Antonio Pereira: El hombre de la casa

ANTONIO PEREIRA

EL HOMBRE DE LA CASA

Qué pesadez, el comienzo de un cuento terrorífico de Allan Poe: «Un pesado, sombrío, sordo día otoñal; las nubes agobiosamente bajas en el cielo, un terreno singularmente lóbrego, con las sombras de la tarde cayendo sobre la mansión melancólica…».

Yo no desconfiaré del lector hasta tal punto y le diré para esta historia que era enero y un casar en la sierra de Aneares. Basta. De aquella noche de armas y caras amenazadoras, ahora puedo contarlo todo. Los años, y algunas muertes naturales, han quitado sentido a la consigna de silencio que pesaba sobre nuestra familia.

Los chicos de mi casa solíamos pasar con los abuelos los meses de calor. Marchábamos a la montaña con la ilusión de lo diferente; pero también, en el fondo, con la seguridad de que volveríamos en setiembre a la ciudad, a lo que era de verdad nuestra vida.

Sólo que aquella vez empezó la guerra, y decidieron que yo me quedara allá arriba el invierno. Todo un invierno sin luz eléctrica ni cine ni el paseo de la estación a la hora de los trenes.

—Tú, a lo tuyo —la voz protectora de la tía Paca—. Siete años, nada menos que siete años tendría que durar esto para que a ti te alcanzasen las quintas.

Me trajeron los libros para que repasara lo que ya tenía aprobado, y por mi cuenta encargué un montón de novelas de cincuenta céntimos, Dumas, don Juan Valera, El hijo de la parroquia de Dickens.

Mis tíos estaban en el frente y escribían pocas cartas. El abuelo había muerto no hacía mucho en su cama. «Qué lástima en su cama, un valiente como él», lloriqueaba la abuela cuando estaba un poco bebida. La casa de los abuelos, en quitándome a mí, se había quedado en una casa de mujeres. Allí engordé y me puse algo retaco. Tendría que pasar una pleuresía larga (pero esto fue en la posguerra) para salir de la cama con un estirón.

Una noche de después de la Navidad estábamos cenando, o habríamos terminado de cenar, porque recuerdo a la abuela apurando la copa deprisa, con el instinto de que alguien podía venir a quitársela. Había empezado una de esas alarmas de los perros, pero ella supo que esta vez no era el merodeo hasta ahora incruento de la lobería. Por entre los ladridos de los mastines nos llegó el ruido de caballos, luego el alboroto creció afuera, mientras que en la gran cocina del casar no había más que silencio y las miradas ansiosas que nos cruzábamos. Demasiado tiempo llevábamos sin que en nuestro mundo de la sierra pasara nada. Nada.

En la ciudad comían peor que nosotros. «No sabéis lo que tenéis aquí arriba», decía el peatón de Correos. Pero en la noche se sentían acompañados unos con otros, y algunos días veían manifestaciones y desfiles. En la casa apartada te imaginabas una tropa uniformada, la misma palabra lo dice: vestidos por igual —y mejor si de la misma estatura—, con sus armas idénticas para disparar todos al mismo tiempo. No el desorden de los de barba y los afeitados, los de capote y los de zamarra o manta, la mayoría con escopetas y unos pocos con fusil. Así de descabalado entró aquel grupo de hombres en nuestras vidas vacías. Venían a caballo pero embarrados como si marcharan a pie. Uno de ellos se quitó el barro de las botas antes de pasar la puerta. Otro muy menudo calzaba zapatillas de paño a cuadros y esto desconcertaba a cualquiera. Pero todos hicieron igual saludo, según iban entrando y olfateando los olores que nunca faltan en una cocina de casa grande.

No diré si extendían el brazo o levantaban el puño. A estas alturas me es indiferente y además no influye en la historia.

Eran los amos del cotarro, estaba claro que una fuerza así podía mandar en la despensa y en el vino y en nosotros. Sentías temor, pero daban también un poco de lástima. ¡Unas zapatillas de paño a cuadros! Podía ser que no pasara nada malo y hasta que les cogiéramos afecto. Unos se habían sentado en los largos bancos y en los escaños, otros husmeaban de un lado para otro y se vio que había lobos y corderos en aquel rebaño.

Uno de los lobos era algo cojo.

En nuestra misma familia había cojos, el profesor de Dibujo del Instituto era cojo, pero ninguno había visto yo con una cojera tan antipática. Me negué a concederle en mis adentros que la hubiera ganado luchando. Creo que nos caímos mal el uno al otro.

Mala suerte, que el cojo fuera el jefe. No llevaba insignias de mando, y esto era peor porque mandaba sin tener que respetarse a sí mismo.

