Tomás Segovia: Combustión interna

TOMÁS SEGOVIA

COMBUSTIÓN INTERNA

Una cosa que siempre me ha intrigado es la cantidad de azares fortuitos que tienen que concurrir para que la vida de un hombre tome ese aspecto de conjunto que juzgamos como la manifestación evidente de una vocación. Unas veces nos parece que esa aparente coherencia no es más que un efecto de perspectiva y que en realidad es puramente casual que una vida se haya orientado de cierta manera, y otras veces nos parece que es la apariencia de azar fortuito la que es engañosa y que en realidad todas esas coincidencias no eran tales, sino el cumplimiento ineluctable de una ley superior. A pesar de mis hábitos racionalistas, la verdad es que mi tendencia inconsciente es a mirar las circunstancias peculiares de mi vida como peldaños o eslabones de mi vocación, y no mi vocación como resultado involuntario de unas coincidencias aleatorias. No es que crea, por supuesto, que todo estaba escrito o que los dioses dirijan nuestras vidas desde el Olimpo, pero me resulta más inteligible, cuando pienso en los episodios de mi vida, imaginarlos como un conjunto coherente ordenado en torno de un sentido general.

Y sin embargo bien sé que algunas situaciones de mi vida podrían perfectamente no haberse dado o haberse dado de otra manera, y que eso habría hecho esta vida mía profundamente diferente. Aquí donde me ven, probablemente yo no sería médico si hubiera fracasado como todos mis compañeros en el examen de física de primero. Todos esos compañeros en efecto tuvieron que renunciar más tarde a los estudios universitarios o escoger carreras menos competitivas. Pero cuando pienso en el motivo de que entre todos sólo yo pasara ese examen, el origen de esa pequeña y afortunada ventaja me parece tan alejado de sus consecuencias que casi me resulta absurdo. El tema que nos tocó en ese examen fue el motor de combustión interna, y casualmente yo no sólo me sabía al dedillo ese tema, sino que sabía además cómo exponerlo con claridad y sencillez. Y digo bien: casualmente, porque además daba también la casualidad, más inesperada aún, de que todo eso lo sabía desde los once años de edad. Pero lo más extraño de todo no es ni siquiera que un niño de esa edad aprendiera una cosa así y no la olvidara nunca, sino las circunstancias en que ocurrió todo ello.

A los once años pues, estaba yo con mi madre en Perpiñán. Habíamos llegado allí unos meses antes a esperar, según me decía mi madre, la llegada de mi padre, pero desde hacía algún tiempo no había noticias suyas. Aunque mi madre hacía visibles esfuerzos por poner buena cara delante de mí, a mí no se me ocultaba la angustia en que vivía. Yo a esa edad me había adaptado de inmediato, por supuesto, a esa nueva vida, correteaba por el barrio con gran desenvoltura, iba a la escuela pública y compartía todos los hábitos, modas y manías de los niños franceses. Cuando le preguntaba, mi madre me decía que una vez que llegara mi padre seguramente no nos quedaríamos mucho tiempo en aquella ciudad, aunque no podía decirme adonde iríamos después. A pesar de que me gustaba fantasear sobre esos futuros viajes que imaginaba llenos de acontecimientos portentosos, y de que me daba cuenta incluso del prestigio mezclado de aprensión que eso me daba a los ojos de los niños del lugar, en el fondo prefería creer que mi vida seguiría siendo la que ahora llevaba y a la que estaba entregado por completo.

En el último piso del mismo edificio vivía otra familia española, evidentemente en peor situación que nosotros. Mi madre era una mujer elegante y muy bien educada, y pienso ahora que casada con otro hombre no hubiera estado nunca del lado de la República en la guerra civil española. Eso no quiere decir que su postura no fuera de buena fe, pero a mi manera infantil yo me daba cuenta ya entonces de que tenía que vigilarse para no dar algún signo de altanería ante aquellos otros compatriotas. En aquel último piso vivían dos mujeres, suegra y nuera, creo, con dos niños pequeños, ambos menores que yo. Yo los toleraba de más o menos buen talante, pero me fastidiaba que estuvieran siempre pidiéndome que los dejara dar una vuelta en mi bicicleta nueva, ciertamente digna del orgullo que me producía su posesión y que ellos envidiaban con un frenesí que me producía cierta repugnancia. Mi madre me reconvenía suavemente por mi egoísmo, pero en un tono mucho más pedagógico y moralizante que espontáneo.

