Ramiro Pinilla: Julio del 36

RAMIRO PINILLA

JULIO DEL 36

Para los Altube la guerra comenzó a las cinco de la tarde, cuando Marcos entró en la cocina diciendo que se lanzaba al monte con la escopeta y que le envolvieran un bocadillo.

—Estamos en veda —le advirtió Asier.

Por el silencio que le ciñó supo que la familia estaba pensando en otra cosa. Al abuelo se le quedó en el aire el chorizo de la merienda. La abuela y la madre paralizaron sus quehaceres.

—¿Qué pasa por ahí? —preguntó, abrumada.

Marcos entró en su dormitorio y regresó con la caja que a Asier siempre le parecía para el cadáver de un niño plano, y emitiendo entre dientes el silbido opaco que reservaba para los buenos momentos. Por los cristales del ventanuco se filtraba un sol compacto. Asier observó que la madre secaba sus manos en el delantal con una calma falsa, y le oyó repetir la pregunta. Absorto en el levantamiento de la tapa, Marcos siguió sin oírla.

—Vivimos fuera del mundo, como los salvajes, por no tener una radio en casa —añadió la madre lanzando una mirada de recriminación a los ancianos.

—El púlpito es la mejor radio —dijo el abuelo—. Ya nos han dicho lo que ha dicho el cura.

—Unas veces don Eulogio recibe las noticias de Dios y otras de la radio. Tiene una en su mesilla, como todo el mundo.

Asier recordó entonces las palabras de la vecina que llamó a la puerta casi al mediodía. «Se han rebelado los militares», había anunciado con una sonrisa incolora. En la cocina sólo se encontraban la abuela y él. La abuela no interrumpió su picadura de calabaza para los cerdos. «Mejor si se pondrían todos a trabajar», dijo. Asier aguardó a ver si la noticia era tan importante como para que la abuela marchara a la cuadra a comunicársela al abuelo, a la madre y a Marcos. No se movió. No habló hasta la comida: «Ha venido Josefa, la de Jáuregui, a decir que el cura ha dicho que se han rebelado los militares». Asier miró al abuelo. Su comentario no le sacó de dudas: «Los militares siempre se están rebelando». A sus noventa años seguía siendo un hombre monumental que no podía coger con sus manazas objetos frágiles porque los rompía. Marcos balanceó su cabeza encima del plato de porrusalda, pero Asier estuvo seguro de que sólo pensaba en el nuevo domingo perdido para la caza por culpa de la veda. La madre lanzó un suspiro cotidiano de fin de comida: «Que nos dejen en paz de líos. Ya tenemos bastante con las pendejadas naturales de la vida».

De modo que tuvieron que llegar las cinco de la tarde para que la guerra entrara en la cocina.

—¿Qué pasa por ahí? —preguntó la madre por tercera vez.

Marcos estaba desarmando la escopeta con un ronroneo de felicidad parecido al de los gatos. Movía los dedos con tanto amor que Asier no podía dejar de mirarlos. El abuelo instaló el nombre de Marcos en el ambiente como un ultimátum, obligándole a despertar de su ensueño. Descubrió a la madre por encima del bloque de sol que dividía el aposento, y entonces oyó sus tres preguntas.

—La gente se ha echado a la calle —reveló—. Voy a apuntarme de voluntario en el Batzoki.

—Por qué —musitó ella.

—Porque van todos.

La madre le replicó que se quedara donde estaba, que él no entendía de esas cosas. «Las guerras deben hacerlas los bocazas», manifestó.

Reintegrado a las piezas de su arma, Marcos le respondió por un impulso anterior. Asier le vio marcar una sonrisa lejana: «Nadie ha hablado de guerra».

—Las huelo a distancia —dijo la madre.

—No ha conocido ninguna.

—Precisamente por eso.

A Marcos se le veía cada vez más remoto.

—Estas cosas se suelen acabar en cuanto empiezan —murmuró.

—Las guerras que empiezan no se acaban nunca —dijo el abuelo.

