Anna Wintour
Además de ser el diablo que Prada viste a la moda, Anna Wintour es una institución en el mundo de la ídem por propia glamorización de sus defectos. Dictadora del gusto desde las páginas del Vogue norteamericano, tiene el poder de encumbrar y bajar diseñadores con un solo revoleo de pestañas. Su «peluquita» reglamentaria ya es parte de la enciclopedia de accesorios del siglo XX, junto con los brazaletes de Chanel o los anteojos de Andy Warhol. Su versión estilizada de la maldad es fuente de seducción y copia para gran parte de los gays del mundo.
Bernhard Willhelm
Algo urge en las primeras líneas de esta pieza de texto. Un par de palabras deben ser expresadas ya mismo. Se imponen: Bernhard Willhelm está impactantemente bueno. Fuertísimo. Cuerpo cincelado, cola de bebé, rostro de papá leñador. Excepcional.
Ahora, abocados entonces a su vida y obra, diremos que nació en Alemania y que estudió diseño en la Real Academia de Amberes, famosa institución belga que ha parido, entre muchas otras mentes y manos mágicas, a Martin Margiela y a Dries Van Noten. Después de haber trabajado para Alexander McQueen y Vivienne Westwood, Bernhard se abocó a la producción de su propia línea femenina, que presentó en París en 1999. En ella recuperaba su niñez en la Selva Negra alemana y le bordaba sutiles detalles humorísticos, algo distintivo en su labor y que atravesaría todas sus futuras colecciones. Obsesionado con los rebusques de la moldería, propuso por entonces conjuntos que combinaban cinco o seis tipos diferentes de cuadrillé, en una especie de patchwork integral y a gran escala. En subsiguientes temporadas apeló a variaciones sobre buzos y camperas con capuchas de tal amplitud que opacarían a las de los monjes más vanidosos. Coquetea a menudo con los superhéroes y su iconografía, tanto en los desfiles de mujer como de hombre: la «S» amarilla y roja de Superman ha aparecido más de un par de veces en sus creaciones. Sus sweaters con motivos de dinosaurios y el traje-escultura de fibra de vidrio que fabricó para Björk etapa Volta constituyen también algunas de sus prendas clave.
La influencia artesanal y urbana que supo hilvanar en sus primeros diseños masculinos fue dando lentamente paso a un ideal más tecnificado y futurista, con mucho uso de spandex y estampados ópticos. El hombre como suma de poderes y de fuerzas, también superhéroe, pero en un mundo real, cotidiano. Para la temporada Primavera/Verano 08 vistió al animal actor porno François Sagat como a un gladiador del futuro, un astro de la lucha libre extraviado en la profunda noche perpetua de un club de glory holes arcoírico (récord masturbatorio a nivel mundial). En la siguiente colección combinó calzas con camisas y blusas en lo que podría decirse es el must informal masculino de las próximas dos décadas.
(A Bernhard, si leés alguna vez esto: te amamos locamente. Escribinos).
Coco Chanel
Erase una vez una pequeña que aprendió a coser y a bordar en el orfanato donde vivía. Su vida era difícil: pasaba hambre y frío. Deseaba crecer y progresar más que cualquier otra cosa en el mundo. Siendo una jovencita, y decidida a triunfar, comenzó a producir algunas prendas poco comunes para las mujeres de la época, como vestidos livianos y sweaters. Hartas de los pesados y asfixiantes corsets, las damas compraban su ropa con mucho entusiasmo y algarabía.
Sin embargo, Coco quería ser famosa. Su personalidad independiente, emprendedora y comprometida debía trascender toda frontera. Para ello, aprovechó el favor de algunos novios adinerados y amplió su empresa, creando nuevas colecciones, joyas e incluso un famoso perfume. Había alcanzado su sueño de niñez. Y Coco quería aun más. El mundo entero llegó a conocerla gracias a sus prendas cómodas, simples y elegantes. Había conseguido modificar el guardarropa femenino. Su duro pasado y sus compromisos por conveniencia no opacaban su fama.
Pero llegó un día en el que Coco, agotada por las turbulencias en su empresa y en el mundo, decidió cerrar su marca de moda. Se dedicó a otras tareas, se distrajo, se enamoró, cometió errores. Pasó una guerra, pasó el tiempo. Cierto día recordó sus ambiciones de juventud y recobró el sentido de la vocación. Así fue que regresó a su maison, aunque por entonces mucha gente la creía anticuada y excéntrica. Luchó con tenacidad para vencer esas opiniones, y lo logró en parte.
Coco, claro, quería más, y siguió dando batalla. Su imperio recobró energía financiera. Rechazó amantes famosísimos. Vistió a estrellas de toda calaña. Fue adicta a la morfina. Más, más, más. Nunca bastaba.
Y así fue que Coco murió en la suite de hotel donde vivía, buscando encontrar siempre un poco más, fuera ya en una aguja, en un hombre, en una camelia blanca, en un brazalete.
Moraleja: es bueno soñar, crecer, ambicionar; mas triste es vivir sin dar valor a lo que se ha logrado con esfuerzo.
D&G
Con una carrera que creció exponencialmente de la mano de celebridades como Madonna e Isabella Rossellini, Domenico Dolce y Stefano Gabbana son hoy los diseñadores de moda más famosos y (re)conocidos del mundo. Si bien podría discutírseles cierta falta de un estilo marcado o de autor, algo que sí poseen Gaultier o Armani, es innegable su enorme presencia tanto en la industria como en las pasarelas y los medios, además de su astucia para la comprensión de las tendencias (háganse ojos ciegos a ese típico dejo euro trash, algo mersa y como de new rich, que caracteriza a la marca y sobre todo a su línea informal D&G).
Italianos, por supuesto, comenzaron abriendo una consultora de estilo sobre los tempranos ochenta. Presentaron su primera línea femenina propia en 1986, que consistía en piezas inspiradas en las grandes actrices de su país, las brutales Gina Lollobrigida, Sophia Loren y Anna Magnani. La recepción fue inmejorable, y las divas del momento se abocaron a la noble tarea de arrasar con los percheros de su boutique. La firma, aprovechando el furor, expandió su línea de productos y abrió otros locales. Sobre comienzos de los años noventa, el espíritu sensualmente femenino de las colecciones se trasladó a las costas de Sicilia, acariciadas durante milenios por el Mediterráneo y gestoras de su cultura variada y ancestral. Las curvas se acentuaban; las clientas se rendían de placer frente a sus nuevas figuras, halagadas por los vestidos y las blusas de la firma. Ampliaron sus colecciones para incluir ropa de hombre e infinidad de accesorios y perfumes, importantes fuentes de ingreso en todas las grandes casas de moda del planeta.
Fueron responsables de muchos recordados momentos de la moda asociada a la música, entre los cuales están:
- El vestuario de Madonna en The Girlie Show, con el que visitó Sudamérica en 1993.
- Las famosísimas remeras con los nombres de Kylie Minogue y Britney Spears que Madonna usara en la etapa Music, en 2000 (poco sentadoras, para ser justos y objetivos).
- Todo lo que Kylie usó en su impresionante Fever Tour.
