Beth Ditto

«Vivimos nuestras vidas / poniéndole trabas al control». Así reza el coro de «Standing in the Way of Control», el hit que encendió todas las pistas indie del mundo a lo largo de 2007. Ditto compuso el tema embroncada contra la política antiderechos gays del gobierno de Bush, haciendo que por primera vez en años una canción de protesta se transformara en material bailable. Después de todo, su enérgica afirmación de un estilo de vida alternativo es lo más parecido al estallido hormonal del punk que se haya escuchado en boca de una mujer. El zurcido de gritos, percusión volcánica y suciedad de guitarras transformó a Ditto en una rock star internacional, y la hizo encabezar la lista de las personas más cool del planeta que la revista NME ofrece todos los diciembres, dejando atrás a rockeros más convencionalmente rebeldes como Pete Doherty y Alex Turner. El perfil de Ditto deletrea T-R-A-N-S-G-R-E-S-I-Ó-N por donde se lo mire. Lesbiana abiertísima, hace que su banda The Gossip le ponga música a sus poemas de amor a la vagina (y a sus fluidos). De novia con un hombre trans, confiesa en entrevistas que ella es la que juega el rol de activa. Dueña de un físico extra large (pesa más de 100 kilos y mide 1,60), se negó rotundamente a tocar con su banda en la apertura de un local de modas inglés porque comprobó que no tenían talles para gente como ella. Dice querer combatir la gordo-fobia que se respira en el ambiente gay y es un número fijo en cuanta marcha por los derechos civiles de la comunidad GLTTBIX se convoque a su alrededor. Pero ¡ojo!, tampoco es la típica lesbiana ultramilitante y aburrida que te arruina todas las fiestas. Esta chica sabe divertirse a lo grande. En la música (podés escuchar sus alaridos de loba alunada en cualquiera de los tres discos de la banda) y en otros planos. Convertida en sex symbol a prueba de talles tras su arribo a la fama, la Ditto se animó a posar desnuda en las páginas de On Our Backs, una publicación erótica de gran circulación entre la comunidad lésbica. ¿El resultado? Una serie de fotos de alto impacto visual, en las que Beth aparece calentísima junto a su novio trans y chorreando sangre por entre las piernas. En entrevistas posteriores al shock de su exhibición, la cantante aseguró que le había venido la regla diez minutos antes de comenzar la sesión fotográfica. Confesó que la gente de la revista le sugirió posponer la producción, pero que ella se puso firme y las fotos se hicieron igual, al natu. Ditto dice enorgullecerse de ese momento estético tan «radical». Esta firmeza no sorprenderá a quienes siguen de cerca la carrera de Beth, plagada de espectaculares faux pas en el vestir, performances tan perturbadoras como geniales y declaraciones a tono con su línea política, como aquella en la que declara no depilarse las axilas ni llevar desodorante porque «los verdaderos punks tenemos olor».

Beth Ditto tiene veintisiete años, vive en Portland y es amiguísima de la cantante de Le Tigre.

David Bowie

Año 1971: de vestido largo en satén bordado, Bowie comienza a destacarse como personaje andrógino y cautivante desde la portada de The Man who Sold the World. Rizos como caireles, pose desgarbada y una carta de póquer en mano (las demás, desparramadas). Aliado vitalicio del misterio, siembra intrigas. En Hunky Dory, también del 71, comienza a explorar lo oculto y homenajea a Warhol y su Factory en un par de temas.

Años 1972-1973: enloquecido por el glam rock de T. Rex, tatuado en purpurina y en la cima de un par de plataformas, Bowie saborea los primeros atisbos de éxito comercial con sus personajes más emblemáticos y conocidos: Ziggy Stardust, primero, y Aladdin Sane, después, especie de evolución del anterior. Agitadores asexuados y unisex, ambos definen el sonido glam y su estética, barroca en make-up, lentejuelas y pelucas. Ciencia ficción, misticismo, artificiosidad y mucha droga resultan en un Bowie que, entre otros escándalos, causa gran revuelo al reconocerse como gay frente a la prensa británica. No menos atrevida es su pose alien (copiada por Marilyn Manson etapa Omega, años más tarde), parte integral del concepto de aquellos discos intergalácticos en los que predica un mensaje de amor.

