Ana María Matute: El maestro

ANA MARÍA MATUTE

EL MAESTRO

1

Desde su pequeña ventana veía el tejado del Palacio, verdeante de líquenes; uno de los dos escudos de piedra, y el balcón que a veces abría la mujer de Gracián, el guarda, para ventilar las habitaciones. Por aquel balcón abierto, solía divisar un gran cuadro oscuro, que, poco a poco, a fuerza de mirarlo, fue desvelando como una aparición. El cuadro le fascinó años atrás; casi podría decir que le deslumbró desde su resplandeciente sombra. Luego, al cabo de los años, desaparecieron fascinación y deslumbramiento: sólo quedó la costumbre. Algo fijo e ineludible, algo que se tenía que mirar y remirar, cada vez que la guardesa abría los batientes del balcón. En aquel cuadro había un hombre, con la mano levantada. Su tez pálida, sus ojos negros y sus largos cabellos fueron descubiertos poco a poco por su mirada ávida tiempo atrás. Ahora, ya se lo sabía de memoria. La mano levantada del hombre del cuadro no amenazaba, ni apaciguaba. Más bien, diríase que clamaba por algo. Que clamaba, de un modo pasivo, insistente. Un clamor largo, de antes y de después, un oscuro clamor que le estremecía. A veces, soñó con él. Nunca había entrado en el Palacio, porque Gracián era un ser malcarado y de difícil acceso. Prefería no pedirle ningún favor. Pero le hubiera gustado ver el cuadro de cerca.

A veces, bajaba al río, y miraba el correr del agua. Y esta sensación, sin saber por qué, tenía algún punto de contacto con la que le proporcionaba la vista de aquel cuadro, dentro de aquella habitación. Era cuando empezaba el frío, al filo del otoño, que solía bajar al fondo del barranco, más bien alejado del pueblo, para mirar el correr del río, entre los juncos y la retama amarilla.

Vivía al final de la llamada Calle de los Pobres. Sus bienes consistían en un baúl negro, reforzado de hierro, con algunos libros y un poco de ropa. Tenía una corbata anudada a los barrotes de hierro negro de la cama. En un principio —hacía mucho tiempo—, se la ponía los domingos, para ir a misa. Aquello parecía ocurrido en un tiempo remoto. Ahora, la corbata seguía allí, como un pingajo, atada a los pies de la cama. Como el perro a los pies del hermano de Beau Geste: aquel que quería repetir la muerte de los guerreros vikingos… (Ah, cuando él leía Beau Geste, qué mundo podrido. «Madrina, ¿puedo leer este libro?». Entraba de puntillas en la biblioteca de la Gran Madrina. La Gran Madrina era huesuda; su dinero, magnánimo. Él era el protegido, favorecido, agradecidísimo hijo de la lavandera). «El paje», pensaba ahora, calzándose las botas, con los ojos medio cerrados, hinchados aún los párpados por la resaca, mirando el significativo pingajo a los pies de la cama. Todo ya, caducado, ahorcado definitivamente, como la mugrienta corbata.

Cuando llegó al pueblo era joven, y muy bueno. Por lo menos, así lo oía decir a las viejas:

—El maestro nuevo, qué cosa más buena. Tan peinado siempre, y con sus zapatitos todo el santo día. ¡Qué lujos, madre! Pero claro, lo hace con buena intención.

Ahora no. Ahora, tenía mala leyenda. Sabía que habían pedido otro maestro, a ver si lo cambiaban. Pero tenían que jorobarse con él, porque a aquel cochino rincón del mundo no iba nadie, como no fuera de castigo, o de incauto lleno de fe y «buena intención». Ni siquiera el Duque iba; allí se pudría y desmoronaba el Palacio, con su gran cuadro dentro, con la mano levantada, clamando. Él llegó allí, hacía veintitantos años, lleno de credulidad. Creía que había venido al mundo para la abnegación y la eficacia, por ejemplo. Para redimir alguna cosa, acaso. Para defender alguna causa perdida, quizá. En lugar de la corbata anudada a los barrotes, tenía su diploma en la pared, sobre el baúl.

Ahora, tenía mala leyenda. Pero a veces subía la colina, corriendo como un loco, para oír el viento. Se acordaba entonces de cuando era chico y escuchaba, con un escalofrío, el lejano silbido de los trenes.

