Andrés Trapiello: La seda rota

ANDRÉS TRAPIELLO

LA SEDA ROTA

A Francisco Guío

La seda es un tejido que no necesita nada para romperse. No es preciso que haya sido usado, gastado, lavado a menudo, para que se rompa como se rompería una oblea. Puede una pieza de seda haberse guardado en un baúl el mismo día en que acabó de tejerse y haber permanecido en él durante cien años, pero al ver la luz de nuevo acaso suceda algo extraordinario: que se quiebre con pequeños cortes precisos y regulares, como si alguien los hubiera hecho limpia y concienzudamente con un bisturí, volviéndose inservible entonces esa pieza de seda para cualquier uso que no sea el de reliquia.

Esa mañana (¿o acaso fue por la tarde?) el general José Miaja vio desde el salón de su casa cómo unos milicianos desalojaban uno de los pisos de enfrente y ponían muebles, enseres, objetos de valor, relojes, libros y cuadros en la acera, y fue pura casualidad que lo viera porque el general Miaja ni siquiera tenía que haber estado en Madrid ese día de haber sucedido las cosas en su carrera militar de otro modo.

Si se tratara de una novela sería irrelevante saber si fue por la mañana o por la tarde, en el caso de que este detalle interviniera en el desarrollo de la trama, pero los hechos narrados aquí son históricos, y tienen derecho no sólo a la verosimilitud, sino a la verdad y a su parte de realidad bien tangible, a su compacta realidad, diríamos, y no a uno de esos golpes de aerosol (de vaho, de niebla, de vapor como el que envuelve los desnudos de las adolescentes en esa clase de pornografía puritana que puede ser contemplada en familia, o el de las habituales emanaciones sentimentales, no menos pornográficas, de algunos relatos sobre la guerra civil), tienen, sí, derecho a no ser difuminados con propósitos artísticos ni de fotogenia moral, contra lo que piensa cierta moderna ciencia literaria. Lo correcto hubiera sido haber escrito, pues: el general José Miaja vio desalojar uno de los pisos que había frente al suyo, al otro lado de la calle Príncipe de Vergara.

Pero ni siquiera las personas que hoy dan testimonio del suceso están en condiciones de asegurar que fuese el propio general Miaja quien avistó el jaleo de gente, y no, por ejemplo, una de las mujeres de su casa o su ordenanza, alguien que mandara aviso al Ministerio o que fuese a buscarle a alguno de los puestos de mando en el frente, para informarle de lo que estaba sucediendo, de la sórdida guerra que estaba teniendo lugar a unos metros sólo de donde dormía a diario. Y por supuesto, tampoco saben esas personas en las que tal información se ha decantado a lo largo de estos últimos setenta años en qué día ni en qué mes de qué año se llevó a cabo el asalto al cuarto piso del 8 de la calle Príncipe de Vergara. Podemos conjeturarlo, sin embargo, y con no pocas posibilidades de acierto.

Podemos imaginar, por ejemplo, por relatos parecidos que hemos leído innumerables veces, la reacción de la gente ante aquellas manifestaciones de la Revolución. La imaginación se estimula con la vista de la sangre. Madrid, junto a la ilusión por un mundo nuevo más libre y más justo, vivía el paroxismo de la sangre como no se conocía ni siquiera en la turbonada francesa de 1808. El terror siempre acaba manifestándose en forma de torbellino, como un embudo que lleva a todo el mundo hacia el infierno. En ese viaje lo que diferencia a la víctima y al verdugo, dejando aparte su radical oposición moral, es sólo cuestión de formas. La víctima va muda o fuera de sí, a merced del espanto, en tanto que el verdugo, incluso el más frío y calculador, experimenta la ebriedad del mal como quien siente correr por las venas una dosis de morfina, y apenas puede borrar de la comisura de su boca ese rictus de cinismo que algunos pueden confundir con la fatalidad (no hay verdugo que no tenga por injusticia suprema la de tener que ser precisa y singularizadamente él el verdugo, en tanto que la víctima pierde a sus ojos todos sus contornos personales y no se diferencia de todas las demás víctimas) o con el descreimiento (en forma de sádica sonrisa). Así sucedió en aquella tragedia moderna. Hablo de los primeros meses de la guerra, hablo concretamente del mes de noviembre de 1936.

No es difícil reconstruir lo que sucedió en la acera misma, mientras bajaban todos aquellos cuadros, precisamente aquellos y no otros, y los iban poniendo más o menos ordenados contra la pared, sobre unas mantas extendidas, a la espera de un camión (y no era fácil sustraer uno de los pocos que circulaban por Madrid y que no estaban en el frente) que lo llevase todo a su destino provisional. ¿Qué no era provisional en esos días?

En conjunto aquellas cosas tenían el aspecto de haber sido el decorado de una función que ha tocado a su fin. Parecía que el siglo XIX hubiese sido derrotado definitivamente y que, arrancando de las plácidas bambalinas, no servía ya para nada.

Encomendaron la vigilancia a un muchacho. En realidad se ofreció él voluntario. Dijo: «Compañeros, yo me quedo aquí vigilando, mientras subís y bajáis». Lo dijo para evitar que los que estaban en cierto modo desvalijando fueran a su vez desvalijados. También se embriagó con la palabra compañero como si hubiera bebido su primer vaso de vino, como si acabara de tragar el humo de su primer cigarrillo. Le mareaba igualmente el poder. Todos parecían mandar en ese momento en Madrid. Adiós a los amos, ya no más señores. Hasta un muchacho de trece años, mal vestido, con alpargatas de esparto y pantalón corto, podía mantener a raya a todos aquellos figurantes de los cuadros, a todas aquellas damas de polisones y muselinas y a aquellos caballeretes de levita, aristócratas y decadentes, que estaban presenciando su propia defenestración. Cada vez que llegaba de arriba una nueva pintura, el muchacho se partía literalmente de risa, encontraba a todos los retratados ridículos y feos. A los milicianos les hacían también mucha gracia aquellas risas sin malicia.

Si los cuadros hubieran sido de otra manera, con otros asuntos, paisajes, por ejemplo, o escenas populares, o de tema regional, o mejor aún, mujeres desnudas (como las que pintaba Julio Romero de Torres), no habrían llamado tanto la atención. Siendo, como digo, precisamente eso, eran la pintura más peligrosa para 1936. Aristócratas, políticos, ricachones… A nadie se le ocurrió pensar, por lo menos en un primer momento, que aquella casa pudiera ser, por ejemplo, la de un anticuario, o la de un coleccionista. Muchos pensaron que era solamente la casa de un aristócrata o de un banquero.

