José Antonio Olmedo: La emisora
JOSÉ ANTONIO OLMEDO
LA EMISORA
«Bueno, yo era chófer, como él, pero había comenzado antes,
siendo más joven, con un título prestado y un
fotingo de pedales, encaramado allá arriba, en el pescante,
y oyendo gritar ¡paragüero!, y sin importarme».
LINO NOVÁS CALVO, «Hombre malo», Luna nona
1
—Las desgracias nunca vienen solas, Dieguito —se lamentó.
Aunque Olegario Reviso no hubiera venido a verme, yo sabía que su automóvil, un Whippet con caja para la carga, era uno de los usados por las patrullas en la costa.
—No le faltan desgracias, don Olegario —le dije.
—Pudieron llevarse el vuestro, que es un señor camión, pero tu padre lo escacharró a tiempo —dijo. En los ojos se le dibujaba una amarga malicia.
—… No sabría yo de qué piezas despojar el mío.
Exagerando su incapacidad, Olegario Reviso abultaba el rostro de mandarín asustado y ponía los ojos en blanco, como tejos de porcelana imitando la luna.
—Conviene aprender mecánica —le dije.
Era como pedirle a un pollo que se volviera mamífero. De cuando fue aparcero se decía que si a Olegario Reviso se le atascaba el carro de mulas, se echaba a llorar. Comprobé que era verdad tantas veces como la taraceada mecánica de su automóvil no funcionaba. Entonces venía a buscarme.
—No sirvo para hacerle mal a nadie —mintió—; no iría con el cuento a los milicianos, tú lo sabes; necesito que me ayudes.
—En lo que se puede, Olegario —esta vez lo apeé del don—, siempre se le ayuda.
—Ofrécete de chófer, Dieguito —pidió.
—¿Sabe lo que eso significa? —le grité.
—Si no lo conduces tú, esos tipos destrozarán el Bipet —hacía la palabra aguda y la e muy abierta.
—Hay cosas que no deben pedirse, Olegario —le reproché—. A los que sacan por la noche, no los llevan a ver el paisaje; con esos coches se hace de todo.
A Olegario Reviso sólo le importaba que no le estropeasen definitivamente el suyo. El Whippet perdía aceite por el cárter, la caja de cambios era un puro fallo y nunca quería arrancar a la primera.
Olegario Reviso me habló de mi padre, artrítico, pero tan listo y tan mañoso, que descompuso nuestro Ford en dos ocasiones.
—La primera, llegaron tres mecánicos y no lo pudieron requisar. A la segunda, los de las patrullas lo vieron tan mal que lo olvidaron para siempre —recordó.
Quien no se hubiera criado pared con pared con Olegario Reviso no hubiera comprendido qué significaba todo aquello. Era capaz de cualquier cosa por mantener su coche o su almacén de coloniales o sus contratos de aparcería. Cansado de oírlo, me ofrecí a ir al Comité.
2
El Comité de Salud Pública —la cara tísica de uno de sus cabecillas revelaba la alarmante paradoja del nombre— lo habían instalado en la Plaza de Toros. Lo más extraño del mundo —mucho más que el estado de guerra en que vivíamos— fue la instalación del Comité en la Plaza de Toros. Dijeron que era como medida de seguridad. Pero con las ofensivas de los italianos, Salud Pública se trasladó al Café de la Marina, y una enorme foto antigua de la Plaza de Toros firmada por Laurent presidía las deliberaciones revolucionarias. Nadie se explicaba la inquebrantable afición taurina del Comité.
Los coches sobre el albero parecían un carrusel detenido a la hora de la siesta. Saludé a uno que llevaba gorra de monosabio, le dije a lo que iba.
—¿Quieres —contestó a mi petición— el mejor coche? Estás loco.
Si el mejor coche del parque era el de Olegario Reviso, podía garantizarles que nunca ganarían la guerra.
—Olegario Reviso es hermano de un guardia de asalto; son adictos a la Revolución. Sólo pretendemos que el Whippet siga funcionando —insistí.
Uno que pintaba una F descomunal sobre la negra carrocería de un Chevrolet se puso de mi parte.
—¿A ti que más te da? —le gritó al de la gorra; agitaba el brazo con la brocha, con los codos se subía los pantalones—. Si sabe conducir y conoce el vehículo, eso se aventaja.
El monosabio no parecía convencido. Me dijo que hablara con un maestro carrocero, encargado del reparto. Estaba en la enfermería.
—¿Sabes lo que es el arte? —me preguntó el carrocero después de oírme. No entendí la pregunta ni por qué vestía una bata blanca con insignias de coronel.
—Conduzco coches desde los doce años —respondí.
—Y yo estudié con Ruiz Picasso, el pintor, en la Escuela de Artes y Oficios. Un artista de cuerpo entero: Pablo Ruiz Picasso. Acuérdate. Sabemos lo que es el arte. El arte es… una cosa muy grande.