Año 1976: cual Madonna con Material Girl, aquí Bowie se bautiza, quizá sin saberlo, y pasa a ser nombrado Duque Blanco, o Think White Duke. Ya en su última encarnación importante, previa a la tríada experimental que compone junto a Brian Eno en Berlín, profundiza su indagación en lo oculto y con Station to Station suma incertidumbres sobre su sexualidad y su especie.

Año 1983: lacra con sangre su halo de encanto gélido al protagonizar El ansia, formando junto a la Deneuve y a la Sarandon un trío de vampiros extra cool y melanco. Edita Let’s Dance, álbum fresco y menos cargado que sus predecesores. Aprovecha las primeras mareas de synth pop ochentoso, y apunta a las pistas descaradamente. Sabe captar, sabe condensar, el sonido que será un éxito. Proyecta en su imagen elegante y ahora sexuada con intencionalidad (ver video de «China Girl») aquel espíritu terrenal y parco que muchas de las estrellas que lo sucedieron han reconocido como influencia clave.

Le Tigre

Le Tigre es la única banda femenina (y feminista) del mundo que puede jactarse de tener un almanaque erótico digno de competir con el de cualquier mecánico. Una de sus miembras, JD Samson, una chica que aspira adorablemente a ser chico, ofreció en 2003, y con gran éxito de ventas, una impecable serie de 12 (doce) fotos sugerentes en las que juega al chongo. Mes a mes, podemos verla posando junto a un auto averiado, sumergiéndose hasta la cintura en una pileta con apenas una musculosa húmeda, mostrando sus bíceps trabajados, exhibiendo sus bigotes apenas poblados, metiéndose la mano en la bragueta. Hay que decir que Samson no es un chongo obvio. Se hace el macho pero sin abandonar su aspecto de nerd y su fragilidad de nena anteojuda. Este icono del lesboerotismo (y, hay que decirlo, del homoerotismo, porque como chico la Samson esta fuertísimo) no nació de un repollo. Su éxito internacional sólo se entiende como efecto del carácter de culto que ha ganado su banda desde fines de los años noventa.

El primer hito en esta historia fue sin duda el hitazo «Deceptacon», que sacude el cuerpo de todo joven sensible con inclinaciones pisteras desde 1999. Construido sobre la base de un diálogo tonto e indescifrable, «Deceptacon» es la musicalización de una bronca alegre: en la pista no hay lugar para los ñoños ni tiempo para escuchar boludeces, así que sacá de ahí tu «pene disco disco» y dejame mover los rulos.

Todo lo que hay de cool y alternativo en Norteamérica se confabuló para dar origen a Le Tigre, probablemente el grupo de rock femenino más popular de todos los tiempos. Desde sus comienzos en 1998, la banda se encargó de sacudir las pistas de baile con latigazos de punk y rabiosa espuma feminista. Nacida como una agrupación musicalmilitante, Le Tigre ha cantado sobre todo y todos, agarrándoselas con el precio del metro en Nueva York, con la furia policial de la administración Giuliani, con la guerra en Irak, pero también con las chicas hetero que se dedican a coquetear con lesbianas para después irse con el primer chongo que aparezca. Todo lo que pasa por el colador de Le Tigre (el amor, los impuestos, la moda, la homofobia, las noches de frío) se transforma en himno celebratorio de la vida y la diferencia. Es el poder mágico de un punk que no le teme al baile, sino que cree sublimarse en él.