La mayor parte de los hombres que se empleaba en esa labor de bajar los cuadros y todo lo demás eran jóvenes. Bromeaban mucho con el chico, y le ofrecieron incluso de fumar. Subían alegres y ligeros por la estrecha y caracolada escalera, porque el ascensor era angosto y no siempre les permitía bajar en él aquellas cosas. Viéndoles tan ligeros podríamos suponer que eran ladrones, pues nada pesa menos que los frutos de un robo. Al ladrón le salen alas. Pero todavía no sabemos nada de lo que ahí está sucediendo. No sabemos de qué se trata. Puede ser cualquier cosa. Todo lo que pasa en una guerra es extraño, y casi nada es lo que parece. Sí en cambio les resulta euforizante a esos hombres saber que han dejado de ser mozos de cuerda en la vida civil para pasar a ser únicamente camaradas y motores inmóviles de la revolución, causa primera del Terror, Dioses todopoderosos de las circunstancias. Ahora son mozos de cuerda, pero lo han elegido, son libres y por tanto eso les parece más justo.

No cesaron las bromas cuando soportaban sobre sus espaldas aquellas consolas isabelinas, aquellas cómodas ventrudas que inspiraron un poema célebre, por las mismas fechas y con el mismo motivo, al conde de Foxá. Tampoco se interrumpieron las bromas cuando llegó el comisario político en el camión, un hombre de apariencia terrible y fiera, de unos cincuenta años. Era el único de entre ellos que vestía una guerrera militar, lo que producía un efecto extraño con sus alpargatas, y su pésimo humor contrastaba con el bueno que reinaba en el ambiente.

Al advertir que lo estaban bajando todo, de modo indiscriminado, ordenó de una manera cortante que volvieran a subir lo que no fuese importante y dejaran únicamente allí lo más valioso (bargueños, cornucopias, secretarios) y los objetos artísticos. ¿Incluía eso las joyas, los relojes de oro, los alfileres de corbata, los billetes de banco, las condecoraciones que en muchos casos lucían los personajes de las pinturas? No se entró en detalles, y ni siquiera esa orden minó la alegría que reinaba entre quienes ahora se veían obligados a subir de nuevo algunas de las cómodas y consolas, canapés y entredós, veladores y sillerías a su antiguo emplazamiento, lo cual originó entre todos aquellos hombres que hasta ese momento no habían visto más que los pobres muebles de sus casas porfías acaloradas sobre el valor y la importancia artísticos de una consola que imitaba el estilo Luis XVI o de un velador común que alguno de ellos en especial encontró como el colmo de la elegancia, tasándolos a gritos, igual que en una lonja, y considerando por su atribuido valor o su presunta importancia si merecía la pena volver a subirlos o dejarlos sobre la acera, para que la gente cogiera de ellos lo que quisiera, repartiéndolo generosamente, como hace el león con los despojos de un antílope, cuando se ha hartado de festejarse, o el bandido bueno con el diezmo que reserva a los más necesitados.

El revuelo congregó a un pequeño grupo de curiosos. Pensaban que quizá podía caerles algo. Eran personas que por lo general no tenían nada que temer, obreros a los que defendían de cualquier sospecha su aspecto, sus ropas viejas, sus manos maltratadas por los trabajos manuales, su propia manera de hablar, incluso su mirada, como escribió por entonces María Zambrano, porque al mirar le mostraban al mundo su naturaleza inocente, aunque la propia María Zambrano no tuviese en cuenta que en aquellos ebrios días era igualmente peligroso un mirar risueño, ya que podía asomar un diente de oro, como el que buscó la partida de anarquistas en la boca del poeta Juan Ramón Jiménez, que confirmara la condición burguesa del propietario y le hiciera merecedor de la tapia del Cementerio del Este, o de las traseras de los altos del Hipódromo, o de cualquiera de los lugares habituales donde se dejaban los cuerpos de los paseados (después de haberles arrancado natural, inocentemente ese indiscreto diente de oro delator).

Algunos de los que están vaciando ese piso de la calle Príncipe de Vergara se ufanan ahora de estar desmantelando un nido de fascistas monárquicos, y a cada nuevo descubrimiento se sienten cargados de razón. «¿Pues no es esa la reina Isabel II, no son todos esos de las levitas y de las condecoraciones peligrosos fascistas? ¿Y ese busto no es el de una monja? Suerte han tenido sus dueños de no encontrarse aquí». Al muchacho que vigilaba le hizo una gracia loca el busto de la monja y, por entretenerse y matar el aburrimiento, le fabricó en un momento un turbante y le pegó la punta de su cigarrillo en la boca. Lo hizo para agasajar a los que le habían confiado la guarda de aquello y provocar en ellos también un golpe de hilaridad. A la gente también le gustó la ocurrencia del muchacho y entre los mirones se adelantó uno que quiso llevar un poco más lejos la broma. Sacó una navaja y dijo que iba a darle de puñaladas. Uno de los milicianos le amonestó y le dijo que eso pertenecía ahora a todos los españoles y que era cultura. El de la navaja dijo, sin embargo, aunque con poca convicción viendo que estaba en minoría, que se pasaba la cultura por donde él sabía. La cosa se quedó ahí. Cerró la navaja, se la guardó en el bolsillo del pantalón, y esperó. Acaso se había confundido respecto de aquellos asaltantes.

Pues también nosotros ignoramos aún si aquellos milicianos obedecían a una orden racional (preservar de los saqueadores aquel tesoro) o si se trataba precisamente de salteadores obrando por su cuenta y riesgo, como tantas veces ocurrió por esas fechas en Madrid, ante la impotencia, la indiferencia o la connivencia de algunas autoridades. Y el hecho de que eso esté ocurriendo a plena luz del día, nada quiere decir, porque son ya, por desgracia, muchos los delitos que pueden cometerse en esa ciudad sin tener que esperar a la puesta del sol.

De las casas vecinas se acercaron algunos porteros, quizá llamados por la mujer del portero titular del inmueble donde está sucediendo todo esto. Algunos le atribuyen ya la responsabilidad del soplo que advirtió al comité de zona sobre los inquilinos y su naturaleza derechista.

Muchos de estos porteros, ante la ausencia, la huida o el asesinato en los primeros días de la guerra de sus señores, se han convertido en piezas clave para la represión. Pasados los años, perdida la guerra, la sufrirían igualmente en su carne, culpables o inocentes, como pertenecientes a una de las tres profesiones más peligrosas, una de aquellas tres pes, policías, periodistas y porteros, que todos relacionaron con la delación y el terror que azotó durante tres meses la capital.

¿Pero quién pensaba entonces en el final de la guerra, de aquella revolución que no acababa sino de empezar?

