Juan García Hortelano: Carne de chocolate

JUAN GARCÍA HORTELANO

CARNE DE CHOCOLATE

Como tenía todo el día para pensar —y pensar me adormilaba—, luego, por las noches, dormía como un muerto, sin sueños. Pero algunas madrugadas me despertaban las sirenas y el ruido de los aviones, porque aquella parte de la ciudad, a diferencia del barrio de los abuelos, no había sido declarada zona libre de bombardeos. Oyese o no el estallido de las bombas, los cañonazos, el fragor de los derrumbamientos, algún apagado clamor de voces aterrorizadas, tenía que continuar a obscuras, sin poder recurrir a las novelas de Elena Fortún o de Salgari (las de Verne, a causa de su encuadernación, no me habían permitido sacarlas de casa de los abuelos), sin poder jugar una partida de damas contra mí mismo, sin la posibilidad siquiera de aburrirme con la baraja haciendo solitarios o rascacielos de dólmenes. Cuando no resistía más, me tiraba de la cama y escrutaba las tinieblas del cielo y del patio. Entonces, durante aquellas ocasiones en que me negaba tan eficazmente al miedo que llegaba a olvidarlo, me refugiaba en los recuerdos y pronto, aunque cada vez más despierto, era como si estuviese soñando. Veía a Concha, sus brazos, sus hombros, sus piernas y su rostro, tostados al sol de la terraza desde el principio de aquel verano que ya acababa y que, según repetían los tíos y la tía abuela Dominica, iba a ser el último de la guerra.

En realidad no recordaba el cuerpo verdadero de la Concha, sino aquel cuerpo —tan idéntico y tan distinto— con el que había soñado una de las primeras noches en casa de la tía abuela, cuando aún la costumbre de la nueva casa no había aplacado la tristeza del traslado. Tampoco me despertaban en realidad los motores de los aviones y el ulular de las sirenas, sino el ajetreo de la familia, que, sobresaltadamente puesta en pie por la alarma, se preparaba a bajar al sótano como si se preparase a partir de veraneo para San Sebastián. Chocaban unos contra otros por los pasillos, se gritaban órdenes, consejos, recriminaciones, olvidaban los termos o las cantimploras, regresaban, se descubrían descalzos de un pie, se enmarañaban en una discusión inútil (que habría bastado para despertarme) tras la puerta de mi habitación sobre si dejarme allí o bajarme al sótano, ajetreo al que solía poner fin la caída de la primera bomba y al que sobrevenía un silencio repentino, demasiado brusco y demasiado profundo.

Todavía en la cama, con la misma celeridad con que la tía abuela Dominica agarraba el rosario, recreaba yo el color de Concha en aquel verano —en aquel sueño—, la carne dorada, paulatinamente bronceada, casi negra, que la convertía en una carne asfixiantemente acariciable, lengüeteable, comestible. De inmediato comenzaba a sudar y, aún a riesgo de dejar las sábanas pringosas de pomada, me quitaba el pijama y me dejaba estar, sintiéndome la piel aceitosa, húmeda y como si por los poros emanase vapor, hasta que la excitación y la picazón me arrojaban de la cama y, asomado al ventanuco que daba al jardín de Fausto, conseguía atemperar aquella viscosidad lacerante, que me provocaba el cuerpo soñado de Concha, con imágenes, generalmente abstractas, de parapetos cubiertos de nieve, de caricias rasposas, de sabor a pan. A veces, si el sueño acababa con mis sueños, me quedaba dormido nada más volver a la cama, antes de que el bombardeo hubiese terminado y de que la familia, presa de la agitación que les causaba haber salido indemnes de las bombas de los suyos, regresara del sótano.

