Xosé Luís Méndez Ferrín: Ellos
XOSÉ LUÍS MÉNDEZ FERRÍN
ELLOS
Nos acomodamos cada cual en su sitio y Fernando, sentado al volante, le reguló el avance al encendido. Arrancamos de inmediato a través de una niebla fría que la luz del alba ponía como leche. Graznaban pesadas aves por los brezales e íbamos despacio en el Ford crema de Fernando Salgueiro, nosotros cuatro deslizándonos por las revueltas que descienden desde el Alto do Furriolo hacia Veiga y Verea.
Reposábamos el fusil entre las piernas, menos Fernando, que había dejado su pistola ametralladora sobre uno de los trasportines de atrás como quien deja una caja de bombones que lleva de regalo a alguna señora distinguida.
Siempre bebíamos coñac antes y después de este tipo de acciones.
El Conserje sacó una garrafa de Tres Cepas de debajo del capote. Fernando dijo no con la cabeza y acarició con dos dedos el fino bigote oscuro. Bebimos los demás. El Conserje eructó.
—¡Te prestó! —comentó el Caballero.
El Caballero tenía los ojos abultados, con el párpado bajo, muy caído, y, bien a la vista, una franja escarlata. Cuando miraba de lado, me parecía a mí que lo iban a lastimar tales esfuerzos. El Caballero miraba hacia el Conserje, que iba a su lado.
—Ahora llevamos al Conserje a casa —dijo Fernando en un susurro, como si estuviese abstraído.
Siempre me pareció que Fernando Salgueiro debía de tener algo de raza filipina. En aquel instante le brillaba la piel marrón, como si sudase; tenía granitos en la frente estrecha.
—Llevamos al Conserje a casa para que gallee esta noche a su mujer —añadió Fernando, que se pasaba ahora la mano por la mejilla, como queriendo certificar su casi ausencia de barba.
El Conserje tenía cabeza grande, barba negra de días y un bigote triangular que le daba aspecto radical o marroquí. Abrió mucho la boca y se rio mostrando las encías y los dientes, como cubiertos estos de un cierto liquen verdoso. Pero enseguida agachó la cabeza de marrano y rozó con la frente el cañón del Mauser. Yo iba en el asiento delantero y, mirándolo desde allí, el Conserje se me antojó la imagen misma de la desolación. Dijo:
—¡Pues sí que está mi mujer para dejarme hacer!
Yo conocía a Fernando desde que los dos éramos niños.
—Bueno, bueno —dijo, y yo supe enseguida que él estaba barruntando, o sea buscando, el modo de reírse del Conserje.
Nos criamos juntos, Fernando Salgueiro y yo. Un día que fuimos de merienda al río, a Vilaza, echó tierra y un mirlo muerto en la paella que habían hecho las de Toubes para el grupo, con todo el cariño. ¡Ellas, que acababan de dar vacaciones en las monjas de Chaves y que estaban tan contentas por reunirse de nuevo con la pandilla en la que todos éramos como hermanos, allí en Verín!
Le teníamos miedo a Fernando Salgueiro. Siempre hacía su capricho. Siempre nos gobernó.
—Podemos ir a desayunar a Bande —sugirió de pronto el Caballero.
Fernando inició una sonrisa, sin separar los labios. El Caballero tenía fama de comilón y yo consideré sus tocinos abultados bajo la guerrera, rebosando por encima del cinturón y de la chapa con el escudo de España. Los tocinos, sometidos por el correaje que le cruzaba el pecho. La cruz roja de Caballero de Santiago se encogía, casi desaparecía, bajo la teta izquierda. Era más viejo que nosotros, el Caballero.
—Siempre lo hacemos, ¿eh? —le supliqué yo, muy manso, a Fernando Salgueiro.
La carretera de macadán estaba abierta en cien lugares, con profundos baches. Una polvareda rojiza se levantaba al paso del coche. Subimos al Alto do Vieiro, y se fue la niebla. Miré por el lado de la derecha y vi las parameras sin fin, el desierto yermo que, por Outeiro de Égoas, transita a las brañas de los pastores que caen ya en Portugal. El pico que se divisaba lejos había de ser el Penagache.
