Anna Nicole Smith
Presidenta de los United States of White Trash junto con Britney Spears, Vickie Lynn Marshall nació en 1967, en el estado sureño de Texas. Fue criada por su madre y su tía, y se casó a los diecisiete años, matrimonio del que nació Daniel, su primer hijo. Luego de haber trabajado en tiendas y supermercados, comenzó a bailar en locales de striptease, y fue en uno llamado Gigi’s donde J. Howard Marshall, un megamagnate petrolero muy octogenario, se enamoró de ella luego de haberla visto derretirse al son del caño.
Viva, vivísima, mucho más que cualquiera de nosotras, Vickie comenzó a verse con Marshall. Él la bañaba en regalitos y ella, ¡pobre!, los tenía que aceptar sin quejarse. Mientras tanto, y ya bajo el nombre de Anna Nicole Smith, fue cimentando una carrera como chica Playboy, primero, y después como modelo de la marca de jeans Guess. Haciendo buen uso de sus curvas XXXL y de cierto parecido a Marilyn Monroe (lunar inclusive), posó para estos anuncios como una moderna chica pin-up de aire desprolijo y audaz. Su inocencia natural y auténtica multiplicaba su encanto, junto con su hablar agudo e infantil, sus modos algo bruscos y su personalidad muy traviesa.
Luego de varias propuestas de matrimonio, finalmente decidió comenzar una vida seria y se casó con el anciano trillonario en 1994, quien trece meses más tarde moría y dejaba en sus manos una fortuna incalculable e imposible de gastar en menos de mil años de despilfarro. Luego de eternas guerras legales, un jurado otorgó a Anna Nicole una pequeña (pero de todos modos millonaria) parte de la herencia de Marshall.
Protagonizó en 2002 The Anna Nicole Show, reality de culto en el que, por ejemplo, desayunaba mientras le esculpían las uñas y le peinaban las extensiones platino.
Una asistente de mal carácter, además de un pésimo estilista con peores modos, la secundaban en sus intentos por bajar de peso y conseguir novio.
En septiembre de 2006, en medio de un controvertido noviazgo con su abogado y representante, tuvo a la pequeña Danielynn, quien en realidad era hija de un fotógrafo touch and go de su pasado inmediato. Siete días después del parto, su hijo Daniel, de veinte años ya, fue a visitarla al hospital y repentinamente entró en shock. Casi de inmediato murió. Según se supo en la autopsia, el colapso resultó de una sobredosis de medicamentos no prescriptos y metadona.
Así fue como Anna Nicole enterró a su hijo mientras acunaba a su nueva niña. Unos meses después, abstraída en una realidad de dolor y de fatiga, trastornada por la prensa, hecha añicos por la tortura jurídica, Anna Nicole Smith murió. El 7 de enero de 2007 fue hallada inconsciente en la habitación que ocupaba en un hotel en Florida. Mientras era trasladada a un centro de atención, colapsó, víctima (y artífice, quizá) de una combinación de por lo menos siete medicamentos diferentes.
Carlos Monzón
Si bien es mucho lo que se sabe de Carlos Monzón, es demasiado lo que se ignora. Algunos aspectos de su curiosa y rica personalidad empezaron a ver la luz luego de años de su muerte, ocurrida en un trágico accidente automovilístico en 1995. Entre otros, sobresale su brutalidad naive, que conmoviera en más de una ocasión a la actriz y conductora Susana Giménez, con quien vivió un tórrido y promocionado romance a mediados de la década del setenta. En el número 2 de la revista Susana, publicado en julio de 2008, Giménez cuenta en una nota que lleva su firma una anécdota que pinta al gran boxeador argentino de cuerpo entero. Monzón y Giménez pasaban una temporada en Mar del Plata. Hacía frío y habían ido abrigados a pasar el día a la playa. De pronto Susana ve un hermoso pingüino y exclama emocionada: «¡Qué divino! ¡Cómo me gustaría tocarlo!». Como obedeciendo un llamado de los cielos Monzón se incorpora, se acerca al pajarraco, lo mata de un piedrazo y se lo lleva como ofrenda fresca de sangre a una Susana que no sabe si salir corriendo, compadecerse o denunciar a su fiancé. Monzón era así, puro amor. Pero ya lo dijo la abuela, «hay amores que matan». Pregúntesele si no a la finada Alicia Muñiz, que después de darle un hijito sufrió durante años golpes y golpazos que terminaron en el famoso balcón de Mar del Plata, de donde la rubia artificial salió despedida hacia la eternidad después de violenta trifulca. Pregúntesele a la misma Susana, que hoy recuerda el lado tierno de la brutalidad del Carlos, pero que durante años tuvo que hacer temporada en Mardel enfundada en anteojazos para ocultar los bifes que la dejaban medio tuerta… Pregúntesele a la fiel Pelusa, su primera novia y mujer de toda la vida, que lo bancó hasta el final y lo iba a visitar a la cárcel después de que se lo declarara culpable del asesinato de la pobre Alicia. Y pregúntesele, por qué no, a Alain Delon, su gran «amigo» europeo, que venía a visitarlo a la cárcel santafesina en la que el boxeador cumplía su condena. Se ha dicho y rumoreado que Delon murió por Monzón cuando lo vio en Roma en la cúspide de su gloria.
