Andy Warhol

Las contribuciones de Andy Warhol a la historia del arte, a la reflexión sobre la cultura de masas, al mundo de la publicidad y a las tecnologías del marketing son infinitas, múltiples y muy discutidas aun a veinte años de su muerte. Detallarlas sería tarea infinita y poco apropiada para este volumen. Dejemos registrados, en cambio, sus invaluables aportes a la comunidad gay, con la que Warhol compartió sensibilidad camp, amor por la frivolidad y la superficie, y cierto gustito escondido por el drama. Éste es nuestro top 8, personal y caprichoso, de maravillas warholianas:

  • La Factory. Especie de estudio-laboratorio, anticipo silencioso del Gran Hermano y toda la cadena de reality shows que proponen el encierro de famosos o famosos to be como clave productiva. En la Factory se daban fiestas, se producían orgías, se descubrían jóvenes talentos, se filmaban películas, se hacían desfiles de moda y conciertos, recitales de poesía. Lo que se dice un paraíso en la Tierra.
  • Joe D’Alessandro. Este prototipo de macho hot, a mitad de camino entre la perfección griega y la fuerza bruta del mecánico, en realidad fue descubierto por Paul Morrissey cuando buscaba un protagonista para sus recordadas Flesh, Trash y Heat. Debemos agradecerle a Warhol el dinero adelantado para la producción y la conversión de D’Alessandro en ícono internacional de la sensualidad pop. Para recordar: el afiche promocional de Flesh, en el que no se ve la carne del Joe sino su sugerente mirada de diablo, enmarcada por flequillísimo rubio e irritante bandana roja a nivel de la frente.
  • Las distintas Warhol superstars, que van desde las escandalosas chicas cool como Edie Sedgwick, Viva y Nico hasta las primeras transexuales en ganar notoriedad pública, como la delicadísima Candy Darling o la rabiosa Holly Woodland.
  • Los distintos artistas jóvenes gays que apadrinó y promocionó durante su vida, como Keith Haring y Jack Smith.
  • La banana amarillo incendio. Del álbum de The Velvet Underground & Nico.
  • La sensual tapa del disco de los Stones, «Sticky fingers».
  • Los dípticos cuasi religiosos sobre Marilyn y Liz Taylor.
  • Valerie Solanas, quien de funcionar como satélite exterior del grupo de la Factory pasó a ser la casi asesina de Warhol y a convertirse en la feminista más incendiaria de la que se tenga memoria (su SCUM Manifesto es una encendida defensa de su odio al género masculino).

Belleza y Felicidad

Si la revista Sur definió el mapa cultural de los años treinta y el Di Tella marcó el tono artístico e intelectual de los años sesenta, Belleza y Felicidad es el horno fresco en el que se cocinó entre purpurinas y muñecos de peluche el color exacto que tendría la década del dos mil.

Esta galería de arte, ubicada en una esquina astralmente bendecida de la ciudad de Buenos Aires, dio impulso a artistas jóvenes arriesgados e innovadores, que por última vez en el siglo XX produjeron erosiones florecientes en la árida barrera que separa al arte de la vida. Poetas que trabajaron con el pulso íntimo del diario personal. Novelistas que ofrecían osadas novelas por entregas como cartas a sus lectores. Fotógrafos que revelaban fiestas secretas y misteriosas reuniones de cumpleaños. Ilustradores que hacían públicas las imágenes más destellantes de su vida sexual. Bandas de rock que se permitían el afeminamiento. Intelectuales que se reencontraban con la seriedad del juego. Belleza y Felicidad fue, entre 1999 y 2007, un experimento colectivo de signo abierto, siempre mudable y siempre receptivo a las vibraciones de sus colaboradores, fans y críticos. Allí se produjeron recordados y transformadores recitales de poesía, subastas, conciertos de rock, sesiones de espiritismo, vernissages, homenajes a Gilda, comunicaciones telepáticas con el futuro y clases de todo tipo. Todo, todo conducido por la mano alegre y despierta de Fernanda Laguna y Cecilia Pavón, artistas, poetas y narradoras que dulcemente, suavemente, transformaron el modo en que se entendía el arte, regalándole un nuevo público y una nueva forma de disfrutarlo. Algunos de los artistas que dieron sus primeros pasos en Belleza fueron: Nahuel Vecino, Nicolás Dominguez Nacif, Lola Goldstein, Diego Bianchi, Cecilia Szalkowicz y Gastón Pérsico.

