Manuel Talens: Jesús Galarraza

MANUEL TALENS

JESÚS GALARRAZA

«This man loved earth, not heaven, enough to die».

WALLACE STEVENS

Lo encontraron errando por una calle de Algatocín, con tal expresión de hambre en la cara que, al mirarlo, el cabo de la Guardia Civil que le dio el alto se acordó de cuando un vecino suyo había muerto de pudrigorio intestinal. Sus cabellos eran largos, crespos y ondulantes, sus labios estaban plagados de escupitinas y sus ojos mostraban una tristeza de crucificado. Iba descalzo, con ropas tan harapientas que le daban un aspecto guiñaposo, y tenía las carnes tan flacas y las mejillas tan adolecientes que se le transparentaba la convexidad de los huesos malares, acentuando la extrema afiladura de su perfil.

De endeble que se sentía no fue capaz de abrir la boca para responder al quién va, y este pequeño percance estuvo a punto de costarle un tiro entre las cejas.

—Ni se te ocurra disparar —le dijo el cabo a su pareja, desviando hacia abajo el cañón del fusil con el revés de la mano—. Menudo pájaro acabamos de cazar: este mochuelo es Jesús Galarraza.

En efecto, era él. Y lo curioso es que estaba allí de pura soledad. Ocho meses antes, en febrero, cuando las tropas insurrectas lograron tomar al asalto la ciudad de Málaga, había conseguido escabullirse de la matanza revuelto entre las tres docenas de cadáveres despedazados que un camión de los vencedores condujo a enterrar en fosas comunes camino de Campanillas, y tuvo la fortuna (o el infortunio) de que, en llegando al lugar elegido, el cielo ya estaba oscuro y las escasas nubes se habían puesto de arrebol, encubriendo las luces del crepúsculo mediterráneo. Logró saltar en marcha a la carretera sin ser detectado por los moros de la comitiva, y escapó a campo traviesa entre las veredas, en dirección a la Sierra de Mijas.

Acababa de vivir momentos pavorosos en la salvajina que siguió al acoso malagueño y, luego, escondido dentro del camión durante los largos y trastabillantes minutos del recorrido, creyó llegar a enloquecer mientras soportaba contra su piel y sus ropas el contacto pegadizo y tibio de los muertos y el inconfundible olor dulzón de la sangre extravasada.

Pasó las primeras semanas andando por los montes con la vista siempre fija en el oeste andaluz, comiendo hierbajos y asombrándose de lo imposible que resulta cazar animaluchos y sobrevivir cuando se han perdido las fuerzas. Atravesó Sierra Negra, Sierra Blanca, el cerro del Duque y la Sierra del Oreganal, y terminó por arribar a las tierras gaditanas de los alrededores de Grazalema. De vez en cuando, sobre todo al alborear y peligrosamente cercanos, le llegaban ecos de disparos y, entonces, con las ropas humedecidas por el relente y los dedos engarabatados de frío, despertaba de su duermevela y empezaba a correr sin rumbo alguno.

Era la primera vez en su vida que se encontraba tan solo.

Acuciado por la inseguridad, olvidó desde el principio llevar la cuenta de los días. Una vez, cuando ya el hambre y la ausencia de palabras lo habían sumido en una situación de abatimiento mortecino, despertó terrecido a causa de un rumor que llegaba desde el norte. Se encontraba en un ramblizo, y desde allí vio un grupo de hombres que se acercaban sin sospechar su presencia. Estaban lejos y, sin embargo, parecía como si la falta completa de brisa lanzase nítidamente contra sus oídos el murmullo de las voces. Sin tardar supo que eran de su bando por el aspecto de pordioseros que tenían.

—¡Compañeros! —gritó, sintiendo que los ánimos le revivían—. ¡No disparéis, que soy de los vuestros!

Eran doce, y contaban entre todos con cuatro mosquetones, dos metralletas y unas pocas granadas de mano. El más locuaz —y el único que lo reconoció de inmediato— se llamaba Jerónimo Latiguera, un guardabosque medio enano de La Almoraima, de pelo rubio y montaraz, ojiazulado y con nariz de aguilucho, que se acercó jubilante hacia él.

