Ann-Margret
Por alguna razón, suelen decirse ciertas cosas con respecto a las rubias: que los caballeros las prefieren, que la pasan mejor que nadie, que son una debilidad. Ahora bien, ¿qué hay de las pelirrojas? Haciendo un poco de historia, parecieran estar cabeza a cabeza con las blondas en categorías muy peleadas, como magnetismo, encanto y frescura. El rojo evoca apasionamiento y anticipa personalidades fuertes; piénsese en Lucille Ball, en Rita Hayworth, en Jessica Rabbit. Piénsese en Ann-Margret.
Nació en Suecia en 1941, y se mudó durante su infancia a los Estados Unidos junto a su madre. Allí firmó su primer contrato, que la comprometía con los estudios 20th Century Fox por siete años. Sin embargo, su debut real se produjo con un film de United Artists, Milagro por un día, junto a la ya consagrada Bette Davis. Los musicales State Fair y Bye Bye Birdie la ubicaron en las primeras planas, con la crítica a sus pies y presagiándole un enorme futuro. En 1964 trabajó junto al Rey Elvis en Viva Las Vegas, dando inicio a un romance que causó sensación y cruces con su por entonces novia de larga data, Priscilla. Los ejecutivos vieron en Ann-Margret una interesante candidata a ocupar el lugar de la Elvis femenina, gracias a su voz áspera y sexy. Sin embargo, su faceta como cantante nunca obtuvo el suceso de sus trabajos en la pantalla grande, aun con numerosas placas grabadas e incluso un álbum de música disco en 1979.
Fue nominada por primera vez al Oscar en 1971 por Carnal Knowledge, y nuevamente en 1975 por su papel en el musical Tommy, basado en el disco homónimo de The Who. La sensual artista musical, que en escena quebraba la nuca y daba zarpazos con su melena de cobre, demostraba que también podía representar papeles dramáticos.
Catherine Deneuve
Considerada durante décadas la mujer más refinada del universo, Catherine Deneuve es un monumento vivo a la elegancia, la sensualidad gélida y la severidad. Su mirada y sus gestos, siempre calmos, acaso nobles, parecen censurar silenciosamente los excesos de entusiasmo que tan fácilmente capturan a la gente de mal gusto, llevándola a cometer errores estéticos y vitales realmente imperdonables. Para todos los no entendidos, Catherine siempre será un signo de pregunta, una incógnita mal despejada. Para el resto, para nosotros, será índice de un momento irrepetible de la cultura y el arte europeos, los únicos, por otro lado, que merecen llevar ese título.
Deneuve confirma lo que siempre sospechamos (y sostuvimos en voz baja): el verdadero talento se lleva en la sangre y no puede aprenderse. Descendiente mimada de una larga estirpe de actores, la pequeña Catherine incursionó en el mundo del cine a los trece años. ¡Cuidado! No debe creerse que su carrera anuncia la de las espantosas lolitas que pueblan la pantalla grande y la chica en la actualidad. En estas primeras incursiones la Deneuve fue dirigida por autores de la talla de Roger Vadim, que la iniciaron en los modos del cine artístico y forjaron en la pequeña intérprete un gusto exquisito, lo que explica que cada uno de los pasos de su carrera haya sido un acierto en términos estéticos. Es verdad, debemos concederlo, que Vadim la inició en algo más que en el cine. Es también verdad, como se dice por ahí, que le hizo un hijo cuando sólo contaba con diecinueve añitos y que luego la abandonó sin llevarla al altar. Veamos estos datos como lo que son: detalles escandalosos que afiebran la cabeza calenturienta del hombre promedio pero que a nosotros no pueden movernos un pelo ni hacer mella en el respeto y la admiración que sentimos por esta gran artista. Después de todo, esta y otras desgracias personales, en las que no osamos meternos, le permitieron llegar a los picos de intensidad que muchos de sus papeles dramáticos exigían.
