Pere Calders: Las minas de Teruel
PERE CALDERS
LAS MINAS DE TERUEL
En estos últimos días, el frío ha ido en aumento. En la Galiana, en el sector de Villastar, han llegado a ocho grados bajo cero.
Las noches son de luna clara, que ilumina las marchas y las concentraciones; en la ciudad de Teruel, por la noche, hay calles que no parecen tocadas. Nos gusta pasear con los ojos medio cerrados, mientras imaginamos que estamos en una ciudad en paz. Vamos por las ruinas del seminario y miramos los restos batidos por nuestras máquinas en sus primeras líneas. Es algo que nos apasiona: en ocasiones se enciende el faro de un automóvil o se ve cualquier rayo de luna, y enseguida nuestras ametralladoras barren el fragmento de paisaje y las luces se apagan. Esto no parece la guerra. Quizá sea la noche o el silencio de la ciudad; no sabemos muy bien a qué atribuirlo, pero este concierto de luces y máquinas nos parece un gran juego.
—Escuchad: si nos ven paseando por las calles nos detendrán.
—La orden es que nadie vague por la ciudad.
Esto debe de estar muy bien pero a nosotros no nos gusta. Lo que pasa en que encargan a una brigada de carabineros que entre en Teruel. Nuestra brigada cumple la orden, entra, y de los cuatro batallones con los que contaba sólo quedan dos y encima diezmados. Y ahora viene una brigada móvil, se instala en Teruel e impide a los carabineros que paseen.
—Los de las brigadas móviles de choque están mejor que nosotros. Van de un sitio para otro, tienen más distracción. Cuando hay ataques en un frente, los destinan, acaban el trabajo y ¡hala, a descansar! Si alguna vez tengo la oportunidad de hacerme soldado otra vez, las brigadas mixtas no me pillarán.
Los hay que se quejan siempre. Pero el caso es que no podemos contravenir las disposiciones militares. Nos envían hacia el interior de la ciudad, con el paso acelerado y con la apariencia de ir a hacer algo relacionado con el servicio.
El frío se nos ha metido entre la ropa y la carne y nos hace sufrir. Los pies nos duelen hasta saltarnos las lágrimas y empezamos a sentir la anulación de la voluntad que produce el frío, una especie de decaimiento que absorbe las ganas de hacer cualquier cosa. Y sabemos que en el puesto de mando no podemos encender el fuego, que sólo tenemos una manta cada uno y que pasaremos una mala noche. No debería haber guerra en invierno. En eso estamos todos de acuerdo y, cuando todos conseguimos ponernos de acuerdo en algo, siempre se trata de algo muy razonable.
Al atravesar la plaza del Torico, nos percatamos de que dentro del café Salduba hay una gran hoguera. A través del marco del escaparate vemos un grupo de hombres que se calientan. ¡Qué envidia!
—¿Y si entráramos a calentarnos un poco?
—No puede ser, hombre. Es un puesto de guardia.
—Probémoslo. Si nos lo niegan, peor para ellos…
Eso tiene sentido. Nosotros llevamos unos botes de confitura, del convento de Santa Teresa. Si nos dejan entrar, nos partimos la confitura.
A pesar de todo, el café Salduba conserva el recuerdo de su prosperidad pasada. En la puerta hay un pasamano de latón de calidad, y los restos de cristal que todavía se conservan en el marco son de un cristal bueno y grueso, de aquel que costaba tanto dinero.
Los hombres que hacen la guardia nos han dejado entrar. Están medio dormidos, como si les hubiera intoxicado el humo; nuestra entrada les espabila un poco.
—Carabineros, ¿eh?
—Ya veis.
Están de broma.
Un cabo dispone:
—Josep, trae sillas para los señores.
Son dinamiteros de las fuerzas de choque. Muchachos muy jóvenes, alguno de los cuales no llega a los dieciséis años, que se pasean por el mundo con un cinturón cargado de bombas. Nos han hecho sitio alrededor de la hoguera y nos calentamos los pies y las manos. A medida que se les pasa el frío, nos entran ganas de expresar nuestro agradecimiento.