Fernando detuvo el coche y echó el freno de mano. Muy serio, abrió la cazadora de cuero y, del bolsillo de la camisa azul, sacó un paquete de tabaco. Con un gesto automático, hizo que se evidenciasen, en diversos niveles de longitud, algunos cigarrillos. Nos ofreció y sólo yo acepté su convite. Fernando Salgueiro siempre fuma Chester. Encendimos con su Ronson de oro.
Después salimos del Ford haciendo, a propósito, gran estrépito de puertas, de voces agrias y joviales, y de escupitajos. Acomodamos las pistolas en nuestros cinturones. Ajustamos los gorros en las cabezas, de lado y hacia adelante, para notar el baile alegre del pompón cuartelero, tan entrañablemente español. Colgamos el arma larga. Nos miramos y deseamos ser vistos y admirados por la población de Bande, que parecía ausente de la calle a las nueve de la mañana.
El Caballero de Santiago deslucía con su uniforme caqui y los leggings estrechándole el tobillo grueso. Parecía el Caballero un milite de cucharón de los del tiempo de Primo de Rivera, y eso que era médico en Cualedro. El Conserje iba enfundado en un mono enterizo, con correaje y cartucheras por fuera, desabrochado por delante para mostrar la camisa azul, y, recogido hacia la espalda, el capote sin cuerpo. Dejé yo el chaquetón en el coche porque luciesen bien el yugo y las flechas en el pecho de mi guerrera y arrojé, haciendo juego con el índice y el pulgar, la colilla del Chester por los aires, en limpia trayectoria de artillería. Con bota de montar de dos reflejos, breeches, cazadora de cuero negro y la pistola ametralladora pendiente del hombro, parecía infinitamente más alto de lo que en realidad era, el querido Fernando Salgueiro.
Algunas ventanas se cerraron; de los balcones de Bande desaparecieron figuras que, vagamente, habían sido vistas tendiendo, si acaso, alguna prenda. Al doblar una esquina, se tropezó con nuestra escuadra un hombre de unos cuarenta años, chaqueta y pantalón de pana, botón de luto en la camisa a rayas, pequeña boina ladeada. Palideció; le noté en los ojos un miedo infinito; se retiró al medio de la calle, evidenciando, en la rapidez de sus pasos, un total sometimiento a nosotros. Irguió un brazo veloz:
—¡Arriba España! —dijo con voz humilde y sorda.
—¡No hemos oído bien! ¡No hemos oído bien! —le ladró enérgico Fernando Salguero, mientras le ponía su peor cara de fiera.
—¡Arriba España! ¡Arriba España! —gritó entonces el hombre con una voz clueca que deformaba el terror.
Nos miramos y nos echamos a reír, prosiguiendo nuestro camino hasta la fonda.
Ciertamente, los camaradas acostumbrábamos a meter algo en la boca después de haber hecho limpieza al alba.
Algunos de Verín habíamos salido aquel día a O Furriolo, en el Ford crema de Fernando. Quiso venir con nosotros el Caballero, que vive en Cualedro. Antes de rayar el sol, los de Celanova sacaron del Convento a seis, y nos los subieron a O Furriolo, en la camioneta requisada a la familia de Celso de Poulo, después de él mismo ser muerto por nosotros en los primeros días. Allí los paseamos a los seis, en la zanja de O Furriolo.
Nos recibió muy alegre el dueño de la fonda.
—¡Vivan los Camisas Viejas! —exclamó riendo.
—¡Calla, necio! —le cortó Fernando.
—¿Voy a dar aviso?
—¡Ni mu! Hoy andamos de incógnito…
La Falange de Verín se la tenía jurada a las malas bestias del ferrocarril. Allí donde llegaron las obras, había prendido la ponzoña. Aquel amanecer nos trajeron un buen regalo los camaradas de Celanova. Cuatro sindicalistas de Vilar de Barrio, un directivo de la Sociedad de Corrichouso y el bizco sevillano que había sido la mano derecha del alcalde marxista de A Gudiña (¡Dios lo tenga en el infierno!).
Tomamos unas copas de licor-café mientas esperábamos por el desayuno.