Muchas, incontables tareas les esperan a los revolucionarios. Lo saben los porteros y pasean por los contornos su recién estrenada autoridad pavoneándose de ella. Miran por primera vez a la cara a sus antiguos señores, a las mujeres de estos, a los hijos de esa burguesía sobre la que ha caído ya toda la responsabilidad del levantamiento fascista. Estos, por el hecho de pertenecer a tal clase, son responsables subsidiarios de todos y cada uno de los muertos republicanos que son abatidos en el frente o víctimas de los bombardeos aéreos o de la artillería. ¿Lo duda alguien acaso? Sí, algunos miran desafiantes a sus antiguos amos, sabiéndolos copados en Madrid, sin escapatoria o con la improbable solución de asilarse en una embajada. Parecen decirles con la mirada, esa inocente mirada (o a veces descarándose con ellos, insolentándoseles, escupiéndoles a la cara las palabras, una a una, por el placer de verlos temblar ante sí, de verles empalidecer y bajar los ojos, aterrados, suplicándoles que no levanten la voz, por temer que alguien más se adentre en lo terrible de su secreto, el de ser burgueses): «Cuidado, sé quién eres, pórtate bien y no hagas que te delate, porque ya sabes lo que en estos momentos puede significar algo así». Y al mismo tiempo que los porteros se han convertido en una pieza clave para la represión (y de paso han aprovechado para apear el tratamiento a sus antiguos amos), el Socorro Rojo tiene que echar mano de ellos. Ha de realojar en pisos como ese de la calle Príncipe de Vergara, pisos desmesuradamente grandes, en los que únicamente vive una familia (¿no está, pues, justificada la Revolución?), a todos los refugiados que están llegando a miles con sus hatillos y su miseria, a pie, de Talavera, por la carretera de Extremadura, o por la de Toledo, huyendo de unas tropas mercenarias de moros y requetés que siembran de asesinatos y desesperación allí donde llegan.

Probablemente entre los curiosos que están presenciando la escena de ese desalojo o de ese asalto (¿podemos suponer lo que fue en un principio, sólo porque sabemos cómo resultó al final?), aparte del general Miaja o de la persona que corre ahora en su busca para informarle que están asaltando la casa de los Daza (y volveremos sobre este particular, porque lo cierto es que no sabemos tampoco si los Daza, ausentes ahora de su casa, eran o no amigos del general), quizás entre tales curiosos, decía, se encuentre alguno de esos ociosos emigrados que vagan todo el día por el barrio de Salamanca buscando un lugar donde meter a su familia, desposeída de todo, hambrienta y enloquecida por esa errancia sin objeto. Descubrimos a dos o tres en esas circunstancias. Nadie sabe quién les da el soplo, cómo llegan a enterarse a los pocos minutos, cómo se presentan a veces desde la otra punta de la ciudad en el piso cuyas puertas han sido forzadas. El más viejo de los refugiados aborda a uno de los milicianos que acarrea los cuadros, y le pregunta. Lo hace con sumisión y respeto. Su suerte acaso esté en esas manos. Es un hombre de campo que no ha aprendido aún la lección de la Historia, no se ha enterado de que ya no hay amos ni siervos, y se dirige a él con humildad, bajando la mirada. No ha aprendido aún a mirar con inocencia, no sabe nada de un mirar filosófico. Conmueve ver la dignidad de su desesperación. Se ha quitado incluso la gorra, una de las prendas menos filosóficas que cabe imaginar. Al desprenderse de la gorra le muestra al mundo una cabeza grande, calva, blanca como la leche, por contraste con el rostro atezado. Hay en derredor de la frente una frontera, como una línea, como un trópico divisorio entre la blancura de la calva y el color tostado, casi negro, de una cara erosionada por la intemperie, la miseria y los años. «Dime, compañero», le ha dicho con timidez, con vergüenza, por tener que mendigar algo tan necesario, «dime, ¿podemos quedarnos aquí mi familia y yo?». El camarada urbano, obrero en un taller de fresas mecánicas, se le sacude de encima con habilidad pero sin rodeos. Le dan un poco de pena estos isidros que van llegando a Madrid. Como revolucionario incluso los desprecia. Si hubieran defendido su pueblo de los fascistas, no errarían ahora por Madrid, piensa, ni habría llegado Franco a la misma Ciudad Universitaria. Pero no dice nada, se limita a comunicarle que ellos no tienen potestad para realojar a los refugiados, y que para tal negocio han de ir a las oficinas que tiene abiertas el Socorro Rojo en Cuatro Caminos, a lo cual el pobre hombre, sin dar reposo a su gorra entre las manos, a punto de romper a llorar, él, que nunca ha llorado en sesenta años, responde que viene precisamente de esa oficina y que allí le han dicho que busque por su cuenta y que una vez ocupada la vivienda vuelva a notificarlo. Para el obrero metalúrgico ya está durando demasiado aquella cháchara y no se le ocurre decir otra cosa sino que esa orden habrá cambiado ese día, porque hasta ayer las órdenes eran diferentes y estaba prohibido ocupar viviendas sin autorización, y se queja de paso, camino del portal, hablando solo, de que el problema que tienen en Madrid es que todo el mundo promulga leyes y órdenes que apenas están vigentes veinticuatro horas y que por otra parte nadie cumple. Silba incluso su frase castiza, porque está de buen humor, y dice que «esta guerra es un cachondeo». Antes de desaparecer en el portal, se ha vuelto, no obstante, hacia el hombre con el que estaba hablando. El miliciano es un hombre joven. Viste un overol azul, decorado con un cinturón de protuberante hebilla y una pistola, empaquetada en su funda de cuero negro, cuyo antiguo dueño, un oficial del Cuartel de la Montaña que ha pasado a mejor vida, llevaba perfectamente encerada.

Seguramente el gesto que el miliciano va a hacer es inmeditado. También a él le ha encogido el corazón ver a un hombre viejo a punto de echarse a llorar. Ha pensado en su propio padre. Pero en la guerra se hacen cosas sin fundamento. Viven días en los que la improvisación y el cálculo se trenzan a cada momento de un modo conveniente, diríamos incluso de un modo providencial o fatídico, según los casos. Cada minuto parece que se jugara a una sola tirada de dados, a una sola lanzada de moneda al aire. Providencial o fatídico, decía. Ese miliciano, después de comprobar que su pistola, al cargar con el cuadro, se ha desplazado hacia la espalda, se echa mano a los riñones. Su mano, grande y fuerte, se hace al fin con la funda de la pistola, y la arrastra sobre la cadera con patente obscenidad. El gesto recuerda a esos hombres que se la llevan a la horcajadura y se ahorman los testículos, y los sacuden con decisión desafiante. Cuando ha colocado la pistola, advierte al agrario de Maqueda o de Tembleque o de Esquivias de las graves consecuencias que se seguirían para quien ocupase ese piso ilegalmente. Se avergüenza al punto de haberle dicho eso, pero lo ha dicho. Y ha callado, en cambio, que esos de seiscientos metros cuadrados, pomposos y con un mobiliario adecuado, son los pisos más codiciados del momento, por el Partido, por el Sindicato, por cualquiera de las organizaciones antifascistas que han empezado a constituirse y que los destinan a sus propios mandos o a los numerosos asesores militares soviéticos que empiezan a llegar a Madrid en esos días. Querría decir algo más, pero ha acabado encogiéndose de hombros y desapareciendo definitivamente camino del cuarto piso, donde aún les espera tarea.