—Muchas gracias, camaradas.
—Camaradas, no. Conocidos de guerra y basta. La camaradería hay que ganársela.
Nos parece el momento oportuno para ofrecer la confitura. Abrimos nuestros capotes y ponemos los envases sobre una silla.
—Si os apetece, repartiremos esto con vosotros.
—Ya lo creo, camaradas. Nos apetece mucho.
Sobre las mesas de mármol del café Salduba hay vasos, copas, platos, cucharas pequeñas, herramientas especiales para el consumo de tapas de aperitivo, sifones rotos, juegos de dominó, de ajedrez, dados, cartas. Las paredes y el techo están ennegrecidos por el humo, no sabemos si debido a un incendio de guerra o bien a las hogueras de los dinamiteros. De todos modos, como el único edificio es esta sala de café, no vale la pena ponerse minucioso.
Cogemos un plato y una cuchara cada uno, quitamos el polvo con el pañuelo o con la manga y repartimos la confitura. Es una comida buena, elaborada, preparada por las manos de una monja.
Uno de los dinamiteros se relame los labios y nos mira con cara de pillo.
—Los carabineros encontráis buenos botines, ¿no?
—Psé. Menos de los que la gente piensa. A cambio de estas cosas daban mucha carne.
—¿De qué brigada sois?
—De la ochenta y siete.
—¿Dinamiteros?
—No.
—Menos mal. Mucho mejor para vosotros.
Habla con reservas. Pero ya sabemos a lo que se refiere; desde el punto de vista de la especialidad militar, estos dinamiteros tienen una objeción que hacer a los dinamiteros de la ochenta y siete. Cuando los nuestros colocaron las primeras minas en el edificio del Gobierno Civil hacía tanto frío que la dinamita no prendía y hubo que calentarla; es algo que se puede hacer fácilmente, pero en aquella ocasión el fuego hizo explotar una mina y la carga saltó antes de tiempo. Unos cuantos de los nuestros murieron y muchos resultaron heridos.
—No podemos tolerar que nadie hable mal de los compañeros.
—Los nuestros se han portado muy bien y se han ganado el perdón por todos sus errores.
Uno que interviene por primera vez adopta un tono conciliador.
—Los vuestros y los nuestros somos uno y no hay que enfadarse.
Hace rato que la artillería enemiga bombardea nuestras líneas. Disparan con sus cañones automáticos ocho tiros seguidos, como una ametralladora gigante. Alguno de los obuses cae en la ciudad y machaca, todavía más, cosas que ya estaban machacadas del todo.
Cuando hemos dado cuenta de la confitura, los dinamiteros tienen un gesto de delicadeza y nos ofrecen vermú de una gran marca italiana.
—¿Lo habéis encontrado aquí?
—Claro. No todo iba a ser botellas de sifón.
Empezamos a hablar de cosas de comer. Uno de los dinamiteros nos explica con mucho detalle un arroz con conejo que hizo en Guadalajara. Le faltaban muchos accesorios, pero por lo que dice el arroz quedó muy bueno. La boca se nos llena de saliva; hace muchas semanas que comemos pan y carne de lata, la mayoría de las veces fría. ¡Un arroz con conejo!
—El arroz lo conseguiríamos, pero el conejo…
Hay un muchacho de unos quince años, madrileño, que se ha hinchado a confitura; nos mira a todos y contesta:
—No os lo creáis. El otro día un chaval de mi escuadra va y me dice: «Mira: coge las bombas y el fusil y sígueme. He encontrado dos conejos magníficos. Hay uno gris y otro blanco y negro». Le pregunté donde estaban y me contestó que en una casa abandonada. Cogí las cosas y me fui con él. Entramos por un callejón estrecho y al llegar a lo más alto me cogió del brazo: «¿Ves aquel portal? Es allí. Abre la puerta y ya verás la jaula con los conejos. Yo me quedaré aquí para vigilar». Lo dejé atrás, empujé la puerta y comprobé que realmente había una jaula con los dos conejos. Pero a su lado había una dama haciendo punto. Me miró de arriba abajo y me dejó el corazón helado. «Perdone», le dije, «me he equivocado de travesía».