Porque los de Verín —el Fernando, el Otero, el Pazos, el Pepe Taboada— éramos de antes del Alzamiento. Cuando nos llamó Camisas Viejas el fondista, me pareció que iba a estallarme el corazón. Eso éramos, a no ser el Caballero. Y nuestras familias habían padecido en Verín el ultraje y el escarnio. Todos pagaron o iban a pagar con la muerte, los marxistas. Fernando odiaba especialmente a los del destajo del ferrocarril Zamora-Coruña; a los sindicados de las obras.
—¡Qué gentuza! —dijo Fernando con un frunce del morro, recordando los fusilamientos de aquella misma mañana, mientras se metía un trago de licor-café—. El de Corrichouso lloró como una maricona. Los demás se hicieron los valientes, pero se les veía el miedo en la mirada.
—Y en la boca —dijo el Conserje—. ¿Usted no les nota a los rojos el miedo en la boca, don Fernando? ¿No se lo nota? Yo enseguida se lo advierto.
Fernando empezaba a pasarlo bien.
—Creo que tu mujer no quiere farra contigo, Conserje.
Fernando era un diablo para tirarle de la lengua a los palurdos.
—¿Qué pasa, hombre? Cuenta aquí, que somos personas de confianza. Vamos, hombre.
—Está muy melancólica, don Fernando. ¡Un disgusto me la come!
Sobre el mantel de hule a cuadritos amarillentos y agujereados, aquí y allá, por brasas de farias y de mataquintos fumados allí por fumadores de mil ferias del trece y del veintiocho, el huésped fue poniendo los platos, los vasos, la redoma del vino tinto, una hogaza de pan de trigo.
—¡Para mí en piedra! —exigió el Caballero.
Diligente, el fondista le cambió el vaso de cristal irrompible por una jarra blanca de cuartillo.
—¡Vaya con el Conserje! —dijo como para sí Fernando mientras le daba vueltas al vaso.
El tresillo de Fernando chocaba, intencionadamente, contra los gruesos bordes del cristal, rasgaba el silencio súbito que se había suscitado. Y el Conserje habló. Su mujer estaba triste. Todos lo estaban en casa, allá en Gustimeaus. Tenían un dolor, ellos. El hijo de siete años estaba enfermo, blanco como la esperma. Le ardía la cara. Lo consumía una plaga de piojos que nadie conseguía ahuyentar, ni con baños ni con mudas continuas, ni con afeitarle la cabeza.
—¿Piojos? ¿Piojos?
—Piojos, don Fernando, por la ley que yo le tengo a usted y que ya le tenía mi padre a su padre, como criado que bien lo sirviera. Piojos de la cabeza y de aquellos mayores que trabajan en la ropa. Ladillas no tiene porque aún no ha encañado en las ingles, mi pequeño.
El de la fonda mandó el desayuno de tenedor por su mujer. Dos platos grandes y redondos; uno con patatas cocidas, otro con huevos y los chorizos fritos, con aquel aceite por encima; y todo espolvoreado de pimentón picante. En otro plato más pequeño venía el jamón en tacos.
Nos servimos. Primero el Caballero, por deferencia de Fernando. Después yo. Al Conserje hubo que insistirle.
En la pared ahumada del comedor había láminas con paisajes de lagos y montañas nevadas. A un lado, una mampara, con el alto de cristales azules y encarnados, separaba la cocina. El Conserje iba con la vista distraída de los cuadros a los cristales y de los cristales a los cuadros, mientras aplastaba patata contra huevo con el cubierto. Olía a lejía, pues era de mañana.
El Caballero dijo con la boca roja de chorizo de lomo:
—Conserje, si quieres yo le puedo echar un vistazo al pequeño.
—No es cosa de médicos. Ya lo traje a don Ildefonso Santalices, aquí a Bande. Don Pepe Barros me lo fue a ver a casa desde Lobeira. Gracias así y todo, señorito. ¡Dios se lo pague!
Pedimos más vino.
—Mira, Conserje.
