Francisco García Pavón: Donde se trazan las parejas
FRANCISCO GARCÍA PAVÓN
DONDE SE TRAZAN LAS PAREJAS DE JOSÉ REQUINTO Y NICOLÁS NICOLAVICH CON LA SAGRARIO Y LA PEPA, RESPECTIVAMENTE, MOZAS AMBAS DE LA PUERTA DEL SEGURA, PROVINCIA DE JAÉN
En la vendimia de 1935, no sé si porque acudieron más forasteros que nunca o porque el fruto fue corto, quedó sin trabajo mucha gente de la que solía venir de Andalucía para coger la uva. Se les veía en la Plaza, sentados en los bordillos de las aceras o haciendo corros en espera del amo deseado que los contratara para vendimiar en sus pagos. Cuando pasaban carros o camiones cargados de compañeros suyos que habían tenido más suerte, los saludaban levantando la mano con flojo entusiasmo y melancolía. Procedían de las provincias de Córdoba y Jaén. Especialmente de la Puerta del Segura y de Bujalance. Arrojados por el hambre llegaban a pie hasta los llanos de la Mancha en busca de trabajo. Hombres resecos y avejentados, con blusillas claras y descoloridas que fumaban tabaco verde y miraban acobardados. Mujeres amarillentas con ropas de colorines, que comían melones pochos. Hedían a sudor agrio. En sus carnes mates se apreciaba el adobo de un hambre milenaria. Por la noche se les veía enracimados en las rinconadas. Dormían en montón, arropados los unos con los otros. Se dejaban los hijos con familiares o vecinos en su pueblo y hasta encontrar amo arrastraban sus petates por todas las calles del pueblo.
Y ocurrió que una de aquellas anochecidas de septiembre, tintas como el vino, el abuelo se presentó en casa con una moza lustrosa, de carnes brillantes y gesto infantil, cubierta con unas telas viejas y arrastrando alpargatas a chancla.
Cuando llegó estábamos en el gran patio de la fábrica, junto al jardincillo, tomando la fresca. Todos callamos para mirar a aquella muchacha frescachona que venía con el abuelo. Ella quedó azorada, un poco en la penumbra, sosteniendo su breve hatillo.
—Ya tenemos sirvienta, Emilia —dijo el abuelo—; se llama Sagrario y es de la Puerta. Quiere quedarse a vivir en nuestro pueblo.
Todos la mirábamos sorprendidos de sus hechuras y lustre, tan infrecuentes en «los forasteros», gentes por lo común de mal pelaje.
—Mañana le compras una bata —continuó el abuelo sin dejar de mirarla.
La abuela, que nunca se atrevía a discutir las determinaciones del marido, hizo a la Sagrario una pregunta insípida al parecer.
—¿Estás contenta de quedarte con nosotros?
Y la Sagrario, al intentar responder, empezó a llorar.
La abuela miró al viejo como interrogándole.
—Pero, puñeta, ¿qué te pasa, muchacha?
Durante un ratito sólo se oyeron sus sollozos. Al fin dijo entre hipos:
—Yo quiero estar con mi Pepa.
Y aclaró enseguida que «su Pepa» era paisana y amiga de toda la vida, que había venido con ella a la frustrada vendimia.
La abuela dijo que ella no quería más que una criada. La tía también se precipitó a decir que no necesitaba.
—¿Y cómo es «su Pepa»? —preguntaron las mujeres al abuelo.
—No sé; no me fijé.
—Ella no quería que me quedase sin trabajá —continuaba la Sagrario entre sollozos—. Desapareció cuando el señor me habló… Mi Pepa es mu buena.
Así estaban las cosas, cuando entre las semitinieblas del gran patio, con su vacilante paso de enferma, apareció mamá, que venía de casa de la hermana Paulina, que vivía enfrente.
Se sentó, fatigada como siempre, y me tomó la mano. Recuerdo la luz pálida de sus grandes ojos azules. Su oscuro pelo bien estirado. Sus manos, breves, brevísimas.
Cuando le explicaron lo que pasaba, miró a la Sagrario, que hipaba, con el hatillo entre las manos, y compuso aquel tierno gesto que tema para los humildes y mansos de corazón como ella.
—Fíjate, ahora con el problema de «su Pepa»… —casi remedó la abuela.