El cerebro de este trío endemoniado es su voz cantante, Kathleen Hanna. Líder del extinto grupo grunge Bikini Kill, Hanna tuvo una adolescencia turbulenta y fantásticamente creativa en Seattle, ciudad desde la que ayudó a definir el tono del aguerrido movimiento de las Riot Grrrls. ¡Ah!, tampoco hay que olvidar que Hannah era muy amiga de Kurt Cobain y que fue ella quien le dijo una noche a Kurt que debía bañarse porque tenía olor a Teen Spirit, una marca de desodorante muy popular entre las jóvenes norteamericanas. Cobain se sintió tocado por la observación, volvió al garage de sus padres y compuso la imprescindible «Smells like ídem», abriendo las puertas de la represa grunge que anegaría el paisaje musical de los años noventa.

Michael Stipe

La coronación de Michael Stipe como antihéroe sensible, compasivo y ligeramente torpe depende de tres canciones, todas aparecidas en el breve lapso que va de 1991 a 1993. Son los tres años más exitosos de su banda, R.E.M., cuando deja atrás su carácter de fenómeno universitario para convertirse en la banda indie norteamericana minutos antes del arribo del grunge. Kurt Cobain siempre consideró a Stipe como modelo del rockero que sigue su camino artístico, imperturbado por las demandas del éxito y el paso de los años. Hay que recordar que para 1991 R.E.M. ya llevaba diez años de existencia, habiendo editado hasta ese momento siete discos. La salida de Out of Time (1991), su esfuerzo más exitoso, el que definitivamente convertiría a Stipe en estrella pop global, no alteró el credo básico de la banda, que siguió sosteniendo métodos compositivos, ritmos y recursos líricos afianzados durante la década del ochenta. Eso sí, hubo una mayor inversión en videogenia, con la conciencia de que por primera vez la banda les cantaba a los adolescentes del mundo. Vayamos a las tres canciones mencionadas, cada una acompañada de un video antológico:

  • «Losing my Religion». (1991): sin duda, la canción más popular de R.E.M. Por primera vez, jóvenes sensibles del Medio Oeste norteamericano veían en la pantalla de su TV a un artista al que resultaba difícil encasillar. Michael llevaba el pelo mojado y peinado hacia atrás. Los ojos le brillaban mientras hablaba de perder los estribos. Sus gestos y maneras, su pose, indicaban lo contrario. Se lo veía sereno, transmitía paciencia a pesar del tono de lamento. Llevaba una camisa blanca arremangada al codo, bien suelta, con un pantalón negro ancho. El outfit era testimonio de un estilo de vida alternativo y de una sabiduría ganada al calor de esa experiencia. No era el típico hombre hetero de treinta años. Tampoco era una maricona escandalosa. Stipe ejercía una queerness delicada, en la que el amaneramiento era más expresión de inconformismo y refinamiento que de una orientación sexual prefijable. Lo del refinamiento se volvía evidente en el video: el claroscuro de las escenas citaba deliberadamente los cuadros de Caravaggio, la historia del clip estaba basada en un cuento de García Márquez, y los integrantes de la banda aparecían contemplados desde un más allá tras bambalinas por un grupo ecléctico de dioses y héroes de las más variadas cosmogonías. Se destacaba, sensual y polémicamente, la silueta sufriente y hot de San Sebastián. Los guiños estaban allí, para quien quisiera entenderlos.
  • «Shiny Happy People». (1991): el video más buena onda de todos los tiempos, una suerte de «We Are the World» para el mundo indie. Michael vuelve a desmarcarse de los moldes más esperables. Aparece en escena con traje color bambú y camisa a tono, y un cap amarillo volteado hacia atrás. Se traviste de niño. Y el video lo graba en el set de Plaza Sésamo haciéndose acompañar de la estridente, voluptuosa y absolutamente genial Kate Pierson, corista de B-52s y vecina de Atlanta. Si la voz poderosa de la Pierson pone la coloratura dramática necesaria para un tema que se quiere alternativo en más de un sentido, Michael y los otros miembros de la banda saltan y sonríen sin parar, mientras invitan a gente de todas las razas, los colores, las edades y los estilos a sumarse al baile y a la alegría. La canción es repetitiva, pegadiza, azucarada, acaso empalagosa. Presenta su utopía de manera simple, bobalicona, apostando por los niños y su capacidad universal de aceptación (altamente dudosa, por cierto). No importa, todos y todas han tenido la ocasión de emocionarse con esta canción, aunque más no sea en secreto, sobre todo allí donde los aullidos pop de Pierson funcionan de ola conductora para los manierismos vocales de un Stipe cada vez más inspirado. Si para la crítica de rock tradicional esta canción merece estar situada entre las peores de la historia, para los que están orgullosos de una diferencia no glamorosa y más cercana a la ingenuidad constituye una suerte de himno tatuado en el corazón.
  • «Everybody Hurts». (1993): embotellamiento en Los Ángeles. Caos. Confusión. Detención. Alienación. Incomunicación. Entre tantos sustantivos terminados en «ión», Stipe, más Morrissey que nunca, se calza un sombrero romántico y empieza a caminar por los techos de los autos, cantando desolado y llamando a todos los otros embotellados a sumarse a su queja sensible, que evidencia no sólo que no vale la pena esperar sentado el destrabarse del asunto, sino también que las posesiones materiales no valen nada, que lo único que cuenta es el amor y los vínculos y que, sin embargo, ¡es, OH, inevitable!, «todo el mundo lastima». Este tema termina de convertir a Stipe en mártir de la melancoolía, estandarte de miles y millones de corazones que no aciertan a querer sin doler y dolerse, ícono de los que deciden no brillar para no ocultar sus sentimientos. Vagamente inspirado en el cuento de Cortázar «La autopista del sur», el video es uno de los más exitosos de la historia del grupo y llama a elevar encendedores y a soltar una lágrima cada vez que Stipe quiebra su voz en el primer acorde.