Sus películas más recordadas la tienen como musa de grandes directores. Deneuve es tan maravillosa que sólo un verdadero artista sabe qué hacer con ella. Fue la joven enamorada y preñada de Los paraguas de Cherburgo (1964) y la instructora de danza adorable de Las doncellas de Rochefort (1967), ambas del genial Jacques Demy. Fue la muchacha perturbada de Riepulsión (1965) bajo las órdenes de Polanski, y la inolvidable Severine, ama de casa, princesa, ícono de la moda y prostituta de fantasía en la atemporal Belle de Jour (1967). En todas ellas, sus primeras y más grandes películas, dio muestras de su encanto natural, pero también de su inquietante capacidad de congelar las escenas en las que su cuerpo manda. Deneuve ha sido llamada repetidamente «doncella de hielo», y el epíteto no puede caberle a nadie mejor que a ella. Sus ojos parecen suspendidos en un polo azulado y su melena rubísima, salvaje y apenas domesticada, no connota fuego sino el ardor doloroso y poco amigable del frío extremo. Demasiado perfecta, demasiado bella, demasiado correcta. No es de extrañar que Buñuel la volviera a convocar para el rol de Tristana (1970). Menos aún que a principios de los ochenta hiciera de vampiresa fatal junto a un delgadísimo David Bowie (en El ansia, 1983). Y menos que requetemenos que Yves Saint Laurent la eligiera a mediados de los sesenta como musa eterna, dictadora que debía aprobar cada una de sus colecciones, amiga inseparable y modelo ocasional.
Los atrasados de siempre sólo empezaron a considerarla seriamente como actriz a partir de Le dernier métro, una película cultísima que filmó en 1983 bajo las órdenes de François Truffaut. Sus trabajos con André Téchiné y la exitosa Indochine (1992) terminaron de asegurarle reconocimiento eterno. En 2000 volvió a sus orígenes, reencontrándose con el género musical en la aclamada Bailarina en la oscuridad, en la que cantaba a dúo con Björk.
Cicciolina
Al igual que en los libros de la serie «Elige tu propia aventura», Ilona Anna Staller dejó atrás una infancia de pobreza en Hungría y triunfó viviendo como mujer múltiple. Fue mil y una personas. ¿Cuál/es de las siguientes afirmaciones puede/n verificarse al repasar su vida?
a | Fue modelo top. |
b | Ganó el certamen Miss Hungría. |
c | Se desempeñó como espía para el gobierno húngaro. |
d | Su imagen desnuda fue la primera de esa índole transmitida por la TV italiana. |
e | Condujo un programa radial de audiencia récord, en el que se dio en llamar Cicciolina. |
f | Protagonizó numerosos films porno. |
g | Grabó tres LPs y canciones del compositor Ennio Morricone. |
h | Fue la primera actriz hardcore del mundo en ganar elecciones parlamentarias. |
i | Elaboró polémicos proyectos de ley, que incluían cárceles mixtas, educación sexual temprana en las escuelas y despenalización de la prostitución. |
j | Fue esposa y musa del artista plástico Jeff Koons, quien la retrató en varias obras teniendo sexo con él. |
k | sin2 £ + cos2 £ = 1 |
l | Participó en la telenovela brasileña Xica da Silva. |
m | Publicó su autobiografía bajo el título Por amor y por fuerza. |
n | Concursó en el certamen «Bailando por un sueño», que debió abandonar por una fractura. |
o | Sólo son correctas las opciones designadas por una letra vocal. |
p | Sólo son correctas las opciones designadas por una letra consonante. |
q | Todas son correctas. |
r | Todas son incorrectas. |
François Sagat
Cher François:
No sé si fue tu testa completamente tatuada o tus abombados pectorales de hierro. Acaso tus brazos de mono nuclear o la tersa cordillera de vello que te segmenta el torso en dos mitades simétricas e igualmente potentes. O, ¿por qué no?, tus piernas de corcel habituado a la tensión sostenida de la batalla. Tu lengua generosa y nada tímida. Tu traste siempre lampiño, limado de irregularidades como por obra de láser. Esos ojos que se estiran como lágrimas de café y que bien saben destellar en el momento del goce. O tu cuello de macho cabrío, siempre erguido, a veces perlado por el sudor, la baba o la tibia leche adversaria. O acaso la enormidad de tu miembro, en imperturbable tensión, largo, elástico y poderoso como acerado puente colgante.