—¡Hostias, estamos salvados! —exclamó—. ¡Es el Jesús Galarraza!

A partir de entonces la vida le sería más tolerable (o menos solitaria), ya que, siendo trece en total, no había minuto que faltase conversación. Latiguera, que hasta el momento que lo encontraron había servido de jefe improvisado de aquella banda de huidizos, cedió gustoso el mando a Jesús Galarraza. Este no fue nunca un dirigente como los demás. A lo largo de los meses que pasaron emboscados les advirtió en tres ocasiones que probablemente todos, él por delante, terminarían en manos del enemigo, y que eso no era obstáculo para seguir en la batalla. Les enseñó también día a día, con su ejemplo personal, lo que significa el respeto y el amor hacia el género humano.

Era un hombre de bien.

Se ofreció desde el principio a curar personalmente a Luis Entisne, el más joven del grupo —un pescador de Estepona que tenía la pierna izquierda infectada por una mordedura de víbora—, y le lamió la herida todas las tardes hasta que terminó por curar. Tenía palabras de consuelo para calmar las penas de los que desesperaban, y los doce fugitivos vieron pronto que era él quien más velaba por las noches, quien primero se levantaba al despuntar la mañana y quien les cubría las espaldas al regresar cuando se aventuraban a veces hasta los pueblos colindantes —Benamahoma, Gaidovar, Villaluenga del Rosario— en busca de comida.

Al anochecer del 14 de septiembre, poco antes de que fueran sorprendidos por el enemigo y mientras descansaban en las tierras de una propiedad de Sierra Peralto cuyo nombre es La Albarina, Jesús Galarraza sintió la premonición de las desgracias que estaban por venir. Les había dicho a sus hombres: «Podéis acostaros, que yo vigilaré», y cuando todos estuvieron asosegados y sólo se escuchaba el cantar de las lechuzas, experimentó de pronto una sensación de miedo y angustia, porque tuvo la certeza en su interior de que pocas semanas más tarde estaba destinado a morir.

El encuentro inesperado con el bando sedicioso ocurrió dos días después. Los trece hombres se hallaban acampados al abrigo del castillo de Fátima, cerca de Ubrique, cuando de repente les cayó encima la Guardia Civil. Ocurrió con tanta rapidez que apenas pudieron organizar la defensa. Fue una gran carnicería, fríamente planeada, que acabó en poco menos de quince minutos.

Pero los hombres de la República —murieron once de los trece— sucumbieron con honor. Luis Entisne, que se encontraba al lado de las armas, alcanzó a arrojar una granada en el último esfuerzo de su vida, con tan buena puntería que le explotó en la cabeza al más avanzado de los civiles y dejó mutilados a los tres que llegaban detrás. Silbaban las balas por todas partes y Jesús Galarraza, con la certidumbre de que no había nada que hacer, salió corriendo en la oscuridad, buscando refugio.

Durante los minutos siguientes, que le parecieron largos y penosos, trató de esconderse en algún sitio en el que no pudiesen encontrarlo. A su lado, jadeando, notó la presencia de Jerónimo Latiguera.

Sólo ellos dos quedaban con vida.

Poco después, cuando se iniciaban las primeras luces del día, vieron que a su izquierda había un aljibe medio taponado de escombros, y se les ocurrió que la única posibilidad de escapar no estaba en huir correteando por los serrijones, ya que serían rápidamente localizados, sino en soterrarse en aquella cisterna, cubriéndose con los cascotes.

Permanecieron en la escombrera un día entero y parte de la noche. Lapidados como estaban, sólo podían respirar un hilo de aire sucio, mientras los pedruscos hincados en las carnes les provocaban unas llagas infectas cuyo hedor activó el merodeo de las ratas. Para más quillotranza, Jerónimo Latiguera, incapaz de aguantar, tuvo que orinarse en los pantalones a las veintisiete horas de su entierro, y las heridas de los muslos le escocieron como si el líquido caliente fuera un tizón a medio quemar.

Al final, se atrevieron a elegir otro peligro menos espeluznante que el de los roedores y convinieron que lo mejor era que cada uno tomase por un rumbo distinto. Jerónimo Latiguera se dirigió a los montes del Endrinal y Jesús Galarraza partió hacia el Peñón del Berrueco.