Mamá sonrió y dijo que la venía Dios a ver si la tal Pepa era buena, pues traía un gran disgusto, ya que la chica que teníamos le acababa de anunciar que marcharía a vendimiar el lunes.
—¡Pues la Pepa! —dijo el abuelo, que no parecía dispuesto a soltar a la Sagrario.
—¿Tu Pepa —preguntó mamá a Sagrario— se querrá quedar aquí?
—Sí, señora… —dijo súbitamente contenta—, ya verá usted. Es buenísima. ¡Y tiene un ange!
—¿Y dónde está la Pepa?
—Allí, donde yo, en un rincón de «los Portales».
—Hecho —añadió el abuelo—. Que se venga a vivir aquí hasta el lunes que se marcha la tuya.
—¿Sí, señorita? —dijo Sagrario a mamá con alegría infantil.
—Sí, hija mía.
—Venga, deja ahí ese hatillo y vamos a por la Pepa —dijo el abuelo, alborozado de verlo todo arreglado.
Y salieron los dos a todo paso hacia el rincón de los soportales donde estaba la Pepa sola.
La Pepa era guapa de cara y no estaba mal de tipo. Un poco gansa y arrastrada en sus movimientos. Moza muy a la buena de Dios, con lentísima cadencia en sus palabras y ademanes. Tenía mucha sombra, pero sombra caída y remolona. Cuando terminaba de comer solía decir a quien estaba con ella, poniéndose las manos sobre el vientre:
Ea. Ya hemos comido.
Buenos estamo.
Que Dios le dé salú
a nosotros y a nuestros amos…
Que ellos se metan en una zarza
y no puedan salí
ni nosotros entrá.
Aquella especial flema en su hacer y decir la hacían una humorista.
Muchas veces que íbamos a casa de la abuela después de cenar o venía la abuela a nuestra casa, la Sagrario y la Pepa paseaban juntas, contándose cosas de su tierra y amigos.
Y solía decir:
—Señorita, qué sosísimos son los hombres de esta tierra; de toas formas si saliese algún apañico…
Mamá enseguida le tomó afecto y pasaba muchos ratos oyéndole sus lentas gracias y donaires.
—Señora, ¿por qué le gustarán a una los hombres si son tan feísimos y con tantísimo pelo?
A nosotros nos contaba cuentos de gitanos y de vareadores de aceituna, que comían una cosa que se llamaba «gachamiga».
La Sagrario, más joven, la escuchaba embebida y hacía de todo comentarios estrepitosos e infantiles. Tenía una risa agudísima y convulsa, de niña feliz. La Pepa, por el contrario, reía más con la cara y los ojos que con la boca.
A los pocos meses de estar en el pueblo, a la Sagrario le salió un pretendiente muy bajito, muy bajito que le llamaban Pepe Requinto.
—Dios mío, ¿qué he hecho yo para que me quiera un hombre tan menuo?
—Hija —le decía la Pepa—, tú aguántalo mientras no te salga otro de más enjundia, que mejor es menudencia que carencia.
—Pero si no me llega al hombro… Si es un bisturí… ¡Ji… ji… ji!
—Hija, qué manía has tomao con el pobre Pepito Requinto. Como si el tamaño tuviera que ver algo con el matrimonio.
—¡Ay! Pepa, que la noche de bodas me va a parecer que estoy criando.
Al año siguiente, cuando llegó la guerra, las dos mozas estaban ya muy acopladas al ambiente manchego y a nuestras costumbres. La Rosario había formalizado sus relaciones con Requinto.
—Pepa, hija, ¡qué pena que tú no tengas novio con lo guapísima que eres!
—Tú no padezcas que me lo están criando.
Requinto solía pasear con las dos amigas, haciendo esfuerzos inverosímiles por parecer más alto.
—Mira, Requinto, yo no dejo por nada del mundo a mi Pepa. De modo que hasta que ella no tenga novio, paseamos los tres.
Requinto murmuraba, plegaba el entrecejo y hacía tímidas alusiones a los fueros del amor en materia de soledad.
Pepito Requinto tenía un Ford muy trasto que había compuesto con piezas de diversa procedencia. A veces, por darse importancia, rondaba a la Sagrario con el coche, que era tan malo que ni se lo incautaron los milicianos.