Belleza supo ser además una editorial de vanguardia, publicando textos clave para la literatura universal como Todos putos, una bendición, de Esteban García; El mendigo chupapijas, de Pablo Pérez; Concurso de tortas, ganadora Sonia, de Gabriela Bejerman, y Monjas, utopía de un mundo sin hombres, de Cecilia Pavón.

El David, de Miguel Ángel

Con sus más de cinco metros de altura, es ésta una de las obras maestras universales del arte. Su autor, Miguel Ángel Buonarroti, fue junto con Leonardo da Vinci una de las grandes mentes del Renacimiento, trabajando la pintura, la escritura, la arquitectura, la poesía, la ingeniería y la escultura. Está tallado en una variedad de mármol de Carrara, y se lo ve en momentos de su combate bíblico con Goliat, quizás antes o inmediatamente después del mismo, dependiendo de la lectura que se haga. Representa la resistencia durante la época de la ciudad de Florencia frente a otros Estados enemigos, y fue presentada en 1504.

El grado de perfección y de cuidado del detalle que guardan sus formas y relieves es tal que conmueve y erotiza intensamente. Los autores dan fe de ello.

Federico Klemm

Klemm forma parte de aquellos recuerdos, muchos amargos, que surgen de inmediato cuando se evoca la época menemista argentina, a la par de las privatizaciones, la Ferrari Testarossa, la corrupción generalizada y tantos otros papelones. Este artista de origen checoslovaco inventó su propio mito, utilizando una importante herencia (su padre había sido el primer importador de plástico de la Argentina) para financiar sus obras y puestas pero, sobre todo, para adquirir piezas de algunos consagrados a nivel nacional e internacional, con las que dio forma a una respetable colección en la que, muy atrevidamente, incluía sus propios trabajos. Se podía ingresar a su amplia galería/fundación, inaugurada en 1992, y encontrar allí algún collage firmado por Klemm en la misma sala que, por caso, un Van Gogh o un Matisse.

Cultor de los excesos estéticos y las composiciones descabelladas, retrató a Susana Giménez y a Amalita Fortabat, entre otras miembras del jet set argentino, en paisajes macrocósmicos y adornadas con mascotas, chongos, caireles, enchapados en oro y más delirios. Condujo el famoso Banquete Telemático, espacio televisivo de análisis delirante y reflexión arrebatada sobre el arte contemporáneo y sus exponentes más representativos.

Su obra y su estrategia de ascenso le valieron miles de críticas, más aún cuando Menem lo calificó como uno de los artistas «de avanzada» argentinos, condecorándolo en 1998. Al momento de su muerte, en 2002, Klemm había dispuesto que el remanente de su fortuna fuera destinado a premiar con becas el talento de nuevos artistas y a mantener la galería por trescientos años más.

Francis Bacon

Artista torturado si los hubo, Francis Bacon fue un pintor irlandés que cultivó un estilo expresionista y sumamente personal, muchas veces atravesado por imágenes de horror, desgarro y rabia. Mientras mantenía un tempestuoso amantazgo con el encargado de una tienda departamental en Londres, Bacon se desarrolló como diseñador de interiores y produjo sus primeros cuadros, que mostró sobre finales de la década del veinte. En 1933 compuso la que sería su primera obra comercialmente reconocida, Crucifixion, y al año siguiente, luego de que su primera muestra individual como pintor fuera mal recibida por la crítica, destruyó gran parte de sus trabajos, incluso aquellos que estaban ya en manos de compradores.