David LaChapelle
Su trabajo genera todo tipo de reacciones, comenzando por mucho revuelo y escándalo. Después, y según la ocasión, suelen proseguir: odio, llanto, admiración, sorpresa, espanto, carcajadas, mareos y desmayos. Toparse con un trabajo suyo equivale a atravesar un pasadizo hacia una dimensión paralela y similar a ésta, con la salvedad de que todo absolutamente se encuentra exagerado, corrompido. La sangre brilla como pintada al óleo; las pieles adquieren una tersura de pana; los tonos estallan a la vista, en feroces batallas de contraste y sombras. Y, sobre todo, las celebridades que se someten a su mirada se transforman en una versión potenciadísima de sí mismas, como si sus rasgos pregnantes hubiesen arrasado con los más sutiles e imperceptibles.
La rapera Lil’ Kim, por ejemplo, se convierte en una pantera de lujo y ostentación, estampado su pelaje café au lait con logotipos de la carísima marca Louis Vuitton. Britney, en sus más tiernos comienzos como luminaria del teen pop, entorna pícaramente las puertas de su alcoba y se abraza entre las sábanas de raso malva a su Teletubbie. La personaja nocturna, ex Club Kid y actual performer trans norteamericana Amanda Lepore puede pasar a aspirar microdiamantes como si fuesen cocaína en polvo o a restregarse el cuerpo con un labial rosa chicle, víctima de un arranque de psicosis maquillística. Los marineros de una campaña de Diesel son hermosísimos y se casan entre sí, ramo en mano. Madonna en su etapa mística de Ray of Light es de pronto la Virgen Hindú de un universo vinílico y de fibra de vidrio. Una Christina Aguilera sumamente ochentosa se da el gusto de patotear con sus amigas del ghetto a unos chongos que las maltratan.
Posee LaChapelle el talento, el sentido del humor y el buen ojo necesarios para acoplar en sus imágenes lo divino con lo terrenal de manera soberbia. Las ídolas pop dejan sus mansiones para internarse en sórdidas capillitas express tapiadas de neón en Las Vegas, en callejones glam regenteados por patoteros impecables o en praderas ácidas y pesadillescas, mezcla de fábula con Averno. Las composiciones del fotógrafo y videasta destilan surrealismo e inventiva, y para confeccionarlas apela a severos y definitorios retoques digitales, dando así vida a toda clase de lugares imposibles.
Diana Vreeland
Con su casquito reglamentario, hilera india de pulserones en las muñecas, boca enorme engalanada de rojo y estilísimo para producirse, Diana Vreeland fue la editora más espectacular y fabulosa que tuvo la revista Vogue en sus más de cien años de existencia. A su lado, la Wintour es una careta amargada y Carine Roitfield es sólo una aprendiz. Dos cosas deben ser rescatadas de su larguísima e hiperfabulosa vida, que incluyó fiestas junto a los Fitzgerald en los años veinte, tés con Chanel en su atelier de París en los treinta, visitas a los tugurios ilegales de Harlem en los que se vendía alcohol y se tocaba jazz en los cuarenta, cenas y galas con la crema de Hollywood en los sesenta y una tardía amistad con Andy Warhol en los descontrolados setenta (la vieja ya tenía casi ochenta pero se emborrachaba como el que más, fingía que había tomado éxtasis y cocaína y se acostaba a las ocho de la mañana como todos sus jóvenes amigos). Dos cosas, decíamos, deben ser rescatadas de esta vida larga y prolífica.
Primero, su colección de genialidades a ritmo semanal en la mítica columna para la Harper’s Bazaar «Why Don’t You…?». (¿Por qué no?). Allí, la Vreeland ofrecía «prácticos» consejos de belleza y espectacularidad a sus lectoras, todos delirantes y todos encabezados por el inocente y tímido «¿Por qué no…?». A continuación, algunos ejemplos:
¿Por qué no transformás tu viejo tapado de armiño en una bata de baño?
¿Por qué no llevás flores amarillas de diamantes en tus orejas, una flor sujeta al lóbulo de una oreja y la otra prendida a la punta de la otra?
¿Por qué no enjuagás el cabello de tus chicos rubios en champagne para conservarlo dorado, como hacen en Francia?
¿Por qué no recordás que los niños y las niñas pequeños se ven adorables en sombreritos tiroleses de fieltro verde? Mientras más pequeño el niño, más larga la pluma.
El delirio se acrecienta en el segundo de los ítems a recordar: sus producciones para Vogue durante los sesenta, que parecían competir entre sí en cuanto a riesgo, amor por el exceso y búsqueda de lo imposible. «Hay que darle al público lo que no sabía que quería», solía repetir desde su oficina imperial, decorada con paredes rojo sangre, alfombras de piel de animal con cabeza incluida y miles de dibujos e ilustraciones de sus artistas preferidos, todo arremolinado en un caos suspendido en un orden invisible. De acuerdo con su frase de batalla, la Vreeland entregó notas de moda que aún hoy son fuente de inspiración y deseo (los altos costos las han vuelto imposibles).
Está, por ejemplo, una curiosa nota en Egipto, en la que las modelos exhiben lujosos vestidos frente a la Esfinge, junto a una momia o en medio del desierto, jugando a reproducir la perspectiva lateral propia de la pintura egipcia. O esa otra, en la que la modelo de fines de los sesenta, Veruschka, luce prendas despampanantes en medio de un desierto sirio, todo con una particularidad: su rostro aparece alternativamente bordeado de rondas de trenzas doradas que la hacen parecer un sol o turbantes de piel de camello que parecen ahogarla con dulzura. Cada detalle convoca mundos de fantasía. Cada accesorio parece hablar de cuentos milenarios y leyendas orientales. La imaginación de Vreeland no se detenía ante nada; vivía en perpetuo estado de fiebre.
Dior
Las entendidas saben que la anticuada frase «por el amor de Dios» ha sido reemplazada hace décadas por la mucho más ajustada y efectiva «por el amor de Dior». Y sí. Acaso no haya modisto más fundamental para la historia de la moda que Monsieur Christian, responsable de devolverle glamour y revuelo a la indumentaria luego de los tristísimos años de la Segunda Guerra Mundial. Las faldas que Dior les proponía a sus energéticas clientas, la nueva cinturita que les hacía lucir, la combinación de guantes y sombreritos, la vuelta a las plumas, las sedas y los materiales de hiperlujo, todo, todo, todo en el fantástico ropero de Dior parecía gritar entre gemidos de éxtasis: «Llegó la hora de la recuperación». Tanto es así que la novedosa silueta creada y diseminada por el diseñador, el llamado New Look, se ha constituido en la imagen de una década del cincuenta que quería dejar atrás años de recesión y conflicto bélico para adentrarse en una de las fases de acumulación capitalista más brillantes del siglo XX.
En contra de las restricciones levantadas durante la guerra, Dior usaba metros y metros de tela para confeccionar sus audaces creaciones, que volvían de alguna manera a la idea de moda como reinado del lujo y el exceso característica de los años pre Chanel. Las faldas de Dior eran largas, llegando por debajo de las rodillas; las blusas y chaquetas marcaban fuertemente el busto; la cintura se reducía hasta hacer llorar a las clientas menos agraciadas. Se buscaba llegar a una figura estilizadísima, asociada con las nociones más tradicionales y retrógradas sobre el lugar de la mujer en la sociedad. En un par de colecciones Dior operó una revolución tradicionalista en la moda, volviendo a convertir a la mujer en mero mannequin y en superficie de complicados ejercicios de ornato. Eso sí, eran poquísimas las que se quejaban. Por el contrario, hasta las más modernas corrieron a comprarse esos atuendos claramente incómodos y no aptos para el trabajo. La consigna volvía a ser verse fabulosísima, y la Casa de Dior podía ayudar mejor que ninguna otra en ese departamento.
