Luis López Anglada: La charca

LUIS LÓPEZ ANGLADA

LA CHARCA

Apretaba el calor y no había forma de defenderse del sol. La trinchera estaba en la ladera de un picacho y parecía arder cada piedra. Toda la sierra despedía un vaho caliente como si algo se estuviese cociendo en ella. El invierno había sido muy frío, pero el mes de julio se había anunciado dispuesto a hacer olvidar todos los hielos sufridos en aquella posición.

Realmente, aunque el sofocante verano la hiciera insufrible, el soldado estaba contento de permanecer allí. Era, de verdad, un frente tranquilo. Por allí no se entablaban batallas, ni había por qué temer ataques nocturnos ni sorpresas del enemigo. Casi ni paqueaban. Sólo cuando le tocaba montar el puesto y pasaban las horas en aquella aburrida soledad, se le ocurría distraerse disparando el fusil contra algún árbol o un pájaro que atravesara el cielo. Todo en plan de puntería, no de tirar a un enemigo que tampoco disparaba casi nunca.

El que se enfadaba era el Sargento.

—¿Por qué disparas? ¿Quieres que te localicen y nos frían a morterazos luego?

—Aquí no hay morterazos, mi Sargento.

—Lo que no hay es de aquí —y el Sargento se tocaba la sien imitando una barrena—. Los que no habéis estado en combates duros no sabéis lo que son los morterazos. Pero si sigues tirando lo aprenderás pronto.

—No tiraré más, mi Sargento.

El sargento volvía a entrarse en su chabola gruñendo su enfado y el soldado quedó en su puesto apretando el fusil, caliente por el disparo y por el sol implacable de julio.

Vio pasar unas palomas. ¡Con qué gusto les hubiera disparado unos tiros! Seguro que las acertaba. Él, en su pueblo, tenía una escopeta con la que iba al paso de las torcaces y siempre se traía algunas en el cinto. Claro que era muy diferente disparar con perdigones que con estas balas, capaces de deshacer a un pájaro si le acertaba de lleno.

Otra bandada, esta vez de vencejos, siguió el mismo camino. Dieron una vuelta sobre la alambrada y se ocultaron detrás de un repecho.

Luego fue otra; esta vez los pájaros eran mayores. El soldado pensó:

—Debe haber una charca ahí abajo.

Intentó arrojar una piedra en aquella dirección, pero se quedó corto. Probó de nuevo y aunque esta vez fue más lejos tampoco acertó a salvar el repecho.

A la tercera vez ocurrió lo inesperado. La piedra salió larga, la vio elevarse hasta caer detrás de unas matas secas y entonces se alzó una tremenda explosión que resonó por todos los valles. De uno de ellos se alzaron, asustadas, unas enormes bandadas de pájaros, palomas y vencejos. Todos los que habían volado antes sobre su cabeza.

El Sargento asomó alarmado:

—¿Qué pasa?

—Nada, mi Sargento. Ha debido ser una bomba antigua. Tiré una piedra y se levantó esa explosión. ¡Menudo susto!

—¡Menudo tonto estás tú! Por no obedecerme te quedarás de puesto una hora más. ¡Y si por tu culpa caen morterazos, te pasas la noche en el puesto!

Y entró otra vez en la chabola.

La hora de propina que le tocó, por culpa de la explosión, fue de una dureza inaguantable. Sudaba el soldado por todo su cuerpo a pesar de que se había quitado hasta la camisa y estaba con el torso desnudo, ceñido sólo por los tirantes de las cartucheras. Se le secó la garganta y le hacía daño tragar la saliva. ¡Si él pudiera llegar a la charca! Tenía que estar cerca y que existía era indudable. Las bandadas de pájaros que se levantaron con la explosión le aseguraban que debería ser grande. ¡Qué felicidad poder darse un baño en aquella tarde calurosa! A lo mejor hasta había una fuente y un arroyo y el agua era clarísima y fría como la nieve.

