapareció, incorporándose enseguida con algo dorado en la mano.

—Mira. ¿Sabes qué es?

Se lo echó por el aire. Era un cartucho brillante con la bala intacta, puntiaguda.

—Ten cuidado. Está sin disparar. Es rusa.

—¿Cómo lo sabes?

—Por la punta. Las de punta son rusas —le mostró unos signos en torno al pistón—. Eso son letras.

—¿Me la das?

—Bueno, guárdala. Esta tarde encendemos lumbre y se dispara.

Se hundió de nuevo en la trinchera, escudriñando el fondo. El pequeño también buscaba arriba, entre los troncos resinosos. Aunque no alcanzaba a ver la cima, juzgó que debían estar muy altos porque el viento susurraba muy fuerte entre las copas. No encontró más cartuchos, sólo un círculo calcinado de tierra reluciente. Se agachó. De cerca podía ver el hirviente pulular de cientos de hormigas. Siempre en la misma dirección. Parecían confluir cerca, en un bosquecillo de pinos enanos, bajo uno más alto y desmochado. Se preguntó qué sería aquella forma oscura, que inmóvil negreaba al pie del tronco. De pronto, el viento dejó de agitar la pinocha y llegó un olor penetrante que parecía filtrarse hasta los mismos huesos.

Corría monte abajo. Cruzó lejos del primo Rafael que le siguió asustado, tropezando, arañándose piernas y brazos. Sólo en la colonia se detuvo el pequeño.

—Calla, calla. Te van a oír. Te oyen desde tu casa.

Pero sólo podía llorar. Cada vez más. Todo su cuerpo se agitaba. El mayor, asustado, le decía:

—Era un perro. Era un perro quemado…

—No… no.

—Si lo vi yo. Lo vi antes. La primera vez…

—No —repitió el pequeño.

Lo recordaba bien. Recordaba las piernas intactas, sin quemar, y las botas retorcidas, abiertas.

4

Muy temprano cruzaron el páramo calizo que más allá del pueblo se prolongaba. Los veraneantes se alejaron despacio hasta que sólo quedó de las casas una mancha cenicienta y la columna de humo alzándose en el cielo.

Ahora veía Julio, de cerca, todo lo que en la colonia su primo Rafael le había relatado. Él muchas veces pasaba la verja y la estación. Días enteros lejos de su madre.

El viento rápido que les azotaba de costado, alzando remolinos de polvo en la cañada, le hacía entornar los ojos, impidiéndole ver los campos infinitos de centeno donde sólo un puñado de negras mujeres se afanaban, seguidas de los hijos más pequeños. Segaban, y los chicos, en el rastrojo, iban amontonando haces, cargando los carros.

—¡Mira! —gritó Rafael—, ¡ya viene el polvo!

Agachaban las cabezas, apretando los labios, en tanto los mayores se cubrían la boca con pañuelos hasta que la nube pasaba. Pasando después la lengua por las comisuras, sabía a greda, a algo seco y dulce al mismo tiempo.

Por la tarde acamparon bajo una encina tan frondosa que dio sombra a la caravana entera, pero no había agua y nadie comió a gusto.

—¿Tú sabes cuándo llegamos?

—¿Al pueblo?

—Al pueblo ese. Pregúntale a tu madre. Se nos va a hacer de noche romo tardemos.

—¿De noche? —preguntó Julio.

—¿Tienes miedo?

—No es eso. Es por si no hay dónde dormir.

—Pues a mí me gustaría quedarme aquí —le miró desconfiando—. ¿Qué no?

No supo qué responder. ¿Cómo sería dormir allí, al raso, todos juntos en el suelo, con el padre y la madre? ¿Cómo sería estar tumbados en el suelo delante de los otros? Su primo no lo entendía.

El segundo pueblo tenía un castillo, con sus cuatro muros aún en pie. A través de sus ventanas brillaban las nubes plomizas del crepúsculo. Su fachada formaba plaza con una iglesia vieja pero cubierta aún, ante la cual, ceñido por un banco de piedra, se alzaba un olmo tan frondoso como la encina del camino.

Cruzando el arrabal, sólo dos viejos les miraron, en la calle vacía, donde las puertas parecían cerradas desde siempre. La caravana silenciosa, intranquila, sin saber dónde detenerse, hizo alto finalmente. Alguien se adelantó, llamando en el portal más próximo.

—Ahí vive el alcalde.

—¿Por eso llama?