No iba a contradecirle. Parecía borracho.
—¿Puedo conducir el Whippet o no? —le urgí.
—Rellena estos papeles —concedió—. Pero… si no eres un verdadero artista, pierdes el coche… —y golpeó con dos dedos mi sien como impulsando una frágil canica— y te quedas sin sesos.
Al volver al ruedo, el de la gorra me preguntó qué turno tenía.
—Dice que está de acuerdo en que no sea el de noche —mentí.
Me adscribieron a los Comités de Enlace, con turno de día.
3
Comencé a moverme con el vehículo de Olegario Reviso. Trasladaba materiales para trabajos de resistencia. Pescado y sal a las industrias colectivizadas; simientes y estiércol a las huertas; piedras de las canteras y arena de río a las baterías de la costa.
Pasara lo que pasase no le agotaba las velocidades al Whippet, no le hacía sufrir el motor y me respondía maravillosamente: siempre arrancaba a la primera, gastaba el combustible preciso, apenas necesitaba aceite. No parecía el mismo coche; nunca lo dejé en el taller.
Los ademanes torpes y el habla hiposa de Olegario Reviso me salían al encuentro al volver a casa.
—El Bipet marcha bien, ¿verdad?
Aunque, viniendo de un esclavo del vehículo, la pregunta era absurda, procuraba tranquilizarlo.
—Como la seda, Olegario.
—No te lo quitarán, ¿verdad? —se alarmaba.
—Descuide. Somos una pareja tan perfecta, que antes de un año nos darán la encomienda de Lenin.
4
—Al puerto ha llegado un barco
cargado de milicianos;
mira a ver, madre, si alguno
quisiera meterme mano —cantaban unas muchachas en las Atarazanas.
Unos marinos habían arrojado por la borda a los oficiales facciosos de un buque de la Armada y tomaron el mando de la nave. En las ciudades costeras los recibieron con honores fantásticos. Bandas y pasacalles sonaron durante varios días. En el Gobierno Civil, en el Militar y en la residencia del Alcalde hubo recepciones y abrazos.
Entre paisanos y militares, contagiados de la alegría de comités y asociaciones, homenajearon a los del barco con un sinfín de banquetes. Para el último —organizado en apariencia por los marinos como agradecida devolución de los agasajos recibidos—, me encargaron el transporte del avituallamiento desde la oficina de Enlace a un merendero de la playa. Fue mi única avería.
Los indicios fueron aquellos bruscos saltos del embrague: el Whippet brincaba como un caballo enfermo. Aunque procuré no cambiar de marcha, cuando subía una cuesta sentí que se ahogaba. Intenté reducir la velocidad y oí un chirrido como de una broca atravesando la carrocería. El disco del embrague dejó de funcionar definitivamente.
La mayor parte de la carga —cajas con pescado, cerveza— se había soltado y fue a parar a la carretera. Aún no había salido el sol. Fui caminando hasta La Caleta. Pedí ayuda a los del Comité. Sé que no debí hacerlo.
Mandaron tres hombres con otro coche. El chófer tenía barba crecida y un mondadientes que saltaba de un lado a otro de su boca.
—¿Novato? —preguntó con sonrisa antipática.
No le contesté.
Cambiaron la mercancía y remolcamos el Whippet hasta el merendero.
El Faro sacó en portada la foto del banquete. Sobre el guardabarros y la cabina del Whippet, marinos, soldados y paisanos, con espectaculares ojeras, sonreíamos a la cámara. En las páginas centrales se mencionaba el accidente. El ardor revolucionario de los compañeros militares y la buena disposición para el trabajo colectivo evitaron males mayores y dieron solución al contratiempo.
Cuando los de la Armada volvieron a surcar las aguas que los habían visto llegar, me encontré con malas noticias.
—Artista —era la voz del condiscípulo de Picasso al otro lado del hilo telefónico—, necesito el Whippet para el turno de noche.
—Veo mal; no puedo trabajar de noche —me disculpé.
—Claro que puedes. Ve al médico; te pondrá gafas.
—¿Y si te digo que no, compañero? —aventuré.
—Por lo pronto, perderás el Whippet… —no terminó la frase. Colgó.
Que me descerrajaran un tiro en la cabeza me importaba poco, pero no estaba dispuesto a que cualquiera del Comité llevara mi auto. Por seguir con él pasé al turno de noche.
5
Al principio todo fue bien o relativamente bien. Aunque adscrito al Comité de Salud Pública —Seguridad y Policía—, seguía transportando materiales para los Comités de Enlace. El Whippet funcionaba estupendamente.
A los que se acostumbraban a la débil luz de los faros y sobrevivían a los patinazos en las húmedas carreteras de la costa los premiaban con vales. Tuve montones de aquellos grasientos vales sellados del Comité: para el cinematógrafo, para acostarme con mujeres, para beber cuanto quisiera a lo largo de las noches. Con la recompensa de los cartones conocí el gusano del insomnio y la fiebre.