Había comenzado a sentir los picores durante aquel anochecer en que Tano me descubrió que el color rojizo de la piel de la Concha, que me intrigaba y me subyugaba desde hacía días, era debido a que la Concha tomaba el sol por las mañanas en la terraza. Estábamos los dos solos, sentados en el bordillo de la acera, alargando culpablemente como tantas otras noches el momento de volver a casa, apenas sin hablar, derrengados, obstinados en seguir en las tinieblas de la calle únicamente por demostrarnos que éramos más hombres que el resto de los chicos del barrio, deseando secretamente que apareciese Luisa a hostigarnos a capones y tirones de oreja. Que no se me hubiese ocurrido que la Concha subía a la terraza a tomar el sol me hizo sentirme muy tonto, experimenté una desoladora inseguridad, que aún subsistía después de que Tano y yo planeásemos sorprenderla. Aquella noche empezaron a picarme las manos, pero, con una difusa sensación de pecado, decidí no decir nada a Luisa, ni al abuelo, ni a mi padre, ni siquiera a Riánsares o a la abuela, a quien todo se le podía y se le debía contar. La intensidad de los picores fue aumentando durante los siguientes días, intolerable a ratos, incluso durante los preparativos de la emboscada, que fueron arduos y, sobre todo, trabajo perdido.

Lo primero que se nos ocurrió, al encontrar cerrada la puerta de la terraza, fue violentar la cerradura con nuestras navajas. A pesar del sigilo con el que creíamos actuar, la voz de la Concha preguntó a gritos quién andaba allí y Tano y yo escapamos escalera abajo. Reconsideramos la situación, sentados en el alcorque de una acacia, y decidimos que había sido una estupidez tratar de sorprender a la Concha frontalmente y a la descubierta. Habríamos durado, de conseguir forzar la cerradura, un minuto en la azotea, porque, siendo la Concha unos seis años mayor que nosotros y, aunque no nos lo confesásemos, más fuerte, nos habría expulsado con un par de bofetones.

—La podremos sujetar entre los dos —vaticinó Tano, resucitando una vieja aspiración que hasta entonces la Concha siempre había frustrado.

—Y ¿qué?, y después ¿qué?

—A lo mejor la cogemos en uno de esos pasmos en que se queda quieta, como tonta, y se deja —pero ni siquiera a Tano le duró aquella esperanza absurda—. Lo fetén va a ser escondernos detrás de las chimeneas de la terraza antes de que ella suba, esperar a que se duerma tomando el sol y luego, callando callando, salimos, nos tumbamos cada uno a cada lado suyo y la acariciamos suave. Seguro que eso a ella le gusta y se hace la dormida.

—Y ¿si está desnuda?

—¿La Concha? Deja de rascarte.

—Sí, leches, la Concha. Si toma el sol desnuda, es imposible que se haga la dormida cuando la despertemos.

—¿Tú qué sabes?

—Me apuesto el tirachinas a que toma el sol desnuda. Por eso echa la llave a la puerta de la azotea. La Concha es muy puta.

—Deja de rascarte, coño, que me pones a rabiar de picor. ¿Qué sabes tú, panoli, si se va a negar porque esté en pelotas? Mejor que esté en pelotas, mejor para nosotros y para ella.

—Peor, porque la Concha es virgo. Y una virgo sólo se deja por debajo de la ropa.

Hasta dos o tres días más tarde no conseguimos Tano y yo escabullimos antes del desayuno, sin calcular que el tiempo se nos haría eterno, que el calor, arrancando vaho de los baldosines rojos, nos resecaría, nos produciría vértigos cuando, hartos de permanecer acurrucados detrás de una chimenea, nos asomásemos a la calle de bruces sobre el pretil. Aquella mañana Tano ya ni me regañaba por rascarme, se rascaba también él, y mi piel, que despedía un fuego interior que se juntaba al fuego del sol, estaba ya decididamente encendida y pustulosa.

Habíamos percibido, de repente, que la Concha llegaba y nos ocultamos rígidos, ahogados por nuestras respiraciones contenidas, con los ojos cerrados por hacer todavía menos ruido. Para impedirnos el uno al otro asomar antes de tiempo la cabeza, ambos nos teníamos sujetos por el cuello. Sabía que llegaría el instante de mirar y veía ya, entrecruzadas y absurdas, imágenes vertiginosas del cuerpo de la Concha, contorsionado, mutilado, la Concha de rodillas o, como el Coloso de Rodas, de pie y con las piernas separadas, sujetándose con las manos una pamela contra el viento, la Concha vestida de monja y guiñándome un ojo alegremente.