Cuando Requinto las invitaba a dar un paseo en el auto, ellas se negaban. La Sagrario pensaba no fuese a darle al mozo una mala idea y la llevase a la perdición y no al castillo de Peñarroya, como decía. Y la Pepa decía:
—No es que me dé miedo, Requinto, pero sí me da vergüenza ir en coche como una señora.
Improvisaron un campo de aviación por las afueras del pueblo, más allá del Parque, y a cada instante llegaban escuadrillas de bimotores a descansar o a entrenarse. Durante mucho tiempo las tripulaciones fueron de rusos. Solían ser estos unos tipos más bien altos, rubios y llevaban chaquetones de cuero. Sonreían a todo el mundo y no hablaban una sola palabra de español. Llamaban la atención, entre otras cosas, porque fumaban cigarrillos con boquillas de cartón muy largas.
Un médico que vivía enfrente de nosotros se hizo amigo de los primeros rusos que llegaron y tomó por costumbre que todos los que pasaban por el pueblo fuesen por su casa a la caída de la tarde. Allí tocaban un piano que tenía en el patio, cantaban canciones que nos parecían muy tristes y bailaban en cuclillas hasta caer rendidos.
Los niños y criadas de la vecindad solíamos asomarnos a la puerta del médico para verlos bailar, cantar y beber. Una tarde estábamos con la Pepa en el portal viendo las juergas de los rusos. Parecían más contentos que nunca. Daban saltos descomunales. Sudaban. El del piano estaba enloquecido. No sabíamos, o no recuerdo por qué, era tanto júbilo.
En un descanso del baile, uno muy alto y rubio, que muchas veces había mirado hacia nosotros, sacó una caja muy alargada de chocolatinas y sonriendo, sin hablar, se la dio a Pepa.
La Pepa se puso encarnadísima y dijo:
—Que Dios se lo pague, buen mozo.
Él quedó sonriendo, embobado, mirándola. Ella bajó los ojos. Como estuvieron así un buen rato, las miradas de todos acabaron por fijarse en aquel mudo idilio.
Ella, por fin, lentamente, sin levantar los ojos, desenvolvió la caja y nos ofreció chocolatines al ruso y a los demás que estábamos junto a ella. El ruso, al tomar uno, le hizo reverencias. Mientras la Pepa nos invitaba, el ruso la miraba con sus ojos azules, metálicos y un poco inclinados. Luego le tomó otro chocolatín de la caja, le dio a morder la mitad y se comió él la otra parte. Y esto se hizo en medio de un gran silencio. Y cuando los dos estaban comiendo el chocolate partido, de pronto todos los rusos que estaban mirando tomaron sus copas y las subieron muchísimo. Uno de ellos trajo una copa a la Pepa y otra a su compañero; dio una gran voz y entre grandes gritos y risas todos bebieron menos la Pepa, que estaba como asustada. Pero su ruso suavemente la empujó y le hizo beber un traguín. Y después siguió el baile y el cante. Y cuando bailaba el ruso amigo de la Pepa, lo hacía mirándola, como dedicándole todas sus vueltas y saltos.
Los días que siguieron a aquel brindis famoso, la vecindad lo pasó muy bien con los amores del ruso y la Pepa. Y fueron preciosos para ella, que andaba en sus haciendas lela o como si oyera una musiquilla muy tierna dentro de su corazón.
—¡Ay! Jesú mío —decía a cada nada.
Mamá la observaba mucho con sus ojos claros y acariciantes.
Una tarde de gran tormenta hablaron mucho las dos sentadas en el portal, sobre las butacas de mimbre que usábamos en el verano.
—¡Ay, Jesú, señora! Y ¿qué van a decir en la Puerta?
Una vez vi que mamá le acariciaba el pelo.
A la anochecida, cuando los rusos acompañados por el maestro de la música, que era su buen amigo y vivía con ellos en el mismo hotel, llegaban a casa del médico, mamá dejaba a la Pepa que saliese con nosotros a la esquina de la confitería. Se ponía la pobre, sosamente, una flor en el pelo de las que tenía mamá en el arriate del corral, y con su humilde bata clara y zapatillas rojas esperaba azorada.
—Ya está la Pepa aguardando al ruso —decían las vecinas desde sus puertas, ventanas y balcones.