Comenzada la Segunda Guerra, resultó eximido de presentarse al frente, retomando entonces la producción. Su tríptico Three Studies for Figures at the Base of a Crucifixion, de 1944, representó según él mismo su obra maestra y el verdadero comienzo de su carrera artística. Llegados los años cincuenta era ya exitoso y respetado, y dio inicio a su famosa serie de retratos de papas inspirados en el Retrato del Papa Inocencio X, de Velázquez. Las figuras eran representadas en un tono opresivo y como putrefacto. También trabajó sobre figuras homoeróticas basadas en una serie de antiguas fotografías.

En años posteriores asumió largas deudas debido a su hábito de apostar sin freno, que debieron ser afrontadas eventualmente por una de las galerías con las que firmó contrato de exclusividad. El año 1964 marcó el inicio de un afiebrado y fatídico romance con George Dyer, un ladrón que entró a su departamento. Tortuosa y violenta, la relación se vio abruptamente terminada cuando Dyer se suicidó en la víspera de una enorme retrospectiva de Bacon en París, en 1971. Su muerte quedaría plasmada en el genial Tryptich (1973), en el que Dyer aparece engullido por las sombras y agazapado en su toilet.

Durante los setenta Bacon siguió trabajando el tríptico como formato, aunque con figuras más suaves y tranquilas definidas en colores menos agresivos que antes.

Importantes muestras lo llevaron a recorrer Europa, Asia y América, hasta su muerte en Madrid, en 1992. Es hoy considerado uno de los pintores más importantes de la segunda mitad del siglo XX. Su furioso genio puede conocerse a fondo en el film Love Is the Devil (1998), protagonizado por Derek Jacobi en la piel de Bacon y un sabrosísimo debutante llamado Daniel Craig en la de Dyer.

Gilbert & George

Escudados en el deseo de provocar que el mundo gay comparte con el arte que se quiere vanguardista, Gilbert & George sostienen una publicitada carrera desde hace más de cuarenta años. En 2007 la prestigiosa Tate Modern organizó una retrospectiva de su obra (la primera en su historia dedicada a un artista vivo) que los volvió a poner en el centro del candelero, conectándolos con las nuevas generaciones. Sin embargo, no puede decirse que la conexión de Gilbert & George con el presente sea novedosa. Íntimos de los Pet Shop Boys, estuvieron involucrados en muchas de sus aventuras estéticas. Por otro lado, se los señala como inspiradores del look de la banda alemana Kraftwerk hacia mediados de los sesenta y como original histórico del atuendo utilizado por Annie Lennox y Dave Stewart durante sus primeras apariciones como Eurythmics. Es que la imagen personal de G&G tuvo un impacto tanto o más fuerte que el de su obra en el imaginario colectivo británico.

Desde sus primeros pasos públicos visten conservadores traje y corbata, que exhiben todas las marcas de la experimentada mano del sastre. Esta elección, que en los dos ancianitos que hoy vemos firmar las obras es más que acertada, sorprendía en la Londres de fines de los sesenta, atacada por la fiebre contracultural que mandaba locura en la vida cotidiana y colores en el vestir. Paridos en el corazón de esa experiencia (se conocieron en Saint Martins, la escuela de arte más arriesgada del sistema educativo británico), los G&G se empeñaban en el look de la generación de sus padres, apostando a la elegancia, la sobriedad, la severidad, y a un conocimiento básico de la lógica publicitaria: si quieres tener un nombre, ¡diferénciate!