Asier palpó el instante preciso en que su hermano se hundió del todo en la escopeta. Era un hombre de huesos largos y puntiagudos que amenazaban rasgar su envoltura. Tenía una habilidad especial para articular la materia, y a veces la madre precipitaba el descalabro de grifos y cerraduras para verle feliz reparándolos. Cuando el tractor aplastó los pies de Asier él le fabricó una silla de ruedas de una mecedora, y para la fase actual le había labrado unas muletas primorosas. Desde la infancia se venía preparando sus propios artilugios de caza. Pero cuando compró la escopeta con ahorros de tres años se descubrió que más que matar animales le fascinaba el ingenio encerrado en los mecanismos. La desguazaba y la armaba con misticismo y perdía horas enteras contemplando el mundo por su mira o disparando el gatillo en el vacío junto a su oreja para emborracharse con el clinc del metal. A veces cargaba hasta un bosque con Asier y este le veía asombrarse ante la pieza abatida a cada disparo, pues si Marcos cazaba era porque tenía al pajarito por una prolongación natural de la escopeta. «Al hombre que inventó las armas de fuego le harán santo», se le oyó decir un día.

La abuela se levantó con un castañeo de huesos.

—Voy a prepararme —suspiró—. Hoy habrá de todo menos rosario.

La réplica que estalló en la cocina pareció un cortafrío que barrenara la atmósfera.

—No, quédese. Yo soy la madre de este loco, pero usted es su abuela.

Asier sintió que le tensaban la piel de la espalda. La madre había hilvanado las palabras con cables de acero.

—Esta noche le echaremos un sermón —dijo la abuela.

—Esta noche ya no dormirá en su casa sino en su guerra —sentenció la madre.

La abuela vaciló dentro de sus alpargatas de esparto. Era una mujer grande y remansada que durante toda la vida había tenido las cosas en su sitio. Ahora no comprendía el desbarajuste de aquel domingo que amaneció intacto y acababa resquebrajado.

—Quiero oír yo misma a don Eulogio —señaló finalmente.

—El cura sólo puede decir lo que ya ha dicho la radio —exclamó la madre—. Dios no envía mensajes sobre las guerras.

Asier pasaba la vista de una a otra, pero de pronto ni la mirada aturdida de la abuela ni la fulgurante de la madre le atrajeron tanto como el quehacer de Marcos. Iba extendiendo las piezas de la escopeta sobre un paño verde de jugar al mus. Había realizado tantas veces la misma operación que las espaciaba con un ajuste artístico. Asier observó cómo las acariciaba con los dedos y con el aire de su silbido.

—Y usted qué dice —añadió la madre dirigiéndose al abuelo.

El abuelo había dado por concluida la merienda. Asier lo vio aprendiéndose los dibujos de las baldosas del suelo.

—Que os calléis las dos —dijo—. Las guerras las hacen los hombres.

Asier pensó que se debatían en un terreno inexistente. Estuvo a punto de llamarles la atención sobre la indiferencia de Marcos para que se convencieran de que desorbitaban las cosas. La madre pareció adivinar su pensamiento.

—Ahí le tenéis —dijo—. La familia llorando sangre y el niño destripando su juguete.

Marcos desprendió la última pieza y se quedó contemplando su mosaico. Asier percibió la felicidad que traspasaba sus prendas. El abuelo buscó sobre la banqueta un nuevo acomodo para su humanidad.

—A mis años ya no se sabe cómo marcha el mundo —dijo—. Si Marcos quiere ir a la guerra, él sabrá por qué.

—El no entiende de esas cosas —protestó la madre con un charqui— to en cada ojo.

—Nadie entiende las guerras —dijo el abuelo.

—Y menos mis hijos.

—Mis nietos no son más lerdos que los demás —dijo el abuelo.

Entonces Asier vio a la madre agarrarse las manos y clavar en Marcos una mirada penosa. Era como siempre le solía mirar, sólo que esta vez la mirada salía de una cara de viuda y además Asier temió que la expusiera con palabras. La madre había salido a la rama más pequeña de los hermanos y tenía un engañoso rostro de mujer fina, pero su cuerpo era tan sólido que aguantaba en la huerta como los hombres.

—Marcos es un ángel de Dios —murmuró mordiéndose los labios.

—Los ángeles también fueron a la guerra —dijo el abuelo.

La abuela se estuvo persignando hasta cuando recordó que aquello estaba en el Catecismo. A Asier le entraron tentaciones de empezar a muletazos con todos para que se callaran. Un momento antes Marcos se había puesto a engrasar las piezas con una escobilla. Mojaba los pelos en un bote, los levantaba para que escurrieran y luego tapizaba el metal con una costra brillante. Debajo de las piezas había puesto trozos de papel para no aceitar el paño de mus. Asier tenía de la guerra un concepto puramente cinematográfico. Jamás había logrado encajar los combates de trincheras, la revuelta de Pancho Villa o las matanzas de chinos en el cotidiano escenario de las higueras. Ahora, la palabra guerra también perdía su sentido ante aquel Marcos embebido en el ritual que siempre precedía a la caza de pajaritos.