No es para menos. Monzón era un semental de primer nivel, con un cuerpo moreno y brillante tallado en los cielos, una sonrisa compradora y una capacidad sexual que ha alcanzado proporciones míticas. Como prueba está la fundamental La Mary, que no debería poder ser vista por ningún adolescente confundido sexualmente si se quiere evitar una segura conversión al homosexualismo. Ahí Monzón es el Cholo, un joven de clase trabajadora que calienta hasta a las heladeras, que conduce un camión y se la pasa en cueros. Encantador y buen hijo, no muestra en el film ninguno de los rasgos violentos que lo llevaron al calabozo. Eso sí, hay algo de esa furia incontenible y seductora que se traduce en sus caricias, en el modo en que toma el cuerpo de Susana, en la velocidad con que la arroja a la cama… No extraña que de esta filmación brotara como flor de enredadera un romance que aún hoy sigue emocionando (y mojando) a la célebre conductora. No extraña tampoco que Delon haya quedado prendido treinta años de esa calentura inicial, que para los entendidos pudo ver satisfecha y con creces. Después de todo, no hay nada que colme más a una loca que la promesa de un macho primitivo, cumplidor y un poco violento.
Grace Kelly
Grace Kelly es muchísimo más que el título de una pegadiza canción pop de mediados de los 00. Grace Kelly fue la protagonista y artífice del cuento de hadas más perfecto que haya horneado el siglo XX. Es, por otro lado, el modelo inalcanzable de todas las trepadoras con horizontes imperiales que han poblado las páginas de la revista Hola, desde Lady Di hasta la princesa Máxima, pasando por Sarah Ferguson y la anoréxica Letizia (como versión degradada de esta fábula habría que incluir a Victoria Beckham. Estirando aun más la analogía, llevándola en verdad al ridículo, podría hablarse de Carolina Baldini y de Wanda Nara). Lady Di fue la que más se acercó a la estela única de Grace, piña automovilística incluida. Esperemos que después de la fatal confirmación (es ley: las vidas de placer, fasto y acartonamiento monárquico terminan en temibles accidentes) las princesitas restantes hayan tomado nota.
Pero no nos adelantemos. Grace nació en la pálida ciudad de Filadelfia durante la tremenda crisis del año 29, y mostró desde pequeña dotes para la actuación. Contrariando a sus pacatos padres, se fue a vivir a Nueva York a los dieciséis añitos con el deseo expreso de convertirse en intérprete cinematográfica. Su primera oportunidad le llegaría años después, a los veintidós, cuando MGM la convocó para protagonizar el bodrio africano Mogambo, dirigido por John Ford y coprotagonizado por Clark Gable. Enseguida se transformó en la actriz fetiche de Hitchcock, quien la convocó para Dial M for Murder y La ventana indiscreta. La agraciada Grace, sin embargo, ya cocinaba otros planes. Habiendo intimado con el multimillonario Sha de Irán durante sus años de modelito y aspirante a actriz en la competitiva Nueva York, la futura princesa tuvo una epifanía. El monarca oriental le enviaba ramos de rosas día por medio y se encargaba de hacerle llegar collares de zafiro y anillos de diamante con alarmante regularidad. Kelly comprendió rápidamente que lo único importante en el mundo es la realeza. Dicho en términos filosóficos: serás aristócrata o no serás nada. Desde entonces no paró. Seducida por vulgares empresarios, actores y productores, Grace no perdía de vista su gran objetivo, objetivo que se le presentó rapidísimo, en 1955, cuando debió acudir al Festival de Cannes para promocionar uno de sus films. Allí conoció y flechó al príncipe Rainiero de Mónaco, quien debía casarse con urgencia y preñar aun más rápido a alguna dama si no quería que todas sus pertenencias pasaran a ser controladas por el Estado francés.
Grace volvió a los Estados Unidos en una semana pero empezó a cartearse secretamente con el monarca del país en miniatura. A los pocos meses pidió la mano de Grace a su familia (que ahora saludaba contenta su decisión de dedicarse al cine), se la llevó a Montecarlo y el gran casorio, el más grande de la historia, se concretó en 1956. La fiesta contó con muchas celebridades y estrellas de cine, lo que habría movido a la reina de Inglaterra a declinar la invitación («Too many movie stars». [«Demasiadas estrellas de cine»]. El prejuicio le iba a volver como un boomerang cuando su hijo dilecto se casara con la plebeya Diana Spencer). Previamente, hubo escena memorable para los paparazzi en uno de los puertos de Manhattan: Grace, ahora Gracia Patricia (¡!), dejaba su tierra en barco encantado, acompañada de su familia, sus madrinas, ocho caniches y ochenta valijas y valijotas. La fueron a despedir miles de fans, anticipación de las decenas de miles que la recibirían en la Riviera francesa como súbditos encandilados. Al ver las imágenes de esa partida reproducidas en las revistas de la época, Hitchcock habría comentado que Grace Kelly había conseguido su mejor papel.
