Aaron Spelling
Productor y creativo norteamericano. Entre sus créditos figuran las siguientes piedras angulares de la TV homosexual:
The Love Boat (1977-1986). Sitcom inocentona, con un elenco fijo que supo incluir al excedidísimo couturier Halston. El atractivo radicaba en contar varias historias en simultáneo, generalmente enredos amorosos y sketches a la vera del mar. Lujo a babor y travesuras a estribor.
Dinastía (1981-1989). Sin palabras. Véase el apartado sobre la serie en la pág. 203.
Los Colby (1985-1987). Segunda parte de Dinastía. Triplicó el escándalo de excesos argumentales que produjo su predecesora, pero no así sus cifras de rating. Para levantarlo, hubo hasta OVNIs (!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!).
Charlie’s Angels (1976-1981). Quizá la serie más emblemática de los setenta, protagonizada por tres chicas sexies y entrenadas para combatir el delito. Por un altavoz reciben órdenes del famoso Charlie, a quien nunca se muestra del todo. Balas, moda, peligro y el peinado de la década (Farrah Fawcett. Q.E.P.D.).
Beverly Hills 90210 (1990-2000). Adolescentes en problemas, ladronas de novios, dos o tres lindos chicos en protagónicos, drogas, gays y mucho más. El mal clima en el set generado por los constantes choques entre las actrices dio que hablar.
Melrose Place (1992-1999). Darren Star, creador de Sex and the City, ideó este dramón, digno heredero de las telenovelas latinoamericanas más intensas. La acción transcurre en un complejo de departamentos muy coqueto, cuyos habitantes se encaman todos con todos constantemente. Hay drogas, accidentes, muertes, intrigas y algunos potros. La fuega de Kimberly (Marcia Cross), desequilibrada villanísima, termina la temporada cuatro haciendo volar la vecindad por el aire. Melrose incluyó además en su historia a Matt (Doug Savant, papito), uno de los primeros personajes abiertamente gays de la TV norteamericana que, aunque bastante anodino y sin participación en los sabrosos desenfrenos centrales, cultivó corazones palpitantes por su amor.
Desperate Housewives
La Liga de Amas de Casa de la Argentina, que preside la belicosa e incorrectísima Lita de Lázzari, de seguro tendría mucho para decir sobre esta comedia dramática norteamericana ubicada en Wisteria Lane. Allí viven Susan, Lynette, Gabrielle, Edie y Bree, cinco vecinas y amigas atrapadas en sus propios conflictos familiares, amorosos e incluso policiales. La estructura coral de la serie hila las historias con una o dos intrigas de demorada resolución, usualmente relacionados con alguna muerte. Tal es el caso de la primera temporada, que comienza cuando la sexta integrante del grupo, Mary Alice, se quita la vida en misteriosas circunstancias. Es su voz la que, desde el más allá y en cada capítulo, observa y relata aquello que ocurre en la vecindad de Wisteria.
Estas amas de casa viven intentando sortear inconvenientes, muchas veces tragicómicos, y entrometerse tanto como pueden en la vida de las otras y en la del resto del barrio. Bree, por ejemplo, queda viuda, vive en pie de guerra con su hijo, se vuelve alcohólica durante una temporada, manda a su hija a un internado y le saca a su bebé, al que hace pasar por propio. Gaby, por su parte, termina divorciada luego de acostarse con su jardinero ultrahot, se casa con el alcalde por mutua (e inconfesa) conveniencia, tiene un affaire con su ex marido e intenta matar al actual arrojándolo de su yate. Esas, y muchas más, son las vicisitudes que atraviesan nuestras amas de casa, inverosímiles y superlativas, arriesgadas y cómicas, en una mezcla de telenovela latinoamericana y sitcom yanqui.
Cada temporada resuelve en sus últimos minutos el misterio que la dispara y que la mantiene en pie, siempre con sorpresivos desenlaces. Además, se incorpora constantemente al elenco una variedad de personajes que matizan la vida en Wisteria Lane. Están la vecina metida y agria; la pareja gay; el galán británico que enamora a Susan en la temporada tres; las hijas no reconocidas; y una cantidad más. Por fortuna muy lejos de las horrorosas y ridículas «versiones latinoamericanas» que de ellas han aparecido en algún momento, las housewives originales siguen componiendo uno de los mejores y más entretenidos shows de la TV actual.