Su instinto de cazador no le engañaba. Vio de nuevo bajar las bandadas de aves y casi estaba seguro de localizar la charca a pesar de no poder verla.

¿Y el enemigo? ¿Podría vigilarla?

Recorrió con la vista las posiciones contrarias. Estaban lejos y demasiado altas, en las laderas de los picachos de la sierra para que pudiesen, si la veían, hacer puntería. Además, ¿por qué iban a tirar? Muchas veces ellos veían a los centinelas enemigos caminar por alguna vereda y no les tiraban. ¿Para qué? Aquel era un frente tranquilo y ni ellos ni nosotros deseábamos que se convirtiera en otra cosa.

Había, además, una posibilidad. Bañarse de noche. Así no podrían verle ni disparar. ¡Hacía tanto calor por las noches que sería muy agradable bañarse a la luz de la luna! Y beber agua fresca. Y lavar la ropa que bien lo necesitaba.

Decidió que, aquella misma noche, bajaría a la charca sin que nadie le viese.

Esperó a que estuviera bien alta la luna. Con su luz distinguía perfectamente los objetos con que había señalado, desde la trinchera, el itinerario. Un árbol afilado, casi un ciprés. Una cerca de piedra con unos tarugos que le servían de puerta. Una rueda de un carro viejo apoyada en un tronco y que alguien, el dueño de la finca tal vez, había dejado abandonado al llegar la guerra allí.

No había querido decirle nada a ningún compañero. Si el Sargento llegaba a enterarse no le dejaría ir y además le castigaría. ¡Pues buen genio se gastaba! Con otro a su lado le parecería estar más seguro, pero ¿y si le pasaba algo por su culpa? Lo mejor sería ir solo y bañarse a la luz de la luna.

Nadie le vio saltar la trinchera. Conocía muy bien la posición y sabía que por donde iba a salir no le podían ver. Sin hacer el más ligero ruido se adelantó hasta la alambrada y se echó al suelo. Con mucho cuidado pasó por debajo de los alambres sin que ni siquiera le rozaran. Una vez fuera respiró a pleno pulmón.

¡Qué calor hacía! Cantaban las chicharras y los grillos, se oía el croar de las ranas. La luna, toda redonda, le iluminaba un sendero que, necesariamente, iría a dar al agua.

Fue, todo sudoroso, lo más aprisa que pudo. Caminó, ya a cubierto de las vistas de la trinchera sin miedo a extraviarse. Por fin llegó a la charca.

Estaba más lejos de lo que él había previsto. Era grande, redonda, rodeada de juncos y matojos. Brillaba la luna en el agua. Debía ser honda la charca y el agua parecía limpia. Le asustó un súbito salto, seguramente de una rana, y miró hacia la posición enemiga.

Se recortaba la ladera del monte en el cielo. Indudablemente desde allí verían muy bien la charca, pero en la noche, a pesar de la luz de la luna que estaba encima mismo de la posición no era fácil que le descubrieran. Rápidamente se quitó la ropa, quedó totalmente desnudo y atravesando por entre unos matorrales se zambulló en el agua.

¡Qué felicidad! El agua estaba limpia y fresca. Era una pequeña laguna a la que, sin duda, llegaba algún arroyo subterráneo. Brillaba la superficie con la luz de la luna que repetía, según nadaba, sus luces en cada una de las ondas. Jugó a levantar los brazos y sacudir el agua para ver el efecto de las luces que se multiplicaban con las gotas.

Era la laguna lo bastante profunda para poder nadar. Se divirtió de lo lindo. Metió la cabeza, saltó hacia el cielo, intentó llegar al fondo y metió la mano bajo una piedra por si había algún pez. Corrían sobre la superficie tranquila del agua unos insectos a los que él, en su pueblo, llamaba zapateros. Parecían caminar sobre el agua con sus finísimas patas sin mojarse ni hundirse. En su pueblo no le gustaban, pero aquí, después de tanto tiempo sin gozar de la frescura del baño, le parecieron amigos y hasta se atrevió a alargar la mano para coger alguno. Pero era imposible pues huían velozmente según se acercaba.