Los dos, sin embargo (y sin sospecharlo), seguirían caminos paralelos hasta la muerte. Solos y perseguidos como alimañas, sobrevivieron las semanas siguientes malalimentándose de raíces, tagarninos y hojas de achicoria, y huyendo con entereza del acoso de la Guardia Civil. Las pupas ulcerosas habidas en su enterramiento se convirtieron en un castigo insufrible y, así, poco a poco se les fue consumiendo la capacidad de soportar la inconstancia de la fortuna.

Jesús Galarraza, agotado por la fiebre y sintiéndose morir, decidió hacerlo entre los hombres y bajó sin ningún cuidado a Algatocín, donde fue detenido por los civiles.

Por su parte, Jerónimo Latiguera apareció un día más tarde en Grazalema, y no tardaron en encontrarlo tendido sobre el tranco helado de una puerta, tiritando de calentura y con una espantable traza inhumana. Los dos fueron llevados a Ronda con otro preso harapiento.

—Vaya, vaya, de forma que tú eres Jesús Galarraza, el famoso anarquista —le dijo el comandante de la Guardia Civil cuando los trajeron al cuartelillo—. A ti te quería yo tener en el saco.

Era un individuo entrecano, de tez aceitunada, nariz redonda, calvicie incipiente y grueso bigote. Estaba en mangas de camisa, sobre cuyo verde destacaba el negro de los correajes. El aire del despacho olía a retrete.

—Llevadlo allí detrás —les dijo a sus hombres con un movimiento lateral de la cabeza—. Adonde sabéis.

Durante los tres días siguientes, Jesús Galarraza fue sometido a un sinnúmero de vejaciones. Le clavaron tachuelas en los testículos y alfileres en las uñas, apagaron en su piel todos los cigarros de la guarnición y le dieron tantas patadas inmisericordes que, al final, su cuerpo parecía una piltrafa equimosa.

Pero no lograron que hablara. No les dio los nombres de sus compañeros del Comité de Enlace de Málaga, ni mencionó en qué lugares podían estar escondidos. Sólo tres palabras salieron de sus labios con cada golpe que recibía: «Viva la FAI», y las repitió incansablemente durante aquel interminable martirio.

Fue un amanecer de octubre de 1937. El comandante estaba desayunando la tercera cazalla cuando vinieron a comunicarle que Jesús Galarraza acababa de morir.

—Ha sido el cabo Morenilla, que le soltó un puntapié en el costado derecho —dijo el mensajero—. Primero le entró hipo y luego dejó de respirar.

El guardia civil terminó de un golpe seco el contenido del vaso, se limpió enseguida los labios y el bigote con el revés de la mano y, chascando la lengua, dejó caer la orden final:

—Tiradlo por el tajo. Y a los otros con él.

Sacaron a Latiguera (que pidió y obtuvo el honor de llevar a cuestas al difunto) con otros nueve presos, todos ellos inmolados ya previamente en el terror y el exantema del tifus, y los llevaron a punta de mosquetón hasta el tajo de Ronda. A su paso, las calles se enlutaron para siempre con el color de los tricornios.

Mientras los fueron despeñando, de manera inexplicable, un rayo de sol perforó la madrugada y se escapó por encima de los montes para iluminar como en un mediodía lo más profundo de la sima.

El último en caer al vacío —el cabo Morenilla se encargó de arrojarlo— fue el cadáver de Jesús Galarraza.

¡Qué extraña trayectoria! Bajó a lo primero rasgando los vientos como una flecha en dirección a los pedrejones del fondo. Pero no llegó a su destino, ya que poco a poco, imperceptiblemente, el despojo sin vida del anarquista empezó a disminuir en su apresuración hasta quedar por un segundo suspendido en el aire.

Fue un milagro digno de ver.

Y luego, ya con los brazos abiertos, extendidos beatíficamente hacia el azul, su hermoso cuerpo desnudo (sin sábanas que lo ayudasen) inició el ascenso con lentitud, envuelto en una corona de luz esplendorosa, y subió mañaneando al Reino de los Cielos, donde está sentado a la diestra de Dios.