Durante varios minutos no sonó una voz en la cocina. La madre se movió para colocarse al costado del hijo y así dejó de obstruir el poste de sol, que se estrelló contra la espalda de Marcos y puso un cerco de oro en su cabeza. La abuela interrumpió su huida al rosario.

—Creo que Dios nos quiere decir algo —susurró con pavor señalando el pelo del nieto.

—No empiece con sus sinsumbaquerías —exclamó la madre con los nervios a flor de piel—. Váyase al rosario y entregue al chico a los militares.

—Ya no puedo —declaró la abuela. Pero la mirada de la hija le impidió poner en palabras sus razones. Se exilió como un desperdicio en la banqueta de su rincón.

Asier vio a la madre morderse los labios por no saber cómo empezar a salvar la vida de su hijo. Conocía qué clase de amor le profesaba, pero entonces lo tocó con las manos. Marcos dejó reposar la escobilla y admiró su obra por encima de la brisa de su silbido. La madre se agotó en el esfuerzo de aparentar serenidad.

—Tú no sales a la guerra —le anunció.

Tuvo que repetírselo pegada a su oído. Marcos volvió la cabeza para mirarla desde un mundo perdido. Ella lo agarró con desesperación del cuello de la camisa.

—Miradle —exclamó—. Ni siquiera sabe que esta vez no va a matar pajaritos sino prójimos.

Marcos le retiró las manos con pulcritud.

—Me va a saltar las piezas —dijo.

A la madre se le salieron los ojos de las órbitas.

—¿No lo veis? La guerra sólo es para él unas vacaciones sin veda para disparar su tubo. Lo conozco como si lo hubiera parido.

De dos zancadas se plantó ante el abuelo. Asier notó que los pies le empezaban a doler después de tres meses.

—Deme la razón. Pregúntele: tampoco sabe hacia dónde debe disparar.

El abuelo se puso en pie lentamente. Asier lo vio dominando con su altura toda la cocina. La madre fue a hablar pero se cruzó con su expresión.

—Hacia dónde debes disparar —preguntó el abuelo clavando en el cuello del nieto una mirada profunda.

Marcos había empezado a acoplar las piezas. Las trataba con precisión matemática, de un solo movimiento, como en una cópula conyugal. Asier quedó pasmado de cómo podía evadirse de la presión del abuelo. Este marcó un silencio total en la cocina y así le llegó a Marcos la pregunta que seguía flotando para él en el ambiente. Dejó sus manos en descanso sobre la mesa y contempló al abuelo con ojos destilados.

—Yo dispararé para donde disparen todos —dijo.

El abuelo abandonó la cocina con una majestad dura. Asier oyó sus pasos de ida y de vuelta en el portalón y le vio de regreso cerrando algo en el puño. Vertió media heredad sobre los materiales del paño de mus.

—Tú dispararás para salvar la tierra —dijo el abuelo.

Contemplando el estropicio, a Marcos le brotaron dos surcos en la cara. El rincón de la abuela se llenó del susurro temeroso de su rosario. El abuelo comenzó a retirar terrones con los dedos con una meticulosidad que a Asier se le metió en el cuerpo con estruendo. Sin una protesta, Marcos se incorporó a la limpieza, y enseguida se les unió la madre. Asier los adivinó impregnados de la emoción del abuelo.

Ejecutaron el trabajo sólo con las manos y al final la carne y las prendas quedaron unificadas bajo una costra de huerta.

—La tierra nunca mancha —dijo el abuelo.

Él mismo inició el montaje del arma. Revueltas en la gleba las piezas aparecían sobre el paño como los residuos de una riada. La tierra había formado con la grasa una crema espesa. Con el alma colgada en el vacío Marcos se las fue entregando una a una, traspasado por la prohibición del abuelo de no desembarrar más que los metales interiores. No reconoció el instrumento que depositaron en sus manos.

—No debió hacerle eso al chico —dijo la madre.

—Ahora es una escopeta de Dios —dijo el abuelo—. Todas las cosas de Dios son de tierra.

La madre se retiró al fogón para llorar de espaldas.

—Sólo eran santas las guerras de otros tiempos —dijo suavemente.

Asier la vio tan aplastada que se le agudizó el dolor de los pies. El abuelo arrebató el arma al nieto y le pidió munición. Marcos abrió una caja de membrillo y retiró un cartucho de una formación apretada. Las manazas del abuelo fueron incapaces de operar con un accesorio tan pequeño y le devolvió las dos cosas. Recuperó la escopeta cuando estuvo cargada. Bajo su capa de barro el arma era un objeto indescifrable. El abuelo abrió la ventana y apoyó el cañón en el marco. El disparo no sonó a cosa de caza sino de conflagración.