—Para que nos den casa. Para ver dónde dormimos esta noche.

Una muchacha salió al balcón, preguntando qué deseaban. Querían hablar con el alcalde. Ella entró para asomar de nuevo prometiendo que el alcalde bajaría.

—¿Y si no baja? —preguntaba el pequeño.

—Si lo ha dicho…

El portal se acababa de abrir y el alcalde platicaba con un grupo de refugiados. Ni Julio ni el primo oían sus palabras, pero todos parecían preocupados.

De nuevo andando. Ahora hasta la plaza mayor con gente en los balcones.

—¿Tú sabes dónde vamos?

—A dormir…

—¡Pero si es por la tarde todavía!

—Nos van a dar casa en la escuela.

Tenía un color sucio, gris, con el cemento de las ventanas desconchado y roto. Dentro, sólo cuatro bancos adosados a los muros y un cuadro de la República con su bandera ondeando al viento y su pecho macizo fuera de la túnica: un cromo de brillantes colores, un poco pálidos ya, gastados por el tiempo.

Los hombres bajaron los colchones que portaban los caballos, distribuyéndolos en el suelo de madera, en la única habitación dividida en dos por una cuerda con mantas.

A un lado los hombres; a otro las mujeres y los niños pequeños. Allí se cenó y más tarde, unos tras otros, fueron desapareciendo todos en un pequeño cuarto repleto de viejos mapas y punteros, para volver abrochándose el pijama, o con el camisón y un viejo abrigo sobre los hombros.

Julio miraba más allá de la manta y veía a su primo mustio, un poco aburrido, entre los otros chicos de su edad. Le hizo una seña pero no la vio o no quiso responderle.

Y cuando la luz se fue, empezaron los llantos de los niños hasta que, en media hora, les rindió el sueño. Vino el suspirar de las mujeres, sus conversaciones a media voz, entre murmullos, y como siempre ya, en aquellos días, una voz comenzó a rezar en tono mesurado.

El mar, la ola, llegaba derrumbándose, sumiéndose en sí misma hasta alcanzar las casetas clavadas en la arena. La arena quemaba los pies, una calma vacía le rodeaba, transformando el mar, el ácido salitre, bajo el halo de nubes que gravitaba en el aire. Julio veía llegar a la madre de su primo por la línea del agua. A medida que se acercaba, iba tomando la figura mayores proporciones, hasta que sólo estuvo a unos pasos, y su cabeza pareció tocar el cielo. El estrépito de las olas aumentaba cuando Julio la miró de cerca. Ella volvió el rostro y entonces pudo reconocer a Rafael, su gesto peculiar, su mirada un poco cargada de malicia.

Luchaba por librarse de su cálido encierro, pero la arena parecía inmaterial, ingrávida, y por más que se esforzaba, no lograba hacer presa en ella. Rafael se alejaba y él gritó sin hacerse oír. El mar sonaba siempre, rompía dentro de su cabeza, confundido con un rumor de confusas voces.

Las voces llegaban de la puerta. Se había encendido una luz, y los hombres hablaban en voz baja. Alguien entró de fuera y pasando a lo largo de la línea de mantas, subió en el pupitre del maestro y arrancó el cuadro de la República.

Cuando en la calle se oyó el estrépito de los cristales rotos, todos, dentro, fingieron dormir, hasta que la luz se apagó y la sala quedó en silencio de nuevo.

Como un susurro llegó la voz de Rafael:

—¿A quién buscaban? —se había deslizado en la oscuridad, sin que los oíros lo notaran.

—No sé… ¿Te escapaste?

No contestó. Aunque aquellas cosas no debían asustarle miraba con recelo tras de sí.

—¿Por qué no salimos? —dijo al fin.

—¿Marcharnos ahora?

Siempre andaba arrastrándolo a empresas arriesgadas, pero aquella le pareció más que ninguna. Además, los ojos se le cerraban, las piernas le dolían y no podía espantar la imagen del hombre abrasado en el montecillo.

—Tengo sueño —se disculpó.

—Se te pasa en la calle.

—¿En la calle?

—Con el frío de fuera.

Julio no salió, ni Rafael tampoco. Volvió a su colchón, entre los otros chicos que dormían profundamente, dejándose apartar como cuerpos muertos cuando él se metió bajo las mantas.

El llanto de un niño junto al cuarto de los mapas despertó a Julio cuando amanecía. Los cristales empañados se iban tornando opacos, ligeramente blancos. Oyó la voz de su madre que decía:

—Tienes que irte. Si mañana estamos aún aquí, tú te marchas.