—¿Pero todavía queda población civil?
—Ya lo creo. Cada día llegan más. Es gente que se había «escapado» a pueblos y montañas y, ahora que puede, vuelve.
—¿Y los conejos?
—Me quedé sin ellos. Pero tiene que haber comida. Si examináramos bien las galerías encontraríamos muchas cosas.
Se refiere a unos pasajes que minan todos los lugares de Teruel. Bajo tierra se puede ir de una casa a otra, enlazar calles separadas en el exterior, unir barrios lejanos. Estas galerías han jugado un papel importante en la batalla de Teruel y empiezan a crear leyenda.
—Yo no me aventuraría por estos subterráneos por nada del mundo. La semana pasada cinco carabineros y un teniente entraron a hacer una inspección. Cuatro días después se encontraron los cadáveres de tres carabineros en las inmediaciones de la estación. Del teniente y de los otros dos muchachos no se ha sabido nada.
—¿Creéis en la existencia de brujas?
—No. Pero tenemos pruebas de que existen fascistas. Hay unos cuantos que no pudieron huir y no cayeron en nuestras manos. ¿Dónele están? No me negaréis que los subterráneos no son un buen escondite. Además, ¿qué ha sido de los tres guardias de asalto desaparecidos?
Eso era cierto. Tres guardias de asalto entraron en las minas para explorarlas y no se les volvió a ver. Estos caminos bajo tierra nos dan miedo; nos gustaría mucho que no existieran.
Pero el muchacho madrileño, el dinamitero más joven, reaccionó:
—Mirad: si todo esto es cosa de fascistas, no tengo miedo. Si no los tememos a la luz del día, no entiendo por qué nos van a amedrentar cuando están escondidos unos palmos bajo tierra. Y si un fascista y yo nos encontramos cara a cara, él tiene más motivos para inquietarse que yo.
Lleva ocho bombas de mano alrededor de la cintura y es ágil de movimientos, decidido. Tiene toda la razón en lo que dice.
—Pero, hombre, desconocemos el trazado de estas galerías, no sabemos qué sorpresas nos pueden deparar. Un enemigo que las conozca llene muchas probabilidades a su favor.
—No obstante —intervenimos nosotros—, si lo que suponemos es cierto, tenemos el deber de limpiar las minas y atrapar a los que allí se esconden. Nos pueden dar muchos disgustos. Hemos oído que en algunas zonas inexploradas hay cargas de dinamita administradas por los facciosos.
Nos íbamos calentando. Llegó un momento en el que convenimos que si no entrábamos en las minas se nos caería la cara de vergüenza y no podríamos ir con la cabeza alta. En el transcurso de la conversación, cada uno procuró ir un poco más lejos proponiendo audacias, sólo nos limitaban las posibilidades. Finalmente llegamos a un acuerdo: mañana por la noche entraremos en las galerías, por una boca que da a una casa cercana a la plaza del Torico. No diremos nada a nadie; es preciso que entremos solos para que la gloria de la expedición no quede demasiado repartida.
El madrileño ha traído dos cirios largos y gruesos de la catedral. Con lo que llegan a durar, podríamos recorrer seis o siete veces todo el circuito de galerías y mirarlas con detenimiento.
Las noches siguen siendo claras, de luna redonda y generosa. Vamos armados; el que menos lleva una pistola y un bolsillo lleno de munición. Los dinamiteros van tan preparados como para cambiar la estructura de toda la red subterránea.
Aparte del rumor del frente, no se oye otro ruido que no sea el de las dinamos que iluminan las oficinas militares. Pasamos bajo los pórticos de la plaza, pegados a la pared y de uno en uno, porque los grupos, de noche, son sospechosos de pillaje y la policía los persigue. No sabemos qué queremos hacer, ni por qué lo hacemos; no sabemos si vamos en busca del peligro o de unos fascistas ni sabemos si estamos cometiendo un grave acto de indisciplina o una heroicidad. De hecho, lo único que tenemos claro es que hacemos lo que hacemos tomando en consideración nuestra propia reputación, por encima de nosotros mismos.
