Bernardo Atxaga: El primer americano de Obaba

BERNARDO ATXAGA

EL PRIMER AMERICANO DE OBABA

En la época en que regresó de Alaska e hizo construir el hotel, don Pedro era un hombre muy gordo que tenía fama de pesarse todos los días en una báscula moderna que había traído de Francia. «Por lo visto, es lo primero que hace cada mañana —comentaba la gente de Obaba, poco familiarizada con costumbres como aquella—. Después de pesarse, coge un lápiz y escribe en la pared lo que indica la báscula». Los comentarios no andaban errados. Cuando en 1936 estalló la guerra civil, los soldados que registraron el hotel hallaron su cuarto de baño lleno de números que giraban alrededor del ciento veinte: 121; 119, 140; 122, 170… En algunos puntos, las cifras se amontonaban hasta formar manchas grises en la pared.

Don Pedro no vigilaba su peso por motivos de salud, aunque sabía que con diez o quince kilos menos se le aliviarían las dificultades respiratorias que a veces solía padecer. Tampoco le empujaba a ello la preocupación por su apariencia física, puesto que en aquellos años anteriores a la guerra —1933, 1934— la sombra de la tuberculosis no animaba, sino todo lo contrario, a envidiar la delgadez. En realidad, se trataba de un divertimento. En las tertulias que celebraban todas las semanas en la cafetería o en el mirador del hotel, él solía introducir, en los primeros compases de la conversación, una referencia a lo que había adelgazado o engordado, y sus palabras tenían la virtud de alegrar el ambiente de la tertulia. «Esta última semana llevo perdidos ya doscientos cuarenta gramos», o «he engordado un kilo y cuatrocientos», precisaba don Pedro, y los amigos que se reunían con él, sobre todo los tres maestros de Obaba, daban rienda suelta a sus risas y a sus bromas.

En algunas ocasiones, a fin de que la repetición no resultara fastidiosa, se olvidaba del peso y escogía como tema el sombrero J. B. Hotson de color gris que había traído de América. El eje de la narración era, en este caso, la gran habilidad que tenía el sombrero para eludir a su dueño y desaparecer. «¿Sabéis dónde me lo he encontrado esta mañana? —exclamaba don Pedro—. Pues, en el horno del pan. ¿Cómo puede ser tan friolero un sombrero fabricado en Canadá?». Era un tipo de humor que gustaba mucho a sus amigos. Casi todos, en Obaba y en toda la comarca, solían referirse a él llamándole «don Pedro» o «el americano»; pero había personas que, con peor talante, preferían darle un tercer nombre: el oso. No por su corpulencia o por nada que tuviera que ver con su aspecto físico —era redondo y de formas suaves a la manera de Oliver Hardy, el actor cómico—, sino por mera calumnia, para dar pábulo a una de las versiones sobre la muerte de su hermano, la más ruin de todas. La cuestión era que su hermano, que siempre le había acompañado en la búsqueda de plata, había muerto en un bosque de Alaska víctima de un oso que «le atacó mientras andaba de caza», según informó el propio don Pedro a los pocos parientes que entonces tenía en Obaba, y que aquellos maliciosos se empeñaron en tergiversar lo sucedido, diciendo: «En aquel bosque no hubo más oso que él. Mató a su hermano para no tener que compartir la mina de plata que explotaban entre los dos. Por eso es dueño del hotel, y por eso se pasea en ese automóvil tan grande». El automóvil, un Chevrolet beige y marrón, era el único que en aquellos años existía en Obaba. Causaba más impresión que el mismo hotel.

No habría podido inventarse una calumnia más burda que la de aquel asesinato. En primer lugar, porque don Pedro se encontraba en Vancouver el día de la desgracia, renovando unos documentos relacionados con la mina; pero sobre todo porque, detalles policiales aparte, los dos hermanos se querían mucho: porque eran Abel y Abel; de ninguna manera Caín y Abel. Desgraciadamente, como bien dice la Biblia, la calumnia es golosina para los oídos, y lo que los maliciosos de Obaba habían puesto en circulación no tardó en propagarse.

Fueron los más católicos, los que más atención hubiesen debido prestar a la Biblia, quienes más empeño pusieron en difundir la calumnia. Odiaban a don Pedro porque nunca entraba en la iglesia y porque, según creían, su tema de conversación preferido era el sexo. «Sus historias —contaban— siempre son verdes. Cuanto más sucias, mejor». En una época en que los tradicionalistas corrían a encerrar el gallo en cuanto llegaba el día de Viernes Santo, aquel comportamiento suponía una falta casi tan grave como dar muerte a un hermano.

«¿Dónde han andado algunos de este pueblo, en América o en Sodoma?», clamó el Viernes Santo del año 1935 un predicador al que llamaban fray Víctor. Era un hombre joven, atlético, famoso en toda la región por la virulencia de sus sermones. Cuando se enfadaba —siempre que subía al púlpito provisto de malos informes—, la vena del cuello se le hinchaba de forma apreciable incluso para los fieles que lo miraban desde los bancos y los reclinatorios. Estaba loco, aunque no del todo. Su locura se agravaría hasta el extremo el año siguiente, con la guerra civil.

Uno de los maestros que acudía a las tertulias, Bernardino, era aficionado a escribir poesías. El día que don Pedro cumplió sesenta años recitó para él, tras el banquete, un largo ditirambo en el que aludía a la difamación de que era objeto: «Te llaman oso, y guardas, ciertamente, semejanza con él, pues no es raro que de tu boca mane miel». Quería decir que sus palabras eran hermosas y nada agresivas. «No es buena la dulzura excesiva, don Pedro», le advirtió aquel día, igual que siempre, otro de los maestros, Mauricio. A veces convenía ponerse a malas. ¿Por qué no los enviaba ante el juez? Debía hacerlo, había que plantar cara a los calumniadores.

Don Pedro no hacía caso. Contestaba con una broma, o cambiaba de asunto y hablaba a sus amigos de su vida en América. Nombraba, entonces, lugares que había frecuentado —Alice Arm, Prince Rupert, Vancouver, Seattle…—, y les contaba alguna anécdota curiosa, una cualquiera de las muchas que le habían sucedido en aquel continente: «Resulta que un día, por culpa de una gran huelga que hubo en Seattle, diez o doce amigos de aquí, que éramos inseparables, nos encontramos sin un céntimo. Ni siquiera teníamos para comer. Al final decidimos ir a un restaurante chino de King’s Street. El tipo de comida no nos gustaba mucho, pero, como no podíamos pagar, nos interesaba que los empleados del restaurante fuesen pequeños y mansos…».

Los nombres de los lugares, las gentes y los objetos que surgían del recuerdo de don Pedro tintineaban como campanillas en los oídos de cuantos se acercaban a las tertulias del hotel Alaska. Eran, la mayoría de ellos, personas con estudios, con fe en el progreso. Les venía bien que alguien les recordara que existían otros países en el mundo, que no todas las tierras eran como la que divisaban desde el mirador del hotel, tan verde por fuera, tan oscura por dentro: una negra provincia sometida a una religión igualmente negra.

Del grupo de contertulios, eran los maestros los que más apreciaban el tintineo de aquellos nombres lejanos. Bernardino llegó incluso a escribir una poesía, América, que, al igual que la que compusiera Unamuno nombrando los pueblos de España, enumeraba una tras otra las ciudades americanas que había conocido don Pedro: «Seattle, Vancouver, Old Manett, New Manett; Alice Arm, Prince Rupert, Nairen Harbour…». Necesitaban soñar con lo lejano, porque en lo cercano, en Obaba, vivían con estrechez, con «malos informes». En los sermones de Semana Santa, fray Víctor siempre les dirigía alguna invectiva: «¡Y qué decir de esas escuelas que corrompen el alma de nuestros niños!», gritaba, y la lista de acusaciones resultaba interminable. En la raíz de todo ello estaba la opción elegida por los maestros en las elecciones de 1934. Los tres habían votado a favor de la República. «¿Qué hacéis aquí? —les reprochaba don Pedro cuando los maestros dejaban oír alguna queja—. ¡Todavía sois jóvenes! ¡Haced las maletas y marchaos! Os daré cartas de recomendación para que las presentéis ante los notables de Vancouver». Los maestros negaban con la cabeza. No eran tan audaces como él. Además, estaban casados. Y sus esposas eran mujeres de Obaba, de las que acudían puntualmente a los oficios de la iglesia. Don Pedro comprendía a sus amigos, y seguía con sus historias, sus nombres: Seattle, Vancouver, Old Monet, New Manett…

Pasó el tiempo, y lo que empezó como un juego, una manera más de entretener a los amigos, tomó para don Pedro un rumbo inesperado. Los lugares, las gentes y los objetos de su pasado empezaron a ganar volumen y precisión, a crecer en su espíritu; aunque no justamente aquellos que cabía esperar, los que, como la mina de plata o los mineros que habían trabajado con él, más relacionados estaban con las anécdotas que contaba a sus amigos, sino lugares, gentes y objetos que acudían a su memoria al azar, caprichosamente. Se acordaba así, una y otra vez del trozo de ámbar que encontró en un bosque próximo a Old Manett, con una abeja atrapada dentro. O de la mirada que le dirigió la hija del jefe indio Jolinshua, de Winnipeg. O de los tímidos osos negros que se acercaban al fuego que habían encendido para preparar el té, en Alice Arm. Porque esa era la verdad, que los osos eran tímidos e inocentes como corderos de Dios; no atacaban a nadie a no ser que estuvieran heridos.

Los osos. Tan inofensivos, tan inocentes. Tan hermosos. Pero don Pedro no quería acordarse de ellos, porque de ese recuerdo saltaba al de su hermano, y al de las circunstancias que rodearon su muerte, mucho más tristes que las que él había dado a entender. Porque a su hermano no lo había matado un oso, aun cuando el animal se había abalanzado sobre él después de recibir seis tiros. En realidad, ni siquiera lo había herido. Pero, desgraciadamente —se lo explicó el doctor Corgean cuando él volvió de Vancouver—, el encontronazo causó a su hermano una terrible impresión —the incident left a strong impression on him—; tanta, que había perdido la cabeza. Al final, una noche, se había escapado del hospital y se había tirado a las frías aguas de un lago. «Si me permite, voy a darle un consejo de amigo —le dijo el doctor Corgean—. Tiene que vigilarse. Puede que también usted sea propenso». «¿Propenso a qué?». «To commit suicide». Él intentó explicarle al doctor Corgean que nunca había habido en su familia aquella supuesta propensión al suicidio, pero el doctor le interrumpió con un gesto: «Usted verá, yo le he dado mi opinión». Él guardó silencio, y no protestó más.