Llegaban los rusos con sus chaquetas de cuero y las botellas en la mano, acompañadas del maestro de la banda que sabía decir tovarich. El ruso alto de los ojos grises, al ver a la Pepa, se adelantaba sonriendo. Le hacía una exagerada reverencia y le daba cajas de caramelos y de pastillas de jabón. Y alguna vez telas. Luego quedaban mirándose mucho rato sin hablar. A lo más, él decía con un tonillo musical: «amor…», «amor…». O bien: «muchacha guapa… amor».
La Pepa se ponía muy encarnada y le daba la florecilla que llevaba en el pelo. Y el ruso la guardaba en su cartera, muy grande, después de besarla. Todos los chicos de la vecindad y las niñeras les hacíamos corro. Pero a ellos les era igual.
—Josú, señora, se llama Nicolás Nicolavich.
—¿Qué más da, Pepa?
—Sí…, pero eso de Nicolavich…
Una tarde, Nicolás quiso que la Pepa pasase a la casa del médico. Ella se resistía. Le daba vergüenza desde el día del brindis. Tuvo que salir la señora del médico a convencerla.
Cuando estuvimos dentro, en el patio, Nicolás Nicolavich pidió silencio y luego se dirigió a todos con aire solemne. Dijo muchas cosas en ruso mirando a la Pepa. Todos los aplaudieron. Luego, uno muy bajito, que parecía un mongol de los «tebeos», que era el intérprete, tradujo con acento dulzón lo que había dicho su camarada: «… Que Nicolás Nicolavich se complacía en comunicar a todos que iba a hacer a la Pepa su “compañera”. Y que le iba a dedicar con todo su corazón o algo así lo que iba a bailar enseguida. Y que él —el intérprete— felicitaba a la Pepa particularmente, por haber tenido la suerte de pasar a formar parte de la gran familia soviética».
Aplaudimos todos los españoles. Y los rusos se acercaron uno por uno a dar la mano a la Pepa. Y luego Nicolás le dio dos grandes besos en las mejillas. La Pepa recibió toda aquella pública declaración inmóvil, palidísima, sudando.
Nicolás Nicolavich volvió a dar un grito y de súbito, al son de un piano que tocaba un tal Kolsof, se puso a dar vueltas sobre una pierna sola.
Y todos dábamos palmas acompasadas como los rusos.
Entró al portal del médico mucha gente de la vecindad atraída por tan extraordinaria algarada y rodeaban con admiración a la Pepa, que seguía inmóvil, respirando por las narices muy abiertas y con las manos sosamente cruzadas sobre el pecho.
Al día siguiente la Pepa tuvo una conferencia muy larga con la Sagrario y Requinto. Ella oía con la boca abierta todo lo que le decía su paisana. Él escuchaba con aire de suficiencia. De pronto, la Sagrario empezó a reír y a darse manotadas en las nalgas.
—Hija mía, Pepa…, ¿pero qué vas a hacer con un marido que no lo entiendes? ¡Un ruso, Jesú! ¡Ay, Pepa, hija mía, qué cosas!
Requinto fumeteaba muy cargado de razón.
—Nadie sabe dónde está el sino de cada uno —dijo sentencioso al fin.
Posiblemente a Requinto le hubiese gustado ser el protagonista de aquella famosa historia de amor. Pues, como luego se demostró, era hombre con sed de nombradla y distinción.
—Te tiene hecha porvo. Pepa, hija mía, y sin entenderle palabra. ¿Quién lo iba a decir? Cuando se enteren en la Puerta…
A Requinto debía molestarle también el que la Pepa estuviera más hecha polvo que su Sagrario.
Cuando doña Nati se enteró por mamá del sesgo que tomaban los asuntos hispano-rusos a través de sus modestos representantes Nicolás y Pepa, una tarde, al pasar por delante de su casa camino de la fábrica del abuelo, se asomó al balcón según costumbre y nos llamó a capítulo.
Fue una larguísima conversación en la que, naturalmente, doña Nati llevó la mayor parte, ya que la Pepa en principio se limitó a una sucinta relación de su conocimiento y amores con el soviético.