La recompensa del público no se hizo esperar. Las evoluciones de la «silueta Dior» (visibles cambios en el largo de falda, en la proporción entre cintura y hombros, en la forma de las blusas, etc.) eran seguidas por las mujeres como las finales de los certámenes deportivos por sus maridos. El lanzamiento de la división perfumes de la Casa tuvo un éxito sin precedentes. Dior comenzó a diseñar vestuarios para Hollywood (por ejemplo, para la Dietrich dirigida por Hitchcock en Pánico escénico). La revista Time lo colocó en su tapa en 1957… Lamentablemente, ese mismo año la magia del creador se apagaba por un traicionero ataque al corazón. A los pocos meses lo reemplazaría en sus quehaceres un niño genio: el terrible Yves Saint Laurent, que pasaría de asistente a diseñador en jefe en menos de lo que canta un gallo y con sólo veintiún añitos.
Gaultier
Calificar a un diseñador de modas de maricón puede parecer una redundancia. No lo es, sin embargo, en el caso de Gaultier, tal vez el diseñador más prototípicamente gay que ha dado la alta costura. Por supuesto, la Galliano es una loca en llamas, la Lagerfeld es prácticamente una condesa, Yves Saint Laurent era una princesa intelectuala y bohemia, y Marc Jacobs es una judía obsesionada por el gym que no para de derrapar por las atorrantas de las que se enamora. Cuando decimos de Gaultier que es el más gay de todas nos referimos a que no existe creador que recurra más explícitamente al imaginario de la comunidad para patentar sus creaciones. ¿Qué otro basó colecciones enteras en la consabida iconografía del marinerito hot? ¿Qué otro produjo campañas directamente calcadas de las reconocidas imágenes de Pierre et Gilles? ¿Qué otro recurrió una y otra vez a las divas como garantía de glamour frente a la perfección sosa que a veces ofrecen las modelos? ¿Qué otro no tuvo vergüenza de homenajear en sus creaciones a las grandes mujeres de Hollywood, esas que enseñan gestualidad y modos extremos del llanto pero que pocas veces cruzan el cerco de la moda por cursis y grasas?
Gaultier se lleva las palmas en este chequeo de lealtad hacia la sensibilidad camp, siempre listo para renovar sus votos, en búsqueda de materiales e historias que le falten el respeto a la solemnidad por momentos momificante de la costura parisina.
Acaso su momento de popularidad más extremo le haya llegado tras crear el polémico (vaya a saber una por qué) corset de conos que diseñó para Madonna en ocasión del Blonde Ambition Tour. Plateado o dorado según la ocasión, el corset terminaba en dos conos a la altura del corpiño, que, se decía, hablaban del feminismo aguerrido de la cantante, de su actitud agresiva a la hora de buscar sexo y conquistar machos. Conquistarlos en todos los sentidos de la palabra: Madonna los seducía y los dominaba, transformando a todos en siervos. Claro que la trolada más que pensar en este argumento culturoso recordaba los senos autopropulsados de Afrodita, la robota compañera de Mazinger Z. Como sea, ese corpiño cónico marcó el inicio de una fructífera relación entre la Reina del Pop y Gaultier, quien iba a invitarla a un recordado desfile benéfico en el que la cantante descubriría sus senos para regocijo de la prensa mundial al llegar al borde precipicio de la pasarela. Años más tarde, Gaultier le haría vestuarísimo para el Confessions Tour de 2006, probablemente el más exquisito de la cantante en términos de atuendo (especialmente recordado es el outfit de instructora ecuestre que Madonna lucía apenas entraba a escena: galerita estricta, peinado recogido ultrasevero, blusa vaporosa de mangas abombadas, calzas al ras de muslos y glúteos, botas de caña hasta la garganta… todo en reglamentario negro y coronado por infaltable fusta, que la cantante hacía chasquear para delicia de los fans).
Su empatía con las divas no se agota en el arduo trabajo que hizo con la Reina del Pop. En el momento más propicio de la década del noventa Gaultier supo pedirle a Björk que cerrara uno de sus desfiles, enfundada de esquimal lisérgica y sonriendo como correspondía a la tormenta pop que era por aquellos años. Colaboró en distintas ocasiones con Grace Jones, con quien se entendía a las mil maravillas. Y produjo un ropero más que acertado para el X Tour de Kylie Minogue, el que la trajo a nuestro país en 2008, recurriendo una vez más a las fuentes inagotables de la mariconería: marineros, porristas, jugadores de fútbol americano, estilizados robots y robotas, bailarines de rumba y vocalistas de samba, todo convivía en el intrincado cuadro visual que Minogue les ofreció a sus fans. La magia de Gaultier palpitaba, subrayando que lo suyo es mucho más que arte decorativo.
Gaultier dio sus primeros pasos en la moda como ayudante de Pierre Cardin a los dieciocho años. En 1976 abrió su propia casa de costura, en sintonía con el revuelo punk de la capital inglesa pero asentada en la refinada tradición artesanal de París. Desde 2003 diseña para Hermès. Ha hecho vestuario para personalísimos creadores del séptimo arte (Almodóvar, Greenaway, Luc Besson) y ha conducido un popular programa de TV en su país natal.
Halston
Hubo un tiempo en que la moda norteamericana pasaba desapercibida en el mundo, principalmente por tener en París y Milán dos fuertes competidores en cuanto a diseño e industria. No menos importante era el problema de no contar con un nombre fuerte a nivel internacional, alguien que fuera sinónimo de estilo y de ventas. Roy Halston Frowick, un estudiante de Bellas Artes que había iniciado su carrera fashion diseñando y confeccionando sombreros, cambiaría el panorama de manera definitiva a lo largo de los setenta.
Estudiante de diseño en Chicago, Halston se especializó primero en la creación y la manufactura de sombreros. Abrió una tienda en esa misma ciudad, y gracias a un intercambio de favores con un amante llevó su marca a Nueva York. Allí trabajó para un puñado de firmas, y en 1961 consiguió su primer gran momento, que tuvo lugar cuando Jackie O lució para la asunción de JFK uno de sus sombreritos pastillero, así llamados por su discreta forma redonda y abombada. El franco-americano Oleg Cassini, que la vestía por aquella época, había estado a cargo del famoso conjunto color marfil de la ocasión.
Año 1968. Ya nadie lo llamaba más que por su aclamado segundo nombre. Lanzó su primera línea de prêt-à-porter, furor inmediato en manos de una selecta clientela de superestrellas del cine, artistas de gran prestigio (y sus correspondientes musas) y miembras de la socialité. Entrados los setenta, impuso su marca de simplicidad en las líneas y de pureza en las formas, evitando caer en excesos muy propios de la moda europea del momento. Algunas de sus prendas más populares fueron los prácticos vestidos camiseros cortos confeccionados en gamuza sintética, los sweaters tejidos en cashmere y los pantalones de corte cómodo y perfecto. Sin embargo, suele recordárselo sobre todo por los atuendos de fiesta con los que transformó a la ciudad de Nueva York en una réplica a enorme escala de la discoteca Studio 54. En la pista y desde el VIP, Halston observaba sus diseños en movimiento y, sobre todo, al público para el que debía pensar sus próximas colecciones. Liza, Bianca Jagger y muchas más eran sus seguidoras incondicionales.