Semanas más tarde, viviendo ya en casa de la tía abuela Dominica, cuando escapaba de mi habitación corriendo como un apestado (y ya por entonces me había hecho a la idea de serlo), entraba en el cuarto de baño pequeño y me ponía a orinar, de repente y durante unos segundos curiosamente largos y enajenantes, sintiéndome observado, creía ser yo la Concha al tiempo que otro yo mío me acechaba. La transformación se deshacía también repentinamente, al recordar que era el tío Juan Gabriel quien me miraba desde la bañera vacía donde pasaba la mayor parte de sus días, la cabeza apoyada en un almohadón de terciopelo granate, con el Castán y el Código Civil sobre la tabla de la plancha que le servía de mesa. Pero cuando después de abotonarme la bragueta y de recibir una pálida sonrisa del yacente, volvía corriendo por los pasillos a encerrarme en mi habitación, llevaba conmigo aún fresca —y la conservaba esforzándome en que no se marchitase— aquella curiosa sensación de ser yo la Concha y de que perteneciese a la Concha el miembro que crecía mientras orinaba.

Años más tarde, cuando el tío Juan Gabriel ganase en unas oposiciones patrióticas su naturaleza de notario, ya no me sería posible reconstruir con lozanía aquella sensación de ambigüedad perfecta, quizá porque ya para entonces, en los primeros años de la paz, serían otros los recuerdos de la niñez que me cuidaría de atesorar o de olvidar. Y así, poco a poco, la Concha iría dejando de ser yo, de tener miembro, de ser incluso la propia Concha (para entonces ya había comenzado a lanzarse a la noche, cuando terminaba de despachar en la farmacia del Licenciado Grosso López), y comenzaba a mezclarse en mi recuerdo con el de las fotografías, más adivinadas que entrevistas, de los semanarios (Crónica, por ejemplo) que el tío Juan Gabriel compatibilizaba con su biblioteca jurídica de la bañera. Había recuperado a mi madre, volvía a estar encerrado (ahora, en un internado de frailes), la abuela había muerto y había muerto Luisa, vivíamos con el abuelo en la casa reconstruida de Argüelles, Balbina me iniciaba perezosa y barroca, ya no me negaba a mí mismo que odiaba a la tía abuela Dominica y a los tíos, empezaba a tener conciencia de habitar un país imperial y de haber perdido, aunque todavía ignoraba que irremisiblemente, la infancia y la guerra. Era difícil sentirse la Concha cuando estaba aprendiendo que, ocultándome a los otros, los otros acababan por descubrirme siempre y que el medio más rentable de conseguir la indiferencia del prójimo (de conseguir ser misterioso e invulnerable) consistía en mostrarse, probablemente porque nadie cree en nadie (y más en aquellos años de la posguerra) al no encontrarse nadie habituado a creerse a sí mismo.

Pero los artificios de la verdad, los juegos de la apariencia y la doma del carácter eran algo desconocido para mí aquella mañana de la terraza, mientras Tano me agarrotaba el cuello y yo agarrotaba a Tano por el cuello, acurrucados tras la chimenea, ansiosos y precavidos mirones en trance de flanquear el cuerpo desnudísimo de Concha, de ser abrazados simultáneamente por ella. Por lo pronto, fue Tano quien, con una violencia inusitada y después de que yo descubriese que había estado observando mi mano libre mientras le suponía cegado por la visión que nos esperaba, se escapó de mi zarpa y, en un susurro que me sonó retumbante, ordenó:

—No me toques. Apártate.

—Ven aquí —me diría aquella misma tarde la abuela, cuando yo había dejado ya en su mesita junto al mirador la taza de té—. Vuelve y enséñame esas manos.

—No es nada, abuela —traté de zafarme—. Que me ha picado una chinche.

—Obedece —dijo, como siempre lo decía, canturreándolo—. ¿De qué tienes miedo?

—Si son sólo unos habones que me he rascado… De chinche o de una pulga…

—Déjame que vea yo.

—Se te va a enfriar el té.

Sonrió, cómplice y guasona, acarició el dorso de mis manos y fue separándome los dedos, observando calmosamente la piel que los unía, esforzándose en mantener la sonrisa. Llamó al abuelo.

—Tiene que picarte mucho, ¿verdad? No tengas miedo, porque esto se cura. Habría sido mejor que me lo hubieses dicho… —se interrumpió, al entrar el abuelo—. Doctor, aquí tienes un caso que no parece difícil diagnosticar.

