Lino Novás Calvo: El tanque de Iturri
LINO NOVÁS CALVO
EL TANQUE DE ITURRI
Los tres compañeros eran campesinos, de diferentes regiones. No habían visto un tanque antes de la guerra. Empezaron por la infantería y formaban una escuadra que llamaron de Los Copados, porque lo estuvieron en el repliegue del Este. Al jefe de la brigada le pidieron, después de Lérida, algunos hombres seguros, para los tanques. Se le pedía hombres, seguros, nada más. Se desprendió de ellos de mala gana. La escuela los hizo tanquistas.
Muchos hombres se vuelven locos en los tanques. Nadie ha contado lo que es ir en un tanque en medio del fuego, respirando los gases; tirando sin cesar. Se requiere nervios bien atados y cabeza firme para ir en un tanque. Ellos los tenían. Eran fuertes, musculosos, con un andar de toro grande. Iturri era el conductor. Los otros dos tenían el pelo pajizo y una mirada fría y de frente.
Antes del Ebro le dieron el carro más potente de la unidad —un monstruoso nudo de hierro todavía por estrenar en ninguna batalla. Luego, coronadas Pàndols y Cavalls, cuando se hizo aquella breve calma, se contaban las hazañas de los Copados—. Sus nombres figuraban en canciones, galopando en su caballo de hierro detrás de los fascistas.
En la resistencia subían a las líneas con su carro. No había obstáculos que allanar, pero infundían ánimo y daban seguridad a la infantería. Metían el monstruo en profundidad y se estaban tirando con todo el fuego y la rapidez de su cañón y sus ametralladoras. Luego regresaban a su base por los vértices batidos, en medio del humo y el polvo, entre surtidores de espanto de la artillería, chamuscados y rebozados de pólvora. Entonces se echaban a respirar, boca arriba, mirando al cielo, viendo pasar a los aviones.
Pero a veces había también que atacar. Se resistía atacando. Aquella noche todos los tanques estaban en juego. Los Copados volvían a su base, después de diez horas de combate, cuando del sector de Corbera pidieron un carro. Ellos se ofrecieron voluntarios. Les vimos atravesar, de sobremañana, venta de Camposines sobre una tierra que parecía reventar por todas sus grietas. Nadie más los vio por de pronto. Quizás hubiesen ido demasiado adelante, en busca de un adversario que avanzaba en hoz, por los flancos, cerrando la herradura en torno a una cota.
Los Copados lo estaban otra vez, pero el enemigo no los vio. Al saberse perdidos, Iturri lanzó el carro a una grieta de roca, entre la maleza, próxima a la carretera. Por esta pasaban las tanquetas italianas y los camiones de municiones. El tanque quedó de lado, enfilando el paso con su cañón. Pero les quedaban pocas municiones, y ninguna posibilidad de regresar a su base. Tendrían que cruzar la línea enemiga entre los antitanques. Alobras y Ortega salieron de exploración y regresaron con un silencio sombrío en el rostro. Iturri los miró también en el silencio; no tenía nada que preguntarles: todo estaba escrito en sus ojos.
Los tres se sentaron junto al carro. Este empezaba a enfriarse. Al venir la noche los dos salieron de nuevo, a coger uvas. Iturri no se movió ni quiso comer. Sentado en el suelo, con la cabeza inclinada, miraba correr un hilo de agua que manaba de alguna fuente más arriba, y que traía filamentos de sangre. No recordaba cuántos días llevaban luchando, sin salir del tanque más que para dormir. Sus compañeros le oyeron decir, como si hablara consigo mismo: «Millones de disparos; más que soldados tiene toda España».
Los rubios se cambiaron miradas temerosas. En algún sitio habían leído que los gases y estampidos de los tanques suelen volver locos a los hombres. Esta noción los puso de sobresalto. Empezaron a mirarse unos a otros, y a prestar atención a sus palabras. Iturri se portaba de un modo algo extraño. Era raro que, a diferencia de cuando habían estado copados en Balaguer, no se le ocurriera ninguna iniciativa para salir. No salía apenas de la cueva, comía las uvas mecánicamente, con la vista en blanco, como si mirara hacia dentro, con los ojos muy abiertos, a algún pensamiento sombrío.