Lo conozco bien, yo, al Fernando. Cuando le oigo decir así, con ese tono, «mira», ya sé que algo maquina, y me pongo a temblar. Le conozco las vueltas, a mi amigo. Es bárbaro.
—Escucha, hombre.
Y prosiguió Fernando, enseñando los dientecitos minúsculos en una sonrisa astuta que presagiaba burlas, en voz baja:
—¿Y no será que alguien os tiene envidia, en la aldea, a ti y a tu pendanga?
Se incorporó el Conserje y tiró la silla hacia atrás. Habló recorriéndonos a todos con la vista; ahora no como antes, que sólo hablaba para Fernando.
—No lo quería decir, pero es cierto que una vecina nos tiene envidia. Desde luego, señores. Una vez fue a pedirle a mi mujer un poco de vino, porque le venía el hijo que andaba en la obra y no tenía qué darle para mediodía…
Noté que Fernando se ponía tenso como las gomas de un tirachinas antes de lanzar el proyectil.
—¿En el ferrocarril? ¿Un hijo en el ferrocarril? ¿Tiene un hijo en la vía, esa? —disparó al fin.
—Sí, señor, lo tiene. Ahora anda escondido, huido. Era de los de la CNT. ¡Hijo de bruja que ya era hija de bruja!
—¡Renegado sea el Demonio! —gritó en broma el Caballero, riéndose a carcajadas con estremecimientos sísmicos de la papada—. ¡Meigas fuera!
Fernando Salgueiro puede dejarte frío sólo con un gesto imperioso de su mano, con un frunce de entrecejo, con una mueca seca. No es preciso que, en un arranque de cólera, le meta a uno el cañón de la automática en el vientre para dar una orden —que también sabe hacerlo—. Con el Caballero sólo fue suficiente un sonreír y un dedo índice levantado en dudoso signo de reconvención.
Compungido y enlazando y desenlazando los dedos, prosiguió el Conserje:
—Ya nos tenía envidia, la bruja, por el asunto de mi trabajo en el Balneario, abajo. Cuando fue a pedirle la jarra de vino a mi mujer, ella no se lo dio. Ya estaba cansada de ayudarla a cada poco. «Otro día. Dios te ampare», le dijo, creo. En cuanto a la vecina, aún bien no había salido por la puerta hacia afuera cuando el pequeño empezó a quejarse y a vomitar (dispensando). No tardó en venir la miseria. Ella le echó el mal de ojo. La piojera.
Pedimos más vino, en Bande.
Un reloj redondo, con nacarados alrededor de la esfera, dio las once. Lo rojo se notó más en los ojos del Caballero. Fernando dobló la cabeza, como meditando, y la luz matinal le ponía idénticos reflejos a los de las botas en el cabello planchado con fijador, abierto en finas grietas. El Conserje cerró los ojos y una mosca se posó en su bigote triangular. Me toqué la mejilla. A todos nos había crecido la barba. El jamón venía de As Coriscadas, aldea de todo el año en Castro Laboreiro.
—Vamos a verle la facha a esa bruja —dispuso Fernando al arrancar el coche, tras tres vueltas de manivela enérgicamente ejecutadas por el Conserje.
—Es una mujer pobre —iba comentando el Conserje por el camino—, por eso nos tiene envidia y nos echó el mal de ojo.
Esta vez el Caballero, muy prudentemente, se limitó a modificar el hocico con una especie de sonrisa.
Fernando, de repente, se puso muy contento. Sacó varios cigarrillos del paquete, con una sola mano, en el tiempo que tardamos en llegar a Gustimeaus. Echaba el humo por la nariz y sonreía de medio lado, al estilo cinematográfico. Yo sabía que preparaba una fiesta.
Subimos, en vueltas y revueltas, un portillo muy alto. Me zumbaban los oídos. Al empezar el descenso, divisamos en la sombra un pequeño valle, feo, con prados enmarcados por muros bajos y un riachuelo sin vegetación en los márgenes. Acá y allá, casas, cuadras y hórreos cubiertos de colmo.
—Gustimeaus —anunció el Conserje.
La casa de la mujer era la más desviada y próxima a la carretera de macadán. Le humeaba el techo. El coche consiguió llegar a una especie de era ruin que la casa tenía delante.