Claro que este par de pícaros hizo mucho más que vestirse de acuerdo con las coordenadas de Savile Row: desde que se conocieron en 1967 hicieron lo posible por llegar al mundo y convertirse en una marca, adoptando como horizonte de sus pasos un lema simple y contundente: «Art for All». Sí, el arte tenía que ser para todos, no sólo para los aristócratas que podían comprarlo o los treinta intelectuales que se sofocaban en una galería tamaño dedal. Claro que el «para todos» de la consigna se refería al alcance de sus gestos, y nunca a sus contenidos. Así, hicieron lo posible por difundir y volver conocidas obras que no tenían nada de ATP: serigrafías con incrustaciones de semen y orina, esculturas que incorporaban heces humanas, retablos que mezclaban imágenes devotas con fotos de sus jóvenes amantes y amigos completamente desnudos, entre otras maravillas. Se sabe (y muy bien) que nada como el escándalo para atraer la atención de las masas, y tal vez se pueda afirmar que el primer sinónimo de «Arte para todos» es «Arte escandaloso». A los G&G les salió muy bien, y desde su primera obra en 1969 han sabido atraer la atención (y el pánico) de los medios y generar un amplio reconocimiento en la sociedad británica (fuera de ella, sólo son conocidos por especialistas o por «personas especiales»).

La primera obra del dúo (que gusta, sin embargo, de ser conocido como un solo artista) fue una recordada performance en el hall de su escuela. Se llamó «The Singing Sculpture» y los tenía como protagonistas, enfundados en el ambo reglamentario y entonando las populares sílabas de «Underneath the Arches», una canción que relata las peripecias propias de una vida en la calle (favorita, en Gran Bretaña, entre prostitutas). La performance generó respuestas más allá del hall de Saint Martins y transformó a G&G en dos íconos. Decidieron que no abandonarían nunca más el estilo sartorial con el que habían llevado a cabo su debut, y empezaron a hablar de ellos mismos como «esculturas vivientes», declarando que todo lo que hacían en sus vidas era arte y evitando que la prensa o los fans los vieran separados siquiera por un momento.

Sosteniendo con sus cuerpos que la vida es en efecto una obra de arte, comenzaron a producir obras que incorporaban todo lo que sucedía o aparecía en su propio barrio, y declararon en una oportunidad que no utilizaban ningún material que no encontraran en un radio de veinte cuadras. Crearon así los famosísimos vitrales, en los que la voluntad de provocación llega al máximo, con una deliciosa mezcla de actitud devocional y pasión profanadora. Son infinitas las obras producidas por la actualización que hace G&G de esta técnica milenaria. Tal vez las más recordadas son aquellas que hacen alternar chongos y rosas, o esas otras en las que buscan definir algo así como una britishness a través de fotos a los jóvenes más malos del barrio, que, como todos sabemos, eran también los más sexies.

James Bidgood

Principios de la década del sesenta. El fotógrafo, director de arte y estilista James Bidgood decora su mínimo monoambiente neoyorquino con tules rasgados, hiedras artificiales y cortinas de perlas. Un modelo, a la sazón novio suyo, posa cual fauno desorientado envuelto en unos pocos trapos. Las luces, rojas por aquí, celestes por allá, más una brisa de amarillo, terminan de sumergir la escena en un dulce trance onírico. El clima, como de fábula, rapta al joven muchacho y lo transforma en una deidad, en algo desconocido pero perfecto.

Bidgood filma y saca fotos; Bobby Kendall, el modelo, va cambiando de posición con suavidad. Es casi de manteca, o de glasé a punto de derretirse. El material producto de estas sesiones, que durarían un total de siete (!!!) años y siempre en ese mismo departamentito, sería condensado en el largometraje Pink Narcissus, estrenado en 1971 sin la autorización del director, que luego de haberse peleado con la distribuidora prefirió aparecer como «Anónimo». Los escenarios van cambiando, y ahora se lo ve a Bobby haciendo de torero que provoca a una moto, o de emperador romano recibiendo a un prisionero, o buscando diversión en un baño público. Son éstas algunas de las más clásicas fantasías eróticas gays, pero retratadas sin una carga sexual evidente. Al verlas, no se siente tanto excitación como ganas de vivir en un lugar como ese, rodeado de chicos así de lindos y de flores, de espejos, de mariposas.