No es que no durmiera, sólo me acostumbré a hacerlo intermitentemente, a lo largo del día. Cuando el sol brillaba en lo más alto y había acabado el trabajo, echado sobre el volante del Whippet, como atado a su cabina, descabezaba el sueño. Y prolongaba la duermevela a las noches, esperando el turno o mientras me ponían la carga, en la misma postura incómoda, bajo los golpes exasperantes de palas y espuertas.
De aquel descanso entrecortado y febril tenía pesadillas absurdas y visiones extrañas. Apenas podía distinguir entre lo soñado —o el recuerdo de lo soñado— y lo que a diario vivía.
Una mañana me llamaron del Comité.
—Hay misión especial —me dijo el carrocero en la enfermería de la Plaza—. ¿Te han contado algo?
Había llegado lo que tanto temía.
—Me lo imagino —dije.
El mundo, o el tiempo o lo que fuese, tendría que tener un movimiento de ida y otro de vuelta, como una generosa marcha atrás que nos evitara despeñarnos. Alguien me hubiera debido conceder un permiso para no tener que tocar el volante en unos días. O que me hubiesen dado a elegir: habría dejado de ser el chófer del maldito cochecillo de Olegario Reviso para siempre. No volvería a aceptar los vales manoseados del Comité. No bebería una sola copa gratis más, no iría con mujeres, no dormiría día y noche en la cabina del Whippet.
Pero no me dejaron escoger.
—Irás con la patrulla. Este te acompaña —el carrocero señaló a uno de barbas—; creo que os conocéis.
El mismo tipo del día del accidente levantó el puño y emitió un saludo aguardentoso. Llevaba un palillo en la boca.
Eran seis, armados de pistolas y escopetas. El del palillo subió a la cabina conmigo.
—Vamos a buscar a un elemento peligroso —me informó.
—¿Tan peligroso es? —le sonreí.
—Pasa los días encerrado. Tiene una emisora. Recibe consignas del otro bando.
—¿Cómo lo sabes? —volví a preguntar.
—Por la mujer que cuida de la casa.
Fuimos hasta el Paseo Marítimo. Doblamos la curva del Cementerio Inglés y subimos por la carretera del monte. Todos los chalés parecían abandonados. Llegamos a una rotonda, y me mandaron parar.
Bajaron. Apagué los faros del Whippet.
A la luz de la luna se veían las tapias encaladas y los portones de las fincas como pintados de fósforo. El mar, abajo, era un plato reluciente. Al menos, no tendría que iluminarlos cuando salieran.
Se oyeron gritos. Al de la emisora lo sacaban a rastras. Parecía muy débil. No quise mirar.
La interminable andanada de pólvora y perdigones resonó en el monte desierto. Todo había terminado.
Los de la patrulla volvieron al coche.
—Vámonos —gritó uno.
Mi acompañante me ofreció un cigarrillo.
—No fumo —dije.
Cuando emprendí el camino de vuelta con el Whippet vi al de la emisora, de bruces sobre el suelo, a un lado de la carretera. El pelo le cubría la cara. Noté que me temblaba la voz al intentar disculparme:
—Nunca gasto los vales del tabaco. Nunca los gasto.
Conduje como un sonámbulo los primeros kilómetros de regreso.
Mi acompañante jugueteó con el objeto requisado en la casa. Del tamaño de una caja de zapatos, la emisora estaba forrada de tela. El de las barbas giró en un sentido y en otro el cable con el enchufe de pasta.
—Le falta la antena —le dije, por romper el silencio.
—No tiene antena —respondió.
En la Plaza de Toros se bajaron los de atrás.
—Déjame en La Marina —me pidió el otro.
Hasta que el Whippet no volvió a detenerse, el de las barbas no cesó de agitar el cable. Miró las brillantes luces del Café, parecía que iba a decir algo; tomó la emisora con las dos manos y le dio varias vueltas con el cable. La echó bajo el asiento.
Bajó sin despedirse.
6
Desperté con la sensación de haber dormido durante mucho tiempo. Una indefinible inquietud me hizo saltar de la cama.
Fui hasta el garaje y abrí la portezuela del Whippet. Deslicé la mano bajo el asiento que ocupara la noche anterior el de las barbas. Saqué el bulto entelado. Con aquello se habían transmitido y recibido noticias del bando contrario. Un instrumento de apariencia tan frágil le había costado la vida a su dueño.
Deshice las vueltas del cable. La caja se componía de dos cuerpos distintos. Por uno de los bordes apareció una bobina de papel encerado, con dibujos y trazos de colores; detrás había una bombilla del tamaño de una nuez.
La voz desagradable de Olegario Reviso interrumpió mi examen.
—¿Qué tienes ahí, Dieguito? —preguntó.
—Un Pathé Baby.
—¿Para qué sirve? —volvió a preguntar.
—Para ver películas infantiles. No es ninguna emisora.