El resto es historia: vida no tan encantada como se esperaba, protocolos reales que le impiden seguir con su carrera artística (tuvo que decirle que no en dos oportunidades a su adorado Hitchcock), catarata de hijos y nietos, y espantoso final al borde de la ruta, en confuso episodio que involucra ataque al corazón, desvío peligroso, desbarranque, pérdida de conciencia y múltiples heridas para la princesa Estefanía, que la acompañaba en el asiento de al lado. La ruta del desastre era la misma que había transitado como personaje en uno de sus films más exitosos, To Catch a Thief (1955). Aún hoy se discute por lo bajo si Grace se dirigió a ese sitio en busca de una muerte deseada o si se trató de un desgraciado accidente. Como sea, Gracia Patricia quedó grabada a fuego en los corazones de todos los monaquenses y sigue despertando suspiros entre los románticos de todo el mundo.
Heath Ledger
«Todo lo que no te mata simplemente te hace… más raro». Resulta doloroso pensar que la frase, que tan bien le calza al Guasón que encarnó en El caballero de la noche, ya no podrá ser pronunciada por Ledger. El actor, llamado por la crítica el príncipe de la intensidad, se despidió de la pantalla en la segunda versión de Batman dirigida por Christopher Nolan, y de nuestro mundo pocos meses antes del estreno del film, en enero de 2008.
Heathcliff Andrew Ledger nació en Perth, Australia el 4 de abril de 1979. Hijo de una profesora de francés y de un corredor de carreras de autos, el pequeño Heath dio muestras de su talento actoral desde temprana edad. Su actividad predilecta, sin embargo, no era el clásico taller de teatro barrial sino el ajedrez, juego al que le dedicaba largas horas y en el que se convirtió en un verdadero experto, cultivando un costado cerebral y reflexivo por el que el pequeño Heath sería reconocido entre sus pares.
Su desembarco en Hollywood se correspondería más con su innegable belleza física que con sus capacidades interpretativas. Heath fue el potro que enamoraba a Julia Stiles en 10 Things I Hate About You, una versión de La doma de la bravia de Shakespeare ambientada en un colegio secundario norteamericano. La industria olfateó rápidamente las potencialidades del australiano de convertirse en galán, y después de ese debut promisorio le llovieron ofertas para que encarnase héroes medievales o jóvenes soldados, todos ellos orientados a cautivar el corazón (y los genitales) del público teen. Ledger, sin embargo, tenía otros planes para su carrera. En 2001, a los veintidós años, se puso en la piel de un guardiacárceles atormentado en la lacrimógena Monster’s Ball, dramón que le valiera un Oscar a Halle Berry. En el film, Heath era el hijo de Billy Bob Thornton, y mientras su padre cumplía su rol de carcelero sin mayores inconvenientes, el personaje de Ledger era asediado de modo constante por dudas morales y resquemores, que entraban en tensión con su deseo de ser amado por el padre. El final de su historia era trágico a más no poder. Heath se iba convirtiendo en un maestro a la hora de transformar las turbulencias emocionales del guión en magia interpretativa.
El rol consagratorio llegaría en 2005. Heath fue el Ennis del Mar de Secreto en la montaña, el pastor lacónico y huraño que se enamoraba de su compañero de trabajo en las montañas de Wyoming. La película, dirigida por Ang Lee, fue calificada de magistral por la crítica y tuvo gran difusión comercial por constituir el primer «western gay» (aunque, se sabe, todo western tiene connotaciones homoeróticas difíciles de soslayar). Mientras generaba polémicas y aplausos a lo largo y a lo ancho del territorio norteamericano, los cinéfilos empezaban a subrayar la calidad sobresaliente de la interpretación de Ledger. No faltaron las comparaciones con James Dean, con Brando y con Sean Penn, todos artesanos de la vulnerabilidad apenas sugerida. Es memorable la escena en la que Ledger va a conocer el hogar originario de su amante muerto. Es recibido por la familia en silencio, y la madre de Jack lo lleva a ver su dormitorio de joven. Ennis se queda solo en el recinto y descubre en un ropero una serie de camisas de algodón, ordenadas en una hilera de perchas. Conmovido, en absoluto silencio, Ennis toma las camisas entre sus manos y empieza a olerlas, visiblemente perturbado, pero haciendo esfuerzos por contenerse. Son unos pocos minutos, pero la riqueza interpretativa de Ledger queda definitivamente al descubierto. ¿Cómo es que este joven puede comunicar toda una paleta de emociones de manera tan imperceptible, sin mostrar prácticamente nada? En la máscara de su rostro apenas podía percibirse un leve empañamiento en los ojos, un tenue temblequeo de los labios. En la platea, mientras tanto, arreciaban las tormentas de llanto.