—Pero, mujer, ¿cómo vas a quedarte con los niños?

—Se van a llevar a todos los hombres. Se los llevan al frente.

—¿Lo han dicho?

—Lo he oído yo. Hasta los cincuenta años.

—Yo tengo cincuenta y dos.

—De todos modos, mañana mismo nos vamos.

—Dirás hoy.

—¿Hoy?

—Está amaneciendo. Mira la ventana. Ya estamos a jueves.

—Pues hoy.

Al compás de la luz, nacía una marea de rumores nuevos. Los hombres, las mujeres, comenzaban a moverse torpemente, avergonzados, cubriendo sus cuerpos al resplandor vago del día.

Cuando el sol se alzó alumbrando el cuarto ya sin su divisoria de mantas, los dos primos se reunieron en la plaza del castillo.

—¿Sabes lo que oí anoche? —comenzó el pequeño—. Que nos vamos.

—Ya lo sé. Y nosotros también. A Segovia. Mi madre y yo…

Dio media vuelta y atravesando el portalón se internó en las ruinas del castillo. Rafael le seguía, pisando con cuidado entre los helechos. Al poco rato preguntó:

—¿Por qué dices que vamos a Segovia?

—Nos llevan a todos.

—¿Tan lejos?

—Vienen a recogernos en camiones esta tarde.

Hizo una pausa el pequeño y luego, con gran trabajo, preguntó de nuevo:

—¿Sabes que soñé anoche contigo?

—¿Conmigo? Y ¿qué pasaba?

Se puso rojo y no pudo contestar. Rafael le miraba esperando que siguiese, pero sólo cuando estuvieron sentados al pie del olmo, frente al castillo, se decidió a continuar.

—Pasaba que estabas en el mar, en La Coruña.

—Si nunca estuve allí. ¿Y qué hacía?

—No sé. Era muy raro. Salías del agua.

Por la expresión vio que la historia no le interesaba. Un grajo cruzó pesadamente las ventanas del castillo, deslizándose entre la algarabía de los gorriones, sobre la plaza. Ya el silencio duraba, y Julio se arriesgó a cortar las meditaciones de su primo.

—¿Dónde vais a vivir en Segovia?

—En casa de mi tía. ¿Y vosotros?

—¡Cualquiera sabe! A lo mejor no nos vemos.

—A lo mejor.

Tres viejos camiones repletos de hombres con fusiles irrumpieron en la plaza. Los dos chicos les reconocieron por el color de las camisas y los brazaletes rojos y negros. Algunos muy jóvenes, muchachos todavía. Llevaban hileras de medallas prendidas al pecho. Uno se había dejado crecer la barba rojiza, rizada.

Cuando se detuvieron, el de la barba echó pie a tierra el primero y llamó a Rafael.

—¿Eres de aquí tú?

—¿De aquí?

—De este pueblo.

—No, señor…

—¿No sabéis dónde está la comandancia?

—¿La comandancia? —Rafael le miraba fascinado.

—El Ayuntamiento.

Rafael lo sabía. Por decírselo, el falangista de la barba rojiza le dio una medalla prendiéndosela en el pecho, después saltó nuevamente al camión. Se oyó acelerar sin que arrancase. Rafael se acercó aún más, y las ruedas inesperadamente se movieron, pero no hacia adelante. Julio no alcanzó a ver cómo el primo caía. Sólo oyó los gritos de los hombres y el chirriar del frenazo.

5

—Mamá, me duele mucho.

—Ya llegamos.

—¿Falta poco?

—Descansa. Yo te avisaré cuando estemos entrando. Procura dormir.

—No puedo, mamá. No puedo con este dolor aquí. Me voy a morir.

—No digas eso. Ni lo mientes siquiera.

—No puedo dormir, con el coche, así, moviéndose.

—Cierra los ojos, ya verás cómo viene el sueño.

Julio asistía en silencio al dolor de su primo. Cada bandazo que el camión daba lo sentía él en su carne pensando cómo sería moverse tanto con el cuerpo herido. Ya estando sano, la espalda se fatigaba y el cuerpo entero parecía acusar, uno por uno, todos los baches del camino.

Un médico del frente había vendado a Rafael desde la cintura hasta los hombros, para que aguantara el viaje, pero no habían encontrado un automóvil para llevarle. Tuvo que subir al camión como los otros y por tres veces se había desmayado. De nuevo su frente resplandecía de sudor.