Morrissey

Para muchos de sus fanáticos la escena es directamente sacrilega: Morrissey al volante de un descapotable azul sube y baja por la cuadrícula irregular de Beverly Hills; llega a su casa, una típica mansión californiana, todo vegetación y colores suaves, abre la puerta de madera oscura, y en el camino esquiva las cinco o seis ¡palmeras! que engalanan su jardín delantero. Entre cuadros misteriosos, mesas de roble y plantas tropicales vive Morrissey desde 1997. Y es parte del elenco estable de Hollywood, alternando caminatas diurnas por el desierto con paseos por la playa y visitas a su gran amiga Nancy Sinatra. Esto, entre otras cosas, nos revela el excelente The Importance of Being Morrissey, un documental del Channel 4 británico que se estrenó allá por 2002.

La imagen está tan lejos de la estampa del artista profundamente inglés, melancólico y raro que supo ser en su juventud que provoca escalofríos. Es ésa una de las cargas de los íconos: se les exige que permanezcan siempre igual a sí mismos, adheridos al arquetipo, obedientes a la imagen que supieron proyectar. La fantasía adolescente no suele tener en cuenta que detrás del personaje hay un ser humano que madura, crece, cambia, asumiendo formas (incluso desde lo corporal) que difícilmente puedan armonizarse con la figura estática que la devoción del fan suele construir.

Steven Morrissey nació el 22 de mayo de 1959 en un suburbio de Manchester, en el seno de una familia católica irlandesa. Desde pequeño mostró signos de rareza: tímido, apartado, se hizo tempranamente fan de una serie de cantantes femeninas, como Marianne Faithful y Timi Yuro, y de los típicos grupos de chicas de los sesenta. Acompañaba esta amanerada fiebre musical con lecturas más propias de adolescente que de niño: Oscar Wilde, John Keats y la dramaturga Shelag Delaney. Por esos años, Morrissey fabricaba su propio zine casero (un 40 top hits que semanalmente corregía las injusticias históricas que el niño detectaba en el ranking radial original) y empezaba a devorar las páginas de NME y Melody Maker, los semanarios musicales que prestaban soporte discursivo a la floreciente escena del rock británico. A mediados de los setenta, el joven Morrissey creó y empezó a dirigir el fan club británico de la banda protopunk americana The New York Dolls y decidió ejercitarse como crítico musical en periódicas y apasionadas cartas a las publicaciones ya mencionadas. A fines de los setenta tuvo un breve paso por una formación punk, The Nosebleeds, y en 1982 creó junto al guitarrista Johnny Marr la banda que lo llevaría a la siempre codiciada fama, The Smiths. El resto, como suele decirse, es historia.