Ledger conocería en la película a Michelle Williams, quien sería su mujer y madre de su única hija, Matilda Rose. Luego de más de dos años de matrimonio la pareja se separó a mediados de 2007, cuando Ledger filmaba su última aparición cinematográfica.
El ofrecimiento de encarnar al Guasón le llegó a Ledger en un momento justo. Las películas que vinieron después de Secreto en la montaña no contaron con el favor del público; tampoco fueron amadas por la crítica. La nueva versión de Batman contaba con indudables posibilidades comerciales, y se le estaba ofreciendo un papel que igualaba en impacto al protagónico. Por otro lado, en las manos de un director darkie como Nolan, el Guasón se convertía en un canal excelente para los excesos de intensidad de Ledger. La oscuridad perturbadora del personaje era el material psicológico que la inquieta fuerza actoral de Ledger estaba precisando. El resultado fue un absoluto triunfo. El centro vital de la película no es el recorrido moral del encapuchado justiciero, sino el errático despliegue de la furia del Guasón. Ledger desaparece detrás de la boca espantosamente desfigurada, sus rasgos se pierden entre las ruinas de maquillaje, su voz se ausenta ante tamaño despliegue de timbres. La interpretación es tan profunda que el espectador no siente que está contemplando una actuación. El Guasón está ahí, y es real. Los compañeros de trabajo de Ledger describieron su presencia en el set como huracanada y enmudecedora. Muchos hablaron de una verdadera posesión, como si Ledger hubiera oficiado de médium de fuerzas más poderosas. Todos coinciden en señalar que el actor dejó su cuerpo en escena, que le dio al Guasón los litros de energías, recursos y carisma con los que contaba. Aparentemente, cada vez que terminaba de rodar un segmento, Ledger caía rendido en el piso del set, como si los fantasmas que lo sostenían lo hubieran abandonado.
En las pocas entrevistas que pudo dar tras la filmación de El caballero de la noche Ledger repitió básicamente tres cosas. Que hacer del Guasón constituyó la experiencia actoral más divertida de su carrera. Que se había inspirado en cierta medida en el Alex DeLarge de La naranja mecánica, tal como lo había encarnado Malcolm McDowell. Que la filmación lo había dejado extenuado, con problemas de ansiedad y dificultades para dormir. Estas mismas dificultades emocionales y físicas están detrás de su lamentable y confusa muerte, ocurrida el 22 de enero de 2008 en Manhattan. Ledger, dijeron más tarde sus amigos y personas cercanas, había quedado tocado tras el encuentro con el Guasón. A la filmación de la película había seguido su divorcio de Michelle Williams y su mudanza a un departamento de Manhattan. Allí se habría entregado a una rutina de salidas, alcohol, donjuanismo, ansiolíticos y somníferos que no tardaron en llevarlo a la tumba. Una pérdida irreparable para el mundo del espectáculo, que no suele contener a aquellos jóvenes que dan paseos por zonas abismales y tienen la capacidad de comunicarnos su experiencia.
Judy Garland
Día 28 de junio de 1969, Greenwich Village, Nueva York. El bar Stonewall estalla en serios incidentes entre la concurrencia, principalmente gay, lésbica y trans, y la policía, que por años había recibido apoyo estatal para efectuar redadas en antros y demás barbaridades (para más datos, véase la entrada de pág. 310). Si bien existen diversas versiones sobre cómo empezaron los disturbios, muchas de ellas coinciden en afirmar que la muerte de Judy Garland, ocurrida seis días antes, tenía caldeadas en un sopor de tristeza a gays y trannies por doquier. A partir de esa noche, y de algunas que siguieron con más incidentes, el movimiento por la lucha de los derechos de las minorías sexuales nunca fue el mismo. De hecho, un año más tarde se llevaría a cabo la primera Marcha del Orgullo, en conmemoración de lo ocurrido. Esa misma marcha y esos mismos reclamos, muchos renovados, se extenderían a las protestas del mundo entero.
La vida de la Garland es de esas que ya no hay o, quizá, de las que tanto se ven que han dejado de importar. En los tiempos que corren, los estudios de Hollywood no se apropian más de pequeñas niñitas para convertirlas en miniluminarias; todas las divas son un enjambre de drogas, whisky y esquizofrenia; los mejores diseñadores canjean alta costura con cualquier advenediza; las nominadas al Oscar son muchas veces dignas del patíbulo; y sus rostros, como regla y condición para firmar un contrato, apenas deben moverse, embebidos en botox y rellenos con ácido hialurónico.
Pero la Garland perteneció a esa espectacular era dorada del cine en que las actrices famosas eran mucho más que verdaderas estrellas. Respondían el correo de fanáticas con fotos autografiadas y hacían valer su estatus con requerimientos que hoy sonarían irrisorios. Tenía Judy trece años cuando firmó con la MGM, donde se codeó con perfecciones de la talla de Liz Taylor y Lana Turner. Esto, más el afán del estudio por crear para ella una imagen amigable y familiar a la que el público pudiera aferrarse sin dudarlo, hizo que la pequeña gran púber viera su autoestima esfumarse.