Pero estoy hablando como si yo fuera el ombligo del mundo, cuando allí estaba la tía Paca principalmente (la abuela era otra cosa), y había una criada vieja, mezclada con las amas como ocurre en aquellos lugares, y una nietina pequeña de la criada. Y la prima Rosa. Estaba la prima Rosa.

La tía Paca me parecía muy mayor y a veces no parecía una mujer, lo digo por lo decidida y fuerte, fea no era con sus treinta años y no le faltaban novios. Pero Rosa, Rosa era como de otro mundo. Con sus quince o dieciséis años. Aunque todo lo había aprendido sin salir del casar, hacía buen papel cuando bajaba a la ciudad por las fiestas. «El padre de esta chica es un vaina —los mayores no piensan que los chicos oímos—, en vez de mandar dinero a casa, lo pide, y a esta chica habría que darle estudios». La prima Rosa es hija del tío que fue a América y no volvió, era huérfana de madre, o sea lo ideal para un chico como yo, que estaba leyendo una novela sobre las princesas normandas. Tenía los ojos claros, un cuerpo delgado, las piernas largas y esbeltas. Cuento esto para que se advierta el contradiós de que el jefe tarado, tan viejo para ella, se pusiera galante y sobón y que sus subordinados le rieran las gracias.

Fue una noche interminable —«interminable, medrosa, de siluetas fantasmales», que diría Poe…—, y a lo mejor aquellos intrusos sólo estuvieron dos o tres horas de los relojes. La tía Paca era la que daba la cara. Había dispuesto que la criada trajera más luces, como buscando ante todo claridad, y ella misma fue aportando comida y bebida, que los abusadores hicieran gasto pero no destrozos. La abuela no se daba cuenta de la situación, encantada de que entre halagos la animaran a darle al anís. Alguno de los individuos decía una grosería y otro le reprendía, y luego el reprensor soltaba una barbaridad todavía más grande.

De mí dieron en decir «el hombre de la casa».

—A ver qué ideas políticas nos tiene el hombre de la casa. ¡Saluda, coño!

Yo sufría la burla, pero era demasiada gente para mi atención y me concentré en los personajes que me importaban. Lo primero, la prima Rosa. Y a continuación de la prima Rosa, el otro, el jefe de aquella milicia o como debiera llamarse. Rosa se apartaba de las baboserías del tipo. Inútilmente trató de escapar a su cuarto y así se supo que estaba presa, que todos estábamos presos como Rosa.

Mis tíos eran buenos tiradores pero a saber por qué frente andarían. El abuelo era en vida un montañés terrible, por las mañanas se levantaba jurando y había que despertarse hasta que estaba despierto del todo. Mi vida iba por otros caminos. Hasta los bichos me daban miedo, a pesar de que estaba viviendo en el campo. «El hombre de la casa», y los ojos se me enaguaban. La cocina, que servía de comedor de diario y sitio de estar, se había cargado de humo, pero también de una electricidad como el aire cuando por la sierra nos amenazaba la tormenta. Todos fumaban. El cerco del opresor de Rosa se iba haciendo más estrecho, parecía imposible que los demás no se diesen cuenta. Yo no quería mirar el ultraje y miraba el fuego de la lumbre baja, pero esta noche las figuras siempre cambiantes de las llamas no conseguían fascinarme. En un trozo de castaño me puse a tallar algo, distraídamente, con una navajilla de mango de palo que llevaba para afilar los lápices. Pero no podía evitarlo, levantaba los ojos y aquella vez vi que Rosa me miraba. Me miraba a mí, ella sabía mis sentimientos, y a través de la atmósfera mareada me pareció que le habían arrancado un botón de la blusa.

Fue una sensación nueva, sentir que la sangre le arde a uno en las venas. No sé lo que hubiera hecho. Nada, probablemente nada. La tía Paca entró despacio en la escena, contoneándose como nunca se había visto. La tía Paca se había soltado el moño y el pelo muy negro le cubría la espalda hasta la cintura.

Se sentó al lado del rijoso, que así quedaba entre las dos mujeres.

Fue un juego lento, implacable como en una película de insectos. Yo vi cómo la inocencia de Rosa se iba liberando de la malla ominosa. Como ganaba terreno la madurez experta de la tía Paca, ahora pienso que el heroísmo.

Y luego, el momento clave del drama, la mujer mayor hablando casi ni el oído del tipo. Qué palabras, qué promesas oscuras, ese misterio me persiguió muchos años. El insecto macho abrió unos ojos como platos, como si no pudiese creer lo que estaba oyendo. Luego rio y bebió un trago y volvió a reír más fuerte, pero ya la pareja estaba subiendo la escalera para las alcobas y el jefe de la partida llevaba una bota suplementada, la tía Paca no se volvió para mirarnos.