A la par de la decadencia de los setenta, el diseñador pergeñó la suya propia viviendo de noche y progresivamente deteriorado por las drogas. Además había cerrado un trato mediante el cual su marca sería usada en una amplia gama de productos, desde uniformes para azafatas hasta sábanas y edredones. Este acuerdo llegó a pésimos términos y Halston se vio de repente despojado del derecho de poder usar su propio nombre.
Se autoexilió poco después, y murió en 1990, víctima de un cáncer y de problemas derivados del sida.
Helmut Newton
Newton es el único fotógrafo hetero que despierta fantasías en la comunidad homosexual. Basta con abrir un libro del gran Helmut para entender por qué (se recomienda el compilatorio Work, publicado por Taschen). No abundan los chongos. No nos muestra jovencitos sin remera. Tampoco hay escenas claramente «sensibles», de animalitos tiernos o naturaleza amigable. Lo que despierta pasiones y lleva al asentimiento entusiasta es su obsesión con un cierto tipo de femineidad, extrema y desmesurada, que hace temblar de gozo a los gays que cultivan el amor por las mujeres poderosas. Las mujeres de Newton son eróticas, sí, pero lo son de un modo malvado y frío, imperioso, rayano en el autoritarismo y el abuso. El ejemplo más archifamoso de esta tendencia se encuentra en su libro Big Nudes, de 1981, en el que las mujeres semejan estatuas de 200 metros de altura, puro músculo, fibra y actitud, dispuestas a maltratar al pobre de Helmut (que parece pedirlo a los gritos) a recio golpe de taco. Porque todas calzan unos taquísimos interminables, que deberían ser destinados a un museo de las maravillas o ser reglamentarios en un mundo utópico gay-fascista, que dicte incomodidad a las féminas con tal de que se vean espléndidas.
Se sabe que la obsesión de Newton con los tacos era tal que pasaba horas portándolos y acariciándolos, cuando no lamiéndolos. Pero su genialidad no se limita a estos detalles: sus imágenes, casi siempre en blanco y negro, son fuertes y exploran diversas modalidades del erotismo: el contraste entre las pieles finas (preferentemente visón) y el vello púbico; la relación entre las modelos y sus réplicas en versión maniquí; el atractivo perverso que ejercen las prótesis y los acoples médicos; el contacto del cuerpo desnudo con animales muertos y vivos; la capacidad, siempre negociable, que tienen las bocas para recibir cuerpos cilíndricos (habanos, botellas, pistolas). Como todos los grandes, supo trabajar con las celebrities más encumbradas. En sus manos, sin embargo, lo que se aprecia no son estrellas en estado «natural», «relajado» o «íntimo», sino la docilidad de ciertas figuras para plegarse a las reglas de su arte peculiar: Sigourney Weaver, Deneuve, la Dietrich o Gianni Versace no parecen ellos mismos, sino modelos obedientes a las órdenes de Helmut, que los hace representar sus fantasías como si se tratara de comunes mortales.
Herb Ritts
Contraluces. Cuerpos sobre cuerpos, satinados en estremecedor negro y ebúrneo blanco. Imagen tras imagen, las deidades contemplan el ínfimo mundo de los mortales, que a su tiempo miran al cielo esperando ganar un atisbo epifánico. Pueden oírse grandes pasos, dados sobre las nubes en secreto: hay alboroto. Herb Ritts apunta su lente. Nadie, ni siquiera aquellos de relevancia suprema, desea que ese momento lo eluda por error. Ser tomado por su cámara es el capricho último, aquel que no se comenta pero que en secreto se anhela intensamente poder concretar. Ritts hace de sus modelos y musas seres fantásticos provenientes de la Grecia antigua, de eras en las que la proporción anatómica constituía la primera de las leyes. Paisajes desérticos, entornos de blancura absoluta y solar, amenazan con engullir las negras siluetas de los sujetos, envueltos en los más delicados paños y atuendos. Sopla viento; flamean satenes.
Fue responsable de la campaña publicitaria de Calvin Klein protagonizada por el bestial Marky Mark, sin dudas la más hot y recordada del final de siglo (y subsiguientes); convirtió a Madonna en una fresca seductora de sirenos en el video de «Cherish», y la fotografió decenas de veces, con resultados tan memorables como las tapas de True Blue y Like A Prayer, descubrió a un jovencísimo e infinitamente apetecible Richard Gere, desconocido en su momento y empleado en una gasolinera.
Elaboró un concepto y una imagen de pureza visual y líneas detalladamente pulidas, algo no convencional para la época. Como un Mapplethorpe un par de grados menos acalorado, Herb Ritts imaginó con sus retratos en blanco y negro una sensualidad renovadora y atrapante que invadió los mundos del arte, la moda, la música y el placer.
Isabella Blow
Fue figura de la moda internacional, respetada por su excéntrico sentido del estilo y su olfato para descubrir nuevos talentos, tanto en el diseño como en el modelaje. Nació en Londres en 1958, y comenzó su carrera en el mundo fashion cuando Anna Wintour, directora de la revista Vogue, la contrató como su asistente en 1981. Sobre mediados de los ochenta trabajó en Inglaterra como editora de moda en las publicaciones Tatler y la Vogue británica.
Amadrinó a un recién iniciado Alexander McQueen al comprarle su primera colección entera, poniéndolo así bajo la lupa de la prensa especializada. El resto es historia conocida. También favoreció al turco Hussein Chalayan y a Philip Treacy, ambos convertidos más tarde en figuras de renombre internacional, y a una Stella Tennant ignota, futura top model. Con Treacy mantuvo una relación de larga data, iniciada cuando él diseñó el sombrero que ella usó en su primer casamiento. A partir de entonces el dúo creativo se volvió inseparable: Blow no aparecía en público si no era decorada con uno de los extravagantes arreglos de Treacy. Tantos fueron los modelos creados a lo largo de los años que llegó a editarse un libro con sus fotos y a curarse una muestra donde se los exhibía.
Murió Blow en 2007, víctima de una ingestión intencional de insecticida. Había intentado suicidarse antes en numerosas oportunidades, cautiva como estaba de un agudo estado depresivo. Para su sepulcro había pedido que, en lugar de flores, fuera una creación de Treacy lo que la acompañase al más allá.
John Galliano
Ningún diseñador a cargo de una casa de alta costura tradicional se muestra más propenso que John Galliano a estirar los límites de la moda para hacerlos coincidir con las fronteras del arte más elevado, sobre todo en lo que este último tiene de fantasía, escándalo y furia innovadora.
Al mando de Dior desde enero de 1997, Galliano ha sabido renovar el largo aliento histórico de la maison para adaptarlo a un presente cambiante, exigente y sumamente competitivo. Respetuoso del legado del difunto Monsieur Christian hasta los más mínimos detalles (sus colecciones son verdaderos ejercicios de revisionismo y reconstrucción), Galliano ha sabido sin embargo introducir toques de irreverencia allí donde era necesario: en las texturas, los colores y los accesorios, para no hablar de la hiperfantasía que aqueja al juego de maquillaje, peinado y coreo de cada uno de sus desfiles. En sus manos, las pasadas se transformaron en verdaderas performances, y no por las puntillosas indicaciones que suele darles a las mannequins más espectaculares y luminosas, sino por el brillo perturbador de cada una de sus creaciones. Periodistas, críticos y fanáticos del mundo de la moda contemplan sus desfiles conteniendo el aliento, reprimiendo el deseo de lanzar aullidos ante cada uno de sus modelos. La moda, con Galliano, se acerca al teatro, al circo, al melodrama y a la misa católica. No por nada sus antecedentes son hispánicos, andaluces, habiendo nacido en la colonia inglesa, pero hispana, de Gibraltar.