—La causa de la tierra sigue siendo santa —dijo el abuelo—. Dios sólo hace milagros cuando los necesita.

La madre se enderezó y comenzó a pelar patatas para la tortilla. Mirando su espalda sucumbida, Asier tenía que acordarse de respirar. Creyó que el dolor de los pies le iba a reventar la tela de las alpargatas. La abuela emitía su rosario con un ahínco morboso. En la cocina todo parecía arreglado, excepto para la madre.

—Para qué reza, para que su nieto vaya a la guerra o para que se quede —preguntó ásperamente, sin mover el cuerpo.

—Llevo treinta años sin saber para qué hago las cosas —replicó la abuela con una calma abrupta.

Marcos contempló su escopeta en manos del abuelo con la cara multiplicada de surcos.

—Ha quedado para la chatarra —protestó con amargura.

—Disparó una vez y disparará todas —aseguró el abuelo.

—Dios no hace milagros tan seguidos.

—Nosotros haremos el segundo.

La abuela elevó el tono de su letanía y la madre se volvió para descubrir en los ojos del abuelo el fulgor de otros tiempos.

—Somos una familia de herejes —dijo sin dejar de pelar—. Lo que pasa es que a los hombres les gustan las guerras.

Marcos se apresuró a bajar del camarote una colcha barrenada por la polilla. Entre el abuelo y él restregaron la escopeta hasta arrancarle la armadura de barro. Asier adivinó que a Marcos le entraba la esperanza de que aún podía ser feliz en el mundo. Se apropió del arma y ultimó el fregado con una gamuza hasta devolverle los reflejos. Luego se la aplicó a la mejilla para recibir el calor del metal y disparó varias veces en hueco para oír el concierto de los materiales. Finalmente se volvió al abuelo con el semblante fresco.

—La tierra no mancha —admitió.

—Pero mata —exclamó la madre desplomando los brazos sobre las peladuras—. Nadie nos la va a quitar. Los militares no son gente de campo.

Marcos se reintegró a su asiento y procedió a un engrase total del exterior.

—Los que triunfan siempre roban más de lo que se creía —replicó el abuelo.

—Pues que Marcos haga guardia en los límites de «Altubena» y dispare contra los forasteros que se acerquen —dijo la madre—. De este modo combatirá cerca de la familia.

—En mis tiempos las guerras eran así de simples, pero ya no —dijo el abuelo con nostalgia.

Asier veía a la madre aferrada a aquella discusión por no tener que regresar a la tortilla de su derrota. Sintió los huesos descascarillarse dentro de sus pies y un dolor de carne estriada. La vio girar y encararse como una leona con la humanidad.

—Olvídese de la tierra —exclamó—. No quiera engañarse pensando que Marcos va a luchar por ella. Ya no se hacen guerras por la tierra de labranza. Al mundo le han cambiado el pellejo.

El abuelo se sumió en un silencio cargado. En la mirada que dirigió a su hija desde lo alto Asier descubrió el asombro de haberla engendrado.

—Usted mismo acaba de decir que las guerras ya no son simples —insistió la madre—. Pero no sospecha los trapicheos que encierran. Ahora los hombres se matan por lo que pone un libro.

—La tierra siempre será lo primero —dijo el abuelo sin mover los labios.

—Usted no puede saber qué libro ha empezado esta guerra porque no sabe leer.

—La tierra siempre será lo primero —machacó el abuelo con ferocidad oculta—. Los libros se hacen con papeles de los árboles.

—Marcos morirá por una cosa que ya no existe.

—La tierra siempre acaba acogiéndonos.

La madre se replegó sobre sí misma.

—Ahora también se quema a los muertos —dijo.

Por unos instantes Asier notó que el mundo se tambaleaba. El abuelo tardó en asimilar aquello que oía por primera vez porque su hija no había querido entristecerlo. Pero Asier pronto le adivinó los tendones duros de nuevo bajo las ropas. La claridad de ideas del abuelo provenía de que pensaba sin palabras porque no sabía escribir. Se volvió a Marcos para decirle:

—Ahora también tendrás que ir a la guerra para que no nos quemen de muertos.

La madre se quitó el delantal sin ningún dramatismo y lo colgó de la barra del fogón.

—Yo no hago tortillas para enviar a mis hijos al matadero.