Llegaría en 1969 el film por el que la Garland sería idolatrada y que constituyó uno de sus mayores legados: El mago de Oz. Allí interpretaba a Dorothy, la pequeña transportada por un tornado hasta un mundo de fantasías y technicolor del que lograba escapar apelando a su fuerza interior. Este descubrimiento impactó en la audiencia gay, que vio en ella una metáfora de su propia vida, opacada por la homofobia de la década (y anteriores) y en franca necesidad de florecer. El impacto fue tal que en los círculos de locas se nombraba a las que aún estaban en el closet (casi todas) como «amigas de Dorothy». Con el tema musical insignia Over the Rainbow dio temprana e insospechada publicidad al famoso logo de la comunidad GLTTBIX y su bandera colorida.
Al año siguiente comenzó con su carrera cinematográfica adulta, y en 1941 se casó por primera vez, aunque el matrimonio duró poco. En 1944 obtuvo el papel protagónico en el musical Meet Me in St. Louis, dirigido por Vincent Minnelli (gay), con quien contraería matrimonio un par de años más tarde. De esa unión, que tampoco se extendió mucho, nació la famosísima Liza, que años más tarde seguiría los pasos de mami en materia de excesos y debacle personal.
Siguió una época de mucha confusión en la vida de Garland, que abatida por los fracasos amorosos y harta de su bajo amor propio cayó en serios abusos de medicamentos y de morfina, los cuales muchas veces la dejaban tan de cama que faltaba días y días a sus jornadas de rodaje. Semejante ajetreo hizo que MGM cancelara su contrato en 1950.
Divorciada de Minnelli, se casó con Sid Luft, por entonces su manager. Daría por entonces inicio a un romance con el Reino Unido que duraría varios años. Su espectáculo Judy at Carnegie Hall, en Nueva York, fue lugar de comunión de las maricas más enfervorizadas, hecho destacado incluso por la prensa de la época. Ese show sería convertido en una grabación doble que le reportó ventas millonarias y gran clamor del público y la crítica. El mismo Judy at Cargenie… sería versionado con total fidelidad en 2006 por el crooner Rufus Wainwright, confeso fan de la Garland que no ha dudado en calificarla como una «santa patrona gay».
Continuaron algunos intentos televisivos sin gran impacto, y una gira por Australia pésimamente aspectada. El 22 de junio del 69 moría, presa de una sobredosis accidental de fármacos. Los pocos sitios gay friendly existentes en los Estados Unidos, ubicados principalmente en San Francisco, cerraron por duelo. Se recordaba a la inigualable Judy Garland con enorme respeto y con la acertada presunción de que ese ícono que había sabido ser en vida crecería mucho más en significado e importancia con los eventos y años por venir.
Lady Di
Diana Spencer fue princesa en uno de esos cuentos de hadas que prevén iguales montos de felicidad y de desdicha para sus protagonistas. Su lejano parentesco con la familia real la habilitó para casarse en 1981 con el príncipe Carlos, quien previamente había salido con su hermana Sarah. La boda fue un espectáculo de fastuosidad y ensoñación.
El matrimonio se resquebrajó temprano: Carlos retomó un amantazgo de larga data con Camilla Parker-Bowles, mientras que Diana comenzó una relación con su instructor de equitación. Prosiguieron algunas acusaciones cruzadas, y los medios rápidamente viraron su atención a la problemática pareja real. En 1982 nacía William, primero de los hijos y herederos reales, y en 1984 Harry, siguiente en la línea de sucesión.
Diana era profundamente infeliz al lado de un hombre que la ignoraba, en el mejor de los casos, y en la mira de la prensa y el pueblo británico, que la había coronado a su propio modo como Princesa de Corazones. Así fue que entre 1995 y 1996 Diana y Carlos cerraron su divorcio, perdiendo ella en el acto su título real, pero conservó el de Princesa de Gales. A partir de entonces Diana se abocó a una diversidad de obras y tareas benéficas, entre ellas la lucha contra el sida, que venía llevando a cabo desde su casamiento con Carlos. Muy atrás había quedado la Diana Spencer dada a conocer en 1980, tímida, de improbable belleza y bajísimo perfil. Visitó también campos minados en Bosnia y una infinidad de hospitales y asilos en cada ciudad a la que honró con su presencia.
Su temprana y sorpresiva muerte se produjo en agosto de 1997 en París, cuando su auto se accidentó en un túnel vial. La acompañaba su pareja, el magnate egipcio Dodi Al-Fayed, que también murió. El hecho se produjo cuando el chofer del vehículo perdió el control del volante tras intentar escapar de un grupo de paparazzi que los perseguían. En el mundo y, sobre todo, en Gran Bretaña se vivió un profundo estado de shock y un duelo sin precedentes, en medio de teorías conspirativas y pericias sin fin en el lugar del siniestro. La Princesa del Amor, esa que había decidido hacer uso de su título nobiliario en favor de la gente y de la vida, encontró un tristísimo e injusto desenlace para su cuento de hadas.
