Fernando Quiñones: El final
FERNANDO QUIÑONES
EL FINAL
«No habrá un juicio de fuego, sino un advenimiento de agua».
ÁNGELES MENDIETA
No más abrir los ojos le preocupa y la malhumora un poco haberse dormido estando de servicio (la segunda jefa ya se lo reprendió entre bromas y veras la única vez que le había pasado, cosa de un año antes) y, mientras sus mejillas carnosas y sus grandes pechos jóvenes se distancian de las clavijas y los cables sobre los que el sueño la fue inclinando, agradece lo mismo que le extraña: no ver a nadie. Ni la compañera de guardia está en su puesto, así que el ligero mareo y el malestar de haberse despertado de un respingo y sobresaltada, como de una palmada en la espalda, podrá irse sin molestias ni agobios, sin tener de momento que hablar o dar explicaciones.
Ve que ya es día claro y tarda en darse cuenta de que tampoco oye a nada ni a nadie, cuando la noche ha sido lo que ha sido: los moros con sus fusiles, abajo, por el locutorio y por toda la Calle Ancha; la agitación y los tiroteos distantes, alternados con un silencio mortal; las gorras militares goteando sudor sobre gestos inquietos y voces mandonas que allí y encima de ellas, amontonándose a veces en torno al cuadro de controles, despachaban y recibían preguntas, respuestas, órdenes cifradas, consignas casi siempre incomprensibles, cachos de conversación en los que la ansiedad se disfrazaba de un humor valeroso, ostentado («Oye, ¿ahí qué tenéis?». «Pues dos cañones, y uno medio cagao». «Nosotros ni eso. El teléfono y va que arde»); la llegada a la Telefónica del General en persona, allá a las dos o las tres de la noche, entre un revuelo de carreras y taconazos; la rápida y tranquila autoridad de la segunda jefa, más que nunca en su papel de madre-maestra y con otro alzamiento por su cuenta, el de su frente alta y heroica, convencida de estar ganando ella media guerra; el aviso machacón, entre los hombres de uniforme, de que muchísimo cuidado con las casapuertas a medio cerrar y con las azoteas y las torres, desde donde se les dispara por sorpresa y a placer.
Y ahora, nada. Nadie.
Tiene la sensación segura de haber dormido largamente, y se pregunta que, aunque la jefa la dejara, cómo pudo ella descansar sin echarse, entre todo ese jaleo, y que dónde andará la gente, las llamadas. Se ajusta el cuello plisado y bosteza con toda libertad, estirando los brazos en un lento desperezo; Juli su compañera, la jefa, los oficiales, no tardarán en volver. Mejor que no lo hayan hecho antes, pero ya va siendo bueno que lo hagan —Juli por lo menos— porque ahora la urge la punzada de la orina y le sabe mal dejar enteramente abandonado el servicio. Espera un minuto, mientras acaba de despabilarse. Luego, proponiéndose seguir prestando oídos a cualquier señal de comunicación, tira por el estrecho corredor a la derecha de los controles y, para escuchar mejor, no cierra del todo sino que entorna la puerta del retrete, pensando en acabar cuanto antes puesto que, debajo de la taza sanitaria, un hondo alboroto de aguas subiendo y bajando, quizás un trastorno de la cañería, le va a impedir oír cualquier otra cosa de fuera. Mientras está sentada, ese ruido va a más y, de pronto, siente un contacto frío en las nalgas y los muslos, y se levanta y vuelve bruscamente, justo a tiempo de ver desplomarse el agua limpia y sin espuma que ha llenado la taza, que por dos o tres dedos no ha rebosado el borde y se va ahora con un rumoroso gorgoteo y sin tiempo para arremolinarse, como de un raro tirón. «Esto está atrancado o algo le pasa, en cuanto vea a la jefa se lo digo».
Vuelve a su puesto. Tras las puertas del monumental balcón entreabierto, con balaustrada y columnas de mármol genovés, el sol todavía tierno da ya un día brillante, quizás algo más fresco que los últimos, ojalá. Pero todo sigue sin moverse, no oye ella pasos ni voces, no hay llamadas. Se esfuerza por pensar que, más o menos, siempre fue así, es lo normal a estas horas. Aunque tampoco puede írsele de la cabeza lo de la noche y los seis días pasados, desde que la guerra estalló, con la mala pata de Luisa León fuera, de permiso, y Antonia malucha y en su casa, y todo ese montón de trabajo y aperreos y miedo sobre ella y sobre Juli, arreglándose para dormir con unas cabezadas en el diván subido por los mecánicos desde el locutorio y, para comer, con las dos escapadas diarias de su madre que, desde el oscuro zaquizamí de la calle Patrocinio donde vivían solas, le llevaba la tartera con lo que más le gustaba, croquetas de carne del puchero o pescadilla en sobreusa o tortilla de papas poco hecha, y, anteanoche, unos emparedados de la confitería Viena, traídos de la esquina por la segunda jefa.