Aquella mañana llovía, y entraba por el ventanuco un pedazo de cielo gris. «Si entrara el viento…». El viento bajaba al río para huir también. Y él seguía en tanto hollando la tierra, de acá para allá, con sus botas de suelas agujereadas. A veces marcaba rayas en la pared. ¿Qué eran? ¿Horas? ¿Días? ¿Copas? ¿Malos pensamientos? «No se sabe cómo se cambia. Nadie sabe cómo cambia, ni cómo crece, ni cómo envejece, ni cómo se transforma en otro ser distante. Tan lento es el cambio, como el gotear del agua en la roca que acaba agujereándola». El tiempo, el maldito, cochino tiempo, le había vuelto así.

—¿Cómo así? ¿Qué hay de malo? —risoteó. Se levantaba tarde, y no se tomaba molestia por nada ni nadie. No se tomaba ningún trabajo, tampoco, con la escuela ni los chicos. Zurrarles, eso sí. Había un placer en ello, sustituto, acaso, de otros inalcanzables placeres.

Ya no leía el periódico. La política, los acontecimientos, el tiempo en que vivía, en suma, le tenían sin cuidado. Antes no. Antes, fue un exaltado defensor de los hombres.

—¿Qué hombres?

Acaso, de hombres como él mismo ahora. Pero no, él no se reconocía ninguna dignidad. Aunque la dignidad era una palabra tan hueca como todas las demás. Cuando bebía anís —el vino no le gustaba, no podía con el vino—, el mundo cambiaba alrededor. Alrededor, por lo menos, ya que no dentro de uno mismo. Nubes blancas por las que se avanzaba algodonosamente, pisando fantasmas de chicuelos muertos: niños que sólo tenían de niños la estatura. «Llegué aquí creyendo encontrar niños: sólo había larvas de hombres, malignas larvas, cansadas y desengañadas antes del uso de razón».

Iba camino de la taberna, y habló en voz alta:

—¿Uso de razón? ¿Qué razón? Ja, ja, ja.

Aquel «ja, ja» suyo era proferido despaciosamente, sin inflexión alguna de alegría, sin timbre alguno. Por cosas como aquella, las viejas que lo veían pasar meneaban la cabeza, mirándole de través, y decían:

—¡Loco, chota! —ovilladas en sus negruras malolientes. Eran las mismas viejas que lo llamaban bueno. No, eran otras, iguales a aquellas que ahora estarían ya pudriéndose, con la tierra entre los dientes.

Ni el mal olor, que tanto le ofendiera en un tiempo, notaba ahora.

—¿Me ofendía? ¿Ofensas? ¿Qué cosa son las ofensas…?

Torció la esquina de la calle. Un tropel de muchachos descalzos le inundó, como un golpe de agua. Eran muy pequeños, de cinco o seis años, y casi le hicieron caer. Muy a menudo le esperaban al filo de las esquinas, para empujarle. Luego corrían, riéndose y llamándole nombres que él no entendía. Seguía lloviznando y el lodo de la calle manchaba sus piernecillas secas como estacas, resbalaba por sus manos delgadas, que se llevaban a la boca para ocultar la risa.

Tambaleándose, les insultó, y continuó su camino; a desayunarse con la primera copa del día.

Desde la puerta abierta de la taberna, se veían los toros, sueltos en el prado. El agua hacía brillar sus lomos negros, como caparazones de enormes escarabajos. Cuarto crecientes blancos embestían, al parecer, el cielo plomizo. La tierra enrojecía bajo la lluvia, más allá de la hierba. Pronto llegaría el mes del gran calor, que abrasaría todas las briznas, todo frescor verde. Los toros levantarían el polvo bajo las patas, embestirían al sol. Así era siempre. El pastor estaba tendido sobre el muro de piedras, como una rana. No comprendía cómo podía permanecer allí tendido, sin perder el equilibrio, inmóvil. Parecía una piedra más.

La taberna olía muy frescamente a vino. Le asqueaba aquel olor. El tabernero le sirvió el anís y una rosquilla de las llamadas «paciencias», sin decir nada. Conocía sus costumbres. Fue mojando su «paciencia», poco a poco, en el anís, y mordisqueándola como un ratón.