Mis manos pasaron a las suyas, que por aquellos años aún no temblaban, se caló los anteojos de leer el periódico y el devocionario, se inclinó, enseguida se irguió y dejó caer mis manos.

—¡Vaya por Dios…! Indudablemente es sarna.

Él había dicho la palabra, que la abuela había eludido, y aquella tarde ya no me dejaron bajar a la calle. Se reunieron todos en la sala. Hablaban en voz baja. Mi padre afirmó que no le extrañaba el sarnazo, pasándome el día entre golfos, milicianas y pioneros. Telefonearon varias veces. A Tano, naturalmente, no le dejaron entrar y Luisa me rehuía. Riánsares, mientras fregaba los platos de la cena, me secreteó que la tía abuela Dominica no se decidía a tenerme en su casa, no por temor al contagio, sino por los malos ejemplos que podría yo recibir de mis tíos. La abuela se quedó junto a mi cama hasta que me dormí, dándome conversación.

Al día siguiente, sentados en el mirador, la abuela me explicó las determinaciones adoptadas por la familia. La higiene resultaba esencial y en casa de la tía abuela Dominica había dos cuartos de baño. Lo más molesto sería el aislamiento riguroso en que habría de vivir. A la pomada me acostumbraría pronto (nunca me acostumbré a tener el cuerpo embadurnado de pringue) y ella y el abuelo me visitarían a diario (a los pocos días a ella se lo prohibirían, alegando que sus cuidados exacerbaban mi sensibilidad). Lo importante ahora, a su juicio, consistía en elegir cuidadosamente un equipaje de distracciones, y el tiempo se me pasaría sin sentir. Mi padre excluyó las obras de Verne, a causa de su lujosa encuadernación, y la abuela subrepticiamente añadió a la impedimenta lúdica el tren eléctrico (no habría un solo enchufe en mi prisión) y sus dos tomos en piel de las Memorias de Rousseau (que leería íntegras y sin apenas provecho). Alegué que perdería mis clases, pero rearguyó que doña Juanita necesitaba unas vacaciones. Le pedí crudamente que me dejase seguir en su casa, que yo me bañaría en un barreño, que no tocaría nada ni a nadie, que prometía no salir del cuarto ropero. Se echó a reír, como si en aquellos momentos no le costase.

—Yo sé por qué no quieres irte. Por Tano. Pero a los dos os vendrá bien una temporada sin veros. Últimamente, reconócelo, peleáis más de la cuenta.

No era por Tano, sino por la insensata certidumbre de que no regresaría nunca a casa de los abuelos y, a la vez, de que la Concha iba a consentirnos compartir con ella sus baños de sol. Unos meses después, cuando regresé y ya casi había olvidado las semanas de la sarna (aunque todavía me despertaba a mitad de la noche rascándome), supe que Tano sí había sido admitido a compartir los baños de sol en la terraza, que allí y durante aquel verano la Concha y él fueron novios. En mi encierro nunca lo había imaginado, por lo que, desde que lo supe, como si estuviese encerrado de nuevo, sufrí unos celos retrospectivos e impotentes.

Los primeros días en casa de la tía Dominica me bañaba Balbina en olor de multitud. Luego, fue decreciendo el número de parientes que, a la mañana y a la tarde, asistían al espectáculo. El abuelo espació sus visitas. Sólo Balbina (nuestra criada de toda la vida, prestada durante los años de la guerra a la tía abuela y que, cuando Riánsares se casó, recuperaríamos sobada y enviciada por la caterva de mis tíos solteros) me secaba después del baño, me untaba la pomada y rociaba la bañera de alcohol, que luego prendía, provocando un fuego azul y casi invisible, mientras me vestía yo un pijama limpio y ella se llevaba a cocer en una olla el usado. Media hora después de estas abluciones y ungüentos, el tío Juan Gabriel se reintegraba (salvo que se distrajese tocando el piano) a aquella bañera, único rincón de la casa donde, según él, era capaz de estudiar, ya que era el único rincón, de acuerdo con las trayectorias y derivadas que había calculado, donde nunca podría caer una bomba, ni un obús. Pero el cálculo más exacto y lucrativo que realizó el tío Juan Gabriel fue pasarse, en enero del 39 y por las alcantarillas, a las trincheras de los facciosos en la Universitaria. Cuando entró en marzo con las tropas vencedoras, el tío Juan Gabriel hablaba de la guerra como si en vez de en la bañera la hubiese vivido íntegra en el frente y, con los años, había parientes que afirmaban que Juan Gabriel se pasó a Salamanca por Portugal en la primera semana de la Cruzada.