Comprendió un día, cuando los lugares del pasado empezaron a crecer en su espíritu, que quizás hubiera un rastro de verdad en lo que le había dicho el doctor Corgean. En ocasiones, a solas en su habitación, sentía de pronto una gran tristeza, y sus ojos se llenaban de lágrimas. En una conversación íntima, don Pedro confesó a Bernardino los motivos de su inquietud: «Cuando embarqué en América rumbo a Obaba, pensé que dejaba atrás el destierro y volvía a casa. Sin embargo, ahora no estoy seguro. A veces me digo si no estaría haciendo lo contrario. Quizás América sea mi verdadero país, y ahora viva en el destierro». Para una persona que, como él, había vuelto a su pueblo natal un poco antes de cumplir los sesenta años, la duda tenía visos angustiosos.

Una noche de verano oyó cantar a los sapos. Estaba sentado en el mirador del hotel fumando el último cigarro puro del día, cuando tuvo la impresión de que podía entender lo que decían; como si se encontrara en un fantasy-theatre de Vancouver, y no ante los montes de Obaba. Winnipeg, decían los sapos. Win-ni-peg-win-nipeg-win-ni-peg. Entrada la noche, con más estrellas en el cielo, más templado el viento sur, más oscuros los bosques cercanos al hotel, don Pedro comprendió: los nombres lejanos, y los recuerdos asociados a ellos, estaban actuando con él igual que el ámbar con la abeja. Si no les hacía frente, acabarían por asfixiarle.

Los sapos seguían cantando en los bosques de Obaba, con más delicadeza y encanto que nunca: Win-ni-peg-win-ni-peg-win-ni-peg, repetían. Eran como campanillas, pero de sonido triste. En adelante, no les daría pie. No volvería a hablar de su vida en Canadá.

Los contertulios de los sábados advirtieron que don Pedro trataba ahora otros asuntos, pero atribuyeron el cambio a la situación política, que, en aquel año de 1936, tras las elecciones, era mala, cada vez peor. En las conversaciones del mirador sonaban ahora, en lugar de los nombres lejanos y desconocidos de América, los de los políticos de la época: Alcalá Zamora, Prieto, Maura, Aguirre, Azaña, Largo Caballero. Cuando, al atardecer de un día caluroso de mediados de julio, los sapos rompieron a cantar, don Pedro se sentó con su cigarro puro en el banco del mirador y escuchó con aprensión. ¿Qué decían después de aquella temporada sin recuerdos? ¡Win-ni-peg! ¡Win-ni-peg! ¡Win-ni-peg!, le contestaron los sapos con terquedad. A don Pedro el canto le pareció más apremiante que nunca, y se retiró a su apartamento del hotel con pensamientos sombríos.

Unos días después —el 18 de julio—, la báscula del cuarto de baño marcó 117,2, el peso más bajo desde hacía mucho tiempo, y pensó, mientras escribía el número en la pared, que el sábado siguiente retomaría la broma. Se sentaría en el mirador ante sus amigos, y les diría: «¡117,2! ¡He perdido tres kilos! Si sigo así tendré que hacerme ropa mueva». Acababa de tomar la decisión, cuando desde el mirador le llegaron unos gritos que le hicieron asomarse a la ventana. Era don Miguel, uno de los maestros. Había subido hasta el hotel en bicicleta, pero estaba pálido. «¡Don Pedro, el Ejército se ha alzado en armas!», gritó. Al principio, no comprendió el verdadero alcance de la frase. «¡Hay guerra en España, don Pedro!», volvió a gritar don Miguel. «¡Qué vamos a hacer ahora!», exclamó él entonces. Estaba desconcertado. «Tenemos que marcharnos cuanto antes. Los republicanos estamos en peligro». «¿Aquí también, don Miguel?». El maestro señaló una colina al fondo del valle: «Los facciosos se encuentran ahí mismo. Un batallón entero avanza hacia aquí desde Navarra».

A lo largo de su vida, don Pedro se había visto en muchas situaciones difíciles. En una ocasión, camino de Prince Rupert con un compañero asturiano, había estado a punto de morir congelado en medio de una ventisca, y nunca olvidaría el feliz momento en que divisaron una cabaña en la nieve, ni lo que encontraron al entrar: un montón de hombres sentados alrededor de una estufa y escuchando con atención a un anciano que les leía la Biblia. Pero aquel 18 de julio de 1936, después de que el maestro desapareciera con su bicicleta, un temor desconocido se apoderó de él. En los páramos próximos a Prince Rupert llevaba en la mente una cabaña, un refugio cálido y lleno de compañeros —justo lo que acabó encontrando—, y aquella imagen equivalía al mundo entero, o más exactamente, a todo lo bueno del mundo. En cambio, las imágenes que le venían ahora a la cabeza eran producto del miedo, en especial una de ellas: la del banquete que se celebró en el hotel después de que los republicanos ganaran las elecciones; un banquete ofrecido y pagado por él, según se encargó de recordarle su voz interior. Ese hecho trivial lo situaba claramente en uno de los bandos.

Había momentos en que examinaba su situación, y le parecía fácil huir a Bilbao; pero, a principios de agosto, el frente se aproximó a Obaba, y unos tramos del camino se volvieron peligrosos. Además, la radio de las fuerzas contrarias a la República no se cansaba de repetir que todos los que huyeran de sus lugares de residencia serían considerados criminales y fusilados en el acto. Al final, tanto él como los maestros Bernardino y Mauricio decidieron quedarse. «Nosotros no hemos hecho daño a nadie. No nos pasará nada», dijo Bernardino cuando se reunieron para discutir el asunto. En cuanto a don Miguel, más destacado que los demás en los asuntos políticos, se mantuvo en su idea. Se arriesgaría, intentaría llegar a Bilbao. Su mujer debía de encontrarse ya allí. «Tenemos familia en la ciudad, y dispondremos de una casa como es debido», informó a sus amigos. Don Pedro le dio una palmada en la espalda: «¿Lo veis? ¡Un hombre ha de casarse! ¡No como yo! Yo no tendría adonde ir aun en el caso de llegar con bien a Bilbao». «¿Quiere venir a nuestra casa, don Pedro? —le propuso Bernardino—. A nuestro pequeño César lo tenemos en Zaragoza en casa de mi hermana, y nos sobra una habitación». Él respondió con vehemencia: «El minero no ha de abandonar la mina, Bernardino». Quiso añadir una broma: «No ha de abandonar la mina, y menos aún la báscula». Le faltó ánimo, y se calló.

Fueron días largos. Don Pedro se acostaba agotado. Se ponía a pensar, con los ojos cerrados, y se decía: «Esto parece una broma pesada». Y es que la guerra iba radicalmente en contra de todo lo que había previsto en América. Desde la distancia, él había soñado con una tierra acogedora de pequeños ríos y montes de color verde, igual a la que había conocido de niño. En su lugar, se le ofrecía el estruendo de los cañones y el runrún de los aviones alemanes que venían a bombardear Bilbao.

Don Pedro deseaba un milagro mayor que el del mismo Josué: detener el Sol y la Luna, y hacerles además retroceder. Que volviera el 17 de julio. O si no el 18. Porque también el 18, el día en que estalló la guerra, le habría servido. Se habría ido a Francia. ¡Estaba tan cerca, Francia! Incluso a pie, cruzar la frontera era cuestión de pocas horas. Se arrepentía de no haber tomado el camino de la frontera inmediatamente después de que don Miguel le trajera la noticia.

Lo primero que hacían las fuerzas enemigas de la República en cuanto liberaban un pueblo era traer un sacerdote para que celebrara misa en la iglesia, como si temieran que el demonio se hubiera hecho fuerte en ella durante el mandato de los republicanos. También en Obaba quisieron actuar así, una vez que consiguieron entrar en el ayuntamiento y hacer el cambio de bandera. Sucedió, sin embargo, que el batallón de integristas navarros llegó el 10 de agosto a las once de la mañana, y que pocas horas antes unos milicianos que venían huyendo habían abatido a tiros, en el mismo soportal del ayuntamiento, al anciano cura del pueblo y al campesino destinado a ser el nuevo alcalde. El capitán Degrela, a cuyo cargo estaba el batallón, decidió retrasar el acto religioso y tomar represalias. Veinticuatro horas más tarde, otros siete hombres, escogidos por los fascistas del pueblo, yacían en el mismo soportal.

«Parece usted un hombre poco temeroso de Dios», dijo el capitán Degrela al joven que iba al frente de los fascistas de Obaba. Lo había visto rematar con su propia arma a dos de los fusilados. «Sólo le temo a Él», contestó el joven. «¿Con quién está usted? ¿Con los falangistas?», le preguntó el militar, viendo que llevaba el pelo ondulado fijado con gomina y peinado hacia atrás. «Estoy a favor del Ejército, eso es todo». La forma de hablar del joven denotaba cierta cultura, y el capitán Degrela supuso que habría pasado por el seminario, la única «escuela superior» a la que tenían acceso los muchachos de los pueblos. «No me gustan las lisonjas. Si respetara al Ejército, vestiría uniforme de soldado», le dijo secamente. «Si no hubiera nacido en una casa pobre de Obaba, quizá fuera mejor militar que usted», replicó el joven sosteniéndole la mirada.

El capitán permaneció un momento en silencio, con las manos en la espalda. «¿Cómo se llama usted?», preguntó luego al joven. «Marcelino». Supo más tarde que en el pueblo le llamaban Berlino, porque había visitado aquella capital después de haber visto un reportaje sobre el Partido Nacional Socialista alemán en el cinematógrafo. «Está bien, Marcelino. Ahora tiene que hacerme un favor. Traiga un sacerdote de donde sea. Hay que celebrar misa en la iglesia». «Ahí tiene uno», contestó Marcelino señalando a fray Víctor. Vestido con sotana, con la pistola en el cinto, fray Víctor se movía a gritos entre los fusilados: «¡Aquí no están todos!». «Le llaman fray Víctor», informó Marcelino. «Tráigamelo», dijo el capitán.

