Cleopatra

Heredera de la dinastía egipcia Lágida, Cleopatra ascendió al trono real una vez muerto su padre, quien en su momento había tenido que derrotar y ejecutar a una hija traidora, Berenice. Fue obligada a casarse con su hermano Ptolomeo, como correspondía en aquel entonces, e inició en 51 a. C. su gobierno, que sufrió algunas interrupciones. Eran épocas de traiciones permanentes, y los entuertos reales, a la luz actual, impensables: incestos, exilios, parricidios y mucho más. La jovencísima Cleopatra poseía, según el imaginario y algunas versiones, una belleza irresistible como fruta madura, y según otras, un encanto y un don de la palabra hipnotizantes. Sea como fuere, su absoluto atractivo fue la herramienta clave para cimentarse en el poder. Su primera conquista fue Julio César, con cuyo apoyo logró derrotar a su hermano Ptolomeo, quien años antes la había desterrado de Egipto, y pudo así retomar el comando de su reino. Estando ambos en Roma, Julio César fue asesinado, por lo que la faraona debió regresar envuelta en lutos a su país. Tiempo más tarde cedió su protección a Marco Antonio, con quien también vivió años de lujoso romance. Una serie de peleas y desencuentros lo convenció de la muerte de su amada, llevándolo al suicidio. Cleopatra, sola ya y tan en jaque como siempre, se quitó también la vida haciéndose morder por un áspid.

Rodeada de excesos inimaginables, su intensa historia fue boceto que a lo largo de los años cientos de artistas supieron recoger, desde Liz Taylor en su famoso papel (que incluía un atuendo confeccionado a partir de tela de oro puro, muy al estilo lágido, por supuesto) hasta Shakespeare con su tragedia Antonio y Cleopatra. Dejó una estela de misterio tras su paso, y fue una de las mujeres que más inteligentemente supieron retener y manejar el poder político. Entre amantes, complots y opulencia indiscriminada, fue y es envidia de todas las mortales, que al conocer semejante historia desestiman de inmediato sus propias ilusiones de ser reinas y se forjan una nueva, 2.0: la de ser reinas egipcias.

Eva Duarte

«Mierda, ¿dónde está mi vestido presidencial?». Así arranca la desopilante, incorrectísima y sacrílega Eva Perón, la obra de teatro de Copi que fue prohibida en la Argentina y amenazada en las otras plazas en las que eligió presentarse, como Madrid y París. En la versión de Copi, Eva es una mujer guaranga y autoritaria, mezquina, preocupada exclusivamente por su dinero, sus joyas y sus vestidos, que maltrata a Perón y tortura a su madre, y que tiene como único cómplice y confidente a un enigmático personaje llamado Ibiza (todo hace suponer que se trata del asistente gay). A lo largo de la obra, Eva trama su fuga de la Argentina y finge su muerte, harta de secundar a su marido y de hacerse cargo de los descamisados. Para ello, hace circular el rumor de que padece de cáncer, asesina a su enfermera y la convierte en su doble maquillándola y poniéndole sus propios vestidos. El cadáver de Evita, adorado y temido, no sería otra cosa que el de una de sus víctimas.

Años más tarde, Néstor Perlongher retoma la idea de la sobrevida de Eva Duarte en su Evita vive, relato corto en el que Eva aparece vagando de telo en telo y pasando de marinero en marinero, encargándose en el medio de confraternizar con travestis, prostitutas, dealers y criminales de toda laya. Más allá de la evidente voluntad de sacrilegio, lo que resulta indudable es que Eva Perón fascina y ha fascinado a los grandes putos nacionales. Copi, Perlongher, pero también Manuel Puig, Manucho y su modista personal de años, Paco Jamandreu.