Dinastía
Es LA telenovela norteamericana, sin duda. Comienza a emitirse en 1981 y alcanza fama mundial gracias a sus tramas excesivas y descabelladas, sus personajes extremos y su estilo inconfundiblemente camp. La historia se centra en la familia Carrington, cuyo patriarca, Blake (John Forsythe), es propietario de la firma petrolera Denver-Carrington. Luego de contraer matrimonio con la tierna Krystle (Linda Evans), se topa con el rechazo de su hija Fallon por su nueva mujer y con los vaivenes sexuales de su hijo Steven.
En la segunda temporada ingresa a la serie el personaje más escandaloso que se recuerde de la TV de los ochenta: Alexis Morrell Carrington Colby Dexter Rowan (Joan Collins). Villanísima, ambiciosa, carente de escrúpulos, llena de resentimiento y de envidia, regresa a la vida de Blake, su ex esposo, para complicar su matrimonio con Krystle y entrometerse en el manejo de su empresa. A partir de su debut, Alexis se transforma en la malvada por excelencia, planeando estafas, complots y farsas a gran escala. Se posiciona también como la archienemiga sofisticada y perversa de Krystle, la rubia buena y comprensiva. Impone además Alexis una moda muy extendida entre las mujeres de todas partes, craneada en rigor por el diseñador Nolan Miller. Luce hombreras para el delirio, que angulan y extienden su silueta y representan además su temible ferocidad en los negocios al ponerla a la altura de cualquier hombre poderoso.
Las peleas entre Alexis y Krystle a lo largo de las temporadas quedan en el recuerdo como momentos dorados de la TV de la década, en especial algunas, como las espontáneamente celebradas en un estanque, una casa de modas y un barranco tapizado de lodo. Se incorporan al guión, dos novedades: el uso nunca antes registrado en la televisión abierta norteamericana de la palabra bitch (puta), y la resentida Dominique Devereaux (Diahann Carroll), primer personaje afroamericano en estelarizar un drama del calibre de Dinastía.
Las maricas se mastican las uñas hasta las falanges mismas penando la espera tremenda que transcurre semana a semana entre capítulos, atadas todas ellas por un final siempre intrigante. En Buenos Aires, una famosa discoteca gay del microcentro proyecta la serie domingo tras domingo como precalentamiento de la pista de baile, dejando a la concurrencia con aires de millonarias tremendas y con una imperiosa necesidad de usar las hombreras más elevadas de la noche.
Florencia de la Ve
No hay figura del espectáculo argentino que pueda aspirar con más derechos al mote de «Cenicienta». Nacida en el Chaco bajo el nombre de Carlos Roberto Trinidad en el seno de una familia humildísima, Florencia de la Ve ha logrado convertirse en una de las estrellas más queridas por el complicado (para no decir homofóbico) público argentino a fuerza de voluntad y tesón inquebrantables. Su personalidad, por supuesto, la ayuda. Dueña de una lengua filosa y de una capacidad de observación y réplica digna del mejor capocómico, De la Ve desarma a todo posible oponente con una mezcla de buena onda, maldad inocente y capacidad de autoburla que la torna difícilmente resistible.
Como actriz, participó en varias telenovelas y unitarios antes de aterrizar en el rol que le estaba destinado desde el útero: el de la explosiva Láisa en Los Roldán. Allí mostró capacidad para la comedia pero también dotes de bailarina, cantante y mimo. Su gestualidad exagerada, concentrada en esa boca que parece tragárselo todo a su paso, es testigo, en medio de su reconocimiento mainstream, de sus primeros pasos en el mundo de los pubs y cantobares de la mariconada, donde debe haber aprendido a herir con crudeza risueña y a hacer reír desde el ridículo. El año 2008 resultó clave para la única estrella travesti de la TV. Montó una ficción de matrimonio con su pareja de toda la vida, el odontólogo Pablo Goycochea, que fue comprada hasta por la más conservadora de las amas de casa. La edición de Caras enfocada en su boda resultó ser la más vendida del año. Mostraba al lejano muchachito chaqueño convertido en una mujeraza tamaño torre y blandiendo el vestido blanco como si se tratara de una espada. Y sí: el «casamiento de Flor de la Ve», aceptado como tal por todas y todos, es sin duda su conquista más espectacular.
Infantiles
«Descubrir a la Pitufina y hacerme puto fueron una y la misma cosa». Esta declaración, honesta y brutal, grafica a la perfección el poder de los productos infantiles sobre la conciencia humana. Si, como sostiene el psicoanálisis, los primeros años de vida tienen una influencia decisiva sobre el carácter de los futuros adultos, entonces los dibujos animados son responsables, al menos en parte, del destino homo que a muchos nos tocó disfrutar. Esto es algo que los padres más conservadores saben al dedillo, y es por eso que en los Estados Unidos se han hecho concienzudas campañas para frenar la peligrosa expansión de un personaje declaradamente puto como Bob Esponja. Para ayuda de esos padres en problemas, a continuación ofrecemos una lista de los personajes, programas y películas infantiles más capaces de amariconar:
- She-ra: véase pág. 213.