El campesino se ha puesto de nuevo la gorra, su filosofía, y se ha quedado junto a los otros refugiados, arropados todos por el mismo infortunio. Sólo por ellos estaría justificada cualquier Revolución, incluso esa que está en marcha. Ninguno ha preguntado nada ni ha querido intervenir en la conversación, aunque ninguno ha dejado de prestar religiosa atención a lo dicho, de lo que han tomado buena cuenta, y, no se sabe por qué razón, ninguno de los tres se ha marchado, sabiendo que ese piso no será de momento para ninguno de ellos ni de sus familias (y habría espacio como para vivir todas juntas en él). Mucho mejor sería que prosiguieran su búsqueda, antes de que se les eche encima el invierno y el mal tiempo. Confundidos con los demás curiosos, parecen atrapados por el torbellino que origina toda forma de violencia, y aunque ya nada esperan para sí mismos, aguardan un desenlace, porque el instinto de conocer los finales es común a todos los hombres, agrarios y urbanos, cultos o no, filósofos o fantasistas, no sólo a los amantes de las novelas.

Es casi seguro que entre esos doce o trece curiosos no encontremos a ninguno de los que conocían a los propietarios a los que de modo tan indisimulado se están incautando los bienes. Llevan los Daza en el barrio veinte años, desde que en 1917 decidieron levantar sobre el solar esa casa de un estilo tan aparatoso y burgués como híbrido, que está a medio camino entre el modernismo catalán y el neocasticismo talaverano. Son por tanto bien conocidos de toda la vecindad.

No, los propietarios no están ni nadie ha podido verlos. Como otros afortunados, la rebelión les ha sorprendido en su lugar de veraneo. Desde San Sebastián, los Daza siguen los acontecimientos con interés. No sabemos si eran o no rabiosos fascistas en activo o, por el contrario, esa clase de burgueses gazmoños que se acomodan a las circunstancias, siempre que no se atente contra sus propiedades y sus misas. Podrían ser incluso de esa clase de conservadores liberales a los que la guerra, que ha obligado a todos a elegir uno de dos, ha acabado poniendo al lado de FE y de las JONS (Ortega y Gasset, Pérez de Ayala, Marañón). Tampoco sabemos que en esa casa de la calle Príncipe de Vergara tuvieran lugar, antes de la guerra, reuniones clandestinas de peligrosos fascistas (pudo ser, y acaso eso explica la hipotética denuncia del portero), o si sencillamente ocurrió que la Revolución funcionó bien esta vez (como funcionó bien otras muchas, contra lo que empieza a pensarse), y hubo alguien que acordándose de esos maravillosos cuadros, quiso adelantarse a quienes pensaron quedárselos o destruirlos, y ponerlos a salvo. En todo caso, y por suerte para los Daza (porque no la abandonarían), la ciudad vascongada es fascista desde el tres de septiembre, en que han entrado las tropas de Franco (y le están tan agradecidos, que conservarían durante setenta años los periódicos que daban cuenta de su marcha triunfal). La novela debería haberse quedado interrumpida aquí, con el salomónico reparto: los Daza conservan su vida; el pueblo conserva los bienes de los Daza. Pero no se sabe que esos finales ocurran fuera de las novelas.

Durante la guerra, San Sebastián será el recreo de los señoritos, de los aristócratas, de los plutócratas y capitalistas, terratenientes e industriales, y, claro, de los académicos de la Lengua, nacionalistas o compañeros de viaje, que allí, tras el rezo de un padrenuestro y un avemaría, dirimen cuestiones interesantes (Pemán, Baroja). Muchos de estos filántropos contribuyen con su dinero a los gastos de la guerra, mientras hacen planes para el futuro reparto de la victoria. Otros (Pemán, Baroja, d’Ors) con su paciente amor a las comisiones, contribuyen activa o pasivamente a darle al Movimiento, ante el mundo, apariencia de laborioso monasterio. No sabemos de dónde sale el dinero, pero en San Sebastián se come, se bebe, se baila en restaurantes y hoteles de lujo, se va y viene (a Biarritz, a París, a Londres). Suelen invitar a los militares, a los fascistas, falangistas y requetés, los señoritos, los aristócratas, los banqueros, los terratenientes e industriales, si acaso no son todos ellos las mismas personas (sería interesante traer aquí la historia de los bodegueros que aprovisionan de vino y coñac a la tropa, de los labradores que llenan sus silos, de los ganaderos que se ocupan de alimentarla, del industrial que fabrica las mantas que se van al frente, del armero que monta los mosquetones). Hay, sí, mucho dinero entre esos hombres. En contra de lo que dicen, la Revolución no se ha quedado con todo; de haberlo hecho, no habría almuerzos, bailes, cenas. Luego el dinero debía de llegarles de otra parte. No puede ser este el caso de los Daza.

Los Daza son moderadamente ricos, pero todo cuanto tienen ha quedado en Madrid, parte en los bancos, parte en esa casa de la calle Príncipe de Vergara que están desvalijando. Pero la ciudad apenas se resiente de estos casos aislados de pobretería accidental. Algunos encuentran incluso divertidas estas inesperadas apreturas, sabiéndolas transitorias, como el marqués que un buen día halla extraordinariamente suculentas las migas probadas en la choza de uno de sus pastores, como la muchacha rica que se viste de Cenicienta en el baile de disfraces del Casino. De hecho a los Daza les proveerá de víveres mientras dura la guerra el tendero Quincoces, no menos patriota que ellos y hombre previsor. El fiar se ha convertido en una de las pruebas mayores de lealtad al régimen: confían en poder cobrar, luego confían en la victoria. La fe mueve montañas (de dinero). Los primeros meses los Daza aceptan tales fiados porque están lejos de pensar que la guerra vaya a durar tres años y que San Sebastián se convierta en esa ciudad alegre y frívola en la que resulta imposible descubrir el drama que atraviesa España. Los Daza esperan regresar cuanto antes a Madrid. Tienen noticias de que el cerco de la capital se estrecha y se cree que, después de la huida del gobierno a Valencia, Madrid caerá también como ha caído San Sebastián, antes de que finalice ese año de 1936. Los Daza en San Sebastián se sienten, en medio de todo, afortunados: han salvado la vida y tienen por delante unas prolongadas y prósperas vacaciones en las que podrán combinar convenientemente, como el conde de Foxá, donostiarra improvisado como ellos, las ostras, el champán y los suspiros de España.

Pero si no puede verse a los Daza en el momento de la incautación (o del saqueo, si acaso empezó siendo un saqueo), tampoco es probable que se vea allí a ninguno de sus antiguos vecinos y amigos. A los Daza no los veremos porque están fuera de Madrid, pero a sus amigos no los veremos en Príncipe de Vergara, por encontrarse en ese momento precisamente en Madrid. Aclarémoslo.