Liza Minnelli
Pocas posibilidades hay de no transformarse en ícono gay cuando una es la hija del más venerado de todos ellos: Judy Garland. Liza, como todos saben, es fruto del matrimonio entre Garland y Vincent Minnelli, y se crió en los sets de filmación, correteando entre plumas, caprichos y petacas de bourbon. Su madre la invitó a acompañarla en una serie de shows dados en el Palladium londinense siendo aún una joven cantante, y obtuvo un clamor público tal que se dedicó de lleno al mundo del espectáculo.
Después de algunos papeles en teatro y cine, protagonizó en 1972 el musical Cabaret. Se hizo acreedora de un Oscar gracias a su conmovedora Sally Bowles, una performer dubitante y necesitada de amor que durante varios años fue sinónimo de la palabra Liza, hechas las dos una misma figura a los ojos del público. Otro gran musical, New York, New York, le regalaría en 1977 su canción de cabecera, convertida en un standard norteamericano y cuya versión en la voz de Frank Sinatra es igual de popular.
Siendo una niña, padeció la agria separación de sus padres, y vio morir a su madre presa de una sobredosis de barbitúricos; pasó por cuatro matrimonios, todos culminados en divorcio; fue víctima de numerosos problemas de salud, entre ellos operaciones de caderas y rodillas, además de serias adicciones recurrentes al alcohol y las drogas. A pesar de todo, Liza siempre consiguió reunir el temple y la fuerza indispensables para treparse a los escenarios y entonar a la perfección aquellas canciones que constituyen, en verdad, tesoros de la memoria artística universal.
Maria Callas
En su libro Callas: Retrato de una prima donna, el especialista en ópera George Jellinek analiza las diversas características que se requieren en una artista para merecer tal título cuasi nobiliario. Citando al compositor italiano Pier Francesco Tosi, comenta que las herramientas más potentes de una diva de la ópera son «la presunción y la arrogancia —llámese, simplemente, vanidad—». Así es que, protegida por su alta estima, la cantante puede copar la escena y soportar las críticas. Continúa afirmando que, es evidente, no basta sólo con eso, por lo que deben además existir: un talento vocal considerable; cierto halo de magnetismo irresistible para el público; maestría dramática para la interpretación teatral; y una vida personal empapada de las exageraciones propias de los papeles representados.
Maria Callas, según bien dice Jellinek, consiguió sumar a todo esto un entendimiento intuitivo de lo que el público de la época requería de una soprano, principalmente en cuanto a cierta renovación en los papeles y las obras presentadas. Cambió el rumbo de las temporadas operísticas, alcanzando su momento consagratorio al interpretar títulos del repertorio clásico largamente olvidados, como Armida, de Gioachino Rossini, La Traviata, de Giuseppe Verdi, o Medea, de Luigi Cherubini. Desafió sus propios límites al atreverse a encarnar roles preparados para una soprano coloratura, esto es, una voz tan superior y ágil que es capaz de elevarse a las más altas notas y a los fraseos más imposibles. La crítica, por un lado, la bendecía con abundantes elogios a su valentía y su técnica, y por otro le reprochaba su timbre no del todo pulido y cierto afán por sobresalir gracias a sus elecciones poco comunes.
Maria Callas estudió canto desde pequeña, forzada por una madre severa con la que siempre tuvo enfrentamientos, incluso de adultas. Nacida en los Estados Unidos, vivió su infancia en Grecia, donde comenzó su carrera como cantante. Su fuerza en escena la distinguió desde sus primeras apariciones, al igual que sus evidentes dotes dramáticas. En 1945 fue a visitar a su padre a los Estados Unidos, ya separado de su madre, y allí se instaló en miras de la siguiente temporada operística. No fue hasta 1947 que obtuvo, en la puesta de La Gioconda llevada a cabo en la Arena de Verona, su primer protagónico importante. Recibida por una comitiva de ilustres, conoció en una cena de gala a Giovanni Battista Meneghini, empresario y miembro de la alcurnia veronese con quien se casaría un par de años más tarde. Fue en ese mismo viaje que se cruzó por vez primera con su archirrival artística, la joven soprano italiana Renata Tebaldi. Con ella mantendría, primero, una relación de amistad, mas luego una amarga disputa de popularidad y talento que continúa en pie aún hoy gracias a los seguidores de cada una.
Hizo suya la Norma de la ópera homónima, de Vincenzo Bellini, asociando para siempre su figura y su voz con dicho rol gracias a su soberbia interpretación. El aria «Casta Diva», de esa obra, lleva su sello de detallismo y excelencia. Con este mismo papel debutó en los Estados Unidos en 1956, en medio de una puesta mucho menos ostentosa y distinguida que aquellas de la Scala de Milán a las que Callas estaba habituada.