Con Pink Narassus y con sus fotos, Bidgood marcó el terreno en el que después, cómodos, se manejarían Pierre et Gilles y David LaChapelle. Los primeros recuperaron el tinte soñador y los efebos como esculpidos, imprimiéndoles a las imágenes un aire más bien artificial, como aerografiado; el segundo convirtió a sus modelos en íconos imposibles y los rodeó de un universo recargado y camp. Todos ellos, y los gays más fantasiosos, seguimos apretando rewind y play en un vano intento por transportar el universo Bidgood a nuestros dormitorios.

Keith Haring

A mitad de camino entre las pinturas rupestres y los dibujos animados, las creaciones de Keith Haring son hoy tan populares como los personajes de Disney que el artista tomó como modelo en su infancia. Abusando del trazo rápido, del lenguaje icónico, del flúo lisérgico y de la inmediatez del action painting, Haring creó una obra que satisface uno de sus sueños más urgentes: estar al alcance de todos y todas, sin distinción de edades, razas, géneros o nivel educativo.

Haring comenzó su compromiso con el arte público desde muy temprano, apenas egresó de la School of Visual Arts en Nueva York. El joven decidió intervenir las paredes de las estaciones de subte con frenéticos trazos de tiza, en una verdadera explosión de creatividad que pronto lo volvería popular. Las galerías y los puntos de exposición no estuvieron solos en el descubrimiento de su potencial: una cantidad nada desdeñable de pasajeros del subte empezó a presenciar el trabajo del artista como si se tratara de un espectáculo. A los pocos años Haring estaba pintando murales a lo largo y a lo ancho del globo. Los ayuntamientos de las ciudades más impensadas, desde Pisa hasta San Pablo, lo contrataron para que estampara su firma en las calles. De la mano de Andy Warhol, se hizo amigo de la crema del mundo artístico, intimando con pares como Jean-Michel Basquiat o Kenny Scharf, pero también con ascendentes divas del pop como Madonna y reinas de la noche disco como Grace Jones. En 1986, buscando explorar al infinito la veta «arte para las masas», Haring abrió en el Soho neoyorquino el mundialmente famoso Pop Shop, un negocio que ofrece remeras, tazas, pósters, juguetes e imanes con sus características imágenes. Si bien esta movida fue cuestionada por los sectores más tradicionales de la comunidad artística, Haring se mantuvo en sus trece, sosteniendo que de esa manera se alineaba con la utopía de acceso irrestricto que había intuido en la obra de Christo.

Para Haring, el artista debía alejarse de la torre de marfil y acercarse a la capacidad de conmover y comunicar propia de un ídolo pop. Parte del establishment pareció darle la razón, y la obra de Haring empezó a recorrer el mundo en bienales, exhibiciones colectivas y retrospectivas individuales. En 1990, enfermedades asociadas con el virus del sida terminaron con su brillante recorrido. Diez años le bastaron a Haring para convertirse en uno de los artistas más reconocibles de su país y del mundo.

Leonardo da Vinci

Pintor, dibujante, ilustrador, músico, arquitecto, matemático, anatomista, médico, botánico, poeta, ingeniero, a Leonardo da Vinci sólo le faltaba ser trolo para satisfacer todas las exigencias de su sobrenatural curiosidad innata. Lamentablemente, es poco lo que se sabe con certeza y mucho lo que se especula sobre la vida privada de quien probablemente haya sido el artista más importante de la historia de Occidente.

Desde muy pequeño Leonardo pasó su vida encerrado en un taller, primero bajo las órdenes de su maestro Verrocchio, más adelante en el suyo propio, rodeado de jovencísimos y bellos aprendices, algunos de ellos ladrones y tránsfugas pero talentosos, que lo ayudaban con sus múltiples encargos. Es mucho lo que se supone sobre los vínculos intimísimos entre maestro y discípulos. Y se sabe, con certeza, que Leonardo fue juzgado por sodomía en 1476. No se le conocen esposa ni hijos. Y vivió acompañado por su madre hasta la muerte de esta última. Es verdad que los indicios apuntan en una sola dirección, pero es poco lo que puede concluirse con seguridad. No importa: Leonardo es responsable de las mariconerías más grandiosas de que tenga recuerdos la humanidad, reproducidas al infinito en pósters, remeras, flyers, libros, películas, animaciones y postales, y hábilmente disfrazadas de «obras de arte» para incentivar la admiración (y el consumo) del gran público.