Los vecinos de los Daza podrían haberse mezclado con los curiosos, desde luego, y ser testigos de ese avasallamiento. Y sabiéndolos en San Sebastián, no temerían su detención ni cambiar con ellos esa mirada de turbia incomprensión que parece desbordarse en amigos y parientes en el momento en que el destino pone injusta y arbitrariamente a unos y otros en platillos diferentes de la balanza, a unos en el platillo de la vida y a otros en el de la muerte, a unos en el de los ultrajes y a otros, a salvo de los ultrajes, en el del discreto anonimato. Pero no, los vecinos de los Daza no quieren exponerse. Han bajado la mirada porque aún no han sabido adiestrarla en la inocencia (aunque tratan muchos de ellos de hacerla experta en hipocresía), y han apretado el paso para salir cuanto antes de esa escena. Temen que alguien, el portero titular, su mujer, alguno de los porteros y porteras congregados en aquel sínodo, les descubra y empiece a arrojarles, como adoquines, sus delaciones, el «yo te conozco» que precede a toda crucifixión.

Sí, los dos vecinos y amigos de los Daza que estaban por allí, al percatarse de lo que está sucediendo, se apresuran a huir del lugar. Han de hacer esfuerzos para no echarse a correr. Si los milicianos tuvieran mayor sagacidad, les descubrirían de inmediato, hallarían sospechosa tanta indiferencia cuando los han visto pasar por delante, les darían el alto, les escupirían a la cara también unas palabras: «Eh, vosotros, so; sí, el del bigote y el otro, el postinero, el del abrigo, no tanta prisa, ¿adónde vais? ¿Es que no tenéis ganas de ver lo que está sucediendo aquí, no queréis pasar junto a esta gente de bien que mira cómo les estamos restituyendo todo lo que les habéis robado durante siglos, no os conviene esta lección de la Historia? A ver, la documentación». Y dirigiéndose al chaval que se ha quedado de guarda, y que ensaya ahora otro papel con el busto de la monja, a quien ha colocado un ros de miliciano, le dice, «corre a llamar a Demetrio» (o Zenón o Anacleto o cualquiera de esos nombres comunes que la guerra ha empezado a bruñir con épicos destellos como si fueran de los héroes de la Ilíada), «y dile que tenemos aquí también dos pájaros de cuenta; que si quiere que nos los llevemos con los cuadros».

Pero por suerte para esos dos hombres, vecinos, amigos de los Daza, los milicianos están muy atareados y ni siquiera se han percatado de su presencia; por esa razón, uno de ellos, el del bigote, ha vuelto sobre sus pasos discretamente, prefiriendo dar un rodeo para llegar a su casa, y el otro, el más viejo, a quien el miliciano ha podido llamar postinero, ha cruzado de acera.

Viste un buen gabán, en efecto, inadecuado acaso en hombre de su edad. Habla esa prenda, en todo caso, de sus fantasías dandistas. En Madrid ha empezado a hacer frío. Esa mañana ha tenido que visitar a un conocido suyo, subsecretario en el Ministerio de Justicia. Nunca ha tenido tanta importancia en España el tupido tejido de las recomendaciones. Media España mendiga a la otra media un aval, y curiosamente en un país en el que se ha pisoteado la legalidad, los dos bandos aún respetan algunos anticuados códigos de honor, e intercambian favores, vidas y prisioneros como quien mueve de sitio las fichas de la ruleta. Son estos avales en muchos casos cruciales para salvar una vida, atajar una condena o facilitar una evasión. Gracias a ello el general Miaja acaso llegue a tiempo de hacer algo por aquellos cuadros que parecen también irse en una cuerda de presos.

El anciano del gabán conoce al general Miaja. Lo ha visto pasear por el cercano Retiro algunas veces, vestido de paisano, antes de la guerra. Pero no ha tenido ningún trato con él y por tanto no podría solicitarle la gracia que había ido esa mañana a tramitar a la calle Alcalá, donde había quedado citado con cierto amigo: la libertad de su hermano y del hijo de este, conocido cedista el primero y redactor de Acción Española el segundo, presos ambos en la cárcel Modelo. Ha oído que la cárcel ha estado varias veces a punto de ser asaltada, y temen por sus vidas, lisa mañana, al salir de casa, ha dudado si ponerse o no el abrigo. Es una prenda de un paño magnífico, de color camello, pero por lo mismo, en una ciudad que se ha llenado de gentes que no tienen más que harapos para arroparse, atrae peligrosamente la atención. No es suficiente haber ahorcado las corbatas en lo más profundo de los armarios o desterrado el sombrero (y con los años, acabada la guerra, ese será precisamente el repulsivo reclamo publicitario de una conocida sombrerería de Madrid: «Los rojos no usaban sombrero»). Iría más seguro por la calle a cuerpo gentil, con la chaqueta y, en todo caso, una bufanda, sin afeitar, con zapatos viejos y ropa deslucida, como un actor que tratara de representar convenientemente el papel que parece estar exigiendo la Historia de todos. Pero lo ha pensado mejor. Quizá, después de haberse citado con su amigo en la calle Alcalá, tenga que acercarse al Ministerio. Su amigo le había prometido una visita al ministro. No le aseguró que fuese a conseguirlo, pero lo veía posible. En ese caso, será bueno, ha pensado el anciano, ir convenientemente vestido. Por mucho que hayan cambiado algunas cosas, los hombres aman las convenciones, y siguen concediendo a las formas y modales la misma importancia que tenían. Los hombres de su clase se reconocen en el vestido, y un ministro, por mucho que sea un ministro de la República, piensa el anciano, no deja de ser un hombre nacido de la burguesía, que ha asistido de niño a los mismos colegios en los que él, el anciano, ha estudiado, y oído misa en las mismas iglesias. Si el ministro le viera vestido como un pordiosero, como un mal actor, es posible que no tomara en consideración la importancia de su ruego. Sí, decidió, se pondría el gabán arrostrando el peligro, las miradas resignadas de los que no tienen con qué abrigarse, las insolencias, las impertinencias de los jacobinos.

Ahora se arrepiente. El abrigo le estorba. ¿Cómo pasar entre aquellos que habrán de ver en la vicuña una provocación, una temeraria jactancia?, piensa el anciano. Vuelve a casa de malhumor, y sacudido por cien sombríos presentimientos. No sólo no ha logrado que su amigo le llevara en presencia del ministro, como le había prometido, sino que le ha rogado que no vuelva a telefonearle ni a buscarle en el Ministerio. Él mismo sospecha estar en el punto de mira de las espías y depuraciones políticas y esos encuentros sin duda podrían llevarle a hacer compañía al infortunado cedista y a su hijo. Y pensando en estas cosas es como se ha dado de bruces con el grupo de curiosos que presencia el expolio de la calle Príncipe de Vergara. Se arrepiente de ir vestido de ese modo, sí. No le ha sido de ninguna utilidad. Si pudiera hacerlo con discreción, se desprendería del abrigo y dejaría que se fuese deslizando por su cuerpo hasta quedar tirado en el suelo, como hacen las culebras con su camisa. El instinto le dice que será peligroso rozarse con aquellos hombres que curiosean y miran divertidos al muchacho, que agotadas las posibilidades de proporcionarle un nuevo tocado al busto de la monja, ha decidido sustituirla en ese papel y se ha colocado en la cabeza la pantalla de una lámpara, a modo de fez. Todos ríen, como si asistieran a una sesión de títeres. El anciano está ajeno a esa alegría. Observa que ninguna de aquellas personas lleva abrigo, y mucho menos un abrigo de vicuña, color camello. Así que ha dejado pasar el tranvía que sube en dirección a Ventas y, tapándose con él, ha aprovechado para cruzar la calle, en dirección justamente de la casa donde vive el general Miaja, en dirección de la acera de los impares que de todos modos no es la suya.