¿Qué hay en la historia y en la personalidad de esta mujer que convoca las miradas —y las plumas— de tanta loca suelta? ¿Acaso era ella una loca más? En su biografía sentimental, el periodista Daniel Herrendorf la llama «la loca de la casa». Es que Eva desde chiquita se hacía notar como tal. Como toda actriz que se precie, la pequeña Eva perturbaba a su familia con sus deseos de hacerse ver y escuchar. Las hermanas y la madre le hacían de público benévolo para sus medidos talentos. A los quince, y de un zarpazo, decidió terminar con su vida de provinciana de medio pelo y se propuso conquistar la gran ciudad. Ya todos sabemos, porque lo hemos leído, visto y escuchado cientos de veces, cómo sedujo a un cantante de tangos que se encontraba de gira por la provincia, cómo se le enredó y se le pegó a la valija, cómo aterrizó en la ciudad en plena noche y sin nada que la guareciera, cómo el cantante la echó de su casa y tuvo que rebuscárselas en bares y fondas hasta dar con las personas que la iban a colocar donde ella quería estar. Muchos historiadores niegan la veracidad de este relato, indicando que Eva viajó a la ciudad con su madre, quien sólo volvió a Junín una vez que Eva había conseguido su primer contrato radial. Como sea, pocos años en la radio y en el cine le bastaron para labrarse un nombre y para exhibir su cabellera amarrona-da en la tapa de distintas revistas. Su primer ingreso estable y generoso a partir del medio radial le vendría con una serie llamada Grandes mujeres de todos los tiempos, en Radio Belgrano, programa en el que Evita debió encarnar sucesivamente a Elizabeth I de Inglaterra, a la gran actriz victoriana Sarah Bernhardt y a la última zarina del imperio ruso, entre otras. No hay duda de que esos roles le deben haber regalado más de un tic de mando, más de una frase cargada de drama, más de un gesto teatral. Por lo pronto, sí se sabe que fue la película María Antonieta (1938) la que le sugirió el giro de imagen que iba a implicar su entrada en el mundo político. La peluca hiperplati-nada de su actriz favorita, Norma Shearer, le indicó el tono y el largo de cabello que desde entonces Eva luciría con gracia y con furia. Y aparentemente fue el vestuario de la película el que le aportó la idea de que debía ser una «reina» para sus descamisados. Eva no se modeló a sí misma a partir de las grandes figuras históricas que la precedieron (de las que conocía poco y nada) sino a partir del reflejo encandilante que la radio, el cine y las revistas (el mundo del espectáculo) ofrecían de sus vidas. Eva se enamoró de ese brillo poderoso, de esa autoridad almibarada con glamour y ultramaquillada. Y eso es lo que llevó a escena en el teatro de la política argentina.

En el medio, un collar de escándalos. En el rubro divas, la famosa y nunca esclarecida pelea con Libertad Lamarque, durante la filmación de la película La cabalgata de circo, dirigida por Mario Soffici. Libertad de América le habría dado flor de sopapo a Evita, quien se habría quedado callada pero llena de bronca. Las versiones sobre la disputa son miles, pero lo que es dato histórico y comprobable es que la Lamarque no fue convocada por ningún realizador argentino en los siguientes años, con lo cual se vio obligada a exiliarse en México para hacer allí una exitosa carrera como actriz de telenovelas. Algunos dicen que Lamarque y Evita se disputaban los favores de Perón, y que el cachetazo y el catfight posterior tendrían su origen en incontrolables ataques de celos y rivalidad. Otros hablan de desplantes permanentes de la joven Evita, que no paraba de llegar tarde al set de filmación, amparada en la influencia creciente y en el poder real de Juan Perón. Por último, están los que hablan de rivalidad de divas, de las competencias atléticas a las que este tipo de mujeres suelen someter a su propio ego. Aparentemente, un buen día Eva empezó a llegar tarde. Lamarque se lo reprochó, pero al día siguiente decidió ser ella la que llegaba última. Así empezó una carrera contrarreloj (literal) para ver quién de las dos tenía que esperar a la otra. El director, desesperado porque las filmaciones se demoraban más de 10 (diez) horas (sic), hizo intervenir al actor Hugo del Carril, que era amigo de ambas. Luego de arduas discusiones y negociaciones, Del Carril habría logrado lo imposible: que las estrellas se dieran la mano y continuaran con la filmación. Ninguna de las dos ganó. Eso sí, la Lamarque no pisó nunca más un set de filmación en nuestro país.