Sin ningún cansancio ahora, permanece un momento erguida en la luz tibia. Hacía poco más de una semana que atinieblaron el cielo y asustaron las calles los humos de la quema de «La Innovación». Y luego, todo lo demás. De golpe. El no saberse bien qué pasaba, las manifestaciones, el café dale que te pego, la llegada con los moros de los que el director, la jefa y su madre llaman los nacionales, las armas, el apellido del militar insurrecto, las guardias continuas, sin moverse de allí. Y recuerda algo, tal vez lo último que vio antes de quedarse dormida: la cara plana, necesitada de un afeitado, de un comandante de Jerez ya de edad, con el ansia contenida en la voz pero no en los ojos grandes, azules y castigados de bolsas, el hombre que desde la hora de almorzar no se había despegado de ellas ni de los controles y cuyas bromitas y dicharachos de la tarde se convirtieron por la noche en una agobiada ininterrupción de mensajes, interrogantes, instrucciones a la segunda jefa por si se recibe tal clave, por si llama de Sevilla el coronel Tal, que tendría que llamar, «Debes estar cansadísima, ¿no, reina? Pero vamos a ganar, tú lo verás», le había dicho a Juli ese comandante en una pausa, rozándole apenas los cabellos con la mano.
La cafetera sigue junto al infiernillo en la antigua repisa de caoba labrada, superviviente a las obras de reacondicionamiento del caserón, y el doble silencio de dentro y fuera parece adensarse en torno a esa cafetera y a los vasos sucios, tapados por los coladores de manguito. Por encima de los cristales opacos de la balconada, atisba distraída el palacio de enfrente, su viejo color rosa realzando los mármoles de adorno, grandes argollas, cabezas de animales, ricos conjuntos polvorientos de hojas, flores, frutos. Al sentarse y levantar los auriculares para ponérselos, la callazón le despunta en una leve angustia que crece de improviso hasta hacerla ponerse otra vez de pie, llamar a media voz y luego más alta, «¿Doña Lola? ¿Juli?», acercarse luego al borde de la escalera repitiendo sus nombres hacia abajo, ya casi a voz en grito.
Y, al volver a su silla, el miedo la atraca sin aviso, un escalofrío en la cara que baja y se hace torpor en la cintura y en las piernas. «No, no, esto es muy raro, rarísimo, me voy ahora mismo a mi casa con mi madre. Como no estén abajo, me voy. Tienen que estar». Aborda los dos tramos de escalera con una ligereza contenida, los ojos en los pies y en los escalones, retrasando mirar abajo. Al pisar el amplio locutorio desierto, el silencio se le agranda. Y el pánico. «¿Pero nadie?… y además irse así… así… sin subir ni a avisarme». En una de las bancas de espera para el público, una mantilla de bebé pende hasta las losas del suelo y, al otro lado de las grandes puertas a la calle, abiertas de par en par, un gato gris embalado, cola henchida y orejas atrás en un agresivo terror, chirría con las uñas al frenar en la acera, gira en redondo y cabecea. Como en busca de una dirección de huida que no encuentra. Plañe en corto y ronco, trota por las baldosas hacia el «Ideal Room». Ella («¿y ese animalito?») aviva el paso hasta las puertas, procurando mantenerse serena. El gato vuelve ahora por mitad de la calle. Sin mirarla y sin correr ya, maullando en una larga, desolada quejumbre. Pero la telefonista apenas se fija en él. Otras cosas llaman su atención.
Primero cree sentir y apagarse un instante —lejos, dos, tres calles más allá— el vozarrón descompuesto de un hombre. Y ve que, junto al cerrado estanco fronterizo, el sonriente futbolista de tamaño natural que anuncia el papel de fumar marca «Gol» y está a punto de descargarle al balón el pie derecho, muestra en la frente un agujero que agrieta el cristal casi hasta el suelo, donde yace una pistola bien bruñida. Luego, a treinta o a cuarenta pasos, en el cruce con la calle Sagasta y en mitad de la calzada, distingue un sombrero duro de paja con la cinta negra y, algo distanciada, a su izquierda, una maleta abierta de la que desbordan prendas de mujer. Trata de serenarse una vez más apretando las manos y los labios. «Es que en una guerra tiene… digo yo… tendrá que pasar cualquier cosa». Recuerda ahora su bolsito: se lo ha dejado arriba, con las prisas. «No tenía nada y otras veces también me lo he dejado, no, para qué, yo ya no subo». Baja el escalón a la acera y levanta la cabeza. Entonces es cuando ve los pájaros.