¿Qué otra cosa es si no el famosísimo «hombre de Vitruvio», ese estudio de la perfección anatómica que parece acariciar cada músculo, sopesar el poder de los bíceps y regodearse en la potencia de los muslos? Por supuesto, es una contribución única al desarrollo de la ciencia y un avance en los modos de representación de la plástica y bla bla bla, pero lo que resulta inobjetable es que Leonardo hizo que medio mundo admirara sin vergüenza y portara hasta en los calzones la figura tonificada de un hombre desnudo.

Los ejemplos se acumulan. Los distintos cuadros y dibujos con vírgenes hablan de una mariconería mística apenas disfrazada de devoción. Lo que parece concentrar más esfuerzo, lo que destella en cada cuadro, no es la gratitud beata de la virgen o la expresión angelical de algún querubín, como insisten en recalcar los críticos, sino los vestidazos de refinados géneros que portan las vírgenes en cuestión. Ésta muestra una catarata de pliegues en una falda que parece transpirar diamantes. La virgen de las rocas lleva un manto púrpura que sería envidia de cualquier alteza real. Y así siguiendo. Para no recordar los innumerables estudios sobre torsos, brazos, piernas, todos masculinos, que adornan sus geniales cuadernos de notas. O el juguete con el que decidió presentarse ante su protector Francisco I, rey de Francia: un león mecánico que caminaba hasta el trono y descubría en el momento exacto un ramillete de azucenas que llevaba escondido en el pecho…

Leonardo nació en Vinci en 1452 y murió en Francia en 1519.

Peter Berlin

A mediados de los años setenta, un alemán rubísimo y con melena à la príncipe Adam (He-Man) empezó a sacarse fotos en las que exploraba formas hasta entonces silenciadas del erotismo. Descendiente de una familia aristocrática venida a menos y fotógrafo de profesión (había trabajado para un canal de TV en su Alemania natal, sacándoles fotos a grandes divas como Catherine Deneuve y Brigitte Bardot), Peter Berlin se convirtió en ícono gay internacional de la noche a la mañana.

Objeto de fantasías y de deseos salvajes, el cuerpo de Berlin hace pensar en un Iggy Pop con una inyeccioncita de esteroides. Musculoso, dorado, elástico, Berlin diseñó siempre sus propios modelos, que le calzaban como mallas y le marcaban generosamente el bulto. El Berlin clásico tiene sabor a motoquero: pantalones de cuero ajustadísimos, gorra de cuero con tachas, campera de ídem abierta, dejando al descubierto un pecho poderoso y perfectamente lampiño. Otras encarnaciones, menos transitadas, lo muestran en musculocas de crochet que llegan apenas debajo de su miembro desnudo, en calzas flúo combinadas con remeritas que dejan la panza al aire, jugando a ser un marinero hot o, simplemente, en bolas y con el falo erecto.

Además de sus imprescindibles series de fotos (en las que abusa del fotomontaje y en las que suele mostrarse por dos, flirteando consigo mismo), Berlin hizo dos largos que se convirtieron en filmes de culto para la audiencia gay de los años setenta y ochenta. Se trata de Nights in Black Leather (1972). Y That Boy (1974), en las que Berlin actúa y se autodirige. Ambas ayudaron a cimentar las pretensiones artísticas del porno gay.