Otro momento memorable, que la confirma como «loca de la casa»: su muuuuuuy travalicious «Rainbow Tour», de 1947, que la llevó por toda Europa y la convirtió en ícono internacional de la moda y de la política. Fue en ese viaje donde conoció al Papa, fue aclamada por un Madrid disciplinado por el general Franco y fue corrida a huevos por las calles de Roma. ¡Ah!, también conoció a Christian Dior, quien empezó a vestirla, para rabia de la Jamandreu, y quien años después diría: «En toda mi carrera sólo vestí a una reina: Eva Perón».

Juana de Arco

A ver:

travestismo
actitudes foráneas al propio género
intensidad mística
drama y tragedia
muerte en la hoguera
catarata de homenajes cinematográficos y teatrales
película en la que actúan Milla Jovovich y Faye Dunaway

Síntesis: Juana de Arco tiene todo lo que un personaje histórico tiene que tener para figurar en esta lista.

María Antonieta

«Que coman pastel». Cruel, imposible y brillante, ésta fue la famosa respuesta de la reina ante el motín de su pueblo por la falta de pan para comer. Claramente alejada de todo sentido de la realpolitik, María Antonieta dedicó sus años en Versalles a explorar todos los extremos que su fantasía juvenil le dictaba, sembrando a su paso una explosión de fiestas descontroladas, comilonas dignas del paraíso, tardes musicales, orgías nocturnas, excursiones a la campiña y derroches de vestuario. Entre su genuina preocupación por el disfrute y el lujo y las órdenes secretas que recibía de su madre, su hermano y sus consejeros austríacos, María Antonieta vivió tironeada y como perdida, a veces mandando sobre su marido Luis XVI, a veces claramente ausente y dedicada a sus vestidos, sus amantes y sus zapatos. Como estampita de la monarquía absoluta, su vida ha servido de inspiración a jóvenes cinematógrafas en busca de nuevos horizontes (Sofia Coppola) y a jóvenes actrices en busca de un modelo político (Eva Perón).

Queen Elizabeth I

Mucho antes que Britney y las que la siguieron, la reina Elizabeth hizo de su virginidad una herramienta de marketing, en este caso político. Elevada al trono luego de una serie de muertes, enredos e intrigas palaciegas, la joven reina se vio obligada a labrar pacientemente la solidez que su nombramiento no había tenido. Con apenas veinticinco años, bastarda (explícitamente no reconocida por su padre Enrique VIII) y protestante en una Inglaterra todavía dividida por conflictos religiosos, nada en su currículum hacía prever el despliegue de capacidad de mando y habilidad política que la caracterizaría. Para el fin de su reinado, Elizabeth sería una de las reinas más reverenciadas en la historia de su país, y objeto de sucesivas olas de nostalgia a lo largo de los cuatro siglos que han pasado desde su muerte. Aún hoy se sigue hablando de la época isabelina como la «era dorada» de Gran Bretaña.

Pero vayamos a lo importante. Elizabeth fue la primera pop star de la realeza británica. Como Lady Di siglos más tarde, era vitoreada en las calles, saludada por las masas, invocada, adorada. Elizabeth fue consciente de su carácter de ícono y lo explotó al máximo: difundió la idea de su virginidad a prueba de fuego, se hizo retratar con armadura y lanza a la Juana de Arco, abusó del make-up y las pelucas (para ocultar defectos producto de sus enfermedades, es verdad, pero también por amor a la fantasía), dosificó sus apariciones públicas para que se convirtieran en verdaderos festivales pop.