Un par de años antes, había comenzado un discutido régimen con el que había conseguido adelgazar hasta conseguir una silueta muy estilizada, que lejos dejaba a la de aquella joven con considerable sobrepeso de sus primeras épocas. Este cambio, de acuerdo con algunos, comprometió su calidad vocal al restarle fuerza, aunque otros preferían la nueva versión, más suave y menos electrizada.
Teatro dell’Opera di Roma, 1958. La Callas debía meterse en la piel de Norma una vez más, ya en la cumbre de su carrera y frente a un público exacerbado que incluía nada menos que al presidente y a la primera dama italianos. A lo largo del día del debut vio con desesperación cómo su voz partía irremediablemente, víctima de agotamiento de las cuerdas. No podía suspender su aparición, por lo que tuvo que salir a escena; empero, entrados los primeros minutos, supo que nada podía hacerse. La garganta no le respondía. Terminado el primer acto, escuchó cómo sus detractores aprovechaban esa fatal inconveniencia para abuchearla desde las plateas y gestionar un motín en su contra junto al resto de los presentes. Se encerró en su camerino y se rehusó a salir nuevamente, provocando toda clase de rumores y cantinelas, hasta que pasados cuarenta y cinco minutos de incómodo intervalo el personal del teatro debió anunciar el levantamiento de la función. La afrenta al presidente era grave, y la gente en la calle no perdonaba a la cantante, quien debió huir hasta su hotel por un pasadizo subterráneo para evitar ser ajusticiada. Desde su suite vio a la multitud furibunda que no se calmaba y que seguía en pie de guerra. La prensa la destruyó, posiblemente muy a gusto con el escándalo y sin haber tomado nota de la misiva que la divina cantante enviara al jefe de Estado, y que oportunamente fuera respondida con una amable telefoneada de la primera dama.
Sus últimos años como cantante estuvieron rodeados de tumulto y polvareda. Tuvo problemas con varios teatros, cuyos responsables la acusaban de ser intratable. Los dichos de sus colegas respaldaban parcialmente esas versiones, recordándola como una persona perfeccionista al extremo y que necesitaba un compromiso total por parte del resto del ensemble. Los temperamentos así de intensos son, usualmente, de difícil trato. Como si todo esto fuera poco, en 1959 conoció en una fiesta en París al magnate griego Aristóteles Onassis, quien los invitó a ella y a su marido a realizar un viaje en una de sus embarcaciones. El nivel de lujo que se manejaba a bordo del Cristina no tenía parangón. La Callas, obnubilada, dejó a su marido en la víspera de una fiesta en el Hilton de Estambul, ciudad donde hacían puerto una noche. La semana restante de travesía siguió su curso entre tensiones cruzadas, y un mes más tarde la pareja Meneghini-Callas anunció oficialmente su disolución, luego de que ella fuera descubierta por unos paparazzi cenando en secreto con Onassis cerca de Milán. El amorío con el multimillonario naviero siguió, para malestar de los hijos de él, que la despreciaban. En 1968, él la dejó por Jacqueline Kennedy, rebautizada con el convenientemente breve Jackie O.
Sobre comienzos de los sesenta Maria Callas interpretaría únicamente tres papeles alternativos, en Medea, Tosca y Norma, para aventurarse luego en algunas elecciones artísticas bastante criticadas, todas después de la ruptura final con Onassis, que se casó con Jackie. Dio varias clases magistrales a alumnos de canto, que fueron grabadas y originaron la laureada obra teatral Master Class, estrenada en 1995.
Sus amigos y colaboradores Luchino Visconti, director de puesta de muchas de sus presentaciones, y Pier Paolo Pasolini, que la había dirigido en su primer y último protagónico cinematográfico en Medea, murieron en 1975. Socavado su ánimo por estos y otros acontecimientos sombríos, más el deceso de su padre en ese mismo año, se sumió en una depresión final. Se dejó llevar por la muerte en 1977, víctima aparente de una sobredosis de calmantes, quizás intencional. Su legado representó tanto un cambio en el repertorio de óperas del siglo XX como una nueva meta de complejidad para las cantantes líricas que la sucedieron, ya por su coloratura de enorme y humana perfección o por su intensidad dramática e interpretativa sin igual.
En una entrevista a una radio de Filadelfia, veinte años antes, ilustraba lo que sería la más trascendental de las carreras líricas de la historia: «Algunos dicen que tengo una hermosa voz; otros, que no. Es una cuestión de opinión. Todo lo que puedo decir es que aquellos a los que no les gusta no deberían ir a escucharme».