Ese es el momento. Y porque ha decidido cruzar de acera, porque piensa alejarse de allí, acaba de toparse con él. Nunca habría pensado que se encontraría al mismísimo general Miaja a esa hora. Es la primera vez que lo ve en persona vestido de militar. Hasta entonces lo ha visto con su guerrera y su gorra de plato únicamente en La Crónica, el periódico de fotos color sepia, que le gusta leer los domingos. Viene tan desesperado de la calle de Alcalá y de su cita con el subsecretario que en un segundo se le ha pasado por la cabeza pararlo allí mismo. Puede ser su última oportunidad para salvar las vidas de sus familiares. La fatalidad da paso en la misma jornada a la providencia. Ha sido providencial que hayan querido asaltar esa casa al lado de la suya. Ha sido providencial que haya cruzado la calle. Y es providencial tener frente a sí a uno de los hombres más poderosos de Madrid en ese momento. El anciano es un hombre apocado, ya no tiene fuerzas, ha visto mucho. «Don José…», balbucea. Ha preferido esa fórmula a la de «Mi general…». Su instinto le guía. Como el general, él es ya un hombre de otro tiempo.

Miaja se ha detenido. El oficial que lo acompaña se ha adelantado, aproximando discretamente la mano a la pistola, por si ha de intervenir. Con gesto vago Miaja le ordena que se mantenga al margen. Están en medio de la calle. No circulan coches y el tranvía se aleja. Mira al anciano. No le conoce, pero su aspecto, el porte, la delatora ausencia de sombrero en una cabeza acostumbrada a él y, sobre todo, el magnífico gabán, señalan a un hombre conservador. Conoce bien el tipo, abundante en esos primeros meses de guerra en Madrid. Miaja ladea la cabeza, como si no oyera de un oído, y le dice «dígame usted». La expresión del militar es dura, triste, contrariada. «Mi hermano, mi sobrino, están detenidos en la cárcel Modelo», acierta a enhebrar el anciano… Miaja piensa que no sería necesario ni siquiera que continuase para conocer el resto de la historia. El anciano teme haber desperdiciado unos segundos preciosos en el tiempo de ese hombre requerido, importante, inaccesible para tantos, y sabe también que historias parecidas a la suya le serán referidas cada día por cientos de personas que solicitan de él ayuda de una manera desesperada. Por eso no se le ha ocurrido otra cosa que añadir: «Somos vecinos, vivo en el número 10». Miaja ha visto en ello un modo oportuno de atajar con educación aquella conversación imposible, y le ha dicho «ah, entonces me disculpará, vecino, tengo prisa y un asunto urgente que resolver; le ruego venga a verme a mi casa o, mejor aún, al Cuartel General, veré en qué puedo atenderle. Hable con mi asistente», y al mismo tiempo que señala al oficial que le acompaña, le tiende una tarjeta de visita. Una tarjeta de visita. Ese insignificante trozo de papel, en los tiempos que corren, piensa el anciano, es tanto como el más precioso aval, tanto como el carné del Partido o del Sindicato. Iban a separarse, y Miaja le dice: «No me ha dicho su nombre». El anciano no sabe si se refiere al suyo o al de su hermano preso, y ha pensado que en todo caso sería mejor decir el del encarcelado, al fin y al cabo notorio en los mentideros de la política. Al oírlo, Miaja ha sacudido ligeramente la cabeza hacia atrás. Ha reconocido en él el del diputado cedista y parece con ese pequeño respingo lamentar no haberlo adivinado desde el principio para obsequiar a su interlocutor con mayor atención. De hecho el anciano guarda un gran parecido físico con el político, los mismos ojos saltones, claros, las mismas grandes bolsas debajo de ellos, la misma boca de labios morados, la frente despejada… Por eso en el último momento Miaja decide tenderle la mano, después de haberle tendido la tarjeta, e insistir, casi familiarmente: «Me hago cargo; no deje usted de venir a verme». El anciano se despide de él y en su fuero interno va más tranquilo. Ni siquiera se preocupa por el gabán, sabiendo que en ese momento son muchos los que le han visto conversar amistosamente con Miaja. Habrán advertido incluso cómo este le tendía la mano, y eso para él es suficiente garantía. Se siente seguro. Lo mismo que encuentra providencial la tarjeta de visita con que acaba de obsequiarle. Quién sabe de qué apuros podrá sacarle un día. Se va pensando en el rosario de pequeños hechos providenciales que le han llevado de un lado a otro de Madrid esa mañana. No debería temer nada, por el momento. ¿O no? ¿No pueden los presentes haber pensado exactamente lo contrario, que haber saludado a alguien tan notoriamente de derechas como él contamina al propio Miaja y confirma las sospechas que sobre este militar tienen muchos en el bando republicano?

Mientras tanto en el grupo de mirones se han dado cuenta ya hace un buen rato de que es el general Miaja quien habla con aquel desconocido, y cotillean entre ellos. Ni siquiera se extrañan de verlo venir hacia donde ellos se encuentran, cuando termina de hablar con el anciano.

Hay ya en la acera lo menos ochenta cuadros de todos los tamaños, desde los más grandes, monumentales y cortesanos, hasta los pequeños, pintados en tablas. Unos aparecen con sus marcos originales, dorados con oro legítimo y guirnaldas y medias cañas talladas, y otros, en cambio, todavía en bastidor, sugieren cierta intimidad de estudio, cierta provisionalidad. Se diría que la muerte del pintor los ha dejado abocetados únicamente. Algunos de los transeúntes, que ignoran lo que está sucediendo, suponen que las autoridades (Miaja, el teniente) han descubierto uno de esos nidos donde los forajidos que aparecen en todas las revoluciones guardan el fruto de su pillaje, y se van satisfechos de que al fin la policía y el ejército empiecen a atajar estos desmanes, propiciados en parte y exacerbados por la publicación en la prensa de fotografías en las que se ven escenas parecidas, donde posan para la eternidad (y para los consejos de guerra que se incoarán en Madrid, finalizada la guerra, y para los archivos de la Causa General) los revolucionarios con su botín, como harían esos cazadores que gustan retratarse junto a las reses abatidas en una montería.

Los milicianos van poniendo de pie los cuadros con sumo cuidado y seriedad, aunque en algún caso se han permitido una concesión populista, en atención a su público, como cuando el muchacho, oyendo que se trata de una pájara de cuenta, coloca el retrato de Isabel II bocabajo, ante el entusiasmo de los presentes, que se arrancan entre risas y oles en una cerrada salva de aplausos. El muchacho los recibe abriendo los brazos, haciendo una inclinación y saludando con la pantalla de la lámpara en la mano, como si fuera un sombrero.