Mientras así se expresaba, Berlin se mudó a San Francisco, donde vive actualmente. Su personaje, mezcla de leather y príncipe galáctico, era conocido también fuera de la pantalla. Cuando no filmaba o no estaba sacándose fotos, Berlin recorría las calles de San Francisco buscando compañeros de sexo. A los sesenta y pico, Peter reconoce haberse acostado con más de mil hombres, pero confiesa haber practicado la penetración en sólo cuatro oportunidades, todas con su novio recientemente fallecido.

Excéntrico, salvaje, imparable, Berlin fue homenajeado hace poco en un documental maravilloso, That Man. Peter Berlin (2005), de Jim Tushinski. El documental, presentado en el Festival de (ejem). Berlín, renovó el interés en la obra de este inquieto narciso contemporáneo. En 2006 tuvo la segunda muestra fotográfica de su vida (la primera había sido curada por uno de sus fans, Robert Mapplethorpe, a mediados de los ochenta) en una galería de Nueva York. Actualmente, Berlin sigue tomándose fotos y conociendo muchachos en las calles de San Francisco, aunque se confiesa mortalmente aburrido.

Pierre et Gilles

Luego de haberse conocido en una fiesta en 1976, estos artistas franceses comenzaron a salir y, poco después, a trabajar juntos. Pierre hacía fotos y Gilíes pintaba, dando como resultado una serie de primeros trabajos basados en imágenes en blanco y negro intervenidas después con colores. Su primer encargo importante fue para Thierry Mugler, a quien fotografiaron en 1978 para la tarjeta de invitación de uno de sus desfiles. Luego trabajaron con Amanda Lear para la tapa de su LP Diamonds for Breakfast, y en videoclips para Mikado y Marc Almond, entre otros.

Conjugan elementos del imaginario popular para crear sus trabajos, que pueden semejar estampitas religiosas, ensueños de maravilla, apariciones epifánicas o retratos barrocos. Una de sus series más famosas, Los Santos, fue presentada en 1988 en París. Está guiada por el estilo clásico Pierre et Gilles, es decir, la iconografía más potente y universal revestida con tres o cuatro manos de barniz camp. Sobre esa serie dirían: «Al hacer las imágenes de Los Santos pudimos expresar la violencia y la desgracia del mundo, a la par de la pureza y dulzura que ellos llevaban en su corazón[2]».

Los sujetos de sus fotografías parecen únicos habitantes de un universo paradisíaco e irreal. Los mismos Pierre et Gilles son quienes se ocupan de realizar la puesta en escena, siempre exagerada y como extraída de una fábula. Cada objeto presente, cada pincelada del fondo, complementa en artificialidad a la del retratado, siempre de rígida postura y gesto pétreo. Como valor agregado a sus obras, adornan de las más variadas maneras los marcos en que las ubican, dándoles un último toque de fantasía extraterrena.

Tom of Finland

El nivel de calentura que provocan las ilustraciones de Tom of Finland es tan intenso que un famoso darkroom de la ciudad de Buenos Aires fue bautizado en su honor, del mismo modo en el que se le pone el nombre de un santo a un recién nacido o un barco, esperando que conceda prosperidad y, en este caso, mucha fantasía para los asistentes. En sus dibujos el sexo es furtivo y permanente, y sobre él no penden condenas o pecados. Los hombres se miran, se tocan, se miran tocándose, se desnudan y arrancan la ropa, se penetran, se besan, se someten. Hay escenarios habituales: callejones, bares, antros, calabozos sadomasoquistas, construcciones.