La noche siguiente salieron de nuevo Ortega y Alobras a buscar comida. Llegaron hasta un depósito de intendencia y regresaron con un saco de lotes. Hacía luna, y venían siguiendo la sombra de los árboles, por el monte. Pasaban fuerzas de relevo y camiones de municiones por la carretera. Arriba, en las crestas se había hecho una calma momentánea. Alobras dijo: «Cuando vuelvan a atacar nos pasaremos, aprovechando la confusión; en tanto, es imposible». Se detuvieron en medio del camino. Ortega miró a la frente amarilla de su compañero y dijo: «Oye, Iturri está un poco extraño, ¿verdad?». El otro asintió simplemente con la cabeza. Ninguno se atrevía a pronunciar la palabra locura, como si fuera una enfermedad terrible, una lepra, que todos llevaran dentro. No se atrevían siquiera a parar en ella el pensamiento. Sin embargo, la idea rondaba sus cerebros. Ortega recordaba ahora aquella frase leída, en toda su extensión: «Se da un promedio bastante elevado de locura entre los tanquistas. Los gases…». Puede que lo hubiese leído en alguna revista científica que accidentalmente cayó en sus manos.
Quizás el único que no había leído nada de esto era Iturri. No sabía apenas leer. Los tanquistas se guardaban mucho de pronunciar esta frase entre sí. Sin embargo, a la cena dijo el conductor: «Qué será ahora de los otros camaradas. Uno de los carros no llevaba más que dos hombres. Al otro le dio un ataque de risa cuando iba a montar…».
Ortega y Alobras se volvieron de espaldas a él y se quedaron callados, sentados en el suelo, mirando a la luna. Todo a lo largo de la sierra se oían, continuadas, las explosiones de dinamita. El enemigo fortifica, pensaron. No piensa atacar por ahora. En este frente, está batido cada metro de terreno. Han traído aquí prisioneros de los campos de concentración y temen que se pasen. No podremos pasar mientras no empiece de nuevo el combate.
Habían abandonado el tanque. Dentro de él, Alobras era el jefe. Aquí todos eran iguales. Al principio no pelearon unos con otros. Ahora, tampoco, salvo que Iturri permanecía solitario y taciturno. Ni una sola vez se había ofrecido a ir por comida. Todo parecía darle igual, y se pasaba horas sentado junto a aquel hilo de agua, que ya no traía sangre. Ortega parecía el más despierto, siempre moviéndose, explorando y trayendo alguna noticia. Él era también el que traía siempre el agua, pues descubrió que la del manantial más próximo pasaba, arriba, por entre las costillas de un mulo podrido y al borde de unas tumbas. Las ramas que cubrían el tanque parecían haberse encariñado en él; Alobras dijo una noche:
—Debe de hacer mucho tiempo que estamos así; han nacido tallos de maíz en los discos y las enredaderas se meten como culebras por entre los panales.
Estaban en un breve raso, a pocos metros del tanque. La luna caía a plomo sobre sus cabezas desgreñadas. El mismo Iturri se volvió de sobresalto hacia su compañero y le miró con espanto a los ojos. Alobras tenía la vista fija en la línea parda del horizonte enemigo. Todo en derredor eran horizontes enemigos. El sargento hablaba a intervalos, con una voz sonámbula, la boca entreabierta sin mover apenas los labios; la voz parecía salir un fondo hueco, como si alguien hablara dentro de él. Añadió:
—Con este calor todo crece y se agosta rápidamente, y las enredaderas se extienden como serpientes.
Ortega se levantó, sacudiéndose la cabeza. Iturri le siguió ahora algunos pasos. Se detuvieron y se miraron en silencio, sin atreverse ninguno de ellos a pronunciar el pensamiento que flotaba en sus cabezas. Por fin dijo Ortega:
—No hace tanto tiempo que estamos aquí. Una semana todo lo más. Quizá menos. ¿Recuerdas tú? —levanta la mirada hacia el cielo—. La luna no ha disminuido nada. Está llena como el primer día.