—Mamá…

—¿Qué, hijo?

No respondía, pero los dientes rechinaban por la fiebre. Julio pensaba que los demás no debían oírlo, envueltos en el ruido del motor. Sin embargo vieron al muchacho estremecerse y quedar exánime en los brazos de su madre. Un hombre golpeó en el techo de la cabina y el camión se detuvo. Asomó el chófer.

—¿Qué pasa?

—El chico otra vez…

El chófer murmuró algo a media voz y luego preguntó:

—¿Qué hacemos?

—¿Queda mucho?

—No llega a diez kilómetros.

—Hay que esperar a que se reanime —medió el padre de Julio—. Hay que bajarle —lo sacó de los brazos de la madre y, con ayuda del chófer, fue a depositarlo en la cuneta. Cuando la madre descendió a su vez, una voz dijo:

—No llegamos nunca.

Y alguien a media voz:

—Mal arreglo. La columna vertebral…

Buscaron largo rato una fuente, hasta encontrar agua en el pozo de una venta. Allí le reanimaron, dejándole descansar un poco. Sin embargo, cada vez que lo tomaban en brazos de nuevo, sus quejidos obligaban al tío a detenerse. Julio desde el camión también los oía, y haciendo un hueco a las hermanas que se empinaban para ver, pensaba en la mala suerte de su primo.

—Ese chico no llega a Segovia —murmuró uno.

—¡Por Dios, no diga eso!

—¿Pero no lo ve, que no puede tenerse? Ese niño debió quedarse en el pueblo. Allí estaría mejor atendido y no aquí, viajando de este modo.

—Mejor para él y mejor para nosotros —terció otra mujer—. Así no podemos seguir, ahora que ya queda tan poco.

—¿No podrían quedarse en esa casa?

—¡La criatura, con una mujer sola! —exclamó ofendida la madre tic Julito—. ¡Qué caridad tienen ustedes!

Nadie respondió, pero a medida que el sol iba cayendo, cada cual disimulaba menos su impaciencia.

—¿Pero no tienen rayos X en Otero?

—Tienen que llevarlo a Segovia.

—Pues que lo suban ya. Cuanto antes llegue, antes acaba de sufrir.

De pronto, llegó de lejos un rosario de explosiones y, cuando el eco de los estampidos se acalló, un rumor de motores vino por el cielo.

—¡Lo que nos faltaba!

—Están encima. ¡Morimos aquí todos!

—¡La aviación! ¡La aviación!

Llamaban a los de la venta, a grandes voces. Vino el chófer corriendo.

—¡Abajo todo el mundo!

—¿Pero qué dice usted? ¡Vámonos! ¡Corra usted, antes de que lleguen!

—¡Abajo digo, a la cuneta!

—¿Pero no ve que se nos vienen encima?

—¡Abajo!

Se apearon apresuradamente, y tras saltar al camino, quedaron inmóviles, aguardando, en la pequeña vaguada. Julio veía venir por el cielo las tres manchas brillantes, con su zumbido especial, más lentas de lo que parecía. Pensó que se complacían en gravitar amenazando sin acercarse. De nuevo un rumor de explosiones. Pensó que estaba muerto. Sin embargo, alzando los ojos, contempló a los aviones alejarse y todo intacto a su alrededor: los niños llorando, mientras sus padres pugnaban por incorporarse. Llegó a la venta, en el momento en que sacaban a su primo. Le miró y no supo qué decirle, tan cambiado estaba. El rostro afilado, muy brillante, y los ojos, su boca, como si desde el día anterior hubiesen pasado muchos años.

—Rafael… —musitó por lo bajo.

El primo abrió los ojos, pero no contestó, ni siquiera debió reconocerlo.

—Rafael… —llamó de nuevo, y rompió a llorar en silencio.

El camión, corriendo ahora camino de Segovia, dejaba tras de sí nubes de polvo que huían en la noche. Sus faros revelaban al borde del camino casas vacías, muertas, cuadras derruidas, grupos de hombres que marchaban. A veces se cruzaban con algún convoy de luces apagadas, rumbo al frente, y el tren les siguió durante largo trecho, iluminando como un fuego errante los cardos, los rastrojos, entre la vía y la carretera. Julio, en su rincón, miraba las estrellas.

En sueños le llegó una voz:

—Ahí está Segovia.