Somos siete en total. No hay de qué alarmarse, no nos espera ningún enemigo escondido, pero nos sentimos poderosos. Al llegar a la casa escogida, nos metemos con cautela para evitar que alguien nos vea; hemos entrado en una pescadería, reventada, mellada por la lucha. Un compañero ha tropezado con los brazos de una balanza tirada en el suelo y hemos tenido que sostenerlo para que no cayera: ha hecho un ruido metálico tosco, que ha salido a la plaza y ha retumbado por los porches.
El suelo está lleno de papeles y de cestillas de mimbre. Entre el mostrador y la pared, interceptando la entrada a la rebotica, hay un colchón que nos traba los pies y ralentiza nuestros movimientos. Una vez que lo dejamos atrás y estamos seguros de que la luz no se verá desde la calle, encendemos los cirios; antes, sin embargo, al apoyarme en una caja para mantener el equilibrio, he tocado algo reseco, que ha crujido con la presión de mis dedos. Ahora, con la luz, he visto que son pescados momificados que se precipitan fuera de la caja, desorbitados, como si quisieran huir. Despiden un hedor insoportable.
El muchacho que nos hace de guía pasa delante y nosotros le seguimos, con el corazón encogido y sin poder respirar hondo. Volveríamos atrás si no estuviera en juego la buena reputación que tenemos. Pasamos por los restos de un comedor, con un jarro de flores marchitas que se sostienen milagrosamente sobre la mesa. Antes de llegar, a la izquierda, hay una puerta gris, cerrada; el guía nos indica que debemos entrar pero los escombros frenan el juego de la hoja y no cede. La empujamos con la espalada golpeándola, y hacemos tan poco ruido como podemos.
—Si nos pillan y no les gusta nuestra explicación, nos fusilarán como a saqueadores.
—Calla, majadero.
Nos sale una voz fina, que no es la que nos gustaría para casos como este. Pero somos tozudos. Empujamos como si al otro lado de la puerta fuéramos a encontrar un premio, y finalmente las bisagras chirrían, ceden y podemos entrar.
Aparentemente parecía seguro entrar así; era un lavadero pequeño, lleno de ropa sucia y una humedad que se metía en los pulmones. Pero ahí estaba lo que buscábamos: el guía se agachó y levantó una tapa de madera que dejaba al descubierto una escalera. Bajó la pendiente muy rápido hasta el suelo.
—Ya está. Venga, id entrando.
Y entramos, uno tras otro, sin decirnos nada. Aguzamos la vista y el oído, atentos a no sabemos qué pero listos para saltar si el instinto lo ordena; bajamos los escalones asentando bien la planta de los pies, palpando las paredes con las manos. Tenemos en alerta todos los sentidos y, si el aire trajera peligro, lo descubriríamos con el olfato.
La llama de los cirios titila por una ráfaga de viento, pero no llega a quemarnos la piel. El olor de la cera llena el recinto y domina sobre cualquier otro olor. Cuando se acaban los escalones y pisamos la tierra firme, nos sentimos lejos del mundo de la superficie, desamparados. Nadie nos oiría si gritáramos y, si nos oyera, peor para nosotros.
De aquí en adelante, no conocemos el camino. El guía conocía la entrada a la cueva, eso es todo. Sea como sea, como no sabemos el lugar al que queremos ir, cualquier ruta nos parecerá buena.
Avanzamos por una galería abierta a golpe de pico. Circula un aire cálido, que viene de lejos y que enlaza con otras minas. A veces, en una esquina, el aire nos agarra de los cabellos y los mueve de una manera suave, como si unos dedos de gelatina nos acariciasen la cabeza. Cada vez que esto sucede un escalofrío se nos clava en la nuca y nos recorre toda la espalda.
Con frecuencia, nuestros pasos retumban por las bóvedas, en un zumbido que hace vibrar los tímpanos. Parece que caiga sobre nosotros el miedo que deberíamos provocar al enemigo y, sin ser conscientes, caminamos más deprisa y debemos proteger las llamas de los cirios con la palma de la mano.