La vista de los cuadros y, sobre todo de los libros, vertidos a granel en unas sacas de correos, llenó de inquietud al general, que vio la escena desde su casa, mientras se vestía para incorporarse al Cuartel General, como cada mañana, o, en la otra posibilidad, al acudir avisado por su asistente o alguien de su familia al 8 de Príncipe de Vergara.

No sabemos si el general Miaja era amigo de los Daza. No es probable. Al fin y al cabo no lleva viviendo en Madrid tanto tiempo. Pero es sensible al arte y a los objetos hermosos. Ha visto cómo han ido ocupando la acera los candelabros dorados, el arpa, los relojes de mesa, los bargueños, espejos y cornucopias, esas pinturas que de lejos, incluso a los ojos de un inexperto como él, tienen el empaque de los cuadros de los museos. Y Miaja, que ha oído como todos los madrileños los excesos que se están cometiendo en la ciudad, los saqueos, los paseos, los robos, los actos inquisitoriales contra el patrimonio artístico, ha decidido enterarse de lo que allí está ocurriendo, sin saber si aquello era robo, incautación, acto vandálico, represalia, venganza o, por el contrario, la intervención de alguien que quería evitar a toda costa que se llevara a efecto ninguno de esos supuestos enumerados. Hablaré, ha decidido, con los responsables.

En esos momentos no resulta, sin embargo, sencilla una cosa como la que él se propone: hablar con los responsables.

Acostumbrado a dar órdenes y, claro, a haberlas recibido durante toda su vida, le basta echar una sola ojeada para comprender que ninguno de los presentes es su interlocutor en aquel negocio.

Espera que vayan bajando los hombres encargados de la requisa. Estos, sorprendidos ante el astro militar, se quedan mirando las estrellas de su bocamanga y de su gorra, y se pegan un poco contra la pared, para hacer sitio a los que siguen llegando de arriba. También esperan que baje su jefe.

La animación que ha reinado en el grupo hasta entonces, se interrumpe. Comprenden que la presencia de un general, y un general nada menos como Miaja, al que todos creen ocupado las veinticuatro horas del día en combatir al enemigo, no es sino prueba de alguna anomalía grave o, cuando menos, de una eventualidad que está pidiendo ser justificada. Y a algunos no les gusta esa injerencia, y muestran su desagrado dando la espalda al general, sacando un cigarro y poniéndose a fumar.

Otros estudian el aspecto del militar. Han ordenado al chaval que vigilaba la mercancía subir a avisar al camarada Demetrio (o Zenón o Anacleto). El chico ha encasquetado la pantalla a la monja, y ha salido a escape hacia el portal.

La foto de Miaja ha aparecido ya repetidas veces en las últimas semanas en los periódicos que siguen editándose en Madrid, incautados muchos de ellos a sus antiguos dueños. La Crónica, el preferido del anciano que se ha marchado esperanzado con una de sus tarjetas en el bolsillo de su envidiable abrigo de vicuña, es uno de ellos. En un número reciente ocupa a toda página la última, con este cabecero: «Militares señeros», y debajo un pie con la noticia escueta de su reciente nombramiento para organizar la defensa de la capital. Pero esos milicianos en concreto no se dejan impresionar por fotografías, ni por estrellas, ni por la voz de mando con la que les ha pedido, exigido más bien, hablar con el responsable de todo lo que allí está sucediendo.

Al principio se han quedado mirándole con una cierta insolencia. No, no es sencillo responderle. Aquello no es el ejército, donde un general manda sobre un comandante, este sobre un capitán y este sobre otros muchos hasta llegar a la tropa. No, ellos obedecen las órdenes del Partido. ¿O se trataba del Sindicato o de la Confederación? O ni siquiera. ¿Forman acaso alguna de las partidas de facinerosos que amparados mendazmente en el nombre de la CNT o de la FAI se dedican al pillaje indiscriminado e impune, buscando principalmente oro, joyas y piezas artísticas fácilmente transportables y exportables?

En cierto modo ese fue el primer temor de José Miaja. Malició al principio que aquellos hombres fueran de alguna partida anarquista, o, peor aún, de la de aquel Felipe Sandoval que campaba a sus anchas por Madrid como uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis (y que, pasados tres años, y después de delatar a sus amigos, acabará arrojándose por el patio de luces de la checa falangista donde le estaban torturando y acabando con su vida, para formar parte acto seguido de ese siniestro baile de sociedad que los historiadores conocen con el nombre de Causa General).

La vista de los cuadros, muebles y libros tranquilizó a Miaja, no obstante. Hasta donde sabía, ese no era el estilo de Sandoval ni de sus minuciosos reventadores de cajas fuertes, más interesados en las joyas, en el oro y en valores convertibles. ¿Libros, pinturas, muebles? ¿Quién tenía tiempo de convertirse en un Lázaro Galdeano?

No sabemos exactamente cuándo tuvo lugar el desvalijamiento del piso cuarto del número 8 de la calle Príncipe de Vergara, pero decía que no es del todo difícil deducirlo. En cierto modo la clave la tiene el propio José Miaja, su biografía, el laberinto que el destino ha ido grabando en las arrugas de su rostro, en las profundas líneas de su mano y, naturalmente, en su hoja de servicio.

Al estallar la guerra Miaja se hallaba en Madrid, al mando de la 1.ª brigada de Infantería, y aunque sólo lo fue por unas horas, y nombrado por el jefe de gobierno de ese momento, Martínez Barrio, intentó como ministro de la Guerra detener en las primeras horas la sublevación. Mantuvo una conversación con Mola, que se encontraba en Pamplona, pero resultó infructuosa. En ese momento a Miaja tanto como España le preocupaba la situación de su familia, a quien el levantamiento había sorprendido en zona rebelde y a la que trataba de canjear por el diputado tradicionalista Joaquín Bau. Y decía al principio que quizá, de haber sido otra su carrera, no debería encontrarse en ese momento en el portal del número 8 de la calle Príncipe de Vergara, calle, por cierto, que Miaja estaba muy lejos de sospechar que acabaría llamándose tras la guerra paradoja y precisamente del General Mola, cuando de suceder las cosas de diferente manera quizás hubiera podido llamarse del General Miaja.

Ni siquiera este comprendía cómo había acabado en Madrid. El gobierno lo había enviado el 25 de julio de 1936 al frente de la columna a tomar Córdoba. Salió de Albacete y en unos pocos días llegó a la ciudad andaluza pero se detuvo a sus puertas, sabiendo que la ciudad estaba pobremente guarnecida. Nadie entendió esa decisión, eso favoreció que algunos le acusaran de traición y pasteleo con los sublevados. Miaja fue relevado entonces del mando y trasladado primero a Valencia, aunque poco después se le destinó a Madrid, como anunciaba La Crónica. Le habían castigado al modo castrense, con un ascenso envenenado: defender Madrid a toda costa.