—Don Valeriano —dijo de pronto el tabernero—, ¿qué me dice usté de esto?

Le tendía el periódico. Pero él le dio un manotazo, como quien espanta un tropel de moscas. Como moscas eran, para él, antes tan aficionado a ellas, las letras impresas.

Encima de la puerta, sobre la cal, descubrió un murciélago. Parecía pegado, con sus alas abiertas.

—¡Chico! —llamó al niño, que fregaba los vasos en un balde. Un niño con el ojo derecho totalmente blanco, como una pequeña y fascinante luna. Sus manos duras, de chatos dedos, llenos de verrugas, estaban empapadas de crueldad. Levantó la cabeza, sonriendo, y secó el sudor de su frente con el antebrazo. El agua jabonosa le resbalaba hacia el codo.

—Chico, ahí tienes al diablo.

El chico trepó sobre la mesa. Al poco, bajó con el murciélago entre las puntas de los dedos, pendiente como un pañuelo, de un extremo a otro de las alas.

Antes de darle martirio, como a un condenado, le hicieron fumar un poco. Una chupada el chico, otra él, otra el murciélago.

Así, pasó un buen rato de la mañana, hasta que se fue a comer la bazofia que preparaba Mariana, su patrona. Estaban en vacaciones.

2

El gran mes estaba ya mediado. El verano, el polvo, las moscas, la sed, galopaban rápidamente hacia ellos.

Llegaron del pueblo vecino; y los del pueblo, fueron al pueblo siguiente. Así, se repartieron en cadena.

Él estaba tendido en la cama, y, a lo primero, no se enteró de nada. Eran las tres de la tarde, en duermevela. Oía el zumbido de los mosquitos sobre el agua de la cisterna. Los sabía brillando bajo el sol, como un enjambre de polvo plateado. Oyó entonces los primeros gritos, luego el espeso silencio. Permaneció quieto, sintiendo el calor en todos los poros de la piel. Sus largas piernas velludas y blancas le producían asco. Tenía el cuerpo marchito y húmedo de los que huyen del sol. Le horrorizaba el sol, que a aquella hora reinaba implacable sobre las piedras. Oía el mugir de los toros, sus cascos que huían en tropel, calle arriba. Algo ocurría. Se metió rápidamente los pantalones y salió, descalzo, a la habitación de al lado. Mariana acababa de fregar el suelo, y sus plantas iban dejando huellas como de papel secante, en los rojos ladrillos. Sobre la ventana permanecía echada la vieja persiana verde que él mismo compró y obligó a colocar, para protegerse de la odiada luz. Por las rendijas entraba una ceguera viva, reverberante. Una ceguera de cal y fuego unidos, un resplandor mortal. Se tapó la cara con las manos, se palpó las mejillas blandas y cubiertas de púas, las cuencas de los ojos, los párpados. Aun así le llegaba la luz, como un vahído, la sentía en las mismas yemas de los dedos, filtrarse a través de todos los resquicios. El sudor le empapó la frente, los brazos y el cuello. Sentía el sudor pegándole la ropa al vientre, a los muslos. El mugido de los toros se alejaba, y por la Calle de los Pobres trepaban unas pisadas, se acercaban; y allí, bajo la ventana, resonó el grito, estridente como el sol:

—¡Ay de mí, ay de mí, ay de mí…!

Bruscamente, levantó la persiana. Era como un sueño: o mejor, aún, como el despertar de un largo y raro sueño. Todo el sol se adueñó de sus ojos. Adivinó, más que vio, a la mujer del alcalde, corriendo calle abajo. Entonces le vino, como un golpe, el recuerdo del periódico del tabernero. Se sintió vacío, todo él convertido en una gran expectación.

—Mariana —llamó, quedamente. Entonces la vio. Estaba allí, en un rincón, temblorosa, con la cara raramente blanca.

—Ha estallado… —dijo Mariana.

—¿Qué? ¿Qué ha estallado…?

—La revolución…

—¿Y esa mujer que va gritando? ¿Qué le pasa?

—Le andan buscando al marido… Van con hoces, a por él…

—Ah, conque ¿se ha escondido ese cabrón?