El camión chirrió deteniéndose, y tras el ruido de la cabina abriéndose, el chófer preguntaba:

—¿Cómo está el chico?

—Está bien. Durmiendo.

—Pues ustedes dirán dónde llevo a cada uno.

6

Tras muchas idas y venidas, el padre de Julio encontró piso. Tres habitaciones, la mayor de las cuales daba a un frontón cubierto, a través de su ventana. A cualquier hora podía oírse el ir y venir de la pelota, seguir el curso de partidas interminables. Julio se acodaba tras los cristales, pero después, cuando ganó la confianza de los dueños, comenzó a bajar a la cancha y hasta le consintieron llevar el tanteo en la tablilla. Era un tiempo duro. El chico lo veía en el rostro preocupado del padre, siempre de vuelta a casa con las manos vacías. No había dinero ni trabajo, y las cosas de valor que él recordaba fueron poco a poco desapareciendo: la máquina de escribir, la radio, y finalmente un solitario que la madre llevaba muchos años en la mano derecha.

Por algún tiempo se habló de mandarlo a un colegio como las hermanas, pero al cabo de dos meses Julio seguía vagando por el frontón y la calle. A media tarde, a eso de las cinco, salía de casa para ver a su primo. Era casi un viaje en torno a la ciudad, siguiendo el camino de sus viejas murallas. La tía de Rafael vivía en una casita con jardín, a orillas del río, junto a la ermita de la Fuencisla, en un remanso que desde abajo parecía hender el Alcázar con su quilla.

Bajaba por la carretera que cruza ante la Inclusa, bordeando el Parral, y una vez en el río, se demoraba a veces, con el ir y venir de las barcas que otros chicos hacían bogar corriente arriba.

Siempre había gente merendando allí y alguna devota que entraba en la capilla a pesar de que la Virgen estaba en la Catedral, ahora, por la guerra.

—¿Qué? ¿Ya te entiendes?

Solía encontrar a su primo en pie, manejando sus muletas.

—¡Se anda tan mal…! Se cansa uno mucho.

El médico decía que el primo mejoraba, pero Julio, viéndole tan encogido, pensaba que la cosa tenía mal remedio.

—¿Viste a los italianos? —le preguntó de pronto.

—¡Menudos tanques! Lo menos de cinco metros cada rueda…

—No son tanques… ¡Tractores!

—¿Quién está ahí? —preguntó desde el interior una voz cascada.

—Es Julio, tía.

El jardín, abandonado, guardaba aún residuos de rosales y acacias. Al fondo se levantaba un barracón de tablas retorcidas, grises del sol, donde guardaban un Ford al que, nada más estallar la guerra, habían roto el diferencial para que no lo requisaran. Mientras tanto utilizaban el coche de un pariente militar que a veces lo mandaba para pasear a Rafael por las afueras.

—¿A dónde vamos hoy?

—A donde quieras.

—Vamos a la estación…

Siempre acababan allí. Al primo le entusiasmaban los trenes repletos de soldados. Julio pensaba que si no hubiera ocurrido el accidente hubiera intentado, como otros chicos de su edad, enrolarse en el ejército. Siempre llevaba camisa azul y correaje negro con dos trinchas, como los mayores.

El coche se abría paso con dificultad, rumbo a la estación. Como el frente estaba en La Granja, las calles se hallaban repletas de soldados. Pararon junto a un paso a nivel, cerca de las vías. No había trenes. Una solitaria locomotora maniobraba a lo lejos.

—Mira. ¿Sabes qué es esto? —preguntó el primo a Julio mostrándole un pedazo de metal parecido a una bala.

—No. ¿Dónde lo encontraste?

—Es un tapón de válvula.

—¿De qué?

—De las ruedas de los coches, hombre.

Ahora se dedicaba a eso, y quería que Julio también las robase.

—¿De dónde la sacaste tú?

—De este.

Julio miró delante pero el chófer no oía. Hablaba con otro soldado, conductor de un camión que aguardaba a que abrieran el cruce.

—¿Y si se entera tu tío?

—No se entera. Aunque falte esta caperuza, la rueda no se deshincha. Verás, baja conmigo.

Echó mano a sus muletas y pronto estuvo en el suelo. Julio no acababa de acostumbrarse a verle así, dando bandazos como un barco, pero le siguió dócilmente igual que en los buenos tiempos. Ahora le admiraba más porque nunca hablaba de su desgracia. Su lesión parecía una nueva aventura.