Cuando se cansó de jugar se hizo el muerto y descansó gozosamente en el agua.

—Está buena el agua, ¿eh?

Le dio un vuelco el corazón y volvió, estremecido, la cabeza hacia el lugar de donde salía la voz.

Estaba casi a su lado. Todo el cuerpo sumergido en el agua, sin sacar más que la cabeza, que a la luz de la luna le parecía una visión fantástica. Se quedó mudo. El otro volvió a repetir la frase.

—Está buena el agua, ¿eh?

No podía articular una palabra. Estaba paralizado por la sorpresa. El otro debió darse cuenta y se echó a reír.

—No te asustes, hombre. Estoy yo solo. Te vi meterte desnudo en la charca y no quise que me vieras, pues sabía que me ibas a tener miedo.

—No tengo miedo… Ahora.

Le había tranquilizado el tono de la voz y al oír la suya propia se sintió perfectamente sereno. Si estaba solo, ¿de qué iba a tener miedo? Él era fuerte y tenía buenos puños si le quisiera atacar.

Estaba tan desnudo como él y era un mozo fuerte. Con la luz de la luna podía distinguir sus ojos y aún sus gestos que tenían una mueca de burla.

Ninguno de los dos, al parecer, quería formular la pregunta inevitable. Porque, estaba seguro, de que eran enemigos. El otro, después de un momento en que le estuvo mirando fijamente, preguntó:

—¿De dónde eres?

—Soy de Burgohondo, allá en la provincia de Ávila, junto a Cebreros. ¿Y tú?

—Yo soy manchego. ¡Allí sí que tenemos buenas lagunas! ¿Has oído hablar de las de Ruidera?

—Esta es buena y el agua está fresca.

—Sí, pero está lo de arriba.

Y alzó la cabeza hacia las posiciones.

—¿Os dejan venir a bañaros?

—¿A bañarnos? ¿Estás loco? Si se dieran cuenta de que estamos aquí nos freían a tiros. ¿Te dejan a ti?

—No lo sé. No se lo he dicho a nadie.

—Yo tampoco.

Se miraron los dos mozos. Estaban solos. No había peligro por ninguna parte. Se atrevió a decirle lo que pensaba.

—¿Eres… rojo?

—¿Rojo yo? Soy un soldado de la República. ¡Y a mucha honra! Tú debes ser un faccioso.

—Yo no soy faccioso. Soy soldado nacional y no he matado a nadie.

—¿A tantos te crees tú que he liquidado yo?

—Arriba se dice que fusiláis a todos los señoritos.

—Y arriba se dice que vosotros fusiláis a todos los obreros.

—Eso no es verdad. Yo soy obrero. Del campo, pero obrero y no me ha fusilado nadie ni me han metido en la cárcel.

—Bueno, allá tú. Lo gracioso sería decirte que yo soy un señorito. Pero no es verdad. También soy obrero del campo.

El soldado sintió que, estando parado, se le quedaba el cuerpo frío. Se echó a nadar y, al poco rato volvió junto al mozo y le preguntó:

—¿Tienes novia?

—No. ¿Y tú?

—Tampoco… Bueno, a lo mejor sí. Cuando vuelva a Burgohondo…

—Te echarán el lazo, ¿eh?

—A mi gusto, en todo caso.

—Todas las mujeres son iguales, aquí y allá. Te echarán el lazo y estarás más sujeto que en el frente.

El soldado se echó a reír.

—¡Peor que con el Sargento!

—Yo tengo uno que, si supiera que todas las noches vengo a bañarme me daba la carrera del señorito por entre las minas de la alambrada.

—¿Tenéis minas?