El cura estaba acalorado, su sotana olía a sudor. «Fray Víctor —le dijo el capitán con calma—. No quiero verle con pistola. Ya sé que hay militares que lo consienten, pero no es mi caso. Los curas en la iglesia, y los soldados en las trincheras. Así lo quiere Dios, estoy convencido. Haga el favor de entregar el arma a Marcelino, y vaya luego a celebrar misa». Fray Víctor le contestó de forma desabrida: «Iré más tranquilo si me asegura que van a terminar lo que han empezado». El joven Marcelino le cogió la pistola del cinto. «¿Qué quiere usted decir?», le preguntó el capitán. «¡Aquí no están todos! ¡Aquí faltan los peores!», chilló el cura. Luego pronunció el nombre de don Pedro. «Es masón, por si le interesa saberlo». «¿Conoce usted a ese tal don Pedro?», preguntó el capitán a Marcelino. El joven asintió. «Procure que sea una hermosa misa», pidió el capitán a fray Víctor. Fue la forma de decirle adiós.

«Tengo un amigo que es acordeonista —explicó Marcelino al capitán—. Se defiende bastante bien con el órgano. Le puedo avisar, si quiere». «¿Quién es ese don Pedro?», preguntó el capitán sin prestar atención a la sugerencia. «Un señor muy gordo que pasó unos cuantos años en América. En el pueblo se comenta que todas las mañanas apunta su peso en la pared del cuarto de baño», contestó Marcelino. «¿Marica?». «No me extrañaría». «¿Está usted de acuerdo con lo que ha dicho el cura?». «Dio su voto a los republicanos, de eso no hay ninguna duda. Cuando ganaron las municipales, lo festejaron en su hotel. Todos esos estuvieron allí». El joven Marcelino miraba hacia los fusilados. Un grupo de soldados estaba introduciendo los cadáveres en una camioneta. «Está usted muy bien informado. Le felicito». Por primera vez desde que se inició la conversación, el joven Marcelino sonrió. Agradecía el cumplido del militar. «Ya le he dicho a usted que tengo un amigo que toca el acordeón. Fue él quien puso la música en esa fiesta». «Así que, si no le he entendido mal, ese americano marica es propietario de un hotel», prosiguió el capitán. «Recién construido, muy bueno. A tres kilómetros del pueblo, en la ladera de ese monte. No sé decirle cuántas habitaciones tiene pero no menos de treinta. Y una cafetería. Le ha puesto el nombre de Hotel Alaska». «Y si es marica, supongo que no tendrá familia, ¿verdad?». «No, que se sepa».

Había ahora dos mujeres en el soportal, provistas de baldes de agua y trapos para limpiar las manchas de sangre que habían quedado en el suelo. «¡Esas mujeres!», gritó el capitán. «¡Nosotras no hemos hecho nada, señor!», exclamó una de ellas hincándose de rodillas. «¿Quién os ha dicho que vengáis? Aquí no hay que limpiar nada». Pensaba arengar a todos los muchachos de Obaba para animarles a que se alistaran en su batallón. Pisar la sangre derramada por siete hombres del pueblo sería un buen bautizo para los nuevos soldados.

Don Pedro se reunía todos los días en el hotel con los dos maestros que habían decidido permanecer en el pueblo, y cuando llegaba el momento de la despedida procuraba discretamente hacer que se quedaran un rato más con él. «¿De verdad que no quieren otro café?». Bernardino y Mauricio respondían que no debían retrasarse, y emprendían el descenso hacia el pueblo siguiendo los senderos del bosque. En la carretera, cada curva podía esconder una patrulla. Y las patrullas siempre hacían preguntas.

Se iban sus amigos y don Pedro se sentía desamparado, especialmente los días que siguieron al primer despliegue de las tropas, cuantío los empleados del hotel, incluidos los de más edad —«¿qué hacemos aquí sin clientes, don Pedro?»—, decidieron abandonar sus puestos. Vacías las habitaciones, la cocina, la sala de estar, la cafetería, el mirador; vacíos asimismo los montes —ni los sapos se dejaban oír—, su espíritu se veía transportado más allá de la soledad, como si el Hotel Alaska no fuera ahora sino la antesala de algún otro lugar. ¿Del reino de la muerte? Tal vez. Don Pedro intentó valerse de su buen humor para tranquilizarse, y se dijo que las reflexiones sobre la muerte las iba a dejar para cuando cumpliera ochenta años; pero fue inútil. Le acababa de llegar la noticia de los fusilados en el soportal del ayuntamiento. Cuando el viento sur sacudía las contraventanas, se le figuraba que era la misma Muerte, llamando a su puerta.

El 15 de agosto, día de la Virgen, don Pedro pensó que habrían llevado a todos los soldados a la iglesia, y decidió bajar al pueblo. Quería examinar la situación de cerca; encontrarse con personas que conocía por haber realizado algún trabajo en el hotel, y de las que sospechaba que simpatizaban con los fascistas, y ver cómo lo acogían. Pero, cuando iba por el mirador en busca de su automóvil, se vio de pronto frente a una patrulla de soldados que le apuntaban con sus armas: unos con la rodilla en tierra, los de atrás de pie, como en un fusilamiento. Por sus boinas rojas, supo que eran requetés; no exactamente fascistas, sino integristas religiosos. El que hacía de jefe, un hombre de tez morena de unos cincuenta años, avanzó hacia él y le habló con desprecio: «¿Qué? ¿Cuánto ha marcado hoy la báscula?». «117 kilos», respondió don Pedro como si la pregunta no tuviera nada de particular. Se oyeron risitas entre los soldados. Comparados con el jefe, parecían adolescentes. «El mismo peso que el cerdo que matamos el otro día. Pero el cerdo todo lo tiene bueno, no como usted». El hombre de tez morena le metió la punta de la pistola en el costado y le dio un empujón. «¡Cómo me imaginaba! ¡Huele a perfume!», añadió. Se repitieron las risas entre los soldados. «Dos de vosotros quedaos conmigo. Los demás, a registrar el hotel», ordenó.

Había oído decir a don Miguel que el batallón de integristas navarros estaba compuesto por campesinos ignorantes cuyo principal afán al conquistar un pueblo era arramblar con los espejos y los muebles de las casas; pero los que entraron en el hotel sólo cogieron el arma que guardaba en su habitación, un rifle Winchester de seis tiros que había comprado en Winnipeg. «¿De dónde ha sacado esto?», le preguntó el hombre de tez morena examinando el arma. Era un rifle precioso, con incrustaciones de nácar; a su lado, las armas que portaban los soldados parecían antiguallas. «Lo traje de América». «Voy a probarlo». El hombre de tez morena caminó hasta el pretil del mirador, y fijó la vista en los árboles del bosque, ladera abajo. Buscaba un pájaro. «Ahí tiene usted un tordo, don Jaime. Un poco más acá que los árboles, en la pradera», le indicó uno de los soldados. El hombre se llevó el rifle a la mejilla, y apretó el gatillo. No hubo nada. El arma no tenía balas. «Nos ha salido bromista este bujarrón. Sabía que estaba sin cargar pero ha preferido no decir nada para dejarme en ridículo ante mis hombres». Se lanzó hacia don Pedro y le golpeó con la culata en el costado. Un golpe tremendo, que movió sus 117 kilos y le hizo tambalearse. El sombrero J. B. Hotson de color gris rodó hasta los pies de los soldados.

El culatazo le atravesó todo el cuerpo y le llegó al alma. Entonces, como Lázaro el día de su resurrección en Betania, oyó una voz que le decía: «¡Sal de ahí, Pedro! Has estado encerrado en la tumba a la que te empujaron el miedo y las dudas, pero es hora ya de despertar». A las palabras les siguieron las imágenes, y se vio en Winnipeg tomando café con el jefe indio Jolinshua; se vio en las profundidades de la mina de Alice Arm, examinando una veta de la variedad de plata roja que los mineros llamaban ruglar silver; se vio en Prince Rupert, después de caminar durante todo un día perdido en la nieve. Pensó: «No me voy a acobardar ante estos asesinos». Era su decisión.

«Tenga el sombrero», le dijo un soldado joven, entregándoselo. «Me alegra ver que no todos sois iguales», contestó don Pedro, después de darle las gracias. «¿Cómo somos los demás, pues?». El hombre de tez morena, don Jaime, seguía con el Winchester en la mano. «Puesto que son ustedes tan católicos, leerán a menudo la Biblia», dijo don Pedro mirándole. Estaba seguro de lo contrario. En nada se parecía aquella gente a los protestantes que había conocido en Canadá, que abrían el libro sagrado hasta para entretenerse. «Yo sí, desde luego», dijo don Jaime. «Sabrá entonces lo que se dice de la gente como usted en la Biblia. Son como bestias inmundas, así dice la Biblia». El rifle cayó al suelo, y en la mano del hombre de tez morena apareció una pistola. «¡Don Jaime! —gritó el joven soldado que había recogido el sombrero—, acuérdese de las órdenes. El capitán ha dicho que al americano lo llevemos vivo». Como una auténtica bestia inmunda, don Jaime empezó a maldecir y a revolverse. «¡A la camioneta! —ordenó al final, jadeante—. Será que este marica tiene mucha información, por eso lo querrán con vida —se acercó a don Pedro y le señaló con el dedo—. Pero ya tendremos ocasión de encontrarnos a solas. No le quepa duda».

«¿En qué parte de América estuvo usted?», le preguntó, camino del aparcamiento, el joven soldado que le trataba con amabilidad. Era alto y fuerte, con aspecto de leñador. «Donde más tiempo pasé fue en la zona de Canadá», contestó don Pedro. «¿Es buen sitio? Tengo un tío por aquellas tierras, y siempre me está diciendo que me reúna con él. A lo mejor me animo cuando acabe la guerra». «¿Dónde está su tío?». «En Vancouver Island». Pronunció el nombre tal como se escribe. «Es un sitio formidable. Y la gente es más caritativa que aquí». «Entonces me lo pensaré». Estaban ya junto a una camioneta. El joven pidió ayuda a un compañero, y entre los dos lo subieron a la caja.