La primera vez que te vi eras un simple extra en una desvergonzada producción de bajo costo. No recuerdo el nombre (no será aventurado decir que quizá no lo tenía). Aparecías a un costado, timidez en tu rostro, decisión en tu pene, y ya fungías como polo magnético de la escena, tal era la corriente de calentura que sabías despertar entre tus compañeros de batalla. Esa escena, que no te tenía entregado al temblor fantástico del sexo, sólo significó una presentación, una introducción afortunada. La segunda vez que me encontré con tu adorada figura fue la definitiva. Otra desvergonzada producción, pero con aspiraciones. La cinta se llamaba Arabesque, esa maravilla de Raging Stallion, dirigida por Chris Ward. Entre lunas moras y minaretes tu cuerpo completamente depilado (te lo perdono) se ofrecía a la sabia mano del sarraceno hot Huessein, el actor porno de menos de 1,60 más sexy del mundo. Vi con el corazón en la boca, y con la ropa interior perturbada, cómo Huessein te bañaba volcando el contenido de sendas jofainas sobre tu turgente pecho. También vi cómo una toalla húmeda sostenida por su velluda mano surcaba tu piel con oscuras intenciones, humedeciéndote más a cada pasada. Con sumo placer comprobé que nada humano te es ajeno en el sexo, y que podés disfrutar de un órgano generosamente abierto pero también de un miembro que entusiasmado se ofrece a penetrarte. También supe, con alegre sorpresa, que el número no es inconveniente para tu calentura expansiva, que sabés brindarte a dos manos y a dos bocas, que sos equitativo para responder a todas las urgencias. Arabesque fue tu punto de partida (en el lejano 2006) y tu absoluta consagración. Siempre me perturbó un poco pensar que mis permanentes ofrendas a tu celestial cuerpo de cabro no hacían sino sumarse a un colectivo derroche de espermatozoides que azotaba al mundo en su continuo fluir. Continuo y dichoso, avanzando junto con tu prolífica carrera. Te vi como surfer exuberante, como obrero insaciable, como atrevido huésped de hotel, como experto bombero… A cada personaje le diste todo tu cuerpo, y todos, bombero, surfer, obrero, huésped, tuvieron su momento de amor salvaje y memorable, grabado a fuerza de repetición digital y atención patológica en millones de retinas (y corazones) a lo largo y a lo ancho del globo.
Tus últimos pasos, François, no hacen sino encumbrarte. Has probado suerte en el modelaje más convencional, siendo musa y mannequin inflado del exótico y refinado Bernhard Willhelm. Olímpico estabas en esas calzas ajustadas enfundado. La lycra naranja mordía tenazmente las lomas de tu traste, realizando un sueño colectivo al adherirse a tu musculatura. ¡Oh! ¡Y esas mallas de luchador grecorromano! ¡Cómo fajaban tus demoledores bíceps! ¡Cómo apretaban tu pecho para darle aun más volumen, en un verdadero desafío quente a las leyes de la astrofísica! Ésa es la dicha, François, reservada a los dioses como vos. Las leyes de la naturaleza son las leves vallas blancas que una y otra vez saltás a corcovazos, regalándoles a tus seguidores encamadas dignas de la pluma del vate más inspirado…
Me quedo sin palabras. Te escribo, agitado, después de recorrer sedientamente cada uno de los posts de tu blog. Me hace soñar y llorar. ¡No sólo sos un animal del sexo y un héroe mítico de la verga, también sos sensible y gracioso y sacás lindas fotos y ofrecés alguna que otra reflexión interesante! Te escribo, no ya para declararte mi amor, sino para ofrecerte este cuerpo como instrumento para las tareas que tu sabiduría, tu necesidad o tu calentura le adjudiquen. Que me consideres como esclavo sería para mí el más dulce de los cielos. Mi ardiente locura se conforma con oficiar de felpudo, alfombra o florero…
Te envío cálidas ondas desde esta tierra tan fría porque no te tiene.
Siempre tuyo,
X
Ian McKellen
—¿Cuál fue tu interpretación favorita de Ian McKellen?
—Ay, no sé, dejame pensar, me parece que estuvo increíble en esa película en la que hacía de un director de cine retirado, un viejo verde gay pero talentoso y rico, que se enamoraba del jardinero que le iba a embellecer el parque de la casa hacia el final de su vida.
—Ah, sí, divina, y sublime. Se llamaba Gods and Monsters y el jardinero era Brendan Fraser cuando todavía era medio potro. McKellen hacía de James Whale, el director de una de las Frankenstein.
—También me gustó esa en la que hacía de nazi.
—Sí, fantástica. A él siempre le sale bien el mal, como que lo tiene incorporado. Por eso lo llamaron para hacer de Magneto en la serie X-Men.