Se dice que todos estos gestos brotaban de su voluntad de convertirse en una nueva Virgen María, quien a sus ojos seguía siendo la líder espiritual más indiscutida de los pueblos europeos. Y no sería exagerado decir que, en su tiempo, la copia superó al original: su estampita decoraba las casas de miles de británicos, que se habían decidido a reverenciar personajes más atractivos que los mórbidos mártires y santos de la tradición católica. Por supuesto, la estampita fue fríamente calculada en las reuniones palaciegas, en las que se discutía como razón de Estado el estado de su cabellera rojiza, sus pálidas mejillas, sus senos fajados y sus tocados de perlas. En su divismo, Elizabeth no sólo anticipa los berrinches y las estrategias de las vedettes y estrellas de cine, también sienta las bases de lo que sería la política moderna en tanto espectáculo para las masas.

Hay múltiples versiones de esta mujer fascinante, siendo las más interesantes las que nos ha dado el cine. En general, los estudios han tenido el buen tono de adjudicarle semejante papel a intensas actrices de carácter, capaces de pasar del grito tiránico al susurro frágil en cuestión de segundos, y de ofrecer la gestualidad imperial —casi drag— que este tipo de personajes demanda. En general, se trató de actrices inglesas o australianas, nunca norteamericanas (es que la realeza no se da bien en América, la verdad).

Glenda Jackson es reconocida como la Elizabeth más destacada. Pero no podemos olvidar a Bette Davis, que hizo ¡dos! películas encarnando a la reina: The Private Lives of Elizabeth and Essex (1939), y The Virgin Queen (1955), en la que se cuenta el complicado amor entre la reina virgen y su consejero Sir Walter Raleigh. Años más tarde, Elizabeth sería interpretada por Helen Mirren, Judi Dench, ¡Quentin Crisp! y Cate Blanchett entre otras. La Blanchett es especialmente recordada por el rojo de su pelo en el viento y por el momento sublime en el que, conmovida frente a una estatua de la Virgen María, la reina decide sacrificar su costado humano y convertirse en una dama de hierro, rapada y ahogadas sus facciones en base blanca. El nacimiento del mito y la muerte de la persona se condensan en el recorrido de una lágrima real.

San Sebastián

Cualquier persona que consulte un santoral podrá comprobar que cada afección, cada necesidad humana, tiene un santo patrón. Santa Lucía lo es de la vista y su buen funcionamiento; San Antonio, de la piel; Santa Cecilia, de la música. Hay santos, también, que protegen a los animales, que proveen alimentos, que destraban conflictos. Y existe un santo que ampara a los gays, gestado como Caballo de Troya dentro del cristianismo.

San Sebastián fue martirizado en el año 287 de un modo similar al que puede apreciarse en los retratos clásicos que de él existen. Pintores renacentistas y barrocos lo imaginaron atado a un árbol o a una columna, semidesnudo y dotado de gran tono muscular, víctima de una lluvia de flechas que lo atravesaban. Cuando todos lo creían muerto, su cuerpo fue recuperado por Santa Irene, quien lo atendió y curó. Luego de haber efectuado varios milagros, fue detenido nuevamente y golpeado hasta morir.

Ahora bien, tratándose de un mártir tan torturado como el resto (y tan milagroso), ¿qué es lo que convirtió a San Sebastián en objeto de devoción homosexual? Su porte juvenil y esbelto, como primera medida, podría encaminar una respuesta obvia, mientras que su soltería y su comentada amistad con hombres y colegas de la época no harían más que sumar puntos a esta teoría. Sin embargo, el atractivo de su muerte, que en los retratos mezcla dolor y placer, más el claro simbolismo de las flechas que lo penetran encantaron a sus primeros seguidores gays, que veían en él no solamente al hombre, al macho que era, sino también una representación de sí mismos, perseguidos por la doctrina católica y las manchas del pecado.

Hubo en el siglo XIX un grupo de devotos de este santo, abiertamente homosexuales, que con su accionar y su fanatismo terminaron de consolidarlo como gay icon. Artistas plásticos y escritores contemporáneos, tales como Tennessee Williams, Pierre et Gilles y Derek Jarman imaginaron fantasías en torno a su historia. Su icónica figura, adoptada ya por la comunidad gay como patrono y objeto de deseo, constituye quizás un ícono al cuadrado, trabajarla en una obra no solamente implica una visión sobre su historia sino, además, una referencia a todo lo que ya se ha dicho sobre ella.