Tres son los desfiles pilares de la carrera de Galliano.
El primero marca su salida de la prestigiosa escuela de diseño londinense Saint Martins, en 1984. Galliano inicia su romance con la historia viajando hasta los días de la Revolución Francesa. Lo que propone, sin embargo, no es una reivindicación de los movimientos democráticos que dan origen a nuestras sociedades modernas sino una colección enteramente inspirada en les incroyables, el grupo de dandies monárquicos que tras el establecimiento del directorio desafiaba al nuevo poder republicano exagerando el estilo de vestimenta propio de los nobles. Es decir, lejos de abrazar las nuevas doctrinas de «libertad, igualdad, fraternidad», les incroyables se lanzaban a las calles buscando ofender con su maravillosa apariencia, que llegaba a extremos deslumbrantes, según admitían sus propios enemigos políticos. Se calzaban pelucas, acentuaban el uso de maquillaje, extendían las chaquetas y encarecían los materiales, todo como injuria contra el credo democrático y en una interpretación parcial y personalísima del significado de la libertad. La colección de Galliano reproduce el escándalo de esos paseos callejeros por París, montando una serie de trajes de fantasía dignos de la aristocracia más rancia que al segundo de cruzar la pasarela son comprados como si se tratara de obras del más prestigioso de los artistas.
El segundo señala su entrada al universo Dior. Se trata de la colección de alta costura para la primavera boreal de 1997, que coincide con el quincuagésimo aniversario de la casa. El coqueteo con la decadencia y el exceso sigue gobernando la sensibilidad de Galliano, que entrega una colección absolutamente irresistible, en la que todo sobra y se excede: maquillaje violento, flequillos de psiquiátrico, volados y mangas de fantasía, infinidad de joyas, referencias cruzadas a distintas épocas de la historia de la casa, para no hablar de la concentración inusitada de supermodelos, que prácticamente hace implotar el entero sistema solar: Kate, Cindy, Claudia, Naomi, Helena, Linda, Shalom, todas estaban allí.
El último, en enero de 2007, conmemora los diez años de su entrada a la casa que lo convirtió en uno de los más brillantes diseñadores de todos los tiempos. Inspirado en el romance central de Madama Butterfly, Galliano se permite un viaje de aventuras a Japón y vuelve cargado de kimonos, árboles de cerezo, origamis, ortopédicos zapatos de geisha, grullas y olas de Hokusai. La riqueza visual del Extremo Oriente se potencia al ser envasada en las siluetas tradicionales de la Maison Dior: el kimono se vuelve delicado traje sastre de acuerdo con los lineamientos del New Look de los cincuenta, los paisajes de Hokusai manchan maravillosamente una falda que sigue el largo reglamentario establecido por Monsieur Christian, y los paragüitas nipones no hacen sino cubrir los espectaculares vestidos de noche que desafían todas las leyes hemisféricas, dejándonos desconcertados, sin saber si estamos parados en Oriente o en Occidente.
Es éste el poder de Galliano, el de trastornar todo lo que recupera, ofreciendo homenajes que tienen tanto de devoción como de creatividad terrorista.
Karl Lagerfeld
A esta altura de su espléndida carrera, repleta de hallazgos, maravilla, reinvenciones y escándalo, a Karl Lagerfeld no le queda nada por demostrar. De jovencísimo supo destacarse en el cruel y competitivo mundo de la moda, siendo ganador, a la edad de veintidós años, de un concurso realizado por la Cámara del Tejido de París. Karl se llevó el lauro máximo en la categoría «tapadito». En las fotos de la ceremonia puede verse a su lado al otro gran ganador, un francesito aun menor que él, que conquistó el podio diseñando un vestido. El francesito no es otro que Yves Saint Laurent, quien será la némesis de Karl desde entonces hasta la eternidad.
La publicitada recepción del premio le abrió a Karl las puertas de las casas parisinas tradicionales. Comenzó a trabajar como ayudante en Balmain para pasar más adelante a encargarse de diseño en la maison Patou. Corrían los años sesenta y la alta moda se preparaba para dar el gran salto hacia el prêt-à-porter, lo que le aseguraría el reconocimiento masivo (y el volumen de ventas) del que aún hoy goza. Karl fue pionero en este avance en sus colecciones para Chloe, la casa francesa que ganó popularidad por su nuevo estilo juvenil y fresco, mucho más fácil de llevar que las intrincadas creaciones que solían verse en las pasarelas. La estrella de Lagerfeld nunca dejó de brillar en lo creativo y en lo comercial, pero durante los setenta se vio severamente opacada por la de su rival Saint Laurent, que por esos mismos años podía ufanarse de haber dirigido Dior, creado su propia casa de alta costura con éxito irrefrenable y abierto la primera boutique de ropa de confección firmada por un diseñador de primera línea en la ribera izquierda del Sena.
El año 82 marca el inicio de un nuevo equilibrio: a la par que Yves declina en lo creativo y en lo personal por sus múltiples problemas psiquiátricos y su inestabilidad emocional, Karl es nombrado director creativo de Chanel. Sí, la casa de moda más legendaria de la industria, símbolo, junto con Dior, del singular y exclusivo refinamiento parisino. Lagerfeld es responsable de la continua relevancia de Chanel, que pasó de ser una firma venerada pero congelada en el tiempo a constituirse en una de las brújulas del futuro de la moda, siempre al tanto de las tendencias no natas, de los últimos avances en textiles, de las nuevas ideas de diseño. Todo esto, sin perder su conexión con la tradición de la casa y el genio de Coco, que supo crear una serie de estándares para el guardarropa femenino que aún hoy resultan imprescindibles: el sencillísimo pero artistocrático vestidito negro, el impecable traje sastre, las camelias y las joyas falsas, los brazaletes y las perlas. Lagerfeld ha sabido incluirlos en cada una de sus colecciones, transformándolos en verdaderos clásicos del futuro, maravillas que no sólo resisten el paso del tiempo sino que además funcionan como cápsulas para viajar hacia el mañana. ¿Hay acaso algo más moderno que los tailleurs renovados con hilos de plata que ofreció en su colección de invierno de 2007? ¿O algo más cercano a la concreción lujosa de la fantasía que la tormenta de joyas y brillantes que puso en la cabeza de Coco Rocha en el otoño de 2008?
Yendo más atrás, a sus comienzos con la marca, se recuerdan sus intervenciones sobre los trajecitos, que se volvían uniformes de plástico o vinilo, a tono con una década del ochenta obsesionada con lo efímero y la exhibición del consumo (esta misma fiebre sería responsable de transformar en ícono masivo y objeto de deseo la afamada doble C, que desde entonces estampa carteras, sacos, tapaditos, tapadones y hasta brazos y torsos, porque el amor por la marca infiltró hasta el mundo del tatoo).