¿Se comprende ahora por qué a estos milicianos que se ocupan de vaciar la casa de los Daza no les impresionan en absoluto las estrellas del general Miaja? ¿No sabían incluso que se había afiliado en 1933 a la muy reaccionaria, clandestina y antirrepublicana Unión Militar Española? Lo sabían y desde luego el propio José Miaja sabía que lo sabían, y aunque a lo largo de la guerra daría infinitas e inequívocas pruebas de su lealtad hacia la República y de su valor, a veces heroico para con las tropas que mandaba, en ese momento aguardaba con inquietud al responsable de aquello, teniendo en cuenta que en cualquier momento un golpe inesperadamente violento, como el de una ola, podía arrancarle de su cómoda posición profesional y personal y lanzarlo a las simas de ese terror del que estaba siendo testigo (y la conversación con el anciano del gabán, hermano del diputado cedista, no le beneficiaba, desde luego). Bastaba con que alguien lo acusara formalmente de traición, o se lo llevara a una checa, o lo sometiera a uno de aquellos interrogatorios en los que los inocentes terminaban declarándose culpables para aplacar a sus verdugos o no mirándoles de la manera adecuada y zambranesca que les salvara la vida.

Y por eso es extraño, o cuando menos inusual, que el general Miaja se tomara la molestia de intervenir en favor de unos extraños, siendo tan habituales por entonces los saqueos en Madrid a manos de quienes a veces ni siquiera respetaban a los de su propia facción. Pudo hacer, pues, como tantos, mirar hacia otro lado, o prometer una intervención que olvidase minutos después no ya por cobardía, sino por no añadir una preocupación más, en cierto modo liviana, a las muchas y muy graves que le asediaban a todas horas. ¿Qué importancia podría tener que se estuviese saqueando ese piso en Madrid, cuando España entera estaba siendo saqueada, bombardeada, masacrada y asesinada a mansalva en todos sus pueblos y ciudades y a lo largo de miles de kilómetros de frentes? ¿Qué podían significar unos cuadros de más o de menos cuando ni siquiera era seguro que pudiera salvar a los miembros de su propia familia, retenidos como rehenes al otro lado de las líneas? ¿A quién podía importarle que a unos metros de dónde vivía (el Campo de las Calaveras) aparecieran unas docenas de cuerpos sin vida, asesinados esa noche, o se saquease una vivienda abandonada por sus dueños, si los soldados de la República morían a cientos por falta de instrucción, de disciplina o de armamento?

Bajó un hombre de mediana edad. Era el camarada Demetrio, que rumia pensares (o Zenón, de certera granada, o Anacleto, de ánimo ligero). Le hicieron un pasillo para que llegara a donde esperaban Miaja y el oficial que le acompañaba. Se saludaron, pero no se dieron la mano. Los curiosos y milicianos guardaron silencio. El recién llegado miró al general de una forma desviada y torva. Le aclaró con desgana y pocas palabras que en todo aquello él no era la autoridad administrativa, sino ejecutiva, política, y le dijo de una manera desagradable que la autoridad perita estaba en camino, avisada por él telefónicamente hacía un rato, desde el teléfono de los Daza. Ambos hombres comprendieron que aquella conversación había llegado a su fin, y que era preferible no continuarla en evitación de afrentas o roces innecesarios. ¿Había telefoneado porque él, Miaja, había llegado providencialmente o estaba previsto que viniera ese perito? En tales circunstancias a Miaja le dan igual estos tecnicismos.

Después de aclarado esto, ni siquiera se tomaron la molestia de esperar, y los hombres siguieron porteando aquella impedimenta. La noticia de la presencia de Miaja corrió como la pólvora, y en unos minutos el grupo de curiosos se multiplicó por tres, dando a la escena aires taurinos. Se diría que esperaban ver salir a un torero vestido de luces. Apoyados contra la trapa echada de un comercio, los azogados espejos multiplican los cuadros, los mirones, los milicianos, los militares.

Miaja quiso conocer la razón por la cual había tantos cuadros allí. Fue entonces la primera vez que salió a relucir el nombre de los Madrazo. Lo pronunció el portero del inmueble, el mismo sobre el que cayeron, después de la guerra, las sospechas de haberlos delatado (y las sospechas no debieron ser del todo concluyentes, porque setenta años después de ese hecho, este pormenor aún es relatado en voz baja, como si pudiera tratarse únicamente de una calumnia; o tal vez sólo sea temor, como quien piensa que las heridas de la guerra aún no se han cerrado).

La señorita, y con este nombre se refiere el portero a la mujer casada con uno de los dueños del inmueble, don Mario Daza, es Teresa de Madrazo, dice; hija de Luisa de Madrazo, que es a su vez hija del pintor Federico de Madrazo y esposa del hermano de este, el arquitecto Luis de Madrazo (tío, pues, de la propia Luisa, siendo al mismo tiempo, respecto de su padre, hija y sobrina nieta).

El portero desgrana esos parentescos en unos segundos, con la facundia del novelista que lleva años enredado en los pormenores de una saga.

Al rato llegó, en efecto, un hombre joven, de unos veinticinco años, como había anunciado Demetrio, el que rumia pensares.

Muestra al general unos papeles timbrados de la Junta de Incautación del Tesoro Artístico. Parece un profesor, con sus gafitas de concha y una camisa no demasiado limpia. Lleva un jersey de pico y una corbata tan estilizada como el bigotito que le dibuja el bozo. Se da un aire a galán de cine mudo. Ese aspecto intelectual lo disimula a duras penas con un tabardo de cuero negro, forrado con la piel de un borrego de rizos blancos e hirsutos, que le viene grande.

—Joven —le dice el general—, confío en que todos estos cuadros y muebles se conserven y preserven de las eventualidades de la guerra de la forma más adecuada, y creo que la forma más adecuada, y puesto que se trata un legado tan uniforme, será mantenerlo unido.

El joven no oye del general nada que la Junta de Incautación del Tesoro Artístico no hubiera decidido ya para casos parecidos, pero evita, por educación y respeto a esa figura señera, decirle que tal recomendación es innecesaria y sale sobrando, y su actitud ni siquiera trasluce el hecho crucial de si ha sido llamado inopinadamente por el señor Demetrio o sólo después de que se confirmara la presencia del señor Miaja. Su mirada ha aprendido a no delatar estados de ánimo o modos de pensar y sentir, y espera unos segundos para hablar. Al contrario, promete hacer como el general le acaba de sugerir, lo cual deja muy satisfecho a Miaja, quien a continuación, como si ya hubiera perdido demasiado tiempo en un asunto ajeno a los grandes aprietos de la Patria, mira su reloj y escapa de allí precipitadamente, buscando a su ayudante el oficial, que le sigue a dos pasos.

La marcha de Miaja desanimó a la mayor parte de los curiosos, que acabaron dispersándose. En cuanto a los milicianos, aún tardaron dos horas en cargar en el camión la requisa. El joven profesor iba consignando en una cuartilla cada uno de los objetos, como si hiciera el inventario del futuro paraíso. Cuando no quedó nada más que cargar, se despidieron del portero, a quien hicieron responsable de la guarda de lo que aún quedaba en el piso, y se marcharon.