El recuerdo de aquel cuerpo en la bañera iba unido al indeleble, aunque ajado, de mis misteriosas transformaciones en la Concha, en las tres o cuatro ocasiones diarias en que se me permitía salir del cuarto de los trastos. La soledad, multiplicada por la ausencia de la abuela, reavivó el recuerdo de mi madre, a quien la sublevación había sorprendido en el otro lado y a quien, por una sencilla pero firme asociación mental, a veces creía oír al otro lado de la puerta. Cuando, cansado de leer o de jugar, ensordecido de silencio, intemporalizado y afantasmado por la soledad, pegaba el oído a la puerta o trepaba hasta el montante (a través de cuyo vidrio fijo divisaba un recodo del pasillo), creía escuchar entre las voces la de mi madre o (lo que me espeluznaba más) su respiración.

Y probablemente la respiración era real al otro lado de la puerta durante algunos bombardeos, cuando yo creía estar solo en el enorme piso de la tía abuela Dominica, porque, según me contaron mucho después (y entonces no podía ya dejar de odiarla), tía Dominica no bajaba al sótano con mis tíos y, en silencio para no asustarme, se quedaba de guardia junto a mi puerta hasta que la sirena proclamaba que había pasado la alarma. Sin embargo, a diferencia de los celos, me fue imposible sentir retrospectivamente el sosiego y la gratitud que habría sentido durante aquellas noches de haber sabido a la tía abuela tan cerca de mí.

Aquel régimen de vida, agravado por la escasez de alimentos, propiciaba las alucinaciones diáfanas y tortuosas, en las que siempre cuidaba de separar —angustiosamente— de la Concha, de Balbina, de Riánsares, de las niñas del barrio, de las milicianas de nalgas ceñidas por el mono, las apariciones de mi madre, por lo general vestida de enfermera de la Cruz Roja. Algunas noches (quizá porque la tarde anterior no había merendado o porque había cenado sólo un trocito de pan y un plato de cáscaras fritas de patata) agradecía que la sirena, disipando las imágenes flotantes, me restituyese al mundo real, el mundo donde en cualquier instante podía llegar mi muerte o la de otros habitantes de la casa, pero no la de mi madre.

A cambio, si Balbina me había traído un plato de garbanzos o el gramófono de bocina para que durante un rato (y sin acercarme a él) escuchase las placas que a ella le gustaban (el coro de las segadoras de La rosa del azafrán, Gardel, Angelillo), era casi seguro que durante el bombardeo soñaría que el tiempo pasaba de prisa, que la piel no me escocía, que la Concha se doraba al sol, que su carne ya había adquirido consistencia, el aroma y el sabor del chocolate. No obstante, también otras veces la Concha adoptaba en mi ensoñación la fijeza de la gelidez, la pesadumbre de las horas iguales, el temor de oír la propia voz. Por la mañana comprendía que había soñado despierto, aun sin verla, con la Concha en la terraza mientras la acechábamos Tano y yo tras una chimenea, y paulatinamente recuperaba el gusto de lo prohibido, el placer de haberla visto brotar relampagueante y absolutamente desnuda.

—No me toques. Apártate —había susurrado Tano, cuando se le ocurrió viendo mi piel que yo tenía una enfermedad infecciosa.

Chisté sordamente para que callase, pero también me desprendí bruscamente de su mano y, como si al dejar ambos de cogernos por el cuello hubiera llegado el instante oportuno, ambos fuimos rodeando las paredes de la chimenea y asomándonos con una lentitud aprendida en las películas. Y allí estaba, insólita, tendida sobre una toalla y con las piernas separadas en un ángulo que nos permitió a Tano y a mí adorar el primer sexo femenino de nuestras vidas. Nos quedamos quietos, desorbitados, sonriendo inconscientemente quizá, tensos. Los pechos se le derramaban hacia los costados y bajo la luz también desnuda su cuerpo tenía el color rojizo de los baldosines, como si fuese impregnándose de barro. Tano, imprevisiblemente, por una de aquellas irreprimibles necesidades de comportarse excéntricamente que le acometían, silbó y Concha, de golpe, levantó los hombros y se quedó apoyada sobre los codos, los pechos recobrando elásticamente su volumen, una mueca de estupor en los labios.