El otro le miró fijamente. Su voz pareció endurecerse.

—Oye. Somos dos mozos que nos estamos bañando. Si me haces preguntas así soy capaz de salir y hacerte la guerra aquí mismo.

—Somos enemigos, ¿no? ¿Crees que ibas a poder conmigo?

—Allá lo viéramos. Tú no tienes armas.

—Ni tú.

Se miraron en silencio. Luego, como si hubieran tenido la misma idea se echaron a nadar en direcciones contrarias. Volvieron al poco rato y el soldado preguntó al otro:

—¿Tienes tabaco?

—Ni un «mataquintos». ¿Y tú?

—Yo sí. Lo que no tengo es papel.

—Papel tengo yo.

—¿Quieres que fumemos juntos?

—Vamos a fumar juntos. Ya casi está amaneciendo.

Salieron del agua. Con las gotas sobre el cuerpo desnudo la luz de la luna los convertía en dos figuras plateadas. El soldado buscó entre su ropa y sacó el tabaco. El otro le alargó el papel.

Liaron los cigarros y encendieron con una larga mecha. Fumaron en silencio.

—Podíamos ser amigos.

—¿Para qué?

—No lo sé. Algún día terminará la guerra.

—Y los que ganen matarán a los que pierdan. Mira este.

—Yo no tengo por qué matarte a ti.

—Pero me matarás. O yo a ti.

—Oye… ¿Tienes fotografía de esa novia que te espera en Burgohondo?

—Sí. Voy a enseñártela.

Buscó entre sus ropas. Sacó una cartera oscura con una goma gruesa. Buscó, la abrió y le alargó la fotografía de una muchacha.

El otro la miró en silencio volviéndola hacia la luz de la luna. Luego le dijo groseramente:

—¡Está buena!, ¿eh?

—¡Oye! Que es mi novia…

—Bueno, pero está buena… Yo te he mentido. También tengo una. —¿Una?

—Sí.

—¿Una novia?

—Una compañera. Tenemos un hijo.

—¿Estás casado?

—Sí… Bueno, a la manera republicana.

—¿Por qué no te casas… por la Iglesia?

—Eso es muy difícil. No se encuentra un cura.

—Pero mañana, tu hijo…

—Mírale. Esta es su fotografía.

Le alargó una fotografía de un niño. El soldado le miró con interés. Guardaron silencio otro rato. El mozo republicano rompió el silencio.

—Es tarde. Si no nos vamos antes de que amanezca nos dispararán.

—¿Quieres que volvamos a vernos aquí?

—No. ¿Para qué? Esto es peligroso.

—Cuando la guerra acabe… Si salimos con bien, podríamos vernos…

—… O ver a nuestras novias —terminó el otro.

—Dame la dirección tuya.

Escribieron en el dorso de las fotografías las direcciones. Luego se dieron la mano.

—Somos amigos, ¿verdad?

—Sí.

—¡Peste de guerra!

Se separaron.

El soldado volvió al camino. Tomó la dirección hacia la trinchera. Ya empezaba a amanecer. No tenía miedo de que le vieran, pues había comprobado que, desde los puestos de centinela, no se divisaba aquel camino. Rápidamente trepó al repecho cuando, de súbito, cruzó por encima de su cabeza un silbante y tenebroso sonar de una ametralladora.

Se tumbó en el suelo. Otra ráfaga atronó los valles.

No se atrevió a mirar atrás. ¿Habían disparado contra su amigo?

Rápidamente llegó a lo alto del cerro. Pasó bajo la alambraba y entró en la trinchera. De su chabola salía el Sargento que le gritó:

—¿Ves lo que hacías con tanto disparar? Esto va a convertirse en un infierno.

El soldado miró hacia el enemigo. Nada se divisaba. Pensó que, cuando acabase la guerra tenía que ir a la Mancha, a visitar a una mujer que tenía un hijo. Le diría cómo había muerto su marido.