- He-man: poderosos hombres en slip y luchando cuerpo a cuerpo. Mmmmm.
- Thundercats: seres mitad humanos mitad gatos. Nada más que añadir.
- Minnie: pestañas larguísimas siempre aleteantes, falda impecable a lunares, moño haciendo juego… Un canto al arreglo personal que sabemos bien en qué deriva.
- Pitufina: rubia muñequísima, feminérrima, dotada de una vocecita encandilante que más de una habrá querido imitar. Viene con minitacos, brushing permanente, ¡piel azul!, lozanía eterna…
- Teletubbies: nunca se entiende bien qué cuerno hacen estos cuatro personajes, pero esos balbuceos aterciopelados y la manía de andar todo el día de la mano no pueden indicar nada bueno.
- La película Fantasía.
- Blancanieves.
- Bambie.
- La Bella Durmiente.
- La sirenita (en realidad, todo Disney, con tanta princesa y tanto príncipe, tanto bulto sostenido en calzas flúo, tanta coronita, tanto ser primoroso sobrenatural o animal, tanta canción y movimiento coreográfico…; todo Disney, decíamos, sería blanco perfecto en un justo juicio sobre «incitación al homosexualismo»).
Jem and the Holograms
Verdadera lección de travestismo para niños y niñas de todo el globo, Jem and the Holograms fue un programa de TV producido para el mercado norteamericano por una compañía de animación japonesa, Toei Doga, entre 1985 y 1988. Jem es el alter ego travieso de Jerrica Benton, la dueña de una discográfica con gran conciencia social (tiene un albergue para chicas huérfanas con inquietudes artísticas), que regentea una serie de bandas que sólo conocen de la historia del rock and roll los excesos de maquillaje propios del glam. Jem y sus amigas se dedican a salvar al mundo en casi todos los episodios, mientras se aseguran un lugar de privilegio en la escena musical internacional. Para que todo esto salga bien es imprescindible, no se sabe bien por qué, que nadie sepa que Jem y Jerrica son la misma persona. Sobre todo es imperioso que estén fuera del secreto las maléficas y algo más cancheras Misfits, agrupación de chicas más o menos malas que usan animal print y gustan del metal. Enfrentadas por la corona del rock, por el amor de los fans y por el corazón de Rio, Jem y Pizzazz (la líder de las Misfits) se baten en duelos de plumas y de cuerdas, que dejan a ambas exhaustas pero siempre a Jem ganadora. Rio, el amante encandilado de Jem, es un Ken tropicalizado, un jugador de fútbol americano que anticipa en años la moda de los sex toys: es medio tonto, servicial, lindo, con un gran corazón y una absoluta falta de ideas.
Para hacer las cosas más interesantes —y complicadas—, Rio es a su vez el novio de Jerrica, la versión seria y orientada al business de la heroína. Rio cree que está jugando a dos puntas y así lo cree el público, y Jem está entre divertida y atormentada, incapacitada de decidir «a quién quiere Rio en realidad». Toda la magia de las confusiones, los cambios de identidad y los accesos de glamour de drag son obra de Synergy, una computadora superavanzada, especie de madre transexual del futuro, que tiene la capacidad de disfrazar a Jerrica una y otra vez y de salpicar de maquillaje al resto de las chicas. Al grito de «Synergy, it’s showtime», Jem se posesiona, da un par de vueltas y aparece enteramente enmerengada de rosa, con pelos que le crecen como picos helados, calzas flúo, rayos de purpurina en las mejillas y aros que parecen salidos de una fantasía punk. Es sin duda rock and roll para los niños, que deja intactas las dosis de fantasía y ultrabrillo del glam, mientras poda los costados más oscuros del rock, los que atraerán a adolescentes y a jóvenes adultos: el caos, las drogas, la maldad. Las Misfits, que retienen algo de este carácter endemoniado, están mucho más cerca de funcionar como inspiración para el niño gay con inquietudes que sus buenazas rivales. Mientras que las Misfits cantan sobre conquistar el mundo, adueñarse de todo, ser cada vez más poderosas y ocultar el sol para siempre con un eclipse furibundo, las Holograms pasean en pegasos color crema, nos cuentan que sufren por amor y le cantan a la amistad eterna. La oscuridad leve de las Misfits se halla más cerca de nuestro corazón, por no hablar de sus outfits más osados y su estudiada serie de gestos de trava. Mientras que las Holograms están demasiado tensionadas hacia Mi Pequeño Pony y su utopía color rosa, las Misfits tienden un hilo de araña hacia figuras como Kate Moss o Juliette Lewis, jóvenes intensas, gritonas, con corazones extraviados y dispuestas a aullarle a la primera luna impecablemente ataviadas.