The Smiths ocupa un lugar indiscutible y a la vez enigmático en el firmamento rockero de los años ochenta. Proclamada en distintas ocasiones como la banda más influyente de la década, y adorada a lo largo y a lo ancho del globo, su éxito sigue teniendo algo de inexplicable. ¿Cómo hizo este joven desgarbado, abiertamente sensible y cultor de un ostentoso amaneramiento vocal y corporal para transformarse en ídolo de multitudes? Porque, hay que decirlo, Morrissey no es un ícono gay. Desde un comienzo convocó adhesiones en los círculos más inesperados, siendo atractivo aun para jóvenes que en otros contextos pelaban actitud de hooligans. Los fans latinoamericanos tal vez lo hayan olvidado, pero el «Morrissey, Morrissey, Morrissey» no lo inventó Leo García: es patrimonio de la hinchada del cantante, que en sus cantos de amor homoerótico no olvidaba su filiación futbolera.

Los sectores más tradicionales de la comunidad gay siempre tuvieron una relación compleja con el líder de The Smiths. Es cierto que:

  • era amanerado y abusaba del aflautamiento de voz,
  • revoleaba los ojos en cada uno de sus videos y se movía como mariconcito emocionado,
  • lucía unas camisolas siempre abiertas dignas de tía Nelly, combinadas con
  • broches brillantes y jopo en llamas.

Conclusión: había montaje, había actitud, había sensibilidad. ¿El problema? El cantante no cumplía con ninguna de las expectativas que los gays suelen depositar en sus ídolos. No era sexual de manera obvia. No celebraba irreflexivamente la alegría de vivir. No trataba la música como ocasión de descoque o liberación personal. Consideraba más sexy meditar sobre el suicidio o visitar una tumba que endurecer sus abdominales…

Digamos que su relación con la cultura gay fue bastante oblicua y personal. Las elecciones de Morrissey declaran su carácter de entendido, pero a la vez lo distancian de lo obvio. Fan declarado de James Dean, en el video de «Suedehead» visita la ciudad natal y la tumba del ídolo, mostrándose conmovido y juguetón, disfrazado de nerd sexy con sombrero de ala y maxianteojos. Obsesionado con Oscar Wilde, lo cita repetidamente en letras y en entrevistas. Lector devoto de Genet, con el correr de los años va dejando atrás su imagen de adolescente sensible para cultivar la amistad de criminales, miembros de bandas callejeras y ex presidiarios, todas encarnaciones de un ideal de masculinidad peligrosa que es tradicional en cierta literatura queer. En el medio, él mismo abandonó las camisolas y los ojitos para convertirse en un señor maduro, macizo y de duro mirar, algo que ya puede verse en la tapa de Vauxhall and I (1994). Otras perlitas: puso a Alain Delon en la tapa del disco de The Smiths The Queen is Dead; bautizó su segundo trabajo solista, Bona Drag, recurriendo a términos propios del polari, el complicado argot de la subcultura gay londinense (formado sobre la base de palabras italianas, yiddish y rumanas traídas por marineros, términos del slang londinense, vocablos propios de la cárcel y codificaciones varias, como hablar al revés). Todo esto, no obstante, no lo vuelve automáticamente gay. De Morrissey puede decirse que no busca tanto una inscripción comunitaria, un principio de identificación colectivo, como un gesto que lo distancie del común y exprese su carácter de raro. En lo gay parece haber encontrado el código secreto para la manifestación de su estilo de vida alternativo, más allá del género de los ocasionales objetos de afecto, y no una confirmación de pertenencia.