Isidro y Alfonso, que es como se llamaban mis pequeños vecinos, eran bastante buenos chicos, incluso bien educados, aunque con una educación muy diferente de la que yo había recibido. Estaban mucho más metidos que yo en un mundo español y político, y alguna vez se les escapó delante de mí calificarme de burgués y de enchufado. Pero yo era mayor y claramente objeto de su envidia, así que pronto se arrepentían de sus refunfuños. Su madre, Elvira, era costurera, y la mía le encargaba de vez en cuando algún trabajillo para ella o para mí. Cuando venía a tomarme medidas o a probarme alguna prenda, yo veía la insistencia de mi madre en tratarla con una cordialidad y una buena educación que no sé si ella percibía.

Una tarde al volver de la escuela encontré a mi madre conferenciando con Elvira y su suegra. El ejército republicano se había derrumbado definitivamente y por las carreteras de la región avanzaban muchedumbres desamparadas de soldados en derrota y civiles en fuga, hombres, mujeres y niños sin rumbo y sin recurso alguno. Nuestras vecinas estaban en campaña para movilizar la ayuda posible y llevarla a las carreteras y los pueblos, y mi madre se declaró de inmediato dispuesta a secundarlas. Durante algunos días pasé muchas horas solo, encantado en el fondo de poder quedarme en el parque dando vueltas en mi bicicleta hasta que era ya de noche y probar su poderoso faro con su reluciente dinamo niquelada. Después se organizaron los campos de concentración en las cercanías, y las expediciones de mi madre y nuestras vecinas se hicieron más sistemáticas y más espaciadas.

Y un día Isidro y Alfonso me contaron en gran secreto, reventando de orgullo, que un tío de ellos se había escapado del campo de concentración de Argelès-sur-Mer y lo tenían escondido en el desván. Mi madre lo sabía, pero se asustó mucho cuando supo que también a mí me lo habían contado, y se puso verdaderamente dramática para hacerme jurar que guardaría heroicamente el secreto cuidando incluso de evitar cualquier indicio que hiciera sospechar algo a mis compañeros de escuela.

Mis pequeños vecinos adquirían de pronto a mis ojos un nuevo prestigio. Aquella complicidad en una situación clandestina, con su aura de secreto y de peligro, me parecía una aventura mucho más excitante y mucho más de adultos que las que me sucedían a mí, a pesar de ser mayor que ellos. Isidro y Alfonso no pensaban en otra cosa que en subir al desván y hablar con su tío, un hombre que «había estado en el frente», pero muy pocas veces les habían dejado hacerlo. Yo le pedí a mi madre que cuando les permitieran otra vez subir me dejara ir con ellos. Mi madre se ponía nerviosísima sólo de oírme hablar de eso y no quería ni imaginar que yo subiera al escondite. Isidro y Alfonso presumían sin recato de su superioridad contándome con fingida indiferencia de adultos que su tío se llamaba Ángel, que era mecánico, que usaba muñequera, que tenía en la mejilla unos puntos negros que no se podían quitar de unas esquirlas de granada que había recibido en la batalla del Ebro.

Fue por lo tanto una gran sorpresa cuando una tarde llegaron a casa Isidro y Alfonso, muy agitados, a decir que iban a subir al desván y su madre los había mandado a buscarme para que fuera con ellos, y mi madre, mordiéndose los labios y forzándose visiblemente, dijo que estaba bien, que podía yo subir. Ahora sé que ese milagroso cambio de las reglas no se lo debí a mi madre, ni siquiera a Elvira y su suegra, sino a Ángel mismo. Era él quien añoraba en la soledad de su guarida la presencia de los niños. Había ido convenciendo a su hermana de que dejara subir más a menudo a sus sobrinos, con las debidas precauciones y comprometiéndose con su prestigio de héroe viril a hacer que se compenetraran de la importancia de guardar el secreto. Más tarde, la dolorosa sensación de inactividad e inutilidad que debía dominarlo lo empujó a hacer algo más para salvarse de la esterilidad impotente de su aislamiento. Puesto que las circunstancias lo encadenaban a aquella inmovilidad y aquella suspensión, sin más interlocutores que unas mujeres bastante atareadas y unos niños pequeños, ¿por qué no aprovechar esa tranquilidad y ese silencio forzoso, esa sobra de tiempo y ese fácil contacto con esos niños para enseñarles algo? Elvira explicó a sus niños que el tío iba a darles «unas especies de lecciones» y que tenían que escucharlo con atención y no interrumpirle. A mis amiguitos no les gustó mucho la idea, y me imagino que la más inocua indagación de Ángel sobre aquel otro niño español que vivía en el edificio debió bastar para que se precipitaran a proclamar que yo también debía participar en las «especies de lecciones» de su tío. Elvira habló con mi madre, insistiendo, me imagino, en lo decisivo que era para su hermano sentir que valía para algo y tener una tarea en la que ocuparse para no volverse loco. Era el tipo de cosas que mi madre entendía bien, y estoy seguro de que se sintió sinceramente empujada a sostener de esa manera al fugitivo, a pesar de su aprensión y de su instintiva resistencia a comprometerse en una situación arriesgada y que no lograba sentir del todo suya.