Marilyn Monroe
«Tengo demasiadas fantasías para ser un ama de casa. Es más, pienso que soy una fantasía». Siempre inteligente y directa, certera, a Marilyn Monroe le bastaron un puñado de fotos, una decena de películas, una canción de cumpleaños y un revoleo de faldas para convertirse en una de las estrellas de cine más ronroneadas de todos los tiempos. La década del cincuenta soñó y se calentó a su ritmo, siendo objeto preferido de millares de ensoñaciones eróticas pero también horizonte de expectativas definitivo para miles de aspirantes a la fama. Vale la pena preguntarse qué es lo que anhelan las miles y miles de drags (desde Madonna hasta Lindsay Lohan, pasando por la ocasional transformista de cabotaje) que han buscado y buscan calzarse sus ropas, reproducir sus gestos, reconstruir la tibieza de su mirada o entonar sus más famosas canciones. Para las más modestas, significa la posibilidad de vivir un sueño, de habitar un cuerpo bendecido por el amor de masas y el mercado de bienes. Para las ya famosas, canalizar a Marilyn es una suerte de confirmación: han llegado, y acaso el futuro les depare una iconicidad semejante. Inmortalizada por Andy Warhol como epítome de Hollywood, Monroe pasó a ser símbolo del claroscuro de un star system que al alentar el encumbramiento de desconocidos también se asegura de hacerlos añicos.
Del lado de la luz, mencionemos su fugaz paso por La malvada, en la piel de una encantadora aspirante a actriz que toleraba las miradas más agrias de Bette Davis. O su aterradora composición de una babysitter fuera de sí y asesina en Don’t Bother to Knock. También su primera femme fatale, en la pirotécnica pero medio lerda Niágara. Recordemos también la entonación celestial y plena de verdad de «Diamonds Are a Girl’s Best Friend», en la película que fue vehículo de su consagración: Los caballeros las prefieren rubias, de 1953. Tal vez la escena más recordada de su carrera sea aquella en la que el aire caliente del subterráneo neoyorquino eleva en crespas puntas su redondeada falda blanca. El artífice de esa maravilla, que ranquea bien alto en el fantasiómetro de todo gay que se precie, es Billy Wilder, responsable de La comezón del séptimo año. De este lado también quedan los primeros años de su sorpresivo matrimonio con Arthur Miller, el prestigioso e intelectualísimo dramaturgo que por esos años era perseguido por el macarthismo a causa de su supuesta simpatía con el comunismo. También es luminoso el empeño que puso Marilyn en convertirse en actriz de carácter en la afamada escuela de técnica actoral de Lee Strasberg, el legendario Actor’s Studio. Esta experiencia le permitió ampliar sus miras actorales y también ser incluida en proyectos fílmicos «más serios», como Bus Stop, The Prince and the Showgirl y su última película, la maravillosa y oscura The Misfits, en la que compartía cartel con Clark Gable y era dirigida por el genial John Huston.
Esta última película es documento del lado sombrío de Marilyn. Según los testimonios de sus compañeros de trabajo y del director, Monroe no llegaba nunca a tiempo al set (teniendo demoras de más de dos horas), era víctima de sucesivos pánicos escénicos y se entregaba sin freno a un copioso consumo de alcohol y tranquilizantes. Las consecuencias son evidentes en el film, en el que una fascinante aunque perdida de la mente Monroe emite sus líneas sin demasiada convicción pero inflamada de dramatismo y ahogada en la tragedia. Hay una oscuridad en sus ojos, turbísimos, que a la vez que cautiva anuncia lo que vendrá. Claro que el coqueteo con las sombras no había comenzado allí. La infancia de Marilyn no tuvo nada de marilynesco: pasó por decenas de hogares adoptivos, sufrió intentos de abuso por parte de los adultos que se hicieron cargo de su suerte, se vio forzada a casarse a los dieciséis añitos para no ser adoptada por la familia número cien, etc., etc. A los veinte, harta de tanto zarandeo e infelicidad, decidió hacerse modelo y actriz. De esa primera etapa son las famosas tomas para una revista erótica, que la muestran desnuda y luciendo una larga cabellera rojiza, y que llegarían a la superficie años después, para enturbiar su dorado presente.
En cono de sombras también está su complicada y misteriosa relación con los Kennedy. Más allá del precalentamiento público que le hizo a JFK en el Madison Square Garden el día de su cumpleaños en 1962, están los innumerables rumores de affaires y encuentros cruzados con los dos hermanos más poderosos del clan, que llegan a incluirlos en las teorías conspirativas que se han tejido sobre su desgraciada muerte. Antes de la noche fatal del 5 de agosto de 1962, en la que supuestamente Monroe habría ingerido una dosis excesiva de barbitúricos, la estrella había tenido innumerables problemas con las drogas psiquiátricas y el alcohol, por los que había sido internada en numerosas ocasiones. Sus íntimos eran conscientes de este problema desde mediados de los años cincuenta y trataron de forzarla a ver psiquiatras en distintas oportunidades. Marilyn no daba pie con bola, alternando períodos de relativa calma con pesadillescas semanas de insomnio, pánico y depresión. Sin embargo, casi todos los relatos señalan a 1962 como un año de relativo sosiego. Alguna de sus amigas deslizó que nunca había visto a Marilyn tan feliz y segura de su futuro como en las semanas anteriores a su muerte. Esta y otras declaraciones han permitido la supervivencia de las versiones que hablan de asesinato por oscuras razones de Estado. Sea como fuere, la muerte la encontró sola y desnuda en su cama, apenas protegida por unas gotas de Chanel No. 5.