De hecho, Morrissey nunca hizo declaraciones definitivas sobre su orientación sexual. Dejó que reinara la ambigüedad en este punto, afirmando que si en el pasado se había sentido atraído alternativamente por mujeres y por varones el presente lo encontraba aburrido de toda la especie. Lo único que el mundo supo de la sexualidad de Morrissey por su propia boca fue precisamente que ésta no existía. Morrissey hizo un famoso coming out de célibe. «No soy un ser sexual», repetiría una y otra vez, llegando incluso a sostener hasta bien entrados sus treintas que era técnicamente virgen. Esta actitud irritaba o desconcertaba, en parte por el carácter hipersexual de las performances del cantante, que se las ingeniaba para seducir y calentar desde su pose vulnerable. Los conciertos de The Smiths y los que dio como solista están plagados de escenas eróticas que nada tienen que envidiarle a Madonna. Incluso comparten el trance religioso: Morrissey, el mártir virgen, siempre se autofigura en éxtasis. Como Santa Teresa, abre los labios como si estuviera a punto de recibir una hostia llameante, y se acaricia el torso desnudo como si el mismo Dios estuviera guiando sus manos. Sus coreos, por otra parte, son mitad masturbación no falocéntrica, mitad danza de sacerdotisa de templo. Un fuego sagrado.

Esta combinación no tardó en hacer combustión. Desde los primeros recitales con su ex banda, Morrissey se acostumbró a recibir el asalto del fan osado de turno, que cruzaba las vallas de seguridad para acercarse al ídolo y tener algún tipo de contacto físico. Miles son los videos que muestran al cantante recibiendo un beso en la nuca, un abrazo de oso, una caricia en el pelo o en la panza, un lengüetazo en la oreja. El asalto se convirtió en ritual, y Morrissey parece haber aceptado esta imposición. El modo en que recibe estas muestras de afecto es por lo menos curioso: sin dejar de cantar, juega a que se desvanece sobre el cuerpo del fan, imitando el gesto de entrega generosa propia de santos y mártires. Es como si buscara confirmar a los fans en sus sospechas: sí, están en lo cierto, mi cuerpo tiene poderes curativos, mágicos, sanadores. Después de tocarlo, los fans vuelven a zambullirse entre la muchedumbre o sufren una expulsión a patadas a manos del personal de seguridad. Morrissey tarda unos segundos en recuperarse, como si en efecto hubiera habido allí una comunión de energía, un rito de sanación. No es exagerado decir que recuerda a los pastores evangélicos cuando entran en trance.

La dimensión devocional de la relación fan/artista parece ser parte del atractivo de la fama para Morrissey. Así lo expresa en una entrevista con el crítico de rock Simon Reynolds que forma parte del libro Bring the Noise. Habiendo sido él mismo fan de Bowie, de The New York Dolls y de Sparks, banda inglesa de la que llegó a erigir un altar, Morrissey es consciente del hechizo que ejerce el ídolo pop y de los intensos vínculos que este hechizo genera. Esta intensidad le parece valiosa: es lo que hace de la fama, y de la música, una vía de escape de la gris rutina cotidiana. Esto le decía a Reynolds: «Siempre tuve una obsesión religiosa con la fama. Siempre pensé que hacerse famoso era lo único que valía la pena hacer en la vida, y que todo lo demás era una simple formalidad. Pensaba que el anonimato era fácil: era fácil ser un individuo simple, asentir, ir a trabajar cada día. Nunca me impresionó demasiado la oscuridad».

Stevie Nicks

Así como ocurre con la cantautora británica Kate Bush, la Nicks posee ese tipo de voz y de personalidad que no parecen terrestres. Se la conoce sobre todo como una de las vocalistas del conjunto de rock, folk y pop Fleetwood Mac, al que se unió en 1975. Intrigante, espiritual, Nicks desarrolló una presencia escénica que marcó a una generación de gays con su sosiego aparente, sus v(u)elos gitanos, su melena rubia y sus capas de chiffon.