En la planta baja del ayuntamiento, entre el soportal y la taberna, había una pieza de una sola ventana a la que la gente del pueblo llamaba «la cárcel» y que, «desde que los ladrones desaparecieron de Obaba», servía como almacén de alimentos y bebidas. Encerrado allí, a oscuras —la única ventana se encontraba cegada con unas tablas—, don Pedro se recostó sobre unos odres de vino y se preguntó qué hacer, cómo aprovechar el tiempo que le quedaba. «Reflexiona acerca de tu paso por el mundo. Es lo que todos hacen en sus horas finales», le aconsejó su voz interior.

Como tantas otras veces, don Pedro intentó concentrarse en los nombres lejanos: Seattle, Vancouver, Old Manett, New Manett; Alice Arm, Prince Rupert, Nairen Harbour… Pero los nombres se perdieron en el vacío y no fue capaz de recordar un solo fragmento de su vida. Se sintió como un animal grande y tonto, y decidió, por despabilarse, por mantener la cabeza ocupada, hacer el inventario de todos los comestibles que había en el almacén. Al principio se limitó a reconocer los productos por el olfato y a memorizarlos; luego, como quiso la suerte que encontrara una libreta con un pequeño lápiz —¡y qué alegría ante el hallazgo!, ¡como si su salvación hubiese dependido de ello!—, pasó a anotar los datos en sus páginas.

Estaba terminando el inventario, examinando unas conservas, cuando se abrió la puerta y el almacén se llenó de luz. Sus ojos se acostumbraron pronto a la claridad, y reconoció al hombre de tez morena al que llamaban don Jaime. Venía acompañado de un grupo de soldados. «Me lo imaginaba, son sardinas», dijo don Pedro, mostrando una de las latas de conserva. Se quedó de pronto sin fuerzas, y se sentó sobre una caja. «No es hora de sentarse», le advirtió don Jaime con voz ronca. Se le veía cansado. «Estoy preparado», respondió don Pedro, poniéndose en pie y vistiéndose el sombrero. «Es hora de morir», le apuntó su voz interior. Quiso de nuevo pensar en su vida, en sus padres, en su hermano, en los amigos que había hecho en América. Pero su cabeza se obstinaba tontamente en recordar el inventario que acababa de realizar: cinco odres de aceite, otros cinco de vino, dieciséis cajas de galletas, tres latas de atún de diez kilos cada una

Salieron al soportal, e inmediatamente lo pusieron de cara a la pared. Pudo ver, sin embargo, que la plaza y las calles del pueblo estaban desiertas, y que el sol se retiraba al otro lado de las montañas. El 15 de agosto tocaba a su fin. «El día de tu muerte», le dijo su voz interior. Se le acercó un soldado. «¿Quiere usted pasar por el retrete antes de que venga la camioneta?», le preguntó. Era el joven que tenía un tío en Vancouver. «Buena idea», contestó él. «No pierda el ánimo, señor —le dijo el soldado, mientras lo guiaba a la taberna de los bajos del ayuntamiento—. Ya lo ha oído esta mañana, el capitán lo quiere vivo. Es buena señal».

Al entrar en el retrete, don Pedro se dio una palmada en la mejilla. Los datos del inventario —cinco odres de aceite, otros cinco de vino, dieciséis cajas de galletas…— seguían zumbando en su cabeza. No podía librarse de ellos. Ni siquiera con la palmada lo consiguió.

«Don Jaime está agotado, ¿verdad?», le dijo al soldado cuando volvían al soportal. «Ha perdido la pistola, y está nervioso. Al capitán Degrela no le gustan esas cosas —explicó el soldado con una media sonrisa—. Además, hoy hemos tenido mucho trabajo. Ya no es joven, y andar todo el día de aquí para allá cansa mucho». Aquellas palabras le hicieron recapacitar. Sospechaba el carácter de las idas y venidas de aquel joven y de sus compañeros, y su situación le pareció rara. Lo habían mantenido aislado, no había visto a nadie en todo el día. ¿Dónde metían a los otros detenidos? ¿Los llevaban directamente al bosque?…

La camioneta, la misma de aquella mañana, esperaba con el motor encendido. «¿Qué habéis estado haciendo tanto tiempo? ¿Dándole a lo de atrás?». Don Jaime quería gritar, pero su garganta no se lo permitía. Los soldados rieron con disimulo, no sólo por el comentario. Era evidente que la pérdida de la pistola había debilitado su autoridad. «A don Jaime se le ha puesto voz de vieja», se burló por lo bajo un soldado con pinta de borrachín. «¡A ver si terminamos de una vez!», dijo don Jaime introduciéndose en la cabina de la camioneta. El soldado joven pidió ayuda a un compañero y, al igual que aquella mañana, alzaron a don Pedro a pulso y lo dejaron en la caja del vehículo. Luego subieron ellos mismos y el resto de los soldados.

Salieron en dirección a la carretera principal. «Dice usted que Vancouver Island es bonito», comentó el soldado. «Ailand, no Island. Vancuva ailand». «Eso es lo que más miedo me da: la lengua —dijo el soldado sonriendo—. Por eso no me he animado hasta ahora. Si no, ya estaría allí». «Siempre se aprende en la medida en que uno lo necesita. Tú también aprenderás», le respondió don Pedro.

Era una hermosa tarde de verano. Soplaba el viento sur, y los restos de luz que había dejado la puesta de sol suavizaban el cielo; uno de los lados, con nubes muy ligeras y claros azules, recordaba un cubrecama infantil. Don Pedro aspiró el aire. Por primera vez desde aquella mañana, veía algo, una escena de su vida; veía a sus padres junto a una cuna, y a su hermano dormido dentro de ella. ¿Cómo imaginar la suerte de aquel bebé? ¿Cómo imaginar que encontraría la muerte en un lago situado al otro lado del mundo, a nueve mil kilómetros de distancia? Sintió que perdía pie, que se mareaba; que tenía ganas de llorar.

«¿Cómo se dice “chica” en la lengua de allí?», preguntó el soldado. «¡De eso no va a tener ni idea, a ese pregúntale por los chicos!», intervino el que tenía aspecto de borrachín. «¿Por qué no te callas?», dijo otro. «Girl», respondió don Pedro. «¿Girl? ¿Sin más?», se sorprendió el soldado. La camioneta estuvo a punto de detenerse, y luego enfiló hacia el monte. «¿Adónde vamos? ¿Al hotel?», preguntó don Pedro. «Eso parece», le dijo el soldado. No le informó de que, desde aquella misma mañana, el cuartel del capitán Degrela se ubicaba allí.

Se encontraban en la terraza de la cafetería del hotel, el capitán sentado ante una mesa junto a un joven con aspecto de falangista, y él enfrente, de pie. Anochecía, y las luces estaban apagadas. No se veía bien. «¡Quítese inmediatamente el sombrero! ¡A ver si muestra usted más respeto por el capitán!», le ordenó don Jaime, que estaba a su lado. Él obedeció. «Dígame, don Pedro, ¿qué pena merece el que mata a su hermano?», le preguntó el capitán Degrela sin mediar saludo. Iba a contestar, pero don Jaime se adelantó: «Antes de retirarme, señor, quiero informarle de que he perdido la pistola, y de que me tiene a su disposición». «No estaba hablando con usted, don Jaime —dijo el capitán con voz apenas audible. Se volvió hacia don Pedro—: Yo se lo diré. Merece la muerte».

El corazón le latía con fuerza. Aún al amparo de la oscuridad, aun conociendo el lugar —¡su casa!—, huir le parecía imposible. «¿Qué hace usted en mi hotel? Eso es lo primero que me tiene que explicar», exigió. «No se ponga usted bravo, don Pedro. Ahora el hotel ha pasado a manos del Ejército Nacional Español». «Yo no he hecho nada, y su obligación es ponerme en libertad», protestó don Pedro. «Eso pretendo», dijo el capitán levantándose de su silla. Pasó por delante de don Jaime sin dignarse a mirarle y dio una vuelta alrededor de la mesa.

Los ojos de don Pedro se iban acostumbrando a la oscuridad. Calculó que el capitán tendría unos treinta y cinco años. En cuanto al joven con aspecto de falangista, no debía de sobrepasar los veinticinco. Pensó que aquella cara ya la había visto antes. «Usted, don Pedro, es un hombre de mundo. Confío en que podamos entendernos rápidamente —dijo el capitán—. Como sabe, estamos viviendo el inicio de un gran movimiento político. Nos proponemos extender a todo el mundo lo que sucedió en Alemania y en Italia, lo que ahora mismo está sucediendo aquí. Eso significa que esta guerra acabará, pero nuestra revolución seguirá adelante».

Don Pedro consiguió al fin acordarse del nombre del joven sentado a la mesa. Le llamaban Berlino. Había oído contar que pasó algún tiempo en el seminario y que salió de allí convertido en gran admirador de Hitler. Tenía trato con una chica francesa que había trabajado como repostera en la cocina del hotel. «Así pues, le será fácil entender nuestra oferta —prosiguió el capitán—. Usted nos venderá el hotel por una cantidad que nosotros hemos fijado ya. Como comprobará pronto, el precio no es tan malo, dadas las circunstancias. En cualquier caso, el hotel nos hace falta. Como dirían sus amigos comunistas, necesitamos cuarteles de invierno». El joven al que llamaban Berlino puso una carpeta encima de la mesa. «Siéntese y examine el contrato —dijo el capitán—. Queremos hacer las cosas como es debido». «Está demasiado oscuro», dijo don Pedro. «Eso tiene fácil arreglo». El capitán Degrela miró por primera vez a don Jaime. «Traiga una linterna», ordenó. Don Jaime se alejó apresuradamente, a pasitos cortos. De pronto, parecía un camarero.

El documento llevaba fecha de abril de aquel año, como si fuera anterior al inicio de la guerra. Además, el comprador era el mismo capitán Degrela. No se trataba, pues, de una requisa; el hotel no pasaría a ser propiedad del Ejército, sino de un sujeto particular: Carlos Degrela Villabaso. «Si estuviera en Canadá, no pondría mi nombre en este contrato —dijo don Pedro—. Pero entiendo que la situación es especial, y si hay que firmar, firmaré». Dejó el sombrero sobre la mesa y cogió la pluma estilográfica que le ofrecía el joven falangista. «De todas maneras, y teniendo en cuenta lo particular del caso, quiero hacerles una propuesta —añadió don Pedro—. Dejaré el hotel en sus manos sin recibir a cambio ni una moneda, será una donación. Aparte, podría hacerles alguna aportación económica. Si les parece bien, claro». Saltaba a la vista, no hacía falta linterna para verlo: si deseaba equilibrar el peso de la muerte y salir con vida, tenía que poner todo cuanto pudiera en el otro platillo de la balanza.