—Es que el director de las X-Men y Apt Pupil (la peli en la que hace de nazi) es el mismo. Es Bryan Singer.
—Otra loca.
—Sí, una loca absolutamente genial. Es uno de los mejores directores de los últimos años, me parece. Y tenés razón con lo de Magneto. En general en Hollywood creen que la maldad sólo la pueden representar los ingleses. La McKellen le agrega un toque de fantasía y una dosis fuerte de épica.
—Los dos componentes que le dieron el papel de Gandalf en El señor de los anillos, por otra parte. Como que le calzan bien las sagas, las historias en las que se juega el destino del mundo, los gestos grandiosos.
—Es que, después de todo, él es un actor de teatro, formado en Shakespeare y cosas así. De hecho, el papel que lo lanzó a la fama en el teatro inglés fue el de Eduardo II en la obra homónima. Eduardo II, ¿viste?, al que se conoce como el rey puto.
—Sí, a la McKellen siempre le tiró esa cosa. Después hizo una obra muy exitosa sobre la persecución de los homosexuales en la Alemania nazi.
—Bent.
—Exacto, y todo esto fue mucho antes de que hablase abiertamente de su orientación sexual.
—Bueno, pero estamos hablando de los sesenta y los setenta, casi nadie era abiertamente puto en esa época. Una vez que hizo su coming out McKellen siempre habló a favor de los derechos de las minorías y fue fundador y vocero de una agrupación progay bastante importante en Gran Bretaña: Stonewall.
—Sí, algo sabía. A mí igual una de las cosas que más me fascinan de él es que fue ordenado caballero por la reina Isabel.
—Ay, qué tarada. No podés ser más superficial. Con todo lo que hizo, te fijás en eso.
—Y bueno, es que me parece llamativo, viniendo de un actor que hizo tantos reyes: Eduardo II, Ricardo III en cine, Macbeth… Como que participó en muchas cosas críticas de la monarquía.
—Sí, nena, pero ni la loca más crítica se perdería la oportunidad de que la llamen Sir.
James Dean
El caso James Dean es harto extraño: un potro que no fue reclamado por la sensibilidad gay por su cuerpazo, su virilidad o su impecable sense of style, sino por el apenas intuido latir de un corazón vulnerable detrás de la más recia de las poses. Cercano a Marlon Brando en actitud, en estilo actoral, en el aire de temible joven rebelde, Dean sin embargo se alejaba de su contemporáneo en ciertos detalles clave. Su atractivo no reposaba tanto en un par de brazos bien torneados o en el sudor tatuado a la altura del pecho (en pocas palabras, en una sexualidad que roza lo animal), sino en una mirada perforadora, cierta torpeza deliciosa y una mal escondida fragilidad allí mismo donde jugaba al duro. Esto puede verse en cada una de sus películas, que, siendo poquísimas, lograron transformarlo en ícono juvenil en apenas dos años de carrera. Biógrafos y periodistas no han dejado de elaborar hipótesis sobre las razones del atractivo de Dean. Se cita su habilidad para hacer del desenfado la más sexy de las actitudes, su inconformismo sincero, que lo habría vuelto estandarte de una juventud insatisfecha y atormentada por angustias existenciales. También se recuerda su nada afectada androginia, la convivencia problemática pero pacífica de su mutismo de macho herido y sus delicadas maneras de adolescente enamorada. Sus compañeros de trabajo, amigos y conocidos hablan de un magnetismo especial, que lo volvía irresistible a mujeres y hombres. Dean no sólo era encantador, también era raro, misterioso, inestable y afectivamente explosivo. Se le adjudican numerosos romances cortos y tempestuosos (con su compañera de Rebelde sin causa Natalie Wood; con la actriz italiana Pier Angeli) y amistades complicadas y con infinitas «licencias poéticas» (con su compañero en la UCLA William Bast, autor de una de sus biografías; con el productor Rogers Brackett, quien le dio techo cuando era un teen recién llegado a Los Ángeles y lo ayudó a conseguir sus primeros papeles en Hollywood). Lo genial del caso es que este magnetismo personal se traslada sin mayores interferencias a la pantalla: Dean hizo de sus tres personajes principales una verdadera joya del séptimo arte. Allí están para probarlo el atormentado Caleb Trask de East of Eden (Al este del paraíso), el malísimo y sensual Jim Stark de Rebelde sin causa, y el brutal Jett Rink de Giant (Gigante), eternamente enamorado de una fabulosa Liz Taylor. Dean murió en un fatal accidente automovilístico cuando su último film aún no había sido estrenado. Conducía un Porsche nuevísimo al que había bautizado Little Bastard («Pequeño bastardo»).