Debido en parte a la letra de «Rhiannon», que ella compuso, se la ha llegado a vincular con la hechicería (sic) y el ocultismo (sic sic sic), afirmación que infructuosamente ha intentado desmentir.

Virus

Más que ícono de la comunidad gay, Virus es estandarte de la pequeña pero activísima modernidad argentina. Para más de un sensible de cualquier orientación sexual la imagen de Federico Moura cantando «Pronta entrega» o «Superficies de placer» define un momento de conversión irreversible: ese cuerpo delgado hasta el dolor transmitía un mensaje de cambio y renovación que sólo unos pocos estaban preparados para escuchar allá por diciembre de 1981. Federico entraba en escena ceñido por camisas búlgaras o tropicales abotonadas hasta la nuez, calzando zapatos elegantes pero raros, pantalones de tiro alto que se sostenían delicadamente en la cintura y un anillo de brillantes que lo alejaba del rock y lo acercaba a la corte o al barco pirata. Su voz era afectada pero potente, su silabeo claro y sereno. Su mirada delataba temporadas en el infierno y sabiduría infinita. ¿Quién era este hombre tan radicalmente nuevo? ¿Qué es lo que venía a decir? ¿Lo que hacía era rock?

Con Virus la vulnerabilidad y la decadencia se ponen de moda. El rock inicia la fuga hacia una serie de sonidos sintéticos que por sí solos hablan de superficies, de placer, de sexo solitario, de drogas, de fórmulas para lidiar con la alienación de manera impecable. Como de contrabando, hacen su entrada triunfal el humor y la ironía, que se viven como liberación de viejos clichés, presupuestos y doctrinas. Uno a uno los hits de Virus van derribando mitos e invitando a la fiesta. «Wadu Wadu», en el 81, provoca escozor entre los conservadores de toda laya al tiempo que es adoptado por los más jóvenes y osados. «Soy moderno, no fumo» le pone nombre a la nueva sensibilidad urbana que se cocinaba en una juventud que empezaba a despegarse de la dictadura. La leyenda dice que el tema tiene su origen en una frase ocurrente de la periodista y crítica de moda Felisa Pinto. La señora, invitada a una reunión en casa de uno de los músicos, es la única concurrente que no tiene un cigarrillo en la mano. Moura la encara y le pregunta: «Felisa, ¿por qué no fumás?». La Pinto, sueltísima de cuerpo, le espeta: «Yo soy moderna, Federico, no fumo». Rápido de reflejos, Moura cranea al instante una melodía para darle un vehículo a la respuesta. Los hits continúan, y en el camino Virus gana consistencia y parece tener cada vez más claro hacia dónde quiere llevar su delirante embarcación. Aparecen Recrudece, Agujero interior, Relax, Locura, al ritmo de uno por año, y cimentan el lugar de la banda en el firmamento rockero argentino. El ascenso de Virus es tanto más heroico si se piensa que en tiempos de nacionalismo (post Malvinas) y democracia no eran populares los sonidos extranjeros y el compromiso con la frivolidad que distinguían a la banda. Virus se fue creando su público entre los artistas, los intelectuales, los estudiantes, los gays de avanzada y los teóricos de la liberación de los cuerpos. En sus puestas en escena había tanto de Renata Schussheim como de Michel Foucault; ofrecían un cóctel irresistible de la teoría más refinada, el arte de vanguardia más exquisito y el pop más desenfadado. Eran tan astutos como sensuales, de acuerdo con un canon completamente subvertido y amariconado. Realmente vinieron a decirles a los jóvenes de los ochenta que se podía soñar con otro mundo, es decir, con otro look y con otra relación con el placer. El último disco que tuvo a Federico como líder y cantante fue el fundamental Superficies de placer, de 1987. Se grabó en Brasil a principios de ese año, justo cuando Moura se hacía los análisis que confirmarían que era portador de HIV. El tono sombrío esperable en el trabajo no logra opacar la voluntad de goce que recorre toda la producción del grupo. Constituye el regalo póstumo de Federico a los jóvenes que han bienvenido su influjo trastocador.