Pero el lugar que ocupa Lagerfeld en la moda no se reduce a su labor como diseñador de Chanel y otras líneas (además de la suya propia, diseña para la casa italiana Fendi). Karl supo transformarse a sí mismo en ícono y objeto de inspiración para las nuevas generaciones de clientes, fans y creativos. Hay que mencionar en primer lugar su estilo de vida aristocrático, que lo convierte en uno de los pocos cultores de la idea platónica de nobleza. Desde que reunió sus primeros francos en la década del sesenta, Lagerfeld se aseguró de vivir en los barrios más tradicionales de París, en departamentos decorados con reliquias de todos los siglos en los que daba fiestas dignas de María Antonieta. Después está su aspecto. De los trajes italianos hechos a medida en la década del setenta y primeros ochenta (cuando jugaba al capo de la mafia), pasando por su versión extra large (en trajes de diseñadores japoneses, mejillas pálidas y reglamentario abanico), hasta su actualidad delgadísima (se sometió a una rigurosa dieta porque quería poder lucir los chupines hiperajustados que Hedi Slimane diseñaba a principios de los 00 para Dior Homme), todos los looks de Karl supieron captar y azuzar la imaginación del público, convirtiéndolo en la encarnación contemporánea del diseñador genial y algo excéntrico. Hoy no va a ningún sitio sin sus innumerables anillos y collares, su severísima colita de caballo y sus anteojos de sol, haciendo de esta caricatura de sí mismo algo más valioso que su propia firma.
Paco Jamandreu
Para justificar su ilustrísima presencia en este tomo alcanzaría con decir que fue el modisto de Evita, pero fue Jamandreu una marica de tal grado de furia y escándalo que bien vale la tinta de estas palabras comentar algunos de sus logros, anedas y vicisitudes personales. Mayormente ilustradas en su libro de memorias La cabeza contra el suelo (ovaciónese de pie el título), las historias del couturier oficial incluyen, entre otras, una prolongada y tremenda estadía en la cárcel; episodios con la policía por andar yirando en pleno microcentro (téngase presente la época en que esto ocurría); pedidos de auxilio a Eva cuando lo encerraban en la comisaría y de donde ella muchas veces prefería no retirarlo en calidad de escarmiento por su predilección por los menores de edad; desengaños amorosos y financieros varios; disputas con divas y pseudoestrellas de toda calaña, y tantas más. Precursora de la figura del diseñador parrandero, la Jamandreu bien podría estar hoy compartiendo sus travesuras —y un buen Scotch— con los Halston, Donatellas y Piazzas de la historia de la moda.
Roberto Piazza
Roberto Piazza es la versión argentinísima del diseñador inspirado, un poco alocado y ridículo, que se mueve siempre en la delicada y finísima frontera que separa la fantasía del mauvais goût (John Galliano sería el afortunado original). Desde sus días de gloria a mediados de los años ochenta hasta su actualidad hipermediática y «literaria» (acaba de publicar un imprescindible libro de memorias, que si bien no supera al de su antecesor Jamandreu puede leerse como su actualización y complemento), Piazza se las ingenió para llamar la atención de propios y ajenos con desfiles en los que la moda se transformaba en espectáculo de luz y sonido.
Al igual que su admirado Yves Saint Laurent, Piazza optó por desfiles «temáticos», en los que un hilo conductor o un concepto dominaban toda la paleta de creaciones exhibidas. Entre los muchos que sostienen su carrera se destacan: «Tango Argentino», «Imperio Romano», «Latinoamérica 90» y «Hombre y mujer». Este último es especialmente valorado por Piazza, acaso porque por primera vez hizo desfilar a su amiguísima Ana María Giunta, una de las pocas modelos XXXXL de las que se tenga memoria. En este punto, la página oficial del creador ofrece un dato por lo menos curioso. El desfile en cuestión es de 1993. Piazza habla del carácter pionero y absolutamente liberador de su gesto radical. El sitio dice: «En 1993 realizó Mujer y Hombre, colocando sobre la pasarela a más de 60 modelos entre hombres y mujeres, destacándose la más bella de todas: la actriz Ana María Giunta, quien empieza a ser esa modelo increíble y posmo, que únicamente se le ocurrió inventar a Piazza. Por primera vez en la historia, una mujer de 160 kilos se lanza como mega-model, ingresando así en lo que algunos sociólogos dieron en llamar: anti-moda o anti-fashion. Luego vendrán los desfiles de Divine en las pasarelas internacionales».
Más allá de la megalomanía esperable en esta clase de personajes, acostumbrados a agigantar sus firmas y a otros pesares, hay que notar que la participación de la Giunta originó un curioso fenómeno sobrenatural. Divine, fallecida en 1988, habría vuelto a la vida para desfilar en las pasarelas internacionales y emular así a la Giunta, algo que creemos completamente posible y deseable.
Supermodelos
Sin repetir y sin soplar: Kate, Naomi, Linda, Claudia, Cindy, Eva, Christy, Stephanie. La lista puede seguir o no, según cuál sea la posición del experto sobre este asunto crítico que ha dado más que hablar al periodismo que la Guerra del Golfo, la muerte de Lady Di y el caso Madeleine todos juntos.
Desde mediados de los noventa se debate con voluntad ontológica quiénes forman parte del selecto grupo de las supermodelos, mujeres fantásticas que reúnen en sus cuerpos todo el glamour y el escándalo que está desperdigado por el mundo. En su origen, el término estaba limitado a las siete mannequins más famosas del globo. Naomi era la más escandalosa y animala. Claudia, la más sosa y comercial, con más campañas y millones en su haber. Cindy y Eva, las supermodelos sexies, encarnando los eternos modelos de la rubia y la morocha. Christy, la exótica, con algo de india americana y algo de princesa del fondo del océano. Stephanie, la rockera, novia de Axl Rose y violenta destructora de cuartos de hotel. A Linda Evangelista le tocó ser la más refinada y articulada, algo así como la intelectual orgánica del grupo, famosa autora de la inclaudicable frase que todas quisiéramos pronunciar día a día: «No me levanto de la cama por menos de diez mil dólares».
El reinado de las supermodelos, como todo fenómeno, tenía en su propio seno el germen de su destrucción. Rápidamente las marcas se cansaron de las demandas exorbitantes de estas mujeres y empezaron a optar por chicas ignotas, con caras lavadas y menos reconocibles, en un intento por devolverles el protagonismo a la ropa y el estilo. Pero la estocada final, lenta aunque certera, fue el acceso al podio de una de las integrantes del grupo, precisamente aquella que desde un comienzo funcionaba como extraña contraparte al adorable conjunto.
Kate Moss, acaso la mannequin más importante de los últimos cinco mil años, se convirtió en supermodelo a pesar de sí misma y de sus atributos. Kilómetros de brillo e hiperfemineidad la separaban de una Claudia o una Linda. Ella era la flacucha medio varonera que se dedicaba a perder gramos de busto en noches eternas de alcohol, rock and roll y todas las drogas terminadas en ina. Lanzada a la fama mundial por el célebre aviso de Calvin Klein en el que comparte cartel con un caballo teen llamado Marky Mark, Moss se convirtió lentamente en la modelo mejor paga y más perdurable de la historia, cultivando un estilo que la ponía en el polo contrario al de las otras reinas. De a poco, el ideal Moss se fue imponiendo, y las marcas dejaron de lado a sus compañeras de estrellato para darle espacio a un nuevo cúmulo de chicas más parecidas a la demacrada Kate. El look se llamó heroin chic y barrió de un plumazo a todas las barbies de metro ochenta que habían conquistado las pasarelas durante diez años. Eran demasiado opulentas, demasiado princesas, demasiado brillantes, demasiado sanas y amuñecadas.