Doña Nati no se dejó nada en el tintero. Aludió a las diferencias de clima, idioma, religión, costumbres, alimentos y régimen político. Sobre este último punto hizo una verdadera declaración de principios, explicando cómo ella, que no pasaba de ser una republicana liberal, repudiaba todo tipo de dictaduras e intervenciones estatales. Que repudiaba asimismo toda coacción de conciencia y de pensamiento. Que odiaba los militarismos y la farsa del partido único. Y, como mal menor, no omitía sus reservas en cuanto a las teorías igualatorias del comunismo en materia económica y social. Pues consideraba que el ser humano debía tener absoluta libertad hasta para ser pobre… Sin embargo —y aquí hizo un gesto muy teatral para subrayar las razones que seguían—, comprendía que el amor de verdad era un sentimiento sublime, capaz de superar cuantas diferencias pudieran ser impedimento en unas relaciones normales, no caldeadas por la divina temperatura de la pasión. Que esta —doña Nati conservaba todavía muchas expresiones románticas— cuando era pura y a la vez robusta, se bastaba para fundir en uno a dos seres aunque estuviesen dotados de muy divergente naturaleza. Y que ella, la Pepa, acabaría aprendiendo el ruso sin sentir, como si fuese ciencia infundida por las vías del corazón y de la sangre. En cuanto a la temperatura, clima, costumbres y hasta régimen político, serían asimilados por la Pepa si de verdad su amor por Nicolás era tan intenso e imparable como parecía… Y que, en definitiva, siempre sobre el supuesto de la alta temperatura de su pasión, hacía bien en casarse con el ruso.
Cuando doña Nati concluyó su pieza, la Pepa contestó con breves palabras que poco más o menos fueron estas:
Que ella quería mucho a Nicolás. Que todo fue de pronto, como una fiebre que no se le iba. Que estaba segura de que él era un hombre muy bueno y cariñoso. Que ella no tenía nada que perder en España. En tocante a frío y hambre, porque desde chica hasta que llegó a nuestra casa no supo lo que era comer caliente a diario y acostarse en cama con sábanas. En cuanto a religión, que la pobre vida que llevó no le había dejado pensar en el Dios español con simpatía. Y en respectivo a ideas políticas, que ella no entendía de dictaduras y libertades, pero que desde luego le parecía muy requetebién que no hubiese pobres ni ricos, ya que todos éramos hijos de Dios y no entendía por qué a unos les había de sobrar todo y a otros faltarles hasta el pan… Y como colofón, que ella, destinada a casarse con un bracero medio muerto de hambre y la mitad del año parado, no podía haber soñado con un marido militar de graduación, piloto además…
Doña Nati oyó con serenidad la defensa de la Pepa, subrayando con gestos ambiguos algunas de sus afirmaciones, pero a la vista de decisión tan firme optó por no hacerle más recomendaciones, darle su enhorabuena y desearle mucha felicidad.
Lo único que le hizo prometer a la Pepa era que le escribiría contándole sus impresiones sobre Rusia, para así tener ella una información directa de aquel misterioso país.
Se lo prometió la Pepa; nos besó doña Nati; se despidieron ellas y marchamos.
Una de aquellas mañanas, muy temprano, llegó a la puerta de casa María la Foca. Era esta una pobre de pedir —entonces acogida al Socorro Rojo—, celestina de carne baratísima, perita en chachas, en cuartillejeras y viejos rijosos. Venía a traer un secreto mensaje a la Pepa.
Gruesa, casi negra, con un ojo en algara y otro lagrimeante; bigotuda a lo chino, se apoyaba en un sucio bastón de palo de horca. El pelo entre gris y aceitoso le asomaba bajo el pañuelo negro, sucio, hecho gorro.
Guiñando el ojo acuático y mordiendo golosamente las palabras, dijo a la pobre Pepa que aquella misma tarde los rusos se iban a Rusia sin dar cuenta a nadie… «Y te lo digo, moza, para que te muevas, no vaya a dejarte el avionero compuesta y sin novio».
Cuando nos levantamos, mamá encontró a la Pepa en su cuarto, sobre la cama, en un aullido tiernamente doloroso, de animal herido.
Mamá se sentó junto a ella y comenzó a decirle muchas palabras de aliento y esperanza, luego de enterarse que entre ellos no habían «pasado a mayores».