Asier la vio desaparecer con unos brazos que no parecían los suyos. El dolor de los pies se le hizo sonoro sabiéndola impotente para desenredar aquel problema que caía fuera de su cocina. El abuelo habló a su mujer sin volver el rostro.

—Ahora rézale el rosario a la tortilla.

La abuela se puso en pie al tercer intento con un crujido interior. Empezó a pelar en el mismo punto de la patata en que había quedado su hija. Marcos contempló desde varios ángulos su arma engrasada y reanudó el silbido subterráneo. Luego Asier vio cómo la forraba con papel de grasa y la envainaba en una funda de lona. Salió a vestirse con el cuerpo sin peso.

Regresó cuando la abuela acababa de concluir una tortilla de oro. Llevaba el mismo chaquetón basto, los mismos pantalones de pana y las mismas botas ásperas y la misma sonrisa floreada de las mañanas de caza. La abuela empanó la tortilla, la envolvió en papel de estraza y metió el paquete en un bolsillo del chaquetón. «Con esto y un poco que te den tendrás hasta la vuelta», le dijo. El abuelo sacó del arcón su boina de ir a la feria y se la puso a Marcos en lugar de la que llevaba.

Tampoco encontraron a la madre en el portalón. Marcos se ajustó el cinto rebozado de cartuchos manteniendo la escopeta bajo el brazo, y salvó la esquina del muro para mirar a la mar.

—Mañana tendremos aún mejor visibilidad —anunció con un placer tierno.

—Para qué —preguntó la madre desde las profundidades del caserío.

Surgió del pasillo con una bufanda en las manos y se la enroscó a Marcos al cuello.

—Estamos en verano —protestó él.

—En las guerras siempre hace frío —dijo la madre.

Cuando sus manos se quedaron sin bufanda Asier la adivinó perdida. Le leyó detrás de la frente que necesitaba hacer algo por el hijo y no sabía qué. Se desplomó sobre sus hombros una vejez de cien años. El sol estaba a un palmo sobre el horizonte de la mar. Las sombras de las cosas presentaban una melancolía tan larga que el día parecía un cementerio. Marcos elevó a los cielos una mirada de halcón y Asier comprendió que la madre agradecía el nuevo reto.

—Quítate de la cara esos ojos de asesino —exclamó—. Lo que vas a matar no está en las alturas sino a ras de tierra.

Marcos se volvió a mirarla con una sonrisa inocente. Las siguientes palabras le salieron a la madre del alma:

—Idiota. Te matarán y seguirás creyendo que te han picado los pajaritos.

Entonces Asier vio a Marcos realizar algo insólito en la familia: tomó a la madre de los hombros y la besó en el pelo.

—Bueno —le dijo—, no se ponga así que hoy es domingo.

Ella se enterneció, permitiendo que los ojos se le llenaran de humedad. La abuela se acercó a Marcos y le metió un escapulario por la cabeza. De un firme empujón el abuelo rescató al nieto de las mujeres, con su arma y su aire de aventura, estrellando los deslavados rayos del atardecer, Marcos le pareció a Asier un héroe de las películas. Llegó a preguntarse si la madre no estaría entorpeciendo una escena gloriosa. De sus ropas se desprendía un olor a monte y cuando lo vio detenerse ante él se sintió un despojo. En ese momento le empezó a ceder el suplicio de los pies. Marcos sumergió los dedos en su pelo rubio y lo revolvió.

No vayas solo a las trampas del cañaveral —le sonrió—. Yo volveré en un par de días.

La madre pareció renacer de sus propias cenizas. Fue como si de pronto hubiera descubierto que detrás del beso tenía un hijo desmandado.

Sí, hoy es domingo, pero para algunos mañana será lunes sin fábrica y con la veda abierta para disparar.

Entre los tirones del abuelo, Marcos logró abrir un resquicio para volverse.

Que caras —dijo—. Parece que me voy a la guerra.

El abuelo no se lo llevó por el sendero sino por uno de los pasillos de la heredad del maíz. Asier los vio avanzar con pisadas macizas sobre la tierra blanda. Maniobró con sus muletas para acercarse al límite de la plantación. El abuelo se detuvo para agacharse y manchar su dedo de tierra. Trazó una cruz de cobre en la frente de Marcos. Su voz no perdió sonoridad en el espacio abierto.

—No mates a más militares que los justos.

Las últimas palabras correspondieron a Marcos. Llegaron a Asier filtradas por la atmósfera de cristal, saltando aladas sobre las crestas de los maíces.

—A la vuelta le diré si va mejor el perdigón de patos o el de avefrías.