Fernando echó la cara hacia atrás y mostró los dientes de comadreja.
—Ve a decirle que libre al niño del mal de ojo —le ordenó al Conserje con un matiz de soberbia.
—Traed la herramienta —nos ordenó a todos Fernando.
Echamos pie a tierra.
—Venga, Conserje —insistía Fernando—. Venga, muévete.
Vi entonces cómo el Conserje se ponía macilento como cera. Abrió algo la boca y le temblaba el bigote triangular. Yo les noto a los rojos el miedo en la boca, había dicho antes.
De pronto salió a escape hacia la puerta de la casa; le pegó un zapatazo y se metió dentro. Oí el grito de una mujer y voces confusas del Conserje.
Entramos los tres, y allí estaba el Conserje golpeando con el derecho y el revés de la mano un bulto oscuro que se protegía arrinconado contra el hogar, contra la pared de cascote del fondo de la casa.
—¡Acudid, vecinos! —gritaba la cosa negra, confundiéndose con unos harapos de humo espeso que el viento había hecho circular por la cocina.
Al notar que entrábamos, el Conserje se hizo a un lado a la espera de las órdenes de Fernando. El Caballero se puso a toser y se echó fuera de la casa. La mujer se incorporó y la luz que entraba de la puerta le dio en la cara. Por los clavos de Cristo, me pareció que aquella cara limpia, aquellos ojos claros y abiertos como platos, de miedo e incertidumbre, no podían ser más que los de una buena mujer. Llevaba pañuelo negro alado a la coronilla y se puso de rodillas con las manos en alto.
—¡Yo no le he hecho daño a nadie! ¡No le he hecho daño a nadie! —decía incesante, entre lágrimas, como en una letanía.
Noté dentro de mí algo dulce y misericordioso.
—Fernando… —supliqué.
Fernando me miró de través con una mueca de asco. Escupió en el piso terreño.
—Sigue, Conserje.
El Conserje, al oírlo, le sacó a la mujer el pañuelo de la cabeza y, con las llamas, brilló la trenza como una soga de oro. La agarró por ella, la zarandeó hasta volcarla de espaldas y la arrastró hacia la lareira, hacia el fuego. Ella se revolvía en el suelo y gritaba.
—¡Calla, hija del Diablo! ¡Tú embrujaste a mi niño! —gritaba él.
—¡No! ¡Por Nosa Señora do Viso! ¡Por la de Peneda! ¡Lo juro por todos mis difuntos! ¡Nunca hice daño a nadie!
—¡Retírale los piojos, meiga! ¡Devuélvele la salud, maldita del Señor!
En estas, Fernando Salgueiro se pone fuera de sí. Grita, con voz aguda y exigente que yo bien le conozco y que le sale en las grandes ocasiones, que ya basta y que a callar todo el mundo.
—¡Ahora hablo yo! —gritó Fernando.
Cogió mi Mauser y movió el cerrojo para montarlo. Como amenaza.
—¡Ponte de pie, bruja!
Ella lo obedeció. Le temblaban las piernas. La mujer tendría unos cincuenta años y conservaba una bella figura. Cruzó los brazos y clavó el mentón contra su pecho.
Fue entonces cuando Fernando le pegó un culatazo en el vientre que la dobló y la hizo caer redonda. Me lanzó el fusil por el aire y yo lo recogí como pude. Ella se retorcía en el suelo, deshaciéndose en lágrimas y quejidos.
—¡Ahora me vas a decir dónde está escondido el maricón de tu hijo! ¡Me lo vas a decir enseguida o te mato ya!
Dobló una rodilla y, con la bota alta, Fernando Salgueiro me pareció un Teniente haciendo el rindan en la misa de campaña del Corpus.
Agarró a la mujer por el cuello sin duelo de sus quejas sordas.
—¡La vas a estrangular! ¡La vas a estrangular! —exclamó el Caballero que entraba de nuevo en la choza.
—¡Peor que eso! —respondió Fernando.