—No, señora, no. Como dos ángeles…
Papá cuando llegó y se enteró de lo que pasaba, dio también tranquilidades a la Pepa. Le dijo que tenía la impresión de que, tal y como se habían desenvuelto las cosas, Nicolás no le haría ninguna cochinada. La Pepa se animó un poco, se levantó de la cama y, si bien es verdad que sin dejar de lloriquear, siguió con las faenas de la casa. De todas formas, papá dijo que en cuanto comiese iría a ver al médico vecino por saber qué había de cierto en la marcha de los rusos. Pero no fue necesario.
Estábamos en los postres del almuerzo cuando llamaron a la puerta con mucha energía. La Pepa se quedó rígida como si le hubiese golpeado en el pecho. Y marchó a abrir casi temblando.
Quedó la puerta de casa abierta de par en par y el portal se inundó con todo el sol de la siesta. Se oyeron unas palabras breves. Y enseguida, sobre el portal, el taconeo decidido de tres rusos y el maestro de la banda, que sabía decir tovarich. Lino de ellos era, claro, Nicolás Nicolavich; otro, un gran jefe con uniforme muy hermoso y el tercero, el intérprete con cara de mongol de «tebeo».
Después de hacer unas inclinaciones de cabeza a manera de saludo, el intérprete empezó a hablar con papá, mientras los otros, incluso el maestro de música, estaban inmóviles.
La Pepa miraba con arrobo a su Nicolás, que sólo parecía atender a la cara que ponía papá según le iba hablando el intérprete.
Mamá les indicó que se sentasen, pero ellos dijeron que no, que teman mucha prisa.
Decía el intérprete que por una orden de la superioridad, la escuadrilla tenía que volver a su base rusa aquella misma tarde. Que Nicolás era todo un caballero y había pedido permiso al jefe de la escuadrilla allí presente para llevarse consigo a la Pepa, ya que probablemente no volverían más a España. Que el jefe había dicho que bueno, pero que era preciso que la Pepa tuviese permiso de papá, que parecía ser su tutor o familiar, ya que ellos no reconocían la relación amo-criado superada en su país por la gloriosa revolución de 1917. Y que la intención del comandante era que papá diese su consentimiento de palabra y firmase aquel papel que habían puesto sobre la mesa.
Papá contestó al intérprete que la Pepa era mayor de edad y libre de ir y casarse con quien pudiera. Que si ella estaba conforme, él, conociendo sus sentimientos hacia Nicolás, nada tenía que oponer. Entonces, con toda formalidad, el intérprete preguntó a Pepa que si quería marcharse a Rusia con Nicolás aquella misma tarde, para allí contraer matrimonio con arreglo a las leyes de su país. Ella, sin el menor titubeo, dijo que sí. Y puso la mano sobre el hombro de Nicolás, que, sin perder su posición de firme, le rodeó la cintura con un brazo.
Papá se arriesgó a decir a la Pepa que suponía que habría pensado en que nunca había salido de España y que ahora se iba a encontrar con un país muy distinto en todo.
Sin dejarlo concluir, el intérprete aclaró con mucho orgullo que el destino de la Pepa iba a ser buenísimo. Sería una ciudadana soviética. Esposa de un valiente oficial de la aviación de la URSS…, «lo que ustedes llaman aquí una verdadera señora».
Papá, sin hacer mucho caso del discurso, preguntó la Pepa que si sabía algo su familia. Ella le dijo que sólo tenía un hermano y que le escribiría aquella misma tarde comunicándole su viaje.
Papá firmó el papel escrito en ruso, que, según dijeron, era una autorización para que se fuese la Pepa. Tenía que firmarlo también el alcalde, el comandante militar del pueblo y no sé quién más. Luego se despidieron de papá y mamá, quedando en que Nicolás vendría a recoger a la Pepa dos horas después, ya que a las siete de aquella misma tarde despegaría la escuadrilla rumbo a un lugar de Rusia. La Pepa iría con Nicolás en el bimotor que pilotaba.
Corrió la noticia y empezó a llegar gente a casa para despedir a la Pepa. Ella estuvo lista muy pronto, llevando por todo equipaje una maletilla de cartón pintado. La Sagrario lloraba inconsolable.
—¡Ay, mi Pepa!…, mi Pepa…, en un avión… ¡A Rusia!… ¡Qué lástima!… ¡Ay, mi Pepa, qué suerte!
Así pasaba del lamento a la envidia la pobre Sagrario, con una inconsistencia tan infantil como graciosa.