Mirtha Legrand
Es una de las grandes personalidades de la televisión argentina, honor que comparte con Susana Giménez. Conduce sus famosos almuerzos televisivos desde 1968, estableciendo con la trayectoria de éstos un récord a nivel mundial. Su estatus de estrella indiscutida del cine y del teatro, además de su gran prestigio como entrevistadora, la convierten en uno de los nombres máximos del espectáculo.
Es Mirtha una mujer incansable, que luego de años de televisión continúa animando puntualmente los mediodías de un país con sus entrevistas y sus observaciones. Su buen gusto y sus atuendos siempre impecables (rematados de modo indefectible por más de tres o cuatro joyas de su colección), su voz y su entonación particulares, su peinado corto pero variable y esculpido a la perfección, su delicado encanto afrancesado (que cultiva desde su matrimonio con el director franco-argentino Daniel Tinayre), su estilo inquisidor y sin rodeos al momento de preguntar algo incómodo a sus invitados: todo esto es parte del ícono Mirtha, parodiado y citado día y noche por las maricas argentinas. He aquí algunos de los más famosos latiguillos y frases de esta diva máxima de la TV, todos ellos adoptados por la comunidad como guiño de frescura y sano cholulismo:
«Hoy tengo un peinado muy… ¡Legrandesco!».
«Rositas rococó rosadas».
«Este programa trae suerte».
«¿Lo digo o no lo digo?».
«Así, yo no. Así, no».
«¡Carajo, mierda!».
«O cumplís años o te morís».
«El fin de semana no me llamen, que no voy a estar».
«Lo que no es, puede llegar a ser. Como te ven, te tratan; y si te ven mal, te maltratan».
«Mar del Plata… ¡¡¡allá vamos!!!». (Mar del Plata puede reemplazarse por cualquier otra ciudad a la que Mirtha esté a punto de visitar).
Moria Casán
¡Moria! ¡Moria! ¡Moria! ¿Qué decir de este mujerón fálico, fuente de inspiración, suspiros y gritos de asentimiento, que no hayan dicho ya otros, para empezar ella misma? Dueña de una lengua más mortífera que su volcánico cuerpo, la Casán forma parte indiscutible del panteón gay desde sus comienzos en los lejanos setenta. Por ese entonces era una morocha despampanante, una caballa con ojos claros, que gozaba tanto del quiebre de caderas y el ronroneo que parecía todo el tiempo al borde del orgasmo.
Las señales de cable aún repiten sus memorables tete a tete con Olmedo, Porcel y Tato Bores, en los que los senos enormes y el pelucón cleopátrico se ven intermitentemente opacados por la astucia de la diva. Los ochenta demostrarían que estos destellos de inteligencia no tenían nada de accidental, al ofrecernos uno de los programas más importantes de la historia de la TV mundial: Monumental Moria. Allí, la Casán exhibía sus dotes de capocómico y su versatilidad para la composición de personajes, regalándonos clásicos como Rita Turdero y la nena de jardín de infantes. Fue en ese mismo programa que comenzó su infatigable trayectoria como embellecedora de la lengua castellana, patentando eslóganes que más de un publicitario querría tener en su bolsillo. Desde el «¡Qué nivel!» o el agresivo «¿Quién sos?, no te registro, ¡te vas!», de Rita Turdero, hasta el «Ahora» del reality show, pasando por el patentado «Si querés llorar, llorá», cada una de las intervenciones lingüísticas de la Casán generó cascadas de tinta, reflexiones de círculos intelectuales e imitaciones a lo largo y a lo ancho del globo. Su última gran invención, «What pass, papi?», ni siquiera fue intencional. Moria ya no necesita de su conciencia para producir genialidades en este campo. Es como una médium de la lengua por venir.
Párrafo aparte merecen sus legendarios programas de los noventa, empezando con A la cama con Moria (1991), en el que entrevistaba a figuras de distinto signo en una rosada cama redonda, dando comienzo, según sus palabras, a la «farandulización de la política», y terminando con el imbatible Amor y Moria (1998), que, además de darle dividendos eternos por el uso público de su frase más famosa, la vio más suelta que nunca y dispuesta a la invención y al atrevimiento en pleno horario de ama de casa. Por el reality pasaron los más cruentos y tráshicos dramas familiares, los más tormentosos romances y rivalidades, las historias más conmovedoras de reencuentros, enfermedades y muertes. En medio de ese circo emocional, la Casán se movía como quien doma a las fieras con un parpadeo, exclamando como quien no quiere la cosa: «Director, ¿me penetra por atrás?» o «Por favóóóóóóóór».