¿Por qué insultaba al alcalde? Estaba de repente lleno de ira. Porque los mugidos de los toros mansurrones, flacos, negros y brillantes que embestían el cielo bajo de la tarde estaban ahora en él; y de pronto estaba despierto, despierto como sobre un gran lecho revuelto, su sucio catre alquilado; sobre toda la sucia tierra que pisaba. Y ni siquiera sabía cómo había cambiado, cómo estaba convertido en un pingajo, igual que la corbata, mal anudada y raída, a los pies del lecho. Había cambiado poco a poco, desde el día en que vino, bien peinado y con zapatitos de la mañana a la noche, yendo de un lado a otro de la aldea, explicando que la tierra parecía perseguir eterna y equivocadamente al sol, intentando explicar que la tierra era redonda y algo achatada por los polos, que éramos sólo una partícula de polvo girando y girando sin sentido en torno a otras bolas de polvo y polvo, como los mosquitos de plata sobre la cisterna. Intentando decir que, igual como nosotros mirábamos a los mosquitos sobre el agua en su rara persecución de uno a otro, nos mirarían a nosotros infinidad de bolas de polvo; intentando decir que todo era una orgía de polvo y fuego. Ah, y las Matemáticas, y el Tiempo. Y los hombres, los niños, los perros, estaban dentro de su piedad, y ahora, ni piedad para él sentía, ni cabía en tanto polvo. Ya no oía el mugido de los toros. No es en un día, ni en el día a día, que cambia el corazón. Es partícula a partícula de polvo, que van sepultándose la ambición, el deseo, el desinterés, el interés, el egoísmo; el amor, al fin. ¿Alguna vez fue un niño que iba de puntillas a la Gran Madrina, para pedirle Beau Geste? ¿Qué son los bellos gestos? (Como era inteligente y estudioso, la Gran Madrina le pagó los estudios. Le pagó los estudios y le regateó los zapatos, la comida, los trajes: le negó las diversiones, las horas de ocio, el sueño, el amor. Luego…). Pero no hay luego. La vida es un dilatadísimo segundo donde cabe el gran hastío, donde el tiempo no es sino una acumulación de vacíos y silencios; y las espaldas de los muchachos son como débiles alones de un pájaro caído; y no cabe el peso de la tierra, del hambre, de la soledad: no cabe la larga sed de la tierra en la espalda de un niño.

Ahora, sin saber cómo, llegó la ira.

3

Vinieron en una camioneta requisada al almacenista de granos. Algunos traían armas: un fusil, una escopeta de caza, una vieja pistola. Los más, horcas, guadañas, hoces, cuchillos, hachas. Todas las pacíficas herramientas vueltas de pronto cara al hambre y a la humillación. Contra la sed y la mansedumbre de acumulados años; de golpe, afiladas y siniestras. Enseguida, como ratas escondidas, salieron a la luz El Chato, El Rubio y los tres hijos pequeños de la Berenguela. Se unieron a ellos, y como ellos, la guadaña y la horca, la hoz, relucieron, como de oro, al sol.

No encontraron ni al alcalde, ni al cura.

—La madre del médico les ayudó a escapar, dentro de un carro de paja —dijeron dos de aquellas mujeres que iban a arar con el hijo atado a la espalda.

El Palacio del Duque seguía cerrado, como siempre. Al guarda Gracián le tajaron la garganta con una hoz, y pasaron sobre él. Quedó tendido, a la puerta de grandes clavos en forma de rosa, como de bruces sobre su propio silencio. La sangre se coagulaba al sol, bajo la gula de las moscas. Se había levantado un vientecillo raro, que enfriaba el sudor, todos en el pueblo tenían curiosidad por conocer por dentro el Palacio. El Duque fue allí tan sólo una vez, de cacería; y Gracián no dejaba entrar a nadie, ni siquiera a echar una ojeada.

Desde la ventana de Mariana se divisaba parte del Palacio. La persiana estaba al fin levantada, sin miedo al sol. De improviso se encaraba con el sol, con la conciencia de su carne blanca y blanda, de todas sus arrugas, sus ojeras, el negro y húmedo vello. El sol le inundaba cruelmente, con un dolor vivo y desazonado. Miraba fijamente el Palacio. Tras los tejadillos arcillosos de la Calle de los Pobres, se alzaban los tejados verdosos, los escudos de piedra quemados por heces de golondrinas, el balcón del cuadro, con sus barrotes de hierro. Estaba quieto en la ventana, como una estatua de sal; y mientras, los hombres armados subían por la Calle de los Pobres, y le vieron. Oyó sus pisadas en la escalera, y ni siquiera se volvió, hasta que le llamaron.