Iturri asintió:
—No hace más de cuatro días. Pero estamos cerrados, como en el casco de un molino abandonado rodeado de…
No se atrevió a seguir. La palabra serpientes se había presentado de pronto a su imaginación. Ortega sacudió de nuevo la cabeza y comenzó a moverse nerviosamente. Iturri le seguía, con una persistencia extraña. Evidentemente no quería quedarse solo ahora. Es en la soledad donde nacen esos pensamientos desvariados. Sobre todo, no quería quedar solo con Alobras. Tropezaron con él, sentado en el mismo sitio, cuando pensaban alejarse. Ortega advirtió:
—Estamos atontados. No se puede andar así sin saber dónde se está. Un día nos van a ver.
Alobras se mantuvo al sol durante todo el día siguiente. A la noche rompió de nuevo a hablar:
—He estado pensando. Esto no puede seguir así. Estamos perdiendo el tiempo miserablemente. Todos los demás están ya arriba. Vino el coronel y se metió en el blindado de Caimito, el negro. ¡Ja, ja! Corría como un galgo detrás de las liebres. ¡Ja, ja! Como liebres corrían las tanquetas italianas, y el coronel detrás de ellas con el blindado de Caimito… ¡Ja, ja!
Ortega e Iturri dieron un bote hacia atrás. Instintivamente, hicieron un movimiento simultáneo de defensa, como si la locura de su compañero fuera un enemigo que brotara súbitamente de alguna madriguera. Alobras giró en redondo, dando carcajadas y comenzó a correr por el sendero que asciende a la posición más cercana. Lo vieron subir, riendo y braceando, a saltos. Siguieron su sombra hasta perderse a la vuelta de un saliente de roca. Hasta las trincheras habría quince minutos de subida. Los dos esperaron, callados, sus venas a punto de estallar. La última carcajada de Alobras quedó resonando en sus oídos. Ninguno se movió. Ninguno oyó más nada.
—Se volvió loco —dijo Ortega al otro día—. Loco. Pero los locos hablan y tienen momentos de lucidez. Por él nos van a descubrir. ¿Qué hacemos?
Iturri volvió a caer en una especie de abatimiento, como trozo de roca desprendido, que se va hundiendo lentamente en la tierra. Contestó con un movimiento de hombros a su compañero y permaneció callado, mirando a la tierra. A la tarde, cuando Ortega volvió de su furtiva exploración diurna, Iturri le oyó decir, como si hablara con otro personaje: «No hay nada que hacer. Hay una guardia cada diez metros». Y más tarde, mientras cenaban: «Pudiera uno entregarse, pero yo no me fío. En Pàndols vi yo cómo los moros remataban a los prisioneros».
Ortega tenía la mente despejada, pero ahora se hallaba demasiado solo. Iturri replicaba con monosílabos, y cuando se le hacía una pregunta se limitaba a un gesto de incertidumbre. Aquella noche y la siguiente volvió Ortega a explorar el terreno, acercándose más a las líneas. La calma parecía a punto de estallar otra vez. El enemigo allegaba material de retaguardia. Pero nadie podía saber cuánto tardaría en comenzar el combate. Por otro lado, urgía hacer algo. Ortega se topó varias veces con patrullas de exploración que batían en terreno. Pensaron que Alobras les habría dado alguna indicación; había que hacer algo.
Iturri dormía sólo a sorbos. Se echaba en el suelo, con la cabeza envuelta en su chaqueta de cuero. Despertaba, sobresaltado, miraba en derredor y volvía a echarse. Esta noche extrañó la ausencia de Ortega. Puede que fuese aún temprano. Sin embargo, la luna se había puesto, y se notaba un fresquecillo de madrugada. Se levantó y miró en los alrededores. Se asomó al tanque y trató de escudriñar en su oscuro interior. De nuevo volvió a su mente el recuerdo de Alobras, y las «enredaderas que se retorcían como serpientes por entre los panales del tanque». Desde luego, a él no le atormentaba la idea general respecto a la propensión de los tanquistas a la locura. Sólo había visto que Alobras se había vuelto loco, pero no supuso que fuese la causa el haber luchado mucho dentro de los tanques; podía haber cualquier otra causa.