—Mira —le decía—, fíjate bien. Aprietas aquí y sale el aire.

Puso el dedo en la aguja del tubito, y el viento partió como un suspiro. El chófer volvió al instante la cabeza.

—¿Eh? ¿Qué hacéis vosotros?

Pero Rafael no se inmutó:

—Le estoy enseñando a mi primo la rueda.

—Tú déjame sin aire. ¡A ver cómo volvemos!

Y siguió charlando con el otro conductor que con la barrera alzada se disponía ya a arrancar.

—La caperuza está para que no entre el polvo. A ver si reunimos unas cuantas.

—¿Y qué hacemos con ellas?

—Las podemos vender.

—¿Y quién las compra?

—Aunque no las compre nadie. Las guardamos. Cuando vayamos a Madrid, cada mes yo te llamo por teléfono y así contamos las que tenemos cada uno.

¡Cuando volvieran a Madrid! A Julio le parecía cada vez más lejos. Ahora los nacionales se habían detenido. Parecía imposible que no pudieran dar un empujón y meterse y sacar de Segovia para siempre a todos los refugiados.

A veces durante la noche, oía a su madre hablar hasta altas horas en la habitación de al lado. El padre se había colocado, pero sólo por las mañanas, con la tarde entera para vagar, para matar el tiempo en el casino, sin hacer nada, sólo hablando, soñando con el día de volver a casa.

La madre estaba dispuesta a marchar a Salamanca, donde tenía parientes, pero el padre se oponía, pensaba que estando más cerca de Madrid acabarían por tomarlo antes.

La voz del primo sacó a Julio de sus cavilaciones.

—Mira. Ahí viene uno.

Llegaba un camión, justo mientras la barrera comenzaba a caer.

—Ahora se va a parar. Tú vete al lado de allá que es donde no ve el chófer. Te pones a mirar, como si buscaras algo por el suelo, y destornillas el tapón. ¡Pero con cuidado! A ver qué tal te sale.

Julio quería resistirse, pero el primo, implacable, le apremiaba.

—Anda, corre, que el tren va a pasar.

Marchó de mala gana, como al suplicio. En aquellos momentos odiaba a Rafael. Siempre acababa comprometiéndolo. Él era más valiente. Y más fácil también arriesgarse con el coche de su propio tío.

Ya estaba junto al camión. Tragando saliva lanzó una mirada en torno a sí, mientras el tren se acercaba. El chófer debía aguardar en la cabina. Aplicó a la válvula sus dedos temblorosos, intentando mover el tapón, pero este no cedió. Lo hizo hacia el otro lado y sintió que resbalaba un poco.

Cuando la barrera se alzó de nuevo, tenía el tapón en la mano. Decidió esperar a que el camión se alejase, pero a pesar de que ya el camino estaba libre, no avanzó un paso. Entonces, alzando la cabeza, vio que, desde la cabina, el conductor le miraba.

—Ahora vuélvela a poner en su sitio.

Quedó inmóvil, sin saber qué decir, avergonzado.

—¿Estás sordo? Venga, rápido. No hagas que baje yo.

No sabía qué hacer. Musitó apresuradamente un confuso «perdone» y volvió a colocar el tapón. Cualquier cosa antes que oír sus gritos.

El chófer de Rafael se acercaba.

—¿Pero qué pasa aquí?

—¿Es tuyo este chico?

—¿Mío?

—A ver si le enseñas a tener las manos quietas.

—¿Pues qué ha hecho?

—Pregúntaselo a él.

Y el soldado arrancó dejando a Julio con el otro frente a frente.

—¿Pero qué haces? ¿Te dedicas a robar ahora?

El chico le miró con ira, volviendo al punto los ojos hacia el suelo. A Rafael no le hubiera hablado así, seguramente. Desde el coche, el primo le llamaba, pero no quiso ir. Se alejó. Anduvo vagando toda la tarde. Una vez en casa, ni cenó siquiera, y cuando se acostó, el rencor, la amargura, no le dejaron cerrar los ojos hasta la madrugada.

7

Al día siguiente, la madre de Rafael mandó el coche para que recogiera a Julio. El chófer explicó que le invitaban a comer. Julio supuso que sería por lo de la estación. Seguramente el primo, arrepentido, había pedido a su madre que fueran a buscarlo.

Así conoció a su tía, la dueña de la casa, de quien el primo hablaba a menudo. Era muy vieja, con el rostro fofo y brillante, y no cesaba de hacer advertencias al sobrino.