La galería se alarga, se bifurca, corta otros circuitos y forma cruces. A tramos, construcciones rudimentarias de madera y obra refuerzan los techos y, con cada cambio de estructura, el corazón nos da un vuelco. Encontramos una lata grande de conservas, vacía, con restos de comida recientes y afinamos todavía más la cautela de nuestros movimientos. El madrileño saca una bomba de la cintura y la sostiene en la mano con fuerza.
—Si tiras la bomba aquí, moriremos aplastados como pollitos.
—Pero los otros nos harán compañía.
En ocasiones, saber que los otros también tendrán lo suyo no nos tranquiliza lo bastante. Las voces suenan en plenitud, recogidas; la tierra que nos rodea las comprime y las eleva a nuestro alrededor. Si nos hubieran ordenado esta misión, creeríamos que alguien buscaba nuestra perdición y que éramos víctimas de una injusticia. Pero ahora, pese a todo, no tenemos ganas de retroceder y una inmensa curiosidad nos empuja hacia delante.
En un giro de la mina, a nuestra derecha, encontramos una puerta medio cerrada. Clavado en la madera, colgado de un cordel, hay un hueso de jamón y, debajo, un cartel que dice: «Si queréis más, entrad». Se trata de una broma macabra; por debajo de la puerta sobresale una gran mancha de sangre reseca, fundida con la tierra, y un intenso olor a cadaverina que se apropia de nuestros sentidos.
—¿Entramos?
—No hace falta. Desde aquí podemos imaginar en todo su esplendor el ingenio del autor del cartel.
—Pero quizá podríamos identificar algún cadáver.
—¿Y qué ganaríamos? No podríamos devolverlo a la vida.
No tenemos ganas de entrar y seguimos caminando. Hace rato que avanzamos y ya estamos lejos del punto de partida. Por dos veces hemos tenido que deshacer el camino porque los escombros interrumpían el trayecto. Se trata de lugares en los que, durante la lucha, se colocaron cargas explosivas de gran potencia para volar determinados edificios. Hay trozos que corresponden a los pisos altos que han ido a clavarse bajo tierra, obturando la boca de la mina. Incluso, en una ocasión hemos podido ver el cielo por una abertura estrecha sobre nuestras cabezas. Un rayo de claro de luna entraba en la galería y hacía palidecer la luz de la mecha y de la cera. En el suelo había un casco de metal de los nuestros agujereado por la metralla.
—Si encontramos un grupo de fascistas, ¿qué hacemos?
Todos piensan en esa posibilidad y cada uno ha imaginado la manera de arreglárselas.
—De momento, tendremos un poco de miedo, pero ellos también lo tendrán. Será preciso espabilarnos y reaccionar antes que los otros, dándoles unos tiros. Además, si…
Se oyen voces y ruido de pasos y se interrumpe la conversación. Debe de haber gente muy cerca de nosotros. Nos quedamos sin aliento. El alma se nos sube al cuello y nos ahoga; tememos que la luz de nuestros cirios delate nuestra presencia, pero tememos mucho más quedarnos a oscuras.
Hay algo que fuerza nuestra voluntad, por encima de todas las reacciones y de todos los sentimientos, y nos obliga a seguir avanzando. Tenemos las armas a punto, plantamos los pies en la tierra con infinita precaución y confiamos todas nuestras ganas de vivir a nuestros ojos y nuestros oídos.
Ahora la mina desciende en una pendiente pronunciada, en un largo trayecto casi recto. Ignoramos si nos hundimos más en la tierra o si la galería corre paralela al terreno exterior. Algunas de las escaleras que acceden a la mina tienen filtraciones de aguas sucias y detritus que despiden un hedor terrible. Oímos un goteo persistente, que retumba por las paredes y adquiere unas proporciones absurdas. Ese sonido nos llega a obsesionar y nos da dolor de cabeza.