Así fue como conocí por fin a aquel hombre rodeado para nosotros de un aura bastante mítica, que había estado en la guerra y tenía ahora que ocultarse, tenebrosamente perseguido por las fuerzas del Mal que dominaban el mundo. Era un hombre pequeño, delgado y duro, de áspero pelo negro peinado violentamente hacia atrás y con un viejo suéter azul marino que usaba remetido bajo el cinturón como una camisa y arremangado por encima del codo. Verifiqué de inmediato, con reverencia, la presencia de la ancha muñequera de cuero en su brazo izquierdo y los pequeños puntos hundidos, de un negro intenso, que eran la marca de la metralla en su mejilla. El desván era amplio y relativamente luminoso, bastante destartalado pero notablemente limpio y bien dispuesto, gracias sin duda a los esfuerzos de las mujeres de la familia, pero también al sentido del orden y la ingeniosidad del propio Ángel. No sé de dónde habían sacado un gran tablero negro que Ángel había colgado en la pared. Él dormía en un colchón puesto en el suelo en la parte abuhardillada, pero las sábanas y funda de almohada estaban limpias y la vieja manta militar con que se cubría se notaba que había sido lavada con insistencia recientemente. Tenía también por allí cerca unos viejos y raídos almohadones que hacían las veces de butaca, y muchos periódicos, algunos esparcidos alrededor de sus almohadones, otros más o menos ordenados encima de viejas cajas de madera. Su capote militar y el resto de su ropa colgaban de clavos, y en varios platos más o menos rotos se acumulaban las numerosas colillas de los cigarrillos que su hermana le conseguía con muchas precauciones, porque en el barrio era fácil sospechar que no los compraba para ella y eso hubiera podido ser un indicio para los soplones.

Yo miraba boquiabierto todo aquello, perfectamente dispuesto a aceptar con convicción las reglas de un juego largamente envidiado en el que por fin era admitido. No tuve la menor dificultad para imitar la actitud de Isidro y Alfonso, que a todas luces adoraban a aquel hombre austero y más bien taciturno, que reía poco y apenas intentaba participar en nuestro mundo infantil y adoptar nuestro tono para comunicarse con nosotros, pero que claramente tenía grandes dones para esa comunicación. Supongo que no había de su parte ninguna intención deliberada ni ninguna reflexión previa, pero espontáneamente adivinaba que lo que podía apasionarnos no era la participación de un adulto en nuestro mundo, sino la posibilidad de que nosotros participáramos del suyo. Nos hablaba, o eso nos hacía sentir, con el mismo tono que usaría con hombres de su edad, y aunque no fingía más interés en nuestros pequeños problemas y deseos que el que efectivamente tenía, en cambio nos daba signos de tomarlos tan en serio como los de cualquier adulto. Aquel primer día no gastó mucho tiempo en la cháchara general antes de pasar a su enseñanza, ni hizo tampoco ningún largo preámbulo. Simplemente preguntó, a la primera pausa un poco larga. «¿Queréis saber cómo funciona un coche?». Nos apresuramos a decir que sí. Entonces empezó a dibujar con gran seguridad en el tablero negro mientras nos decía: «Esto se llama motor de combustión interna».

Durante no sé cuánto tiempo estuvimos subiendo al desván casi todas las tardes. Ángel nos recibía rascándonos un poco el pelo casi sin sonreír, y escuchaba más o menos distraídamente nuestras atropelladas noticias de partidos de fútbol en la calle, percances de bicicleta o incidentes del barrio. Después de un rato apagaba su cigarrillo y se ponía de pie diciendo: «Bueno, vamos a aprender algo». Y empezaba a trazar en el tablero negro sus nítidos dibujos que conservo todavía en mi memoria como si los hubiera visto ayer. Yo me abandonaba a la fascinación de aquellas explicaciones, cuya sencillez y claridad me asombran mucho ahora, cuando pienso retrospectivamente en lo extraño de que un trabajador en realidad bastante joven, que había repartido su vida entre el duro trabajo de un taller mecánico y la dureza mucho más violenta de una guerra perdida, fuera tan extraordinariamente buen maestro, y lo fuera además con absoluta naturalidad, tan seguro de su capacidad y a la vez sin sorprenderse nada por ello ni hacerse ningún lío mental. Pero entonces no era eso, por supuesto, lo que me asombraba. Nunca se me hubiera ocurrido que Ángel pudiera ser de otra manera ni que el valor de aquella enseñanza fuese anormal.