El cabecilla vivía tres pueblos más arriba. Le conocía de haberlo visto a veces en el mercado. Era oficial de guarnicionero. Se llamaba Gregorio, y exhibía dos granadas en el cinturón, y el único fusil. Seguramente se lo habría quitado a alguno de los guardias civiles que mataron al amanecer.

Le señaló y preguntó:

—¿Y ese?

—¿Ese?… ¡Vete tú a saber! —respondió el Chato, encogiéndose de hombros. De pronto, recordó al Chato, cuando era pequeño. Al Chato le había dicho, cargado de buena fe, en aquel tiempo: «El sol y la tierra…». ¡Bah! Ahí estaban sus mismos ojos, separados y fijos, llenos de sufriente desconfianza.

Avanzó hacia ellos, sintiendo el suelo en las plantas desnudas de los pies, el suelo ya caliente y aún resbaloso por el agua. Les miró, con la misma dolorida valentía que al sol, y dijo, golpeándose el pecho:

—¿Yo? ¿Quieres saber, verdad, cómo respiro yo?

Y como revienta el pus largamente larvado, pareció reventar su misma lengua:

—¿Yo? Si quieres saber cómo respiro, has de saberlo: respiro hambre y miseria. Hambre y miseria, y sed, y humillación, y toda la injusticia de la tierra. Así respiro, todo eso. Me quema ya aquí dentro, de tanto respirarlo… ¿Oyes, cabezota? ¡Hambre y miseria toda la vida! Dándolo todo a cambio de esto…

Abrió la puertecilla de su alcoba y apareció la cama de hierro negra, la sábana sucia y revuelta, el colchón de pajas. El baúl, la pared desconchada, la triste bombilla colgando de un cordón lleno de moscas.

—Para esto: para ese catre maloliente, un plato de esa mesa, al mediodía, y otro plato a la noche, toda mi vida… ¿Veis ese baúl? Está lleno de ciencia. La ciencia que me tragué, a cambio de mi dignidad… Eso es. A cambio de mi dignidad, toda esa ciencia. Y ahora… esto.

Gregorio le miraba atentamente, con la boca abierta. Y el Chato explicó, encogiendo los hombros:

—Es que es el maestro…

—Ah, bueno —dijo Gregorio, como aliviado de algo. Dejó el fusil sobre la mesa, y se sirvió vino. Se limpió los labios con el revés de la mano, y dijo:

—Conque eres de letras… Bueno, pues necesito gente como tú.

—Y yo —contestó con una voz sorda, apenas oída—. Y yo, también: gente como tú.

4

Fueron a por todos aquellos que, sin él mismo saberlo, sin sospecharlo tan sólo, llevaba grabados en la negrura de su gran sed, de todo su fracaso. Él fue el que encontró el escondite del cura, el del alcalde. Él sabía en qué pajar estarían, en qué rincón. Una lucidez afilada le empujaba allí donde los otros no podían imaginar.

—¿Y qué no sabrá este…? —se sorprendía el Chato.

También se lo preguntó Gregorio, a la noche:

—¿Cuántas cosas sabes, gachó…?

Llegó de pronto una sorda paz sobre la aldea. Sólo recordaban la ira, los incendios de la iglesia y del pajar del alcalde. Ellos estaban, por fin, allí dentro, en el Salón Amarillo, con el gran balcón abierto sobre la noche. Allí, sobre la mesa, los vinos y las copas del Duque. Y la palidez del cielo de julio, rosándose detrás de los tejados, por la parte de la iglesia. No se oía por ningún lado el mugido de los toros. Habían sido dispersados, y el pastor estaba abajo, bebiendo con el Chato y los hijos de la Berenguela. Los otros seguían su ronda, casa por casa. Una gran hoguera, frente a la puerta del Palacio, devoraba cuadros y objetos, Santos y Santas, libros y ropas.

Él hablaba con Gregorio, aunque Gregorio no le entendiese. Gregorio le miraba muy fijo entre sorbo y sorbo. Le miraba y le escuchaba, con un esfuerzo por comprender. ¡Hacía tanto tiempo que no hablaba con nadie!