—Cuidado, Rafael… No andes sin muletas.

Rafael las cogía. No había avanzado dos pasos cuando de nuevo:

—Pero vete derecho, hombre; te vas a quedar siempre así, encogido.

Otras veces, desde el sofá del comedor de donde apenas se movía explicaba que, cuando se muriera, iba a dejarlo todo a Rafael: su dinero, la casa y el jardín, incluso el coche roto.

En la mesa ocupaba el lugar de honor. Le veneraban como a un pequeño rey. Cada cual le cedía no sólo las mejores tajadas, sino la miga de su pan.

Cada vez que llegaba un nuevo plato, Julio intentaba averiguar cómo debería comerlo. Tan raros eran. Siempre estaba temiendo encontrarse con los ojos de la cara fofa fijos en él. Por fin adoptó el sistema de esperar a que los demás empezaran antes, y se fijaba en la madre. La tía sin embargo le apremiaba:

—Tú empieza, guapo, tú no tienes que esperar a los mayores.

Pero Julio se demoraba; los ojos fijos en el plato. Así pudo oír cómo la madre murmuró:

—Es un chico muy bien educado.

Las pausas, el incómodo sillón en que le habían sentado, la premiosa conversación que no entendía, prolongaban para Julio la comida hasta el infinito. Y era peor aún cuando, al verle silencioso, preguntaban:

—¿Tienes ganas de volver a Madrid?

—Sí.

—Lo echarás de menos.

Les hubiera explicado que en Madrid no salía de casa, que, después de la clase, las horas en el balcón se sucedían hasta el crepúsculo, que solamente los domingos le llevaba al cine la criada y, aparte de las hermanas, no tenía un solo amigo fuera del colegio.

Sin embargo replicaba:

—Sí, señora, mucho.

Y la vieja sonreía complacida.

—Además, cuando lo liberen y volváis, os podéis seguir viendo. ¿O vivís muy separados tú y tu primo?

Podría haberles dicho que el primo Rafael le iba a llamar todos los jueves para saber cuántos tapones tenía reunidos, y que por su culpa, el día anterior, había pasado la mayor vergüenza de su vida. Sin embargo se limitó a hacerle saber el nombre de las calles, y la vieja asintió aunque bien se notaba que no las conocía.

El clamor de las campanas vino de fuera, a los postres, como una liberación. Significaba peligro de bombardeo, pero a Julio le pareció que nunca las había acogido con mayor gusto. Bajaron atropelladamente a la bodega, y la tía detrás, en su misma silla que aguantaban dos hombres de la casa.

El zumbido que el chico conocía se fue acercando envuelto como siempre en explosiones y disparos.

—Eso son los antiaéreos.

—¿El qué?

—Contra los aviones.

—¿Desde dónde tiran?

—Desde el Alcázar. Allí están.

—¿Los has visto tú?

—¡Claro que los he visto! Son como los del siete y medio pero apuntando hacia arriba. Son los mismos.

También la bodega era como el primer refugio, en la colonia, pero daba menos miedo aunque las mujeres estaban sollozando y la tía de Rafael rezaba en voz alta.

Cuando los ojos se acostumbraban a la penumbra, aparecían por los rincones embudos y bebidas y botellas vacías. Las paredes rezumaban moho y el aire húmedo estaba cargado de un acre olor a mosto.

Mientras las explosiones retumbaban apagadas a lo lejos, el primo llevó a Rafael hasta un rincón.

—Oye, no estarás enfadado por lo de ayer.

—No.

—Es que unas veces sale mal, pero otras sale bien. Fíjate; mira las que tengo.

Le mostró un puñado que el chico apenas vio.

—¿Lo saben en tu casa?

—¿Lo de las válvulas?

—Lo de ayer —repuso el pequeño. Sólo pensar que la tía de Rafael pudiera reprochárselo, le hacía estremecerse.

—No, no lo sabe. ¿Quién se lo iba a decir?

—El chófer.

—Ese ni se entera.

Sin embargo le había llamado ladrón. Bien lo recordaba.

—Acércate.

La bodega se prolongaba ahora en una especie de pasillo bajo la escalera. El primo desdobló un trozo de periódico, sacando una foto algo velada ya por el tiempo.

—¿Sabes que va a venir mi prima Mercedes?

—¿Y quién es?

—Mírala. Aquí está.

Llegaba del otro extremo un rumor de voces rezando.