Desde entonces, sólo Gisele Bündchen, la brasileña hot que hace brotar orgasmos a su paso, ha ingresado al exclusivo círculo de sus antecesoras y ha sido digna de cargar con el ansiado título. El resto, modelitos que duran una o dos temporadas y que no inspiran a nadie a hacer pasarelazos en medio de la pista ni a inventar coreos homenaje.
Tom Ford
En la campaña para su última fragancia Ford eligió ir directo al grano: el frasco de perfume —macizo, contundente— aparece incrustado en un par de nalgas de hombre (Tom Ford Male) o engarzado entre los senos turgentes de una chica dorada (Tom Ford Woman). Recreando una pose para la que hay varios nombres, y sobrenombres, el frasco, ocupando el lugar del pene, se carga de nada sutiles energías sexuales. Ford finalmente se hace cargo de su fama de sex symbol internacional y confirma los dichos de periodistas y fans, que lo señalan como máximo responsable del calentamiento global que vive la moda desde fines de los noventa. A fines de los 00 la cosa llega a punto de combustión con una nota en la revista W en la que Ford aparece en paños menores junto a un grupo nutrido de modelos rubísimos, y una producción ultrahot en la publicación gay inglesa Out que lo muestra en una ducha, completamente desnudo, y jugando a la mancha, o algo así, con sus compañeros de baño.
Pero antes de retozar desnudo entre vapores y rodeado de muchachos con cuerpos esculpidos, Tom Ford fue abrazado por el mundo de la moda como nuevo niño mimado. En los primeros noventa fue responsable de inyectarle sangre caliente a la tradicional pero languideciente casa italiana Gucci, a la que dotó de nueva vida haciendo un puente con los diseños de Halston que lo cautivaban cuando crecía en Nuevo México. Pero el glamour exagerado de los setenta iba de la mano con campañas cada vez más audaces, en las que la palabra SEXO se deletreaba sin mayores esfuerzos. Junto con la estilista Carine Roitfield y el fotógrafo Mario Testino creó un tipo de imagen en la que el lujo era pariente cercano de la sensualidad. En pocos años, Gucci pasó de ser una marca en decadencia a ser una de las corporaciones más poderosas del mundo de la moda. Tanto es así que en 1999 Gucci compró una de las casas más representativas de la alta costura francesa, Yves Saint Laurent. Ford fue nombrado director creativo de la sección de prêt-à-porter y nuevamente propinó la carga de energía sexual que lo escolta como su sombra. Una sombra magnética y lucrativa. YSL multiplicó sus ganancias en tan sólo dos años y nuevamente pasó a ser índice de lujo y vida ociosa, la marca del momento.
Para ese entonces, Tom Ford era considerado el rey Midas del mundo fashion: todo lo que tocaba se volvía oro (y todo lo que tocaba se volvía hot). Hoy, al frente de su propia marca, Ford es no sólo uno de los diseñadores más influyentes de nuestro tiempo, sino también una celebrity por derecho propio. Las revistas se pelean por tenerlo en sus tapas, y es habitué de alfombras rojas y eventos de caridad. La postal típica de Ford lo muestra con un pantalón de vestir, un saco a tono y una impecable camisa blanca, sin corbata, desabotonada para dejar ver un pecho trabajado y bastante velludo. El pecho sobre el que millones de fans de todos los sexos quieren ver descansando su cabeza.
Versace
Existió, aparentemente, una charla que mantuvieron los couturiers italianos Giorgio Armani y Gianni Versace en la que este último le comentó a su colega: «Vos vestís a las mujeres elegantes y sofisticadas; yo visto a las putas». El escándalo que causó Armani cuando reprodujo esta conversación se transformó en noticia de primera plana en los medios especializados. Ocurre que Armani tuvo el pésimo tino de hacer públicas esas palabras tiempo después de haber sido asesinado Versace, convirtiéndose en una especie de tradittore fashion. Claro, el problema no era en realidad la santa memoria del difunto Gianni, sino la honra de todas sus clientas, cuyas de por sí muy dudosas reputaciones se veían menoscabadas desde el más allá por quien habían considerado durante años su amigo, confidente y estilista de punta. Donatella, hermana de Gianni, no tardó en desenfundar sus garras de mediterránea pantera platinada y retrucó diciendo que lo de Armani era de pésimo gusto. Éste, por fin, se disculpó y compartió con los medios una versión apta para todo público de aquellas infames declaraciones, en un intento por preservar impolutas la imagen de San Gianni y, sobre todo, la suya propia.
Anedas y espejismos al margen, si es que Gianni Versace realmente dijo que a él le tocaba vestir a las putas, pues estaba en lo cierto. Su carrera como diseñador de las luminarias internacionales se basó en la interacción permanente con ellas, teniéndolas en la fila doble cero de sus desfiles, confeccionando para cada una percheros completos de ves-tidazos y trajes haute couture de los que —con suerte— sólo uno llegaba a la alfombra roja, contratándolas para sus campañas publicitarias y demás estrategias de marketing, todas destinadas a asociar de modo inescindible su marca con el estilo de vida ostentoso tan típico de dichas celebridades. Y no es que supongamos que las famosas son o hayan sido alguna vez aunque sea un poco putas, no, para nada, ¡pero por favor! Quien dice «puta» o, más bien, quien dice que Gianni dijo «puta» (en este caso, Armani) quiere verdaderamente expresar que Gianni al usar esa palabra se refería a las mujeres atrevidas, modernas, seguras de sí mismas, a aquellas que se animan a salir de noche medio desnudas y en stilettos (y también de día, por qué no), a las que parrandean hasta la ceguera, a las que viven tan independiente y descaradamente como desean y pueden. Y claro que pueden: son millonarias.
Haciendo justicia al pobre Gianni, que de putas algo sabía, haremos un breve repaso de la historia de su emporio de modas. Abrió su primera tienda en el 78, y el éxito fue inmediato. Sus hermanos Santo y Donatella se sumaron al equipo, esta última primero como vicedirectora creativa y después como supervisora general de diseño, luego de haber sido baleado Gianni por un taxi boy y asesino serial en 1997. A partir de entonces, Donatella mantuvo vivo y bien nutrido de famosas, fiestas y excesos el espíritu de la firma, tanto que ella misma debió someterse de manera voluntaria a por lo menos un tratamiento de rehabilitación. Su hija Allegra es al día de hoy la heredera más importante de las empresas, designada como fue por su tío para seguir captando los deseos y los dólares de todas aquellas putas que anhelen, por ejemplo, asistir a los Grammys con una túnica verde cuyo escote delantero acaricie con su ángulo ribeteado en la más delicada de las pasamanerías el último aliento de su vello púbico.
Viktor & Rolf
El ambiente de la moda es habitado por miles de seres que, como en un bioma, se reparten entre sí diferentes escalafones de importancia e influencia. Están los que ponen orden, los reyes de la selva; están los importantes, pero de reciente aparición evolutiva; están los marginales; los que se camuflan; los que pasan inadvertidos; los dañinos; los silentes; los letales. Algunos se mueven por sí mismos, otros en manadas. Reptan, planean, trepan, nadan, caen en picada. En medio de esa cadena alimentaria fashion, o más bien muy fuera de la misma, existen dos especímenes que conviven simbióticamente, vertebrados que fotosintetizan su propia energía, más raros que el más raro de los marsupiales. Se los conoce como Viktor & Rolf.