—Me recogieron de niño, me pagaron los estudios… A cambio de vivir como un esclavo, ¿oyes? De servirle a la vieja de juguete, de hacer de mí un miserable muñeco, para la puerca vieja…

Le venía ahora con una náusea el recuerdo de la piel apergaminada de la Gran Madrina; su caserón parecido al Palacio, con el mismo olor a moho y húmedo polvo. Le venían con una náusea sus caricias pegajosas, su aliento alcohólico, las perlas sobre el arrugado escote…

—Ah, conque se cobró, ¿eh? Te tenía a ti de… —dijo Gregorio, con una risa oscura, guiñando el ojo derecho.

—Era el precio. ¿Sabes, Gregorio? ¿Comprendes lo que te digo? Pero salí de aquello, para mejorarlo todo, para que a ningún muchacho le ocurriera lo que me estaba ocurriendo a mí. Me fui de sus manos, y salí a luchar solo, con una fe…, con una fe…

Le venían otra vez sus ideas, frescas y nuevas. Su deseo de venganza; pero una venganza sin violencia, una razonada y constructiva venganza:

—Para que a ningún muchacho le ocurriera… Pero aquí, ¿qué pasó? No lo sé. No lo sé, Gregorio.

Y de improviso le llegó un gran cansancio:

—Estoy podrido como un muerto.

Había llegado, sin embargo, un día, una hora. El polvo, el fuego, girando y girando en torno al polvo y al fuego. Allá abajo ardían los libros y los santos del Duque. Y allí, sobre ellos, en la pared, estaba el gran cuadro fascinante. Levantó los ojos hacia él, una vez más. El cuadro parecía llenarlo todo. «Tal vez, si yo hubiera tenido un cuadro así… o lo hubiera pintado… quizá las cosas hubieran sido de otro modo», se dijo.

—Ahora, todas las cosas van a cambiar —dijo Gregorio—. ¿No bebes?

Tenía sed. No solía beber vino, pero ahora era distinto. Todo era distinto, de pronto. «Acaso le tenía yo miedo al vino…».

En aquel momento subió el Chato, y dijo:

—A ese le toca ahora —y señaló el cuadro.

—No, a ese no —dijo.

—¡Arrea! ¿Por qué?

—Porque no.

El Chato se le acercó:

—¿Pero eres tú de iglesia, acaso…? ¡Pues no la pisabas!

—No soy de iglesia, pero a ese no lo toques.

Gregorio se levantó, curioso. Se inclinó sobre la plaquita dorada del marco, deletreando torpemente. Y de improviso soltó la risa:

—¿No quieres que lo toque porque pone aquí: EL MAESTRO?

Sin saber cómo, le venía a la memoria una Cruz grande que sacaban cuando la sequía, tambaleándose sobre los campos. Un hombre llagado y lleno de sangre, y los cánticos de las viejas: «Dulce Maestro, Ten Piedad…». Era horrible, con su sangre y sus llagas. Pero no era por eso. No, aunque allí pusiera —que bien lo sabía él, desde el tiempo en que lo miraba por la ventana— aunque allí dijera: EL MAESTRO.

Se estremeció, como cuando bajaba al río, con el viento. Y el hombre del cuadro estaba allí, también; tan inmensa, tan grandemente solo, con su mano levantada. Su cara pálida y delgada, los largos cabellos negros, los ojos oscuros que miraban siempre, siempre, se pusiera uno donde se pusiera…

—¿Porque eres tú también el maestro? —reía Gregorio, sirviéndose más vino del Duque. Él pensó: «¿Maestro? ¿Maestro de qué?».

Y entonces los vio, a los dos. Estaban los dos, El Chato y Gregorio, mirándole como las larvas de hombre, allí en la escuela húmeda. Con aquellos mismos ojos, cuando él decía: «La tierra gira alrededor del sol…». Ah, las burlas. Los incrédulos ojos campesinos, la gran inutilidad de las palabras, NECESITO GENTE COMO TÚ. Había estado soñando un día entero, un día entero.

—Dame anís… ¿No hay, acaso?

No, no había. Sólo vino. El Chato sacó el cuchillo y rasgó el cuadro de arriba abajo.