—Se ha pasado de Madrid con su padre y viene a vivir con nosotros.

Julio no hacía, ningún comentario y Rafael preguntó:

—¿Qué te parece?

El pequeño no supo qué decir. La prima estaba en traje de baño, con un paisaje al fondo, como la Concha de San Sebastián.

—Esta foto se la hicieron en verano. Se la quité a mi madre.

Las campanas callaron. El silencio fue completo. Cesaron los rezos y la familia salió a la luz del día. Fueron a tomar café en tanto los chicos se demoraban en el jardín.

—Tengo más retratos en mi cuarto. ¿Quieres verlos?

—¿De tu prima?

—Todos no.

Tardaron un buen rato en pasarles revista. Todos se parecían. También tenía recortadas muchas ilustraciones de periódicos.

8

Llegó el otoño y la prima Mercedes no vino. Recibieron una carta de burgos y nada más. Julio con el nuevo curso comenzó a ir al colegio. Cierto día, al volver por la tarde, notó algo raro en los de casa. Las hermanitas parecían fijarse en él más que nunca y todos, incluso el padre, dudaban al hablarle. En cuanto mencionaron el nombre de Rafael, sin saber por qué, adivinó que había muerto.

Había amanecido agonizando en la cama.

Cuando fue a verle, ya desde el jardín, oyó los lamentos de la tía.

—¡Cómo un ángel! ¡Tía muerto como un ángel!

En un reclinatorio, junto al ataúd, sollozaba la madre, sin decir palabra. Julio no osaba ni mirarle porque estaba seguro de que su alma andaba ya por los infiernos y, pronto también, allí estaría su cuerpo que ahora reposaba entre los cirios. Hubiera deseado buscar aquellas fotos y quemarlas. Hacerlas desaparecer. Borrar aquel pecado. También él podría condenarse muriendo de pronto, como el primo.

—Nadie sabe los designios del Señor —le respondió más tarde el confesor cuando, asustado, le contó su secreto—. Puede que Dios, en su misericordia infinita, le concediese a última hora la gracia de una perfecta contrición.

Oía decir a sus espaldas que era el mejor amigo de su primo y, con las miradas de todos fijas en él, por primera vez en su vida se sintió importante. Hasta le cedieron, entre los hombres, el sitio de honor en el entierro.

Al arrancar el coche, las mujeres que abarrotaban los balcones se santiguaron y los hombres, tras el cortejo, comenzaron a andar. Alzándose sobre el murmullo de la calle vino la voz de la tía en un grito chillón y desgarrado:

—¡Hijo de mis entrañas!

La madre callaba, acompañando al hijo hasta el final, aunque según Julio oyó decir, las mujeres nunca deben ir a los entierros.

El ataúd era blanco y de sus tapas pendían seis cintas blancas que otros tantos chicos sostenían de la mano, marchando al paso que marcaban los caballos. Julio nunca había visto un entierro parecido.

Allí iba el primo, tieso, envarado, mirando al cielo, vestido con su traje de domingo. Pensándolo, Julio deseaba llorar o sentir una gran pena como la tía o la madre o cualquiera de los que a su lado caminaban rumbo al cementerio. Se decía a sí mismo: «Está muerto», «está muerto» y hasta repitió a media voz una frase que oyó en el velatorio:

—Señor, llévame también a mí con él.

Pero sólo podía pensar en Rafael vivo, y hasta la ceremonia, las cintas, la gente, los otros niños en dos hileras a ambos lados de la caja le gustaban.

En el cementerio, antes de darle tierra, un muchacho vestido de falangista se adelantó hasta la fosa y gritó:

—¡Rafael Arana Barzosa!

Y todos respondieron:

—¡Presente!

Repitieron las voces por tres veces. Era como si el primo hubiera muerto en el frente. Quizás aquello le gustara.

De vuelta en casa, las hermanitas le preguntaron cómo había sido el entierro y la madre le guardó la cinta en un sobre. Toda la noche le hablaron como a un hombre mayor, como si su figura hubiera cobrado importancia aquella tarde. Al día siguiente, sin embargo, todo había vuelto a su cauce y las hermanas a sus secretos. Volvió al colegio. No recordó más la historia de las válvulas. Los tapones que guardaba en el cajón de su pupitre le parecían inútiles, tan muertos como el primo, y cuando en Navidad marchó la familia a Salamanca, quedaron olvidados, como Rafael, como la prima Mercedes, como los días de libertad pasados en Segovia.