Requinto, mudo, visiblemente molesto, fumeteaba sin cesar.
—¡Qué suerte, Pepa!, mujer de melitá con graduación.
Cuando le oyó aquello Pepe Requinto, que no había sido movilizado por corto de talla, miró a Sagrario con muchísima furia.
La Pepa, con una florecilla en el pelo, sin apartarse de su maletín de cartón, sonreía.
Cada cual decía su cosa y todos la felicitaban, no sin alguna objeción inoportuna.
—¡Rusia!, si debe estar más allá de Francia.
—Allí, hija mía, ten cuidado —decía la hermana Mariana—. Todos son herejes.
—Quién te lo iba a decir, de vendimiadora a pilota.
Mamá le regaló unos pendientes antiguos, y el abuelo y Lillo se presentaron con un gran ramo de flores. A nosotros la Pepa nos acariciaba y decía que nos escribiría.
No tardó en llegar un coche a la puerta de casa. Entró Nicolás vestido con un mono de cuero y el pasamontañas. Venía con él el maestro de la banda.
—¡Vaya, vaya! —le dijo este a la Pepa—. Te has convertido en una auténtica tovarich.
Nicolás traía en el brazo una gabardina malva y un sombrerito del mismo color que se los ofreció a la Pepa para el avión. Ella se los probó inmediatamente.
—¡Ay, Pepa, y qué guapísima! —le decía la Sagrario, tocando el género.
Requinto miraba al suelo lleno de indignación.
La Pepa quedó transformada con aquellas ropas. Parecía una señorita de verdad. Nicolás dulcemente la besó en la frente. Luego empezó a dar la mano a todos sin dejar de sonreír y diciendo algunas palabras en ruso y español… Se le entendía «adiós…, adiós».
La Pepa se dejó abrazar por todos y a mamá le dio muchos besos.
El maestro de la banda le entregó un papel pautado que dijo ser un pasodoble que había compuesto para ellos, titulado «La novia de Rusia».
Nicolás tomó finalmente en brazos a la Pepa y se la llevó hacia el automóvil.
Seguían las despedidas con la mano mientras el coche arrancaba.
Y el abuelo, detrás de todos, decía:
—Coño, coño, qué cosas…
Al día siguiente, por la mañana bien temprano, cosa rarísima, el abuelo estaba sentado en el patio de casa hablando con mamá. Parecía indignado. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y decía mucho que sí con la cabeza y los labios fruncidos.
—Esta puñetera muchacha.
—Antes culpo yo a Requinto —decía mamá.
Acabé por comprender que aquella mañana no había amanecido la Sagrario en su cama; ni su ropa ni maleta en el cuarto.
El abuelo había denunciado el caso y parece que habían comenzado las averiguaciones, aunque la cosa estaba bastante clara.
El abuelo lo contaba todo con verdadera exaltación:
—Esta muchacha, con lo que hemos hecho por ella… ¿Dónde habrá ido?
Mamá, después de oírle mucho rato en silencio, dijo casi sonriendo:
—La ha raptado Requinto. No le quepa a usted duda.
—Demonios… que la ha raptado. ¿Y para qué? ¿Es que se oponía alguien a que se casaran?
—Pero le ha dado envidia del ruso.
—¿Tú crees?
—Daría cualquier cosa.
—Voy a ver.
Y el abuelo salió disparado no sabíamos hacia dónde.
A mediodía estaba todo aclarado. Unos soldados llamados «de etapa» que había allí en la guerra habían localizado a Sagrario y a Pepito Requinto en la Posada de Argamasilla de Alba, a seis kilómetros de nuestro pueblo. Allí se había terminado la gasolina del pobre Ford de Requinto.
Volvieron tres días después, pero no se atrevieron a presentarse ante mi familia. El abuelo tuvo que buscarlos y llevarlos al juez a que los casara.
Luego comentaba con los amigos:
—El Ford de Requinto era el único que debían haber requisado estos jodíos milicianos.
Y también:
—Y este tonto de Requinto está orgullosísímo de su aventura. Como si la hubiese llevado a la estratosfera.
Acabó la historia con un comentario de doña Nati refiriéndose a Sagrario y a la Pepa:
—Estaba de Dios que sus vidas serían paralelas.