Tan tranquilo como cuando decía, sin un asomo de alegría: «Ja, ja, ja»; igual de tranquilo echó mano al fusil de Gregorio y le descerrajó a El Chato un tiro en el vientre. El Chato abrió la boca y, muy despacio, cayó de rodillas, mirándole, mirándole. Como una víbora, Gregorio saltó. Le detuvo, encañonándole. Y, de nuevo, aquellos ojos se le enfrentaban: los unos, moribundos, los otros, inundados de asombro, de ira, de miedo. Y gritó:

—¿No entendéis? ¿Es que no entendéis nada?

Gregorio hizo un gesto: tal vez quiso echar mano de una de aquellas dos granadas que exhibía puerilmente. (Como los muchachos con sus botes con lagartijas, renacuajos, endrinas; como los muchachos que no entienden, y están precozmente cansados, y nada quieren saber del sol y la tierra, de las estrellas y la niebla, del tiempo, de las matemáticas; como los muchachos que martirizan al diablo en los murciélagos, y arrojan piedras al maestro, escondidos en los zarzales; como los muchachos que ponen trampas, y hacen caer, y se burlan, y se ríen, y gimen bajo la vara; y queman el tiempo, la vida, el hombre todo, la esperanza…). Como ellos, allí estaban de nuevo frente a él los ojos de clavo, la mirada de negro asombro, salida de otro grande e interminable asombro que él no podía desvelar. Y dijo:

—Y toma tú, también, y dame las gracias.

Disparó contra Gregorio una, dos, tres veces. Arrojó el fusil, bajó la escalera y por la puerta de atrás, salió al campo. En medio de un grito solitario, escapó, huyó, huyó. Como había deseado huir, desde hacía casi veinticinco años.

5

Dos días anduvo por el monte, como un lobo, comiendo zarzamoras y madroños, ocultándose en las cuevas de los murciélagos, cerca del barranco. Desde allí oía mugir de nuevo a los toros, chapoteando en el agua y las piedras. Los toros huidos, temerosos del incendio de la iglesia, desorientados.

Al tercer día vio llegar los camiones. Eran los contrarios, los nuevos. La revolución que anunció Mariana había sido sofocada por estos otros.

Bajó despacio, con todo el sol en los ojos. Traía la barba crecida, el olor de la muerte pegado a las narices. Apenas entró en la plaza, frente al Palacio, les vio, con sus guerreras y sus altas botas, con sus negras pistolas. Aquellas viejas que en un tiempo dijeron: «Qué bien peinado, y con zapatitos», las que decían: «¡Loco, chota!», le señalaron también, ahora. Habían sacado, arrastrados por los pies, como sacos de patatas, los cuerpos ya tumefactos del alcalde y el cura. Y los dedos oscuros y sarmentosos de las viejas le señalaban, junto a los tres hijos pequeños de la Berenguela:

—¡Asesinos! ¡Asesinos!

Tal como estaba, con su barba crecida y su camisa abierta sobre el pecho, lo detuvieron.

—Dejadme coger una cosa —pidió. Le dejaron ir a casa de Mariana, encañonado por una pistola. Subió al catre, desanudó la corbata de los barrotes, y se la puso. Cuando arrancó el camión, con las manos atadas a la espalda, él llevaba los ojos cerrados.

Al borde del río, alinearon a los tres hijos de la Berenguela. A él, el último. El aire estaba tibio, oloroso. El más pequeño de los hijos de la Berenguela, recién cumplidos los dieciséis años, le gritó:

—¡Traidor!

(En algún lado estaba un hombre con la mano levantada, clamando. Un hombre con la mano levantada, rasgado de arriba abajo por el torpe cuchillo de un niño, de una larva incompleta; un grano de polvo persiguiendo una bola de polvo, una bola de polvo persiguiendo una bola de fuego). El viento caliente de julio se llevó el eco de los disparos. Rodó terraplén abajo, hacia el agua. Y supo, de pronto, que siempre, siempre, a falta de otro amor, amaba el río, con sus juncos y su retama amarilla, con sus guijarros redondos, con sus álamos. El río donde chapoteaban, algo más arriba, los toros asustados y mansurrones, mugiendo aún. Supo que lo amaba, y que por eso bajaba a él y se ponía a mirarlo, a mirarlo, ciertas tardes de su vida, cuando empezaba el frío.