Sacó con su mano derecha el Astra del nueve largo. La montó con los dientes, como acostumbraba a hacer Fernando Salgueiro cuando se ponía épico y quería meter miedo. Sin dejar de apretar el pescuezo de la mujer, intentaba meterle el cañón en la boca. Ella cerraba los dientes y él, de un golpe seco, le partió unos cuantos. Luego le introdujo todo el cañón. Parecía como si la mujer fuese a explotar, con los ojos hacia afuera y la cara amoratada. Sangraba por la boca.
—¿Me vas a decir dónde está escondido tu hijo? Te lo pregunto por última vez.
Ella movió un tanto la cabeza, no se supo bien si en señal de asentimiento. Entre el Conserje y el Caballero la sentaron en el escaño. Allí quedó, derrengada, con las piernas muy abiertas y el mandil y la falda, arrugados, entre los muslos. En algún tiempo debió de haber sido hermosa.
Yo conocía a Fernando y sabía cómo era él cuando le cogía el genio.
—¡Por última vez! —dijo.
Se acercó el Conserje al escaño. Se acuclilló junto a la mujer. Me pareció incluso que se ponía en posición de defecar.
—¡Vamos, mujer! ¡Sácale el mal de ojo a mi pequeño! —le suplicaba el Conserje.
Ella intentó hablar, sí, pero de la boca, muy deformada, sólo le salían ruidos indescifrables y una especie de baba sanguinolenta.
Levantó la mujer una mano, muy poco a poco, mano que yo encontré muy larga, fina y blanca como la de una monja de Chaves. Alzó el dedo índice. Todos quedamos en suspenso, como fascinados. La mujer seguía tartamudeando y expeliendo viscosidades. Luego movió una y otra vez el dedo, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, en un gesto que significaba negativa inapelable.
—¡Hija del Diablo! —exclamó el Conserje con las manos muy apretadas a su Mauser.
—¡Basura! —gruñó con desprecio Fernando mientras le temblaba el pulso al apuntarle a la cabeza con la automática.
La mujer los miró a todos. Uno por uno. En su vista clara yo vi simplicidad y una tristeza sin riberas, como si el mundo todo se le representara como un horror en aquellos instantes. No dejaba de proferir sonidos inarticulados. La boca se le había hinchado más.
Fernando, entonces, la golpeó fuertemente en la cabeza con la pistola. El ruido fue sordo. El cuerpo de la mujer se deslizó a lo largo del escaño, y allí quedó rendido e inmóvil. El Conserje tomó el fusil con las dos manos y le clavó el cañón en un costado, cayendo en tierra mujer y banco juntos.
—¡Ya basta, Salgueiro! ¡Ya basta! —dijo el Caballero como excusándose de su osadía.
—¡Todo cristo afuera! —gritó Fernando, excitado como nunca lo había visto.
Salimos a la era.
Fernando fue al coche y cogió del capó dos latas grandes de gasolina. Entró en la casa. Digo yo que regaría leña y astillas, muebles, el cuerpo de la mujer bruja. La cuadra y su estiércol. El cobertizo. El resto de una lata fue a parar al techo de paja. Después le prendió fuego a todo con la ayuda del Ronson y de una tea improvisada con La Región.
Muy pronto, las llamas cantaban con viveza y parecían querer tragárselo todo. Un furor loco de ovejas, puercos y gallinas nos aturdió las orejas. No querían morir quemados.
—¡Todos a Verín! —ordenó Fernando Salgueiro, nuestro superior, con una carcajada triunfal que, ya con el coche en marcha, coreamos nosotros como si quisiéramos echar algo fuera, algo raro que notábamos en el alma y que incluso podíamos sentir en la superficie de la piel.
Al girar, desde un alto, divisé la casa de la mujer bruja, completamente inflamada, y una columna de humo pálido que el viento empujaba hacia los tesos de O Xurés.
Después vi cómo Fernando se metía los dedos entre el pelo, deshaciendo la costra de gomina que lo mantenía rígido. Todos hicimos gestos semejantes, desabrochamos las guerreras, las camisas azules, para rascarnos. Sentíamos un picor difuso en la cabeza, en la espalda, en el pecho. Nos daba el sol en la cara.
Entonces fue cuando los piojos se apoderaron de nosotros para siempre.