El militar se llevó la mano a la mejilla y se la frotó, como queriendo comprobar cuánto le había crecido la barba. No sabía cómo interpretar lo que acababa de oír. «Tengo una cantidad de dinero en bancos extranjeros —aclaró don Pedro—. En dólares, en francos y en libras esterlinas. Si permiten que me marche a Francia, destinaré parte de mis bienes a su revolución. Pero, por supuesto, para eso necesito ayuda. Háganme un salvoconducto, y llévenme al otro lado de la frontera. Yo cumpliré mi palabra». El capitán vaciló. «¿Qué opina usted?», preguntó a Berlino. «¿De cuánto dinero estamos hablando?», preguntó este. «Diez mil dólares». Berlino se tomó un rato para hacer el cálculo. «¡Es mucho!», exclamó luego con admiración. Era más de lo que hubiese podido ganar su novia trabajando de repostera durante toda su vida. Se dirigió al capitán: «Si a usted le parece bien, yo mismo le puedo acompañar a Francia». «Ya veremos. Tengo que pensarlo. En cualquier caso, que firme el contrato». El capitán se levantó de la mesa. «Cuando termine, lleve a don Pedro a su habitación —ordenó a don Jaime—. Y luego, haga el favor de buscar su pistola. No se vaya a dormir hasta que la haya encontrado. Es una deshonra que una persona que ejerce el mando cometa semejante negligencia». Don Jaime permaneció cuadrado hasta que el capitán entró en la cafetería. «¡Eche una firma aquí! ¡Y otra aquí!», ordenó Berlino a don Pedro.

Encontró su habitación completamente revuelta, con toda la ropa de los armarios esparcida por el suelo. Sin detenerse a mirar, don Pedro buscó refugio en el baño: el espejo tenía una raja y la báscula estaba boca abajo en un rincón, como si alguien la hubiera lanzado hasta allí de un puntapié, pero, por lo demás, los jabones se hallaban en su sitio, así como las sales y los champús que solía traer de Biarritz. Abrió el grifo: el agua corrió como siempre.

Antes de bañarse, dio la vuelta a la báscula y se subió a ella: el aparato marcó 115,30 kilos. Su peso más bajo desde hacía años. Casi dos kilos menos que aquella misma mañana. Se dio cuenta entonces de que llevaba todo el día en ayunas, y pensó que debía procurarse algo para comer. Sin embargo, más que hambre, lo que sentía eran ganas de fumar, y cuando se puso a rebuscar en su habitación y consiguió encontrar, no sólo una caja de galletas, sino también la tabaquera donde guardaba sus cigarros puros, creyó que ese pequeño éxito podía ser un buen augurio, y se metió en la bañera con mejor ánimo.

Media hora después estaba en la ventana fumándose un cigarro, lira una noche clara, de mucha luna, y las sombras de los soldados que rondaban por los alrededores del hotel se distinguían perfectamente. Pero todo estaba en silencio, y parecía que hasta los automóviles aparcados en el mirador se habían retirado a descansar. Don Pedro se fijó en su Chevrolet beige y marrón, y le dio pena que lo tuvieran retenido. Luego, para librarse de aquel sentimiento, alzó los ojos hacia el valle de Obaba.

«Bebo el valle con mis ojos», oyó en su interior. Era la voz del maestro Bernardino. Aquel amigo suyo había escrito un poema que empezaba de esa manera: «Bebo el valle con mis ojos, en el ocaso de un día llorado de verano, y mi sed no se sacia…». ¿Qué habría sido de él? ¿Y de Mauricio? «Colinas y montañas, y esas blancas casas, que en la distancia nos recuerdan un rebaño desperdigado…». ¿Habrían conseguido esconderse? ¿Habrían mostrado más prudencia que él durante aquellas lloras nefastas? Mauricio no le preocupaba tanto, porque era una persona de edad, y muy sólida; Bernardino, en cambio, a pesar de su inteligencia, era un hombre desvalido. Incluso en la vida ordinaria se veía en apuros: los niños de la escuela le gastaban bromas pesadas aprovechándose de su repugnancia por los castigos. Y si en la vida ordinaria era así, ¿cómo se las apañaría ahora que los asesinos se movían a sus anchas? ¡Agnus Dei! Como un cordero entre los lobos.

La punta roja del puro que estaba fumando se avivaba o se amortiguaba a merced de la brisa que llegaba hasta la ventana. Y el mismo compás seguían sus pensamientos: se avivaban y se amortiguaban, alternativamente. Pero no le llevaban a ninguna parte. ¿Qué pensó Jesús en el huerto de Getsemaní? No podía saberlo. Era una tontería preguntarse aquello. Pero se lo preguntaba, el vaivén de sus pensamientos era ajeno a su voluntad. A una pregunta le seguía una respuesta, y a la respuesta otra pregunta; pero nada de lo que pasaba por su cabeza adquiría sentido.

Prestó atención. Después de muchos días de silencio, los sapos volvían a cantar. Pero sonaban ahora muy débiles, o muy lejanos. Win-ni-peg-win-ni-peg-ivin-ni-peg-win-ni-peg, decían. Pensó que podía tratarse de sapitos, de las crías de los sapos de otras veces, que por eso tenían aquel hilillo de voz. Apagó el puro en el grifo del lavabo y se echó en la cama. Win-ni-peg-win-ni-peg-win-ni-peg-win-ni-peg. Aunque sonara débilmente, el canto llegaba hasta su habitación. Poco a poco, se quedó dormido.

Tuvo la impresión, en el duermevela, de que los aviones alemanes sobrevolaban incesantemente el hotel y de que, de vez en cuando, a juzgar por el ruido del motor, alguno de ellos tomaba tierra en la misma terraza. Cuando se despertó del todo y se dio cuenta de que no podía ser, se asomó a la ventana y vio pasar justo debajo tres camionetas como la que lo había traído desde el ayuntamiento. Se detuvieron en una esquina del hotel, junto a la puerta que daba acceso a los sótanos del edificio.

Alarmado, dio un paso atrás: las tres camionetas venían cargadas de hombres. Se oían quejidos, gritos de mando, sollozos. Un soldado se puso a repartir golpes para hacer callar a los que protestaban. «¡Yo no he hecho nada!», gritó alguien. Luego, silencio. Pero por poco tiempo. El ruido de motores se impuso otra vez. Tres automóviles se aproximaban uno detrás de otro, su Chevrolet en medio. Observó que tenía un golpe en el guardabarros de la rueda delantera, y que el foco del mismo lado no alumbraba. Miró la hora en su reloj de cadena. Eran las cuatro y media de la madrugada, no faltaba mucho para el amanecer.

Se vistió sin prisas. De entre toda la ropa desparramada por la habitación escogió un traje de verano de color gris claro, con un sombrero a juego, y unos zapatos de ante todavía sin estrenar. Se metió además en el bolsillo la libreta y el pequeño lápiz que había encontrado en el almacén de la taberna, confiando, aunque débilmente, como si su corazón también se hubiera empequeñecido y casi no tuviera voz, en que le diera buena suerte. Cuando se consideró preparado, sacó otro cigarro puro de la tabaquera y se sentó a fumar en una esquina de la cama. En el mirador del hotel el ruido de motores era constante.

Estaban a punto de dar las cinco de la mañana cuando don Jaime vino a buscarle. Tenía los ojos amoratados por el cansancio, y una película de sudor le recubría la cara. «Se ha puesto usted muy elegante para viajar a Francia —dijo don Jaime. Quiso reírse, pero le dio la tos—. ¡Apague ese puro!». A la vez que gritaba, le pegó un tortazo en la mano, y el puro acabó en el suelo. «Si no encuentra pronto su pistola le va a dar un ataque de nervios», le respondió don Pedro.

Le costó levantarse del borde de la cama, como si su peso hubiera aumentado súbitamente de 115,30 a 135 o 145. «¡Nos vamos a Francia!», dijo don Jaime a los hombres que venían con él, y dos de ellos agarraron a don Pedro por ambos brazos. Todos vestían ropas de paisano, y eran más viejos que los soldados de la víspera. Llevaban el pelo peinado hacia atrás, y fijado con gomina. «Por lo que veo, usted no hace ascos a nadie. Ayer anduvo con los requetés, ahora acompaña a los falangistas», dijo don Pedro.

Hacía esfuerzos para no dejarse vencer, pero era difícil calmarse, pensar en una salida. No había esperanza para él, esa era la verdad. El maestro Miguel solía decir que, de todos los grupos de extrema derecha que había en España, los falangistas eran los que más poetas y artistas tenían en sus filas, y que cuando empezaran a matar lo harían sin piedad, «como sucede siempre que se mezclan idealistas y militares». Apenas había transcurrido un mes desde el inicio de la guerra, pero aquello ya había quedado claro. Ahora le tocaba a él.

«Podríamos ir en su automóvil, pero sólo tiene un foco, y a nosotros nos conviene tener luz. El camino a Francia estará muy oscuro», le dijo uno de los que le sujetaban del brazo cuando salieron fuera, adoptando el mismo tono de don Jaime. Don Pedro no le hizo caso, y guio escudriñando el interior del automóvil que tenían delante. Le había parecido que allí dentro había alguien. Un hombre delgado y con gafas, «¡Bernardino!», exclamó, al mismo tiempo que le empujaban al interior del vehículo. Los dos amigos se abrazaron como pudieron en el asiento de atrás. «Han matado a Mauricio, don Pedro. Y ahora nos matarán a nosotros». «No se rinda, Bernardino. Todavía estamos vivos». No fue una mera frase de ánimo. Había percibido, en el momento del abrazo, un dolor muy preciso en el costado. En el asiento había algo, un objeto duro. ¡Win-ni-peg-win-ni-peg-win-ni-peg!, chillaron los sapos desde el bosque. Enderezó su cuerpo y se echó atrás poco a poco. Volvió a sentir el mismo dolor, esta vez en el muslo. Se le representó enseguida, porque la tela de su traje era muy fina, la imagen de un cilindro.