Una explosión muy fuerte ha sacudido el techo de la galería; nos hemos quedado medio cubiertos de tierra con las caras marcadas por la angustia de enterrarnos en vida.
—Es un obús que ha estallado en el exterior. Debemos de estar muy cerca de la superficie.
Seguimos caminando más rápido, con el corazón latiendo tan fuerte que tememos que delate nuestra presencia. Las voces se escuchan cada vez más cercanas.
Delante de nosotros, la mina gira hacia la derecha en una vuelta cerrada. De repente, un silencio absoluto. ¿Qué debe pasar? Es posible que hayan visto la luz de los cirios y se preparen para sorprendernos. No se nos ocurre otra cosa que apagar las luces que llevamos y caminar a tientas. En esos instantes parece mentira que volvamos a ver la luz del día y respirar al aire libre.
Cuando los ojos se habitúan a la oscuridad, vemos que desde la esquina entra una luz vaga, como de claro de luna. Avanzamos poco a poco y ganamos el recodo en un movimiento rápido para apuntar por sorpresa a los que creíamos que nos esperaban.
Una corriente de aire frío se nos mete en la ropa y nos da escalofríos; sin tiempo para rehacernos, un potente reflector nos deslumbra y nos priva de ver nada fuera del disco del foco y su halo luminoso.
—No hagáis ningún movimiento. Os apunta una ametralladora. Si os movéis, dispararemos.
Es una voz firme, segura, que nos hiela el espíritu. De momento, nos quedamos clavados en la tierra, con los ojos abiertos de par en par. Desde más allá del reflector, nos llega el sonido de una risa llena, hiriente, que nos hace más daño que la certeza de nuestra impotencia.
El madrileño, medio escondido por un compañero que ha quedado delante, se lleva las manos a la espalda, lentamente. En una mano lleva una bomba y alarga los dedos hacia la anilla del percutor; se mueve imperceptiblemente. Los dedos de cada mano se buscan y reducen la distancia que los separa milímetro a milímetro.
El hombre tras el reflector vuelve a hablar:
—¡Venga, dejad las armas en el suelo, fascistas!
¿Fascistas? La vida sale hacia los labios, en un grito de alivio que recorre toda la mina.
—¡No disparéis, camaradas! Somos carabineros, somos dinamiteros de la brigada de choque.
Los que nos dominaban cruzan algunas palabras entre ellos: «llevan brazaletes, son de los nuestros», «llevan la estrella en los cascos».
—Pasad compañeros. No tengáis miedo.
Damos unos cuantos pasos y nos encontramos, una vez pasado el foco, en plena calle, con el cielo amplio sobre nosotros y la luna y las estrellas iluminando el mundo. Reconocemos enseguida el lugar en el que estamos: en las inmediaciones de la estación de Teruel.
—¿Qué hacíais ahí dentro?
—Hemos venido a cazar fascistas por nuestra cuenta.
—Habéis elegido un buen momento. Por los pelos no os hemos cazado a vosotros.
Reímos. Pero no estamos lo bastante recuperados para reír a gusto.
A lo largo de la calzada del tren hay una fila de falangistas, atados, que nuestros compañeros han sacado de la mina para ponerlos a disposición del comandante. En tierra, cerca de nosotros, vemos unas formas amontonadas, cubiertas con un pedazo de lona.
—¿Y eso?
—Son los cadáveres de los guardias desaparecidos.
Se nos traba la voz y nos cuesta tragar saliva.
—¿Os podemos ayudar en algo?
—No. Lo mejor que podéis hacer es retiraros. Si cuando vuelva el oficial os ve aquí y no le gusta vuestra idea, lo pasaréis muy mal.
—Muy bien. Salud. Y muchas gracias, camarada.
Emprenden la subida hacia la ciudad sin decir nada, mustios. En la parte alta de algunas casas cercanas a la estación flamean pequeños incendios que hacen que parezca que los pisos continúan habitados.
Antes de entrar en Teruel, el madrileño se gira hacia la estación.
—Si tardamos un momento más en darnos cuenta del error, les lanzo una bomba que ni los ángeles del cielo habrían llegado a tiempo.