—No vamos a tocarte —dijo Tano—. Estate quieta. Tranquila, Concha, que va a ser muy divertido —y Tano comenzó a sacarse la camisa por la cabeza.

Tanto creí que ella consentiría que hasta compuse mentalmente los movimientos con que me iba a desnudar de inmediato. Pero Concha se levantó y, al tiempo, como en un número de circo, se envolvió en la toalla. Nos miró. Tano detuvo las manos en la hebilla del cinturón. Algo incomprensible en la actitud de la Concha, algo que rebasaba su agresiva impasibilidad, nos obligó a movernos (¿quién de los dos primero?) en dirección a la puerta, a girar la llave, a bajar mansamente los escalones (Tano, poniéndose de nuevo la camisa), a separarnos en la calle sin haber pronunciado una sola palabra. Y aquella misma tarde entré en el lazareto.

Transcurrían las semanas al ritmo de los obuses y de las bombas, y alguna noche, asomado al ventanuco del cuarto de los trastos, ignorando que al otro lado de la puerta velaba la tía abuela Dominica, desnudo y embadurnado de pomada, sudoroso, calculando a qué distancia se habría producido la última explosión, creía factible (y olvidaba que aquella casa terminaba en un tejado) subir a la terraza a que mi madre me untase la pomada, o que la Concha entrara por el montante dispuesta a que le mordiese yo sus hombros redondos, repletos y duros, compactos como el chocolate de antes de la guerra.

Confundía la disposición de una casa y de otra. Confundía la lujuria y el hambre, cuyos jugos se mezclaban en mi saliva. Confundía el sueño y la vigilia, mi piel sarnosa con mi alma. Un deseo se transformaba en un recuerdo y me deslizaba, caía en una lúcida irrealidad, me desconocía. Resultó ser, efectivamente, el último verano de la guerra, pero de aquellas semanas conmigo mismo me quedó una cronología de características peculiares, irreducible. Y así, durante muchos años después, instintivamente confundiría los tiempos y los rostros, establecería verdades contradictorias, trastrocaría el orden de los acontecimientos. ¿Acaso no murió la abuela antes de que yo tuviese la sarna?; ¿no había regresado mi madre mientras el tío Juan Gabriel permanecía todavía en la bañera?; ¿no fue la propia Concha quién me mostró en la terraza el vello de su pubis, recién teñido de rubio?; la guerra aquella ¿no había transcurrido cuando yo apenas tenía dos o tres años y fue leyendo a Rousseau, mucho después, que la imaginé?; ¿quién la había ganado, si es que alguien la ganó?

También había momentos en que todo parecía haber sido real, aunque entonces todo resultaba más incomprensible. Y en mi celda del internado las noches en que sólo habíamos cenado puré de almortas y una naranja agria soñaba con parapetos cubiertos de nieve, con una caricia rasposa, con un viscoso chorro de chocolate. Sin despertar, mientras seguía soñando, sabía que eran los chicos del barrio recibiéndome a pedradas cuando regresé a casa de los abuelos a comienzos del otoño, que era Tano contándome sus proezas, Riánsares friendo un lluevo para mí solo, la abuela reteniéndome contra su pecho (contenta de hacer por una vez lo que no se debía), la Concha balanceando la lechera y dejándose besar para demostrar que yo no le daba asco.

Despertándome ya, pero aún en el duermevela, era evidente que la guerra no había terminado (que jamás terminaría) y el júbilo de descubrir que sería eterna me adormilaba más. De nuevo volvía el tiempo de la confusión, de las certidumbres, de las emboscadas, de no saber que yo no sabía nada, el tiempo de la vida. Una brisa acariciaba mi piel, aspiraba el fuego azul del alcohol lamiendo la loza blanca y, convencido de que yo había muerto de tifus en una trinchera del frente de Madrid, apuraba la felicidad de haber existido alguna vez y en algún lugar.