Bernardino no podía controlar el llanto, y los falangistas que vigilaban el auto le ordenaron tajantemente que se callara. «¿Adónde ha ido don Jaime?», preguntó uno del grupo. «Creo que ha ido a refrescarse. No tardará en volver», contestó el chófer. «Casi son las seis. Pronto amanecerá», se quejó su compañero. Don Pedro le dio unas palmadas al maestro. «Valor, Bernardino, valor. Todavía estamos vivos». Se quitó el sombrero y lo colocó en las rodillas. Luego, se llevó la mano atrás y agarró el objeto. Efectivamente, era una pistola.

Don Jaime se sentó junto al chófer, y los otros dos hombres ocuparon unos pequeños asientos abatibles, frente a don Pedro y su amigo. Se pusieron bruscamente en marcha y comenzaron a descender por la estrecha carretera que iba del hotel al pueblo. Marchaban a tal velocidad que en las revueltas más cerradas lograban a duras penas mantenerse en el asiento. «Tú, vete más despacio, que no hay tanta prisa», dijo el falangista sentado delante de don Pedro, después de que un bandazo lo mandara contra la puerta. Las luces de los focos iluminaban intensamente el bosque por el que discurría la carretera. Se veían árboles cargados de hojas, hayas muy verdes.

Al llegar al cruce, se dirigieron valle abajo, en dirección contraria a Obaba. El chófer no había reducido la velocidad, pero ahora circulaban por una carretera de largas rectas. «Si la maldita pistola no está ahí, no sé qué voy a hacer», dijo don Jaime. «Estará ahí», quiso tranquilizarle el chófer. «He buscado en todas partes. Sólo me queda mirar en ese monte». «¿En ese monte o en Francia? Yo creía que íbamos a Francia», se rio el falangista que estaba sentado frente a don Pedro. «¿No quiere ir a Francia? ¿Por qué está tan triste? —preguntó a continuación a Bernardino, alumbrando el interior del automóvil con una linterna—. Siga el ejemplo de este marica. Mire qué tranquilo va». «¡Aquí!», gritó don Jaime, al divisar una pista de monte a la derecha de la carretera. «¡Despacio!», volvió a gritar, cuando el vehículo empezó a dar tumbos por el camino lleno de baches y pedruscos. «¡Pues sí que es pésimo el camino para Francia!», dijo el falangista dirigiendo la linterna hacia la ventanilla y mirando al exterior. Don Pedro metió la mano debajo del sombrero, y agarró firmemente la pistola. «¡Atento, Bernardino!». «¿Atento a qué?», preguntó el falangista, girándose hacia él. Don Pedro levantó la mano, y le pegó un tiro en la cabeza.

Subía la cuesta corriendo, mientras los sapos a su alrededor le gritaban ¡Win-ni-peg! ¡Win-ni-peg! ¡Win-ni-peg! ¡Win-ni-peg!, a un ritmo cuatro o cinco veces más acelerado que el de costumbre. Corría torpemente, pero tan rápido o más que cualquiera de su edad y de su peso. El afán por huir de una muerte segura aligeraba sus pies.

Despuntaban las primeras luces del amanecer, uno de los extremos del cielo se estaba tiñendo de naranja. Llegó a lo alto del bosque, y divisó un vallecito en el que se asentaba un barrio rural. Contó las casas: eran cinco en total, y todas miraban a un riachuelo; al riachuelo y a un camino. Cuatro de ellas estaban pintadas de blanco, y, a pesar de la poca luz, su contorno se distinguía con nitidez; la primera y más cercana, situada en la entrada del valle, era oscura, de piedra.

Bajó la pendiente con precaución, pues sabía, desde los tiempos de Canadá, que más valía no precipitarse, que era en ese momento cuando más se exponía a tropezar y a torcerse un tobillo. Una vez abajo, se apostó detrás de unos arbustos que crecían a la orilla del río y examinó la casa de piedra. No parecía habitada. Sacó la pistola del bolsillo del pantalón, y cruzó el arroyo.

La casa tenía una piedra de moler en la planta baja, pero no se veían restos de harina, ni tampoco utensilios. Debía de tratarse de un molino en desuso. Era, en todo caso, un mal refugio. Antes que ningún otro sitio, las patrullas registraban las casas deshabitadas. «Todos tus esfuerzos serán inútiles —le dijo su voz interior—. No vas a encontrar una cabaña cálida llena de amigos, como la vez que te perdiste en los nevados páramos de Prince Rupert». Tuvo un desfallecimiento, y fue a sentarse en la piedra de moler. Cuando se recuperó, guardó la pistola en el bolsillo de la chaqueta y salió afuera.

La luz del amanecer se iba adueñando del vallecito, y las paredes de las casas lucían ahora un tono naranja, el mismo del cielo. «No es un lugar perdido en el monte, como creías —le dijo su voz interior—, sino un barrio de Obaba. Las patrullas no tardarán en encontrar los cadáveres de sus compañeros muertos a tiros, y saldrán a por ti como perros».

Se metió en el cauce del río, y comenzó a caminar hacia las casas aprovechando la vereda que se había formado en una de las orillas. Cuando le pareció que había llegado a la altura de la primera de ellas, asomó la cabeza y la escrutó durante unos instantes. Luego, sin dejar de avanzar, repitió la operación frente a todas las restantes. Se preguntaba cuál de ellas podría servirle de refugio; cuál escondería a Abel, cuál a Caín; cuál al hombre compasivo y valiente, cuál al infame. Pero llegó al extremo del vallecito, y sus dudas no se habían resuelto. No había señales. A nadie había dicho Dios en aquel barrio: «Mata un cordero y unta con su sangre el marco y el dintel de tu casa, pues el ángel, al ver la sangre en la entrada, pasará de largo». Sin señales, sin una mínima seguridad, todas las puertas eran peligrosas. «Aunque hubiera una señal, ¿qué cambiaría eso?», se preguntó con resignación. Las patrullas que saldrían a buscarle serían más implacables que el mismísimo ángel exterminador, y no dejarían una sola casa sin registrar. Además, cabía la posibilidad de que Dios no le quisiera ayudar por haber derramado la sangre del prójimo. Al que mataba a Abel se le llamaba Caín, pero quien mataba a Caín, ¿qué nombre merecía? Se refrescó la cara con el agua del río. Los pensamientos giraban febrilmente en su cabeza.

Al llegar a la última casa del barrio, el terreno empezaba a elevarse. La pendiente era primero suave, y estaba cubierta de praderas; luego se hacía más pronunciada, y la hierba daba paso a los árboles, al bosque, a la montaña. Don Pedro caminó en aquella dirección, decidido a llegar lo más lejos posible. Quiso, sin embargo, echar una última mirada al vallecito, al camino que lo había llevado hasta allí. Apenas volvió la cabeza comprendió la verdad: no iba a continuar, no tenía ganas.

Se sentó en una roca y siguió mirando. Las cinco casas del barrio estaban en silencio, reinaba la paz. En tres de ellas había casetas para perros, aunque no parecían estar ocupadas. En la que seguía al viejo molino unas gallinas escarbaban la tierra. En los terrenos de las dos casas siguientes, había ovejas; junto a la última, a unos cien metros de donde se hallaba sentado, pacían dos caballos. Los dos eran de color castaño. Y la hierba, verde. Como verdes eran los maizales, las huertas, los manzanales, los bosques y los montes lejanos. Eso sí, en los montes lejanos el verde acababa volviéndose azul, azul oscuro. Como el cielo. Porque el cielo se mostraba azul oscuro en aquella hora del amanecer, con manchas naranjas y amarillas. De la chimenea de una casa, de la tercera, empezó a salir humo. Y el humo se deshizo lentamente en el aire. Lentamente se movía también el sol. Se demoraba tras las montañas. Pero estaba a punto de salir.

Don Pedro comprobó el cargador de su pistola para asegurarse de que las dos últimas balas estaban en su sitio. Le vino de golpe a la cabeza la conversación que había tenido con el doctor Corgean en el hospital de Prince Rupert: «Puede que también usted sea propenso». «¿Propenso a qué?». «To commit suicide». Sin embargo, ahora lo sabía bien, no había tal propensión en él. Se suicidaría tan pronto como el sol asomara por encima de las montañas, pero lo haría por miedo, por la amenaza de un sufrimiento más atroz que la propia muerte. No quería ni pensar en cómo lo tratarían los compañeros de los falangistas muertos si lo atrapaban. Sabía de las torturas que infligían aquellos criminales; había oído contar que arrancaban los ojos con cucharas o que arrojaban a la gente sobre láminas de hierro candentes. Comparado con aquello, morir de un tiro de bala parecía una bendición. Además, habría cierta justicia en su muerte. Dentro del coche yacían tres hombres a los que él había quitado la vida. Debía pagar por ello.

De la última casa del barrio salió un muchacho. Don Pedro lo siguió con la mirada, y vio, sin prestar mucha atención, como si ya para entonces se hubiera disparado un tiro en la cabeza y fuera su espíritu quien presenciaba la escena, que el muchacho se dirigía hacia los caballos, que hablaba con ellos y los acariciaba, y que los sacaba del cercado para guiarlos hasta el riachuelo. Se puso en pie, sobreponiéndose de pronto al desánimo. «¡Juan!», exclamó. El muchacho no le oyó. «¡Juan!», volvió a llamar, apresurándose cuesta abajo.

Mientras terminaban de construir la carretera de acceso al hotel, él solía desplazarse a caballo, acompañado siempre por un muchacho. Habían pasado cinco años desde entonces, y volvía a tenerlo delante. Ahora era un joven rubio, no muy alto, pero fuerte. «Vaya hasta el puente y métase debajo», dijo sin pestañear. Don Pedro se acordó de que era muy serio. Una vez, él le había llamado «Juanito», como a un niño. «No me llamo Juanito, don Pedro —había replicado el muchacho—. Me llamo Juan».

El puente estaba un poco más abajo, a la altura de la casa, y don Pedro se apresuró a llegar allí. Los recuerdos se avivaron en su memoria. El muchacho era huérfano y vivía con su hermana, más joven que él. Y el nombre de la casa era Iruain, por eso solían referirse a él llamándole indistintamente Juan o Iruain. Ya debajo del puente, se acordó de otro detalle, este muy importante. Aquel muchacho siempre le preguntaba por América, igual que el soldado que tenía un tío en Vancouver, con idéntico anhelo: «¿Es verdad que en América hay ranchos tan grandes como nuestro pueblo? ¿Los ha visto usted?».

Juan se acercó con los dos caballos. «Te he reconocido gracias a los animales», le dijo don Pedro. «¿Se ha dado cuenta de que tiene toda la chaqueta manchada de sangre?», le preguntó Juan. No, no se había dado cuenta. «Ellos eran tres, y nosotros dos —respondió—. Sólo yo he salido vivo del tiroteo». Se le reprodujo el dolor de aquel momento. Si el segundo tiro se lo hubiera disparado al chófer del auto, y no a aquel ridículo don Jaime, ahora Bernardino estaría a su lado.

El sol ascendía en el cielo. El capitán Degrela y sus hombres ya se habrían percatado de que faltaba un coche. «Hace unos años me contaste que soñabas con marcharte a América. ¿Has cambiado de opinión?». «Me marcharía ahora mismo», respondió Juan sin dudarlo. No se movía, parecía de piedra. «Yo necesito ayuda para salvarme, y tú la necesitas para emprender una nueva vida en América. Podemos ponernos de acuerdo». Un perro ladró, y el joven recorrió todo el valle con la mirada. El perro se calló enseguida. «¿Qué ha pensado usted?», preguntó. Ahora parecía algo tímido. «Con esos caballos, en siete u ocho horas nos pondríamos en Francia», dijo don Pedro. El muchacho no abrió la boca. «¿Hay en vuestra casa algún sitio dónde yo me pueda esconder?», añadió.

Don Pedro confiaba en que la respuesta fuera afirmativa, porque muchas de las construcciones de Obaba conservaban los escondrijos habilitados durante las guerras del siglo XIX; pero cuando vio que Juan asentía, a punto estuvo de desmayarse de pura excitación. Por primera vez desde que lo detuvieron, su esperanza tenía un fundamento.

«Escóndeme en tu casa, y luego, cuando convenga, me llevas a Francia. A cambio te daré tres mil dólares. Lo suficiente para ir a América y comprar allí un rancho». Juan sujetó las riendas de los caballos. «Me parece a mí que cinco mil no serían demasiado para usted», dijo. «De acuerdo. Cinco mil dólares», respondió raudo don Pedro, y los dos hombres se estrecharon la mano. «Póngase entre los caballos, y vamos a casa despacio. Una vez dentro, sígame sin hacer ruido, para que no se despierte mi hermana». El joven no parecía tener miedo. «¿Dónde ha dejado el sombrero? Usted siempre solía andar con sombrero», le dijo de pronto. Don Pedro hizo un gesto de disgusto. «La verdad, no lo sé. Supongo que se habrá quedado en el lugar del tiroteo». «¿Dónde ha sido?». Don Pedro le explicó con precisión en qué cruce se había desviado el automóvil; pero no fue capaz de detallar los pasos que había dado desde aquel punto hasta llegar al valle. «Creo que he atravesado un bosque. De castaños, no de hayas», dijo. El joven se quedó pensativo por un momento. «¡Vamos!», dijo, tirando a los caballos de las riendas.

Dentro del escondrijo la oscuridad era total, y se adaptó a la nueva situación como lo habría hecho un ciego. Determinó primero que estaba en una especie de pasillo corto, de seis pasos de largo y apenas dos de ancho; luego, una vez dominada la angustia que le producía el sentirse encerrado, examinó el contenido de las marmitas que Juan había introducido por la abertura del techo. Eran en total cuatro marmitas, tres grandes y una pequeña, más ancha que las otras: en la primera había agua; en la segunda, manzanas; en la tercera, zanahorias. La cuarta, la más ancha, estaba vacía, y de ella colgaban trozos de periódico sujetos con un alambre. Despacio, arrastrándolas con cuidado, distribuyó las marmitas: la que le serviría de letrina en un extremo, las tres grandes en el otro. Cuando acabó de organizarse, se sentó con la espalda apoyada en la pared, y empezó a comer. «3 manzanas, 3 zanahorias», apuntó luego en la libreta que llevaba en el bolsillo de la chaqueta, esmerándose por escribir con buena letra a pesar de la oscuridad.

Le asaltó con fuerza la preocupación por el sombrero. Si lo había dejado dentro del automóvil, no importaba. Pero si lo había perdido en el camino, o en el mismo barrio, y alguna patrulla daba con él, la 1 asa dejaría de ser un lugar seguro. Muchos de los soldados eran campesinos, y conocían la existencia de los escondrijos. Pero su inquietud no duró. El día había sido muy largo, y estaba muy cansado. Se quedó dormido.

Al despertar tenía el sombrero sobre el pecho, como si se hubiera posarlo allí con la suavidad de un copo de nieve. Lo cogió en sus manos y lloró en silencio. Pensó que había tenido poca fe al llegar al barrio y no ver ninguna señal en las puertas de las casas. Lejos de abandonarle, Dios había querido enviarle un ángel protector, valiente y cabal, semejante en todo a aquel Rafael que ayudó a Tobías. Se puso a comer manzanas, y no paró hasta que fue incapaz de tragar un trocito más. «Manzanas: 7», escribió en su libreta. Luego se tumbó y volvió a quedarse dormido.

Pasaron unos días, tres o cuatro, quizá más, y llegó un momento, cuando el contenido de las marmitas ya estaba por la mitad, que don Pedro se sintió a salvo. «Parece que me voy a librar del registro», se dijo una mañana. O una tarde, él no podía saberlo. Justo entonces, oyó ruidos dentro de la casa. Lo supo enseguida: eran los perseguidores. Le pareció que él mismo los había convocado, que había hecho mal en cantar victoria.

Reaccionó tumbándose boca abajo y tapándose la cabeza con las manos. Pero la postura le resultó incómoda, a causa sobre todo de los fuertes latidos de su corazón, y volvió a colocarse en su postura habitual, sentado y con la espalda en la pared. Los perseguidores subieron las escaleras sin hacer mucho ruido, y unos segundos más tarde oyó la voz de una joven que daba explicaciones: «Es la habitación de nuestra madre. Está exactamente igual que el día en que murió. Quién lo diría, pronto hará diez años. Pero mi hermano Juan se niega a cambiar nada. Es dos años mayor que yo, y ya sabéis, dos años es mucho cuando se es niño. Él dice que se acuerda muy bien de nuestra madre. Yo no. Yo no me acuerdo muy bien». La chica no paraba de hablar, y los hombres que la acompañaban, sin duda soldados, asentían una y otra vez a sus palabras. Don Pedro supuso que sería una chica bonita, y que los soldados estarían conmovidos. «Este era su armario, y estos sus vestidos», continuó la chica. Un cajón se abrió y se volvió a cerrar, y el ruido sonó justo encima del escondrijo. Pensó que el mueble le robaba la poca luz que podía llegarle, la que debía iluminar los resquicios de la trampilla que hacía de techo. «Y a vuestro padre, ¿cuándo lo perdisteis?», oyó. Los soldados se marchaban de la habitación. «Yo tenía cuatro años», dijo la chica. «Qué pena. Es muy triste ser huérfano», dijo un soldado. La chica cambió de conversación: «¿Vais hacia el pueblo? Trabajo en el taller de costura y si me lleváis en la camioneta, me hacéis un favor». Los soldados le dijeron que lo sentían, pero que no podían. Tenían la orden de proseguir con la búsqueda.

Los pasos de los soldados resonaron en las escaleras. Una vez fuera —contempló la escena como si la tuviera ante sus ojos— verían a Juan en el prado, cepillando a uno de los caballos. El joven se despediría de ellos levantando por un instante el cepillo, y el registro tocaría a su fin.

Se habían acabado las manzanas y casi todas las zanahorias, y don Pedro empezó a preocuparse. Juan tardaba más que en anteriores ocasiones; ni siquiera venía por la marmita ancha que normalmente cambiaba cada poco tiempo. Pero la preocupación cedió enseguida, y se le metió en la cabeza que el retraso de Juan se debía al afán de completar y mejorar su alimentación, y que la próxima vez que viniera le dejaría unos hermosos panes redondos elaborados con harina de maíz, y que tendría también el detalle de traerle un buen pedazo de cecina o de jamón; no de rocino, claro, porque el tocino había que comerlo frito y bien caliente, cuando todavía goteaba la grasa. Pensó luego, cuando las imágenes relacionadas con la comida fueron ganando en detalle, que Juan bien podría asar un pollo en el horno mientras su hermana estaba en el taller, y si lo acompañaba con unas patatas fritas y unos pimientos rojos, mejor que mejor. Y no había que olvidarse del queso. Seguro que en las casas del barrio se hacía queso, y con un poco de suerte tampoco les faltaría membrillo. Le pediría a Juan queso y membrillo. Le vinieron también a la memoria las conservas de atún que había visto en la cárcel del ayuntamiento. El atún en conserva, con un poco de cebolla bien picada, era muy rico. Y con aceitunas verdes… ¡un manjar!

Se acabaron también las zanahorias, y mientras duró el ayuno no hizo más que vigilar el techo, como el perro hambriento que aguarda la llegada de su amo. Incluso hubo momentos en los que se desesperó y dio por seguro que Juan lo dejaría morir de hambre; pero recobró la serenidad, examinó la situación —el peligro asumido, los cinco mil dólares del trato— y siguió esperando. Hasta que, por fin, su ángel protector regresó.

Sirviéndose de la cuerda, Juan bajó dos marmitas además de la de agua. Don Pedro metió la mano dentro: manzanas y zanahorias, eso era todo. No pudo contener su enfado, y, por un momento, su voz adquirió el tono autoritario del dueño de un hotel: «¿Es que no hay pan en esta bendita casa? ¿Es que no hay queso? ¿Es que no hay cecina? ¿Ni huevos?». Una larga lista de alimentos completó su protesta. «¿Ha acabado ya? —le dijo Juan secamente—. Andan como locos detrás de usted. No debemos perder la cabeza». Don Pedro suspiró: «Tobías pescó un pez con la ayuda del arcángel Rafael. Luego le arrancaron la vesícula, el hígado y el corazón, y lo asaron para comer». Hablaba ahora para sí mismo, consciente de que no estaba siendo razonable. «Cuando lleguemos a Francia yo mismo le invitaré a comer langosta», dijo Juan desde arriba. Se disponía a poner la trampilla en su sitio. «El foie tampoco es malo en Francia», dijo don Pedro. «No lo he probado nunca». «¿Puedo pedirte un favor?». «No voy a traerle más comida, don Pedro. No insista», respondió Juan en su tono más severo. «Un poco de luz, entonces. Si descorres las cortinas de la ventana de la habitación y apartas un poco el mueble, la luz llegará hasta aquí». «La habitación tiene dos ventanas», dijo Juan. «Mejor». «Esté tranquilo, y procure moverse lo más posible y hacer gimnasia. Si no, se va a quedar anquilosado». «Otra cosa —dijo don Pedro—. ¿Por qué no me traes una navaja y un poco de jabón? La barba me produce picor». «Ya se afeitará en Francia, antes de comerse la langosta», contestó Juan, ajustando la trampilla en el piso. Instantes después, oyó el ruido de las cortinas. En el techo del escondrijo aparecieron cuatro franjas de luz.

Las franjas de luz le fueron de gran ayuda durante los días siguientes. Adquirió la costumbre de examinarlas y de calcular, según su intensidad, no sólo la hora del día —objetivo fácil, como comprobó enseguida— sino también el tiempo que hacía, si se trataba de un día soleado o nublado, y en el caso de que fuera nublado, hasta qué punto, con qué riesgo de lluvia. Sus observaciones las anotaba en la libreta con su pequeño lapicero. «Hoy, llovizna. Franjas exteriores casi invisibles y las del medio muy débiles». «Hoy chaparrones y claros. Al escampar, luz muy intensa. Veo el contorno del sombrero encima de la marmita». «Hoy cielos azules, hermoso día de verano». Mientras se mantenía ocupado, el peso del tiempo se le hacía más leve.

Empezó a tomar como eje el momento en que el sol se encontraba en la mitad del cielo, y a organizado todo alrededor de dicho momento: las comidas, el descanso, el sueño y los ejercicios de gimnasia que le había recomendado Juan. De todo ello, lo que más le gustaba era la gimnasia, y acabó por practicarla casi continuamente, tanto por las mañanas como por las tardes. Además de los ejercicios propiamente dichos, recorría sin descanso el escondrijo, de extremo a extremo, cinco pasos para allá, cinco pasos para acá, una y otra vez. Apuntaba los datos en el cuaderno con entusiasmo: «Mañana 475 pasos. Tarde 350». Los datos de las comidas, en cambio, le desesperaban: «Desayuno: 1 manzana, 2 zanahorias. Comida: 3, 4. Cena: 2, 4». Cuando las marmitas estuvieron casi vacías, ya no pudo más y decidió no comer nada hasta que volviera Juan. «Desayuno: o manzanas, o zanahorias. Comida: 0, 0. Cena: 0, 0». Escribió todos los ceros con rabia, como si las manzanas y las zanahorias fueran capaces de entender su desprecio.

Cuando Juan volvió a aparecer con las marmitas de comida, a don Pedro se le escapó un gemido. Él deseaba llevar su pensamiento más allá del escondrijo, salir en espíritu de aquel agujero y convencerse de que se hallaba camino de su salvación; pero la mente no le obedecía, y le insinuaba que tal vez hubiera sido mejor haberse disparado un tiro. Ahora ni siquiera le quedaba esa opción, ya que Juan le había quitado la pistola para esconderla, según le había dicho, en el hueco de un árbol riel bosque. Volvió a gemir. No entendía el comportamiento de Juan. No se explicaba su terquedad. ¿Cómo podía pretender que comiera más manzanas, más zanahorias? Era imposible. A él le olían como los excrementos de la marmita ancha. Igual también que los pelos de la barba, antes tiesos y ásperos, ahora cada vez más lacios, pestilentes. Le daban ganas de vomitar. Juan percibió su congoja. «Pronto saldremos para Francia —le dijo—. Tenga valor, falta muy poco».

Se quedó en silencio. Tenía la impresión de que el suelo del escondrijo se había hundido y de que volvía a estar bajo tierra, como cuantío era joven. Pero en aquel maldito agujero no había plata ni oro; sólo manzanas y zanahorias. Como le había sucedido unos días antes con la comida, en su cabeza empezaron a arremolinarse nombres, personas de otro tiempo, personas muertas: su hermano, el jefe indio Jolinshua de Winnipeg, el maestro Mauricio, Bernardino. Sobre todo Bernardino, su desgraciado amigo, que no había hecho otro mal que escribir poesías y había sido asesinado por ello, delante de sus ojos. «Otra semana aquí, y me vuelvo loco», le dijo a Juan. «Tres días más, y nos pondremos en marcha», le prometió el joven.

Juan vino con una escalera y le ayudó a salir del escondrijo. Luego, a la luz de una vela, bajaron hasta la cocina y se sentaron a la mesa. Juan le preparó unas sopas bien calientes de maíz, y él se dispuso a comer, manejando con lentitud la cuchara de madera. «He recibido la orden de llevar veinte vacas a la zona del frente, y me han dado dos salvoconductos. Uno para mí y otro para el boyero. Usted será el boyero. Pero no se preocupe. Podrá hacer casi todo el camino montado a caballo».

Don Pedro mostró su conformidad, y puso la vela que había sobre la mesa un poco más lejos, porque la luz le molestaba. Siguió comiendo las sopas de maíz. «Calculo que con vacas y todo nos llevará unas diez horas llegar a donde me han pedido —le explicó Juan—. Así que, si salimos temprano, para la noche estaremos libres. Y tendremos la frontera francesa a un paso. Al día siguiente, se afeitará la barba e iremos a comer langosta». «Sin olvidarnos del banco», añadió él. «Termine eso, que hay que prepararse», dijo Juan. «Estoy comiendo. Espera un poco». «Hace tiempo que dieron las cuatro de la madrugada, y tenemos mucho que hacer». Del exterior llegó el mugido de una vaca. «No voy a levantarme hasta acabar las sopas», se empeñó don Pedro.

Una vez fuera, Juan le hizo dar una vuelta alrededor del cercado de las vacas para ver si era capaz de andar. Luego lo guio a un recodo del riachuelo. «En ese pozo el agua le cubrirá hasta la cintura. Lávese bien», le dijo, proporcionándole un trozo de jabón basto y una toalla. «Harás mucho dinero cuando vayas a América. Eres una persona muy organizada». «Eso mismo me dice mi hermana». «¿Dónde está ahora?». «Se quedará en casa de una tía abuela hasta mi vuelta. Se ha colocado en el taller de costura. Va a ser modista».

«¿Estará fría el agua?», preguntó don Pedro, mirando al riachuelo. «Sí, tío. Pero si anda rápido no se va a enterar». Juan parecía muy tranquilo. «¿Tío? ¿De ahora en adelante voy a ser tu tío?». Juan asintió con la cabeza. Se estaba riendo. «Mi tío, y el encargado de cuidar los bueyes», añadió. «Dime, sobrino, ¿qué te hace reír?», preguntó don Pedro. Iba volviendo en sí poco a poco. «Perdone que le diga, pero lo que me da risa es su aspecto. Ya me contará cuando se mire en el espejo».

Se frotó una y otra vez el cuerpo con jabón, se sumergió una y otra vez en el agua. Al salir del riachuelo se sintió completamente renovado, y echó a andar hacia la casa casi desnudo. Se detuvo después de dar unos pasos: por primera vez desde hacía mucho tiempo, por primera vez desde que habían intentado darle muerte, sus oídos estaban abiertos. Podía oír el rumor del viento sur entre el follaje del bosque, y acompañando al rumor, salpicándolo, el canto de los sapos. Win-ni-peg-win-ni-peg-win-ni-peg, repetían una vez más, pero con brío, con ganas. La vida era hermosa, sin duda.

Juan le arregló la barba y le cortó el pelo con unas tijeras de su hermana. Luego le pidió las ropas que llevaba puestas «para quemarlas cuanto antes», y le dio en su lugar otras de faena, propias de un campesino. «Lo que más pena me da es el sombrero», dijo don Pedro. «A un boyero le va más una boina vieja. Pero no se preocupe. Lo dejaré en el escondrijo como recuerdo —respondió Juan. Cambió de expresión y añadió—: Ha llegado el momento de ponerse delante del espejo, don Pedro. Ya hay luz suficiente». Era el amanecer.

No se reconoció. En el espejo vio un hombre de rostro fatigado y barba blanca, ni gordo ni flaco, que aparentaba más años que él. «Las patrullas buscan a un hombre gordo y bien vestido. Pero tal hombre no existe ya», dijo Juan sonriente. Él siguió mirándose en el espejo, intentando asimilar lo que veía. «Ahora entiendo lo de las manzanas y lo de las zanahorias. Ha estado muy bien pensado. Pero eres un hombre sin piedad. Una excepción no me habría hecho engordar». Examinó otra vez al viejo que tenía delante. «¿Tenéis báscula en casa?», preguntó. «Hay una de las antiguas al lado de la cuadra. Creo que todavía funciona».

Conoció su nuevo peso mientras Juan preparaba más sopas de maíz: 94 kilos. El mismo que cuando era joven, casi veinte kilos menos que cuando le sacaron del hotel. «¿Dónde está mi libreta?», preguntó a Juan mientras desayunaba. «La he quemado junto con la ropa. Ya sabe, usted es ahora mi tío…, mi tío Manuel. Y mi tío Manuel no es capaz de escribir una sola letra. No ha hecho otra cosa más que cuidar ganado durante toda su vida». «Insisto en que vas a hacer mucho dinero en América. Eres muy listo. Siento lo de la libreta. Me habría gustado saber cuántas manzanas y zanahorias he comido durante el tiempo que he estado en ese agujero». Juan señaló el reloj de la pared. Eran las siete. Hora de agrupar las vacas y emprender la marcha.

Mientras iban de camino, don Pedro distinguió unas manchas rojas en el bosque. Se acercaba el otoño. Pensó que se quedaría en Francia hasta el fin del invierno, y que en primavera regresaría a América. Iba tranquilo, con el convencimiento de que su plan tendría éxito.

Tuvo un último susto: una patrulla les dio el alto al abandonar las inmediaciones de Obaba, y se encontró cara a cara con el soldado que tenía un tío en Vancouver. «¡Ay, abuelo! ¡Qué a sus años todavía tenga que seguir trabajando!», le dijo el joven. Él hizo un gesto de resignación, y siguió adelante con una sonrisa en los labios.