Pero a Ortega no le podía haber pasado nada igual. Era el más despierto y de pensamiento más sano, quizá por ser el menos imaginativo. No había más que una explicación: había logrado pasar las líneas o le habían echado mano al pasar. Tal vez le hubiesen dado muerte. Se esforzó en recordar si había sentido algún disparo suelto durante la noche, pero la realidad exterior se confundía con la pesadilla. Tampoco de lo que soñaba recordaba nada, sólo sabía que le dejaba una pesadez y una amargura profundas. A veces tenía que dejar pasar un rato para darse exacta cuenta de dónde estaba.
Ortega no volvió. Iturri fue comiendo los pocos víveres que le había dejado. Debieron de pasar tres días. Al final, Iturri se aventuró a salir de noche a un viñedo. Tropezó con una patrulla y echó vientre a tierra. Sintió que también otros venían a coger uvas, y permaneció así durante más de una hora. Cuando ya no sintió nada, halló, al incorporarse, que había perdido la noción de dónde quedaba su escondrijo. No sabía si era al norte o al sur. Llevaba, por toda arma, un hacha pequeña a la cintura. Recordaba que para llegar al viñedo había invertido más de media hora a buen paso. Pero ahora se encontraba en otra depresión del terreno, entre cotas que nadie parecía ocupar.
El día siguiente se lo pasó en medio de un zarzal. Un rumor serpenteante, entre las ramas le puso de sobresalto. Volvió a pensar en Alobras. Para sacudirse los pensamientos echó a andar vivamente, en la dirección que, no sabía por qué, le parecía ser la del tanque. Anochecía cuando llegó junto al costillar del mulo muerto, y respiró con la alegría del marinero de vela que siente tras una calma soplar el viento. Se detuvo mirando al agua que corría al margen de unos montones de tierra, seguramente las tumbas de que había hablado Ortega. En ese momento apareció, por una vereda que salía de la espesura, una figura extraña. Iturri sacudió la cabeza, como para librarse de una pesadilla. El otro se detuvo algunos segundos y apretó el paso, derecho hacia él. ¡Era imposible creerlo! Era Alobras, con una cabeza de cerdo al hombro, cogida de una oreja, y un fusil con bayoneta calada en la mano. Desgreñado, con la barba crecida, tenía una expresión salvaje y terrible. Y marchaba hacia él, emitiendo unos sonidos de animal carnicero, la bayoneta horizontal a la altura de la cadera…
No tuvo tiempo Iturri más que de ladearse. La bayoneta pasó rozando su vientre, y Alobras fue a dar de cabeza contra el suelo. Pero se incorporó enseguida, soltando la cabeza de puerco y arremetiendo con furia contra su antiguo camarada. De nuevo Iturri esquivó el golpe, que el loco intentó repetir, con una furia creciente. Iturri se vio acorralado contra un gran pedrejón que asomaba sobre el corte de roca. Echó, instintivamente, mano a su hacha. Alobras arremetió apuntando a su garganta. Iturri se agachó, y cuando el otro fue a dar contra la piedra, se dispuso a descargar el hacha sobre él. Pero ya no era necesario. La cabeza de Alobras chocó contra un cuchillo de pedernal, y todo su cuerpo fornido se desplomó sobre su arma.
Fue lo último que Iturri vio de él. Lo recordaba luego así, de bruces, con el fusil atravesado bajo el vientre, como un animal moribundo. Probablemente no estaba muerto. Iturri huyó espantado, y se metió en el tanque, como si buscara dentro de aquella coraza la protección contra los aires maléficos de fuera. Era la primera vez que entraba en su carro desde el copo. Allí no había nada, salvo los proyectiles en los panales, los discos en las máquinas, y los cascos de cuero de los tres. Examinó aquellos cascos reflexivamente, como si fueran vasos de unos cerebros que el tiempo había pulverizado.
Pensamientos extraños comenzaron a agitarse en su cabeza. Nunca los había tenido así. Le flotaban en la imaginación, le deshacían el sueño. En todo el día y en toda la noche no salió del tanque. Por la compuerta abarcaba una franja de terreno a lo largo de la carretera. Las manos se le fueron por sí solas a las palancas de mando y, oprimiendo el botón de arranque, advirtió que el motor se ponía en marcha. Sintió alegría. Una alegría extraña, como si de golpe se hallara transportado a otra realidad. Desaparecieron de momento las elucubraciones de su cabeza; pero luego volvió a caer en una especie de hoyo profundo, mientras su cabeza flotaba demasiado arriba. Todavía pasó otra noche fuera del tanque; el recuerdo de Alobras volvió a atormentarle y sintió temor de mirar en la dirección en que lo había dejado.
Asomó de nuevo al tanque. El aire se había llenado, de sobremañana, de una actividad intensa y rumorosa. Pasaban soldados de a pie azotando la carretera, y trepidaban motores en varias direcciones. Aquella actividad pareció sacarle a él también de su abatimiento. Entró de nuevo al carro y puso el motor en marcha. Alguien se había acercado a su ruido. Se oían voces. Iturri dejó el motor en ralentí y escuchó. Entonces rio. Rio como Alobras había reído, con la misma carcajada, que ninguno de sus compañeros podía ahora oír.
—Salió como un proyectil —nos refirió el evadido—. Yo era de la patrulla. Sentimos el motor y nos extrañó. Luego calló el motor y oímos aquella carcajada. No hubo tiempo de más. Un minuto después lo vimos gatear hacia la carretera, roncando como un trimotor, y con un matraqueo como de mil cadenas de condenados. Los italianos venían entrando en la curva más próxima, cantando ópera. Venían como siempre, como si todo fuera llano ante ellos. El tanque les salió al encuentro al mismo borde de la curva y los abrió en dos partes; así mismo, como un arado que abre una tierra. Algunos no tuvieron tiempo de apartarse y la mole les pasó por encima. Yo me imagino a aquel loco dando carcajadas como la que habíamos oído, al tiempo que se abría paso entre los italianos. ¡No pueden ustedes figurarse lo que aquello fue! La confusión, el espanto…
—Le seguimos —continuó el evadido—, a galope, pero ya se había perdido. Iba por lo menos a cincuenta por hora. Alguien debió de telefonear a la Comandancia, porque en el primer cruce de carretera había ya dos tanquetas que iban en su persecución. Pero nadie podía adivinar el rumbo que había tomado. No siguió por la carretera, desde luego. Se salió de ella y se disparó por la parte más escarpada de la cota. Nadie podía suponerlo, y todavía me pregunto yo cómo ha podido trepar por allí. Me lo imagino trepando, de forma completamente vertical, a punto de dar la vuelta de campana. El caso es que lo hizo y que llegó arriba, desde donde se descolgó hacia la base de las tanquetas. Digo que se descolgó porque no parece posible hacerlo de otro modo en tan poco tiempo.
El evadido se detuvo un instante, sonriendo, regodeándose en lo que iba a decir:
—Había allí unas veinte de esas cucarachas italianas. Las tenían preparadas para lanzarlas al ataque al amanecer. Debían estar ya dentro los conductores, porque yo advertí que por el Este comenzaba a mudar el ciclo de color. Me figuro a los macarronis dando gritos, como gallinero en el que se zambulle de golpe un gavilán. El monstruo irrumpió entre ellas como… como eso: un verdadero monstruo, lleno de furia y ruido. Las veinte se abrieron como los infantes en la carretera, y él siguió, me figuro que dando carcajadas. Las tanquetas se desparramaron por el campo, y algunas emprendieron la fuga carretera arriba. Cuando llegamos allí, no habían vuelto de su terror. Decían que los tanques rojos se habían metido hasta la base y que avanzaban en todas direcciones. Decían haber visto por lo menos treinta, grandes como casas.
El evadido rio:
—Esa gente es así, ¿comprenden? Todo lo agrandan y multiplican… Aquello fue, con todo, como un aviso de Dios. Fue el tanque de Iturri el que dio ese aviso. Si no, hubieran atacado fuerte aquella mañana. Yo me alegraré de que un día recobre la razón; él podrá constarles a ustedes cómo subía por aquella pendiente, y cómo pudo traspasar las líneas, y llegar aquí a salvo… Si es que se acuerda…