No son muchos. No habrá más de un centenar por toda la calle. Están en cortos grupos discontinuos sobre las barandas de los balcones, en los pretiles y remates de las azoteas, por los cables eléctricos, en la misma calzada alguno. Varios de los más cercanos adelantan y tuercen la cabeza para mirarla. Otros se despulgan o se atusan. Ninguno grita o grazna. Contemplan la calle y esperan. La Calle Ancha, la doble hilera señorial de casas del dieciocho y del diecinueve, proporcionadas y limpias en la tranquila claridad, hecha arrecife o muralla del mar por los pájaros. Las menudas gaviotas de cabeza negra, los bastos gurripatos, los salineros archibebes, chorlitejos, garzas, esperando hasta donde alcanza la vista entre las esquinas de San Miguel a San José, entrando poco a poco y sin ruido por el fondo de la calle doscientos metros más allá, desde el gran espacio abierto de la Plaza de San Antonio, tan llena como la calle hace unas horas —un rato— de banderas, tropas, camionetas, himnos. De modo que ella siente como un vacío en el pubis y enfriársele el vello de la nuca porque no puede, ya no puede seguir achacándole todo aquello a la hora, y ni siquiera a la guerra. Aunque todavía trate de hacerlo. «A lo mejor es… es que ahora es cuando se va a armar… se arma la gorda aquí… Si no es que están ya todos peleándose y matándose por ahí lejos, fuera, en la playa grande, en Puerta Tierra… Me voy con mi madre».
Da cuatro pasos y un clamor a su espalda la sacude de pies a cabeza: desde su jaula junto al cierro chilla, abandonado, el loro real de los Pedroni. Por la portada neoclásica del Banco paredaño a la Telefónica, la vasta sala de columnas, las oficinas, las ventanillas, aparecen vacías aunque el reloj inglés del Casino antiguo, que ella avista al pasar, señala las nueve y veinticinco. Y algo más allá, junto al bordillo de la acera, boquea al sol y brinca débilmente un pez al que ya ojean dos pájaros, una mojarra pequeña, allí donde unos metros de calle parecen encharcados, o recién regados sin ton ni son. Y ahora sí. Ahora, mientras aligera el andar, ella se prepara a esperar y a temer lo que sea, a ver lo que sea. Menos lo que ve. Lo que, empinándose y entornando los ojos, ve de lleno y por fin allá al fondo, en San Antonio: las olas, el mar sereno, soleado, entrando a la Plaza en abanicos lentos desde la calle del Veedor, olas niñas ya rotas, tres, cuatro dedos de agua acariciando el suelo en arco, retirándose para volver con espaciados, combos ribetes de espumillas como los de la playa de La Caleta, casi lamiendo la entrada de la Calle Ancha, avanzando sin tumulto, cuarta a cuarta, con un fresco rumoreo que es aquello que ella estaba oyendo, sí, lo que escuchaba ya desde el locutorio sin ponerle atención pero que ahora la hace empinarse sobre los tacones, entornar los ojos, mirar: el mar que vuelve a por lo suyo, a por la ciudad toda metida en él y suya, suya desde siempre, a llevarse cuanto le había ido dando, «y mi madre sola allí en casa, a ver si puedo llegar por Sagasta… aquello creo que está algo más en alto que esto, está más en alto».
A punto de doblar Sagasta, mira otra vez al fondo donde un festón de espuma entra ya lánguidamente por la Calle Ancha casi hasta la esquina de San José, se agota, retrocede a la Plaza en el momento en que un distante estruendo clava en la acera a la mujer, un desordenado fragor que retumba tras ella por la otra punta de Ancha y que no va a resistirse a ver, que la echa ya a gimotear y luego a gritar, a gritar como un animal mientras vuelve sobre sus pasos y corre hasta donde la calle, abriéndose en Y, desciende en cuesta por Novena y por José del Toro desde cuyo fondo, allí abajo, sube ya el gran estrépito, el final, el tronar desatado de la marea atlántica rompiendo en golpes poderosos, reventando lunas de escaparates con muebles zarandeados por el oleaje, asaltando rejas y patios, arrastrando por la calle angosta cortinones revueltos, veladores, plantas, sillas y árboles pequeños, cuerpos rígidos, un bote de remos sin nadie, cajas y papeles, tablones y ropas, un coche de caballos volcado, indistinguibles bultos resonantes que, en el cruce con Columela, embisten a otros arrastrados por el aguaje con que el mar avanza por la transversal, desde el muelle de Poniente.
Junto a los pies de la mujer, y de un husillo del alcantarillado con el Hércules y los leones de la ciudad, brota ahora un agua limpia, lisa, que baña un poco la calzada y se retira como sorbida de un tirón, sin tiempo para arremolinarse. Pero ella apenas si la ve. Mira abajo de la calle José del Toro. Se vuelve en la acera, indecisa, sola, sin gritar ya.
Buscando una dirección de huida que no encuentra.