Jeff Stryker
Como afirmaba con picardía el afiche del film norteamericano Godzilla, «el tamaño SÍ importa». ¿Qué duda cabe? Los sexólogos, en un vano intento por convencernos de algo que jamás comprenderemos, se pasan la carrera explicándonos cómo lo que realmente pesa en el (buen) sexo no es cuánto se tiene sino cómo se lo usa. Esto es, y una estadística podría sostenerlo, mentira, por lo menos en términos universales. Impactante sería para esos especialistas toparse con los datos, recabados con seriedad, que evidenciasen el deseo, la ilusión, la necesidad que muchas personas tienen de acostarse con un tipo dotado. En cualquier caso, que sea bien usada es muy apreciable, pero que sea grande (y, si es posible, gruesa también) es trascendental. Como bien dijera una iluminada que prefiere por ahora conservar un saludable anonimato, «no quiero que el tipo la tenga enorme solamente para que me la meta, sino más que nada para contemplarla, agarrarla, chuparla con locura y, llegado el momento, ponderarla entre amigas».
Jeff Stryker se aferró al poder del tamaño como ningún otro actor porno gay. Comenzada su carrera siendo un joven de veintiséis, se transformó en el pene más requerido en la industria durante la década de 1990. Además de sus famosas diez pulgadas (saquen cuentas y abran fauces: 1 pulgada = 2,54 centímetros), Stryker también hizo uso de un cuerpito bien torneado y un rostro de galán hollywoodense. Ganó mucho dinero y decidió expandir sus horizontes al crear un consolador que era la (casi) viva imagen de su miembro, el cual se convirtió en el de mayores ventas en la historia de los sex toys. Tal fue el éxito que el actor amplió aun más su gama de productos, con discos musicales, muñecos y hasta un video en el que enseñaba técnicas de defensa personal (¿?). Hechas eternas en plástico sus medidas, las más golosas fanáticas podrán tenerlo siempre cerca y muy dentro suyo.
Julie Andrews
«Do, a deer, a female deer. Re, a drop of golden sun. Mi, a name I call myself. Fa, a long long way to run…». Muchos de nosotros repetíamos estas estrofas, inocentemente pero con un punto extra de entusiasmo, queriendo llegar con la voz a las alturas de los coros tiroleses y con el cuerpo a la gestualidad entre aniñada y extática de Julie Andrews. La novicia rebelde (1965) fue sin duda uno de los soundtracks de nuestra infancia sensible, así como las alternativas pedagógicas de Mary Poppins (1964) nos hicieron soñar con institutrices que descubrían en la rigidez un camino hacia los sueños, en la encarnación definitiva de la fantasía estricta.
Después de estos dos musicales luminosos Julie Andrews se sumergió en las sombras para reaparecer con otro rol inspirador en Victor Victoria (1982). Los niños que antes jugaban al canto ya habían crecido y pasaban a probar otro tipo de poses (y de trajes). En la película, Julie Andrews es Victoria, una cantante de ópera fracasada que no consigue trabajo en el París de los años treinta. Después de probar suerte en un cabaret gay de mala muerte, Victoria conoce a Toddy, quien la convence de hacerse pasar por un hombre que se viste de mujer. Victoria pasa a llamarse Victor, consigue enseguida un puesto en un restaurante de moda y tiene que aprender a comportarse como una verdadera drag king.
La película se regodea en escenas en las que Toddy le enseña los movimientos femeninos exagerados propios de toda drag. Funciona como una institutriz del exceso y la decadencia, haciendo espejo del rol que lanzara a la fama a la Andrews. Después de este hit, Andrews vuelve al fracaso y a la reclusión y sólo retorna al centro de los flashes veinte años más tarde, cuando a mediados de los 00 es contratada por Disney para hacer de la abuela de Anne Hathaway en los sentimentales pero aburridos Diarios de una princesa. Como buena gay icon, la Andrews termina su carrera haciendo de reina.