Nacido, evidentemente, en Finlandia, Touko Laaksonen adoptó en 1956 el más cómodo nombre de Tom al recibir un encargo de una importante revista norteamericana de fitness. El leñador que imaginó en contraluces de carbonilla para la tapa tuvo tal repercusión que al poco tiempo ya recibía pedidos de numerosas publicaciones. Al mismo tiempo, la comunidad gay se interesaba más y más en los hombres que retrataba. Eran el summum de la masculinidad prototípica: enormes pectorales y espaldas, brazos brutales, cinturas angostas, bultos para el desmayo, nalgas de exportación. Como si eso fuera poco, el atrevido de Tom los vestía como soldados, como albañiles, marineros o chicos malos estilo James Dean. Los más extremos rasgos del macho aparecían en estos gays desenfrenados y siempre al palo, en franca disidencia con el gay promedio de la época, afeminado y usualmente en el closet. Los hombres de Tom cogían sin vergüenza y con mucha naturalidad. Muchos homosexuales comenzaron a copiar la estética de estos supergays, sobre todo en el caso de aquellos que van de estricto cuero negro y gorra al tono, terminando de dar forma al bondage clásico como se lo conoce.

Sobre la década del setenta y en los ochenta previos al sida Tom of Finland vivió el apogeo de su fama. Era un ilustrador de culto, con muestras en importantes galerías norteamericanas, aun en un marco de polémicas sobre su obra, que no todo el mundo terminaba de considerar como «arte». Entabló amistad con el fotógrafo Robert Mapplethorpe, también especialista en el retrato de escenas S&M, y creó una fundación con su nombre, encargada de administrar y distribuir sus trabajos. En 1991 murió, víctima de un enfisema. Se había pasado la vida, como él mismo declaró una vez, «trabajando muy duro para asegurarme de que los hombres que dibujo teniendo sexo sean hombres orgullosos teniendo sexo con alegría».

Wolfgang Tillmans

Tillmans es uno de los últimos descendientes artísticos de la crudeza de Nan Goldin. Como su antecesora, es un disciplinado documentador de los bordes menos convencionales de la escena gay de su ciudad, en este caso Londres. Tillmans dejó su Alemania natal a fines de los ochenta para estudiar arte y fotografía en Inglaterra. Se enamoró de la ola rave que sacudía al país y empezó a fotografiar las fiestas para revistas como I-D y The Face. Cuando ganó confianza, se introdujo en terrenos que le eran más conocidos: cuerpos de hombres entre sábanas, remeras manchadas de semen, desayunos servidos en la cama que comparten foco con pene erecto de dueño anónimo, parejas de variada composición entregadas a juegos eróticos frente al lente…

Lo que distingue a Tillmans no es el erotismo, del que ya estamos hartos, sino la dosis de humor que les inyecta a las fotos «sexuales» que muestra en sus libros y exhibiciones. En los mencionados desayunos, el pene dormido parece una fruta más entre bananas y cereales. Hay también algo de ternura en ese pene no demasiado enérgico o en la manchita de semen que más de un lector habrá tenido que ocultar después de una sesión de autosatisfacción interrumpida por la llegada de un conocido. Las fotos de Tillmans parecen exigir un sinceramiento, pero alejadísimo de las tortuosas implicaciones de la confesión. Más allá de las raves y de estas escenas de alcoba, Tillmans ha demostrado ser un verdadero antropólogo (cazando pendejos hermosos pero siempre raros por las calles de Londres) y un excelente paisajista. No sólo porque ha retratado con precisión y sensibilidad los bordes de distintas ciudades o algún que otro bosque. También porque sus fotografías transforman el mínimo relieve en un paisaje (la conjunción de frutas y cereales es una Selva Negra bajo su lente), algo que Tillmans potencia por medio de sus singulares métodos expositivos. En general, expone desobedeciendo el protocolo clásico de la galería, montando reproducciones gigantes (que hacen que el plato de cereal parezca de verdad una selva) pegadas con alfileres y pósters impresos en diversas y a veces dudosas calidades. Después de todo, no se necesita papel ilustración para apreciar la jerarquía de un pene, pero no puede decirse lo mismo de las gigantografías, que son absolutamente cruciales para este tipo de fotografías (el tamaño importa). Irreverente sin ser dramático, Tillmans se ríe de todo y de todos. En el camino se ha convertido en uno de los fotógrafos más influyentes en la moda contemporánea sin haber hecho gran cantidad de trabajos en ese sentido. En la actualidad colabora regularmente con la revista Butt.