Sería interminable detallar cada una de las contribuciones de Moria al imaginario gay. Su silueta de sirena robusta y sus movimientos de peluca han generado fantasías de imitación, convirtiéndola en una de las role models clave de travas y drag queens. Su facilidad con la lengua y su capacidad de atrolarla a cada palabra (las «rrrrrrs» y el silabeo exagerado merecen especial atención) generan manifestaciones de adhesión y efecto dominó inmediato, pudiéndose comprobar en el boliche gay al día siguiente el efecto arrollador de sus innovaciones. Su relación cero problemática con el sexo y las orientaciones sexuales la han convertido en una suerte de madrina de la comunidad, función que su rol de padrino en el casorio de Roberto Piazza terminó de asignarle. Están también sus definiciones filosas y acertadas («Este país es una pizzería»), su adjetivación implacable («Vedettes de cabotaje»), su capacidad de aniquilar al adversario en una oración («Se cuelgan de mis tetas») y sus gestos y mohínes de trolo ardido (la boquita fruncida para mirar a cámara; el gesto de exclamación, como si la hubiera sorprendido un miembro genital masculino; la movilidad aleteante de muñecas, manos, dedos, uñas.).
La Casán es sin duda el ejemplar más acabado de la mujer puto argentina, tanto que debería ser momificada una vez muerta para perpetua adoración de las generaciones por venir e imitación de sus infructuosas sucesoras.
Sex and the City
Sex and the City cuenta las desventuras de cuatro mujeres mal atendidas amigas de treinta y pico en la Manhattan de mediados de los noventa y principios de 2000. El optimismo era Clinton perdura toda la serie, incluso cuando entra claramente en los oscuros años de Bush. Las cuatro amigas tienen vidas profesionales exitosas, son independientes, buscan divertirse y comparten en reglamentarias cenas y salidas semanales en codiciados spots neoyorquinos sus enredos sexuales y amorosos. La voz cantante (o narrante) es Carrie Bradshaw, una periodista superficial pero certera que escribe una columna semanal para el ficticio New York Star. Los episodios se traman sobre el esqueleto de las reflexiones de Carrie, que siempre sostiene un fructífero ida y vuelta entre sus experiencias personales y sus reflexiones públicas, que se quieren útiles para todas las féminas de la metrópolis.
Alrededor de Carrie revolotean sus amigas, cada una expresando un costado de su propia compleja personalidad. Samantha, la más querida por la barra brava gay, es una ninfómana enteramente dedicada a los machos, a la ropa y a verse bien. Es la más grande y nunca creyó en ficciones burguesas del tipo «compromiso afectivo» o «relación estable». Amazona contra la monogamia, Samantha tiene uno por capítulo (o una, como cuando tijeretea con Sonia Braga) hasta que un inoportuno cáncer de mama la hace sensibilizarse y confiar en los cuidados de su último noviete, un potrazo joven, musculoso y de pelo largo que parece un Tarzán fabricado por Mattel. Charlotte es la más careta y educada, la que quiere encontrar al príncipe azul y formar una familia como se debe. Es marchand de arte y vive en el barrio más caro de la ciudad. Miranda es la más lesbianota, la que menos fantasías despierta entre los gays. No se viste bien, no enloquece por los hombres, no es refinada a punto ópera, no muestra desesperación por las cosas tontas y vanas de la vida… Un embole.
Acaso uno de los episodios más definitorios del tono de la serie sea el inspirado «A Woman’s Right to Shoes». («El derecho de la mujer a tener zapatos» en español, pero también «El derecho de la mujer a elegir», en un juego de palabras intraducible). Carrie es invitada a la fiesta de una amiga que acaba de tener un bebé. Primer punto en contra. Al llegar a la casa, poblada por matronas y temibles infantes, se le exige que se quite los zapatos para no manchar la alfombra por la que transitan las celestiales criaturas. Carrie se quita sus Manolo Blahnik a regañadientes, protestando y queriendo asesinar a todos los niños del mundo. Cuando termina la cena y se dispone a retirarse, Carrie observa que sus Manolo han desaparecido del montón de zapatos que se apilan en la puerta. Pone el grito en el cielo. La amiga anfitriona minimiza el asunto, le presta unas sandalias x tal que x y la despide. Carrie, mortificada, la llama al otro día a ver si sus zapatos aparecieron. Nada. Le pide a su amiga reparación. Esta última acepta hasta