Su historia comenzó en la ciudad holandesa de Arnhem, donde eran estudiantes de arte. Allí entablaron una amistad (o un noviazgo, es incierto) y luego fundaron una marca de ropa que bautizaron con sus nombres. Poco después ganaron el premio principal del Festival d’Hyeres. Mientras tanto, se abrían paso con diseños que vendían a personajes del mundo del arte y de la vanguardia. Cinco años más tarde tomaron por asalto la Semana de la Moda Parisina, captando la atención de la prensa especializada al presentar su propio desfile sin autorización ni aviso. A partir de allí, el éxito.
Sus colecciones se caracterizan por trascender los límites conocidos de la extravagancia y del desparpajo, aunque siempre manteniendo bien altas las banderas de la sofisticación y de la elegancia. Claro que para V&R ambas cualidades poseen un significado distinto del que el resto de la fauna le otorga. En una ocasión vistieron a una modelo como una mamushka rusa, que iba deshaciéndose de sus capas y revelando debajo de cada una nuevos atuendos, nuevos bordados, nuevas construcciones. En otra, utilizaron a las mannequins como pantallas de azul croma y proyectaron sobre ellas una infinidad de imágenes. Protagonizaron su primer desfile masculino, siendo los únicos dos modelos en recorrer la pasarela y cambiándose de atuendo delante de la asistencia.
Sus diseños emanan un halo de extrañeza y de fantasía, acompañado siempre por un agudo sentido del humor, muchas veces traducido en impactantes exageraciones de algún elemento o en brutales desafíos a la lógica y/o la fuerza de gravedad. Un cuello de blusa, por ejemplo, puede multiplicarse diez veces en la misma prenda, como una alucinación de satén blanco y puntadas laberínticas. Los vestidos, inexplicablemente, salen a la pasarela boca abajo, con el escote rozando los tobillos de la modelo y el ruedo dando marco a sus clavículas. Su tienda en Milán sigue esa misma (i) lógica: el techo está en el suelo, y el suelo, en el techo, con pisos de lujoso roble oficiando de cielo raso y arañas que intentan alcanzarlo desde abajo como si fuesen estalagmitas de cristal y bronce. Un desfile puede consistir enteramente en vestidos y trajes basados en sábanas, frazadas, almohadas y modelos presas de una pesadilla de pelo y plumas. Tori Amos, abrumada, acaricia su piano mientras tanto. El resto de los animales intenta descifrar el mensaje encriptado que acaba de recibir.
Yves Saint Laurent
Príncipe absoluto de la moda, acaso Yves Henri Donat Dave Mathieu Saint Laurent sea la figura más prominente de la industria del atuendo después de Chanel y Dior. Talentoso desde jovencísimo, Yves se hizo cargo a los veintiun añitos de la dirección de Dior, por entonces la casa de alta costura más prestigiosa e influyente del mundo. Sus obligaciones con el servicio militar francés lo obligaron a dejar el mando de la maison (literalmente para pegarse un tiro), ausencia que se prolongó por dos años a raíz de la primera depresión severa que sufriría Yves a lo largo de su vida (tuvo que ser internado después de su estancia en la milicia y fue sometido a tratamiento de electroshock).
Al volver a París, se enteró de que su puesto había sido ocupado por su amigo y colega Marc Bohan. Nada podía haberle venido más al dedillo. Yves para entonces había unido su vida a la del experto en finanzas Pierre Bergé, quien lo convenció de fundar su propia casa de alta costura, Yves Saint Laurent, o, como nos gusta a las entendidas, YSL. En 1962 presentó su primera colección introduciendo una nueva silueta, la estrambótica «figura trapecio», y fue un éxito inmediato. YSL trepó rápidamente al podio de la moda generando alarmas en Dior y comentarios sarcásticos de la anciana pero activísima Coco Chanel («Yves Saint Laurent es muy bueno y cuando me copia es mejor»). La combinación del genio explosivo e inestable de Yves y la mano diestra para los negocios de Pierre transformaron en pocos años a YSL en la compañía más rentable del mundo de la moda.
Para mediados de la década del sesenta Saint Laurent vestía a las actrices más refinadas y escandalosas, era el rey de la noche cool parisina y comenzaba a acrecentar su colección de obras de arte, palacios en Francia y en el norte de África, y vestidos de todas las épocas de la historia. A fines de esa misma década daba un paso revolucionario: fundaba Yves Saint Laurent Rive Gauche, la primera boutique prêt-à-porter con el nombre de un diseñador de alta costura. Este paso, que fue nuevamente un triunfo, es documento de la habilidad de Bergé para leer el futuro de los negocios y los cambios en los vientos de la moda. El estilo dejaba de ser posesión de unos pocos y empezaba a democratizarse, sobre todo de manos de una nueva clase de consumidores: los jóvenes. Saint Laurent era perfecto para esta operación de expansión porque además de compartir estilo de vida con esta nueva raza de consumidores apenas pasaba la treintena, a diferencia de otros couturiers que orillaban o habían superado los sesenta. YSL se transformó a su vez en la marca más exitosa en términos de venta de licencias para perfumes, maquillaje, joyas y demás. Las campañas, promovidas desde el círculo más íntimo de Yves, eran un escándalo de lujo, derroche y atrevimiento. Famosa es la que acompañó el lanzamiento del perfumísimo Opium, oriental y prohibido en su referencia a las drogas.
En los setenta continuó su ascenso imparable, y fue en aumento de decibeles y grados de odio su vínculo imposible con Karl Lagerfeld. Aunque por ese entonces Yves era claramente el ganador de la contienda, su locura le impedía disfrutar de lo adquirido y lo hacía desear con desesperación todo aquello que Karl obtenía, incluidos, y por sobre todas las cosas, los chongos. Se disputaban así ambos reyes del diseño la protección de cada niñito cool y bello que llegaba a la capital parisina, queriendo cada uno superar al rival en términos de troupe. El caso más dramático incluyó al delicado Jacques de Bascher, dandy parisino y alma de todas las fiestas a mediados de los setenta, que, luego de idas y venidas, escándalos y arañazos, terminó siendo pareja de Lagerfeld por más de una década. Deprimida, la Yves se concentró aun más en su trabajo, pero la llegada de los ochenta y sus nuevos aires empezó a correrlo del centro de la escena. Diseñadores más atrevidos, audaces y sin duda menos refinados coparon el spotlight, si bien YSL siguió siendo una de las principales casas parisinas.
En 2002 un achacoso Yves decidió retirarse de las pasarelas con un desfile antológico en un estadio de fútbol, en el que pasó revista por todas sus creaciones y reunió a todas sus grandes modelos. Entre otras cosas Yves nos ha legado un conjunto de musas imbatibles, cada una de las cuales ofrece motivos para la adoración. En la larga lista se destacan la extravagante y magnífica Loulou de la Falaise, Betty Catroux, Bianca Jagger, Jerry Hall, Catherine Deneuve, Naomi Campbell y Laetitia Casta. Por supuesto, Saint Laurent es además responsable de introducir el smoking en una colección de alta costura femenina y de impulsar el uso del pantalón entre sus clientas. También se lo recuerda por ofrecer la primera colección enteramente basada en el look de las prostitutas, por difundir el look safari y por eternizar los anteojos de nerd como accesorio cool.
Yves murió en París el 2 de junio de 2008.