En la escuela yo era un estudiante bastante pasivo que pasaba sus pruebas sin pena ni gloria, mucho más interesado en las efímeras pasiones que se ponían de moda entre los escolares que en sacar buenas notas y mucho más entregado a mis imaginaciones fabulosas que a buscar en lo que nos enseñaban alguna relación con esas ensoñaciones. Pero en el desván era otra cosa. La enseñanza no provenía de un simple maestro, un ser reducido a los rasgos que caracterizaban esa función, sino de un ser que era ante todo y hasta el final un hombre, un héroe para más señas, y que además nos trataba casi como sus iguales y sus amigos. Y el ambiente donde tenía lugar aquella escena no era la rutina oprimente y la regla institucional, sino la verdadera clandestinidad, un pacto tanto más libre y personal cuanto que era propiamente inconfesable en el exterior. Era sobre todo eso: la libertad, el hecho palmario de que estábamos allí por propio acuerdo y de espaldas al orden establecido, por lo menos tal como lo veo ahora, lo que hacía que mi actitud fuera en principio, al revés que en la escuela, de absoluto interés y buena voluntad. Isidro y Alfonso, que eran más pequeños y tenían más dificultades para seguir las explicaciones se aburrían y estaban muchas veces distraídos. Como de todos modos tenían demasiado respeto para alborotar, Ángel los dejaba ponerse a mirar a otro lado, entretenerse con una cosa u otra entre las manos y hasta levantarse para ir a atisbar por el ventanuco. Es claro que le bastaba con que alguien lo escuchara, y yo por mi parte no sólo me mantenía atento sin desmayo, sino que él debía leer perfectamente en mi expresión que estaba efectivamente aprendiendo cosas.

La lección duraba hasta que Elvira subía a buscarnos. Los mayores solían hablar un rato entre ellos, y aquel mundo exterior que entreveía a través de sus palabras, cargado de angustia y opresión, me parecía terriblemente real e ineluctable, y a la vez lejanísimo, como una fatalidad que nos tenía a todos prisioneros pero en mi caso en una tranquila prisión donde la vida germinaba y crecía como siempre. Y la siguiente vez Ángel volvía a tomar calmadamente la lección donde la había dejado, en aquel silencio un poco sobrenatural y aquella cercanía ultramundana con el cielo. Dibujaba cuatro cilindros casi exactamente iguales y bien alineados, con sus cuatro émbolos a diferentes alturas cuidadosamente escalonadas; trazaba dos circunferencias desiguales casi perfectas que se tocaban en un punto para representar los engranes, y me hacía entender con asombrosa claridad cómo un disco rígido equivale a una palanca infinitamente repetida y cómo la ley de la desmultiplicación es la misma que la ley de la palanca que me había explicado antes y yo había entendido como nunca había entendido ninguna explicación en la escuela.

Claro que nosotros los niños, cuando hablábamos de Ángel fuera del desván, no era del motor de combustión interna, de bielas y de distribuidores de lo que hablábamos, sino de la guerra, de tanques y cazas, de batallas que Isidro y Alfonso me contaban, seguramente inventadas a partir de frases sueltas pescadas en las conversaciones de su madre y su abuela. En las charlas que teníamos siempre con Ángel antes de la lección, nos moríamos de ganas de oírle contar cosas del frente, hazañas de guerra y relatos de violencia y de heroísmo, pero reprimíamos instintivamente nuestra curiosidad, sintiendo que a él no le gustaría mucho. Alguna vez que Isidro se dejó llevar por su entusiasmo y dijo algo así como que cuando fuera mayor lucharía por la revolución, Ángel le sonrió cariñosamente, con una gota de compasión, y le dijo suavemente: «Vosotros, a aprender». Y él proseguía paso a paso sus explicaciones, como si tuviera todo el tiempo del mundo y como si aquella tarea minuciosa desarrollada en una soledad casi irreal fuera la única importante en un mundo convulso al borde del cataclismo.

No sé cuánto tiempo duró aquello. Un día mi padre apareció por fin y salimos precipitadamente de Perpiñán. Nunca he vuelto a saber de Ángel ni de Isidro y Alfonso. Pero cuando pienso en la importancia que tuvo para que mi vida tomara la forma que tomó aquel examen casual sobre el motor de combustión interna, no puedo evitar ver en aquellos extraños días del desván mucho más sentido que el que pueda tener un azar fortuito. Vuelvo a aclarar sin embargo que no es que imagine que todo eso era una especie de destino intencional, que el sentido de aquel encuentro insólito con aquel hombre insólito fuera el de conducirme a la profesión de médico. Más bien al revés: lo que ese recuerdo me hace sentir es algo así como que es esa profesión la que tiene para mí un sentido mucho más vasto y misterioso que el que es visible. Algo parecido a aquella otra relación misteriosa que hubo en aquel momento entre un desván clandestino y la transmisión del conocimiento, entre un héroe vencido excluido del mundo y la enseñanza, entre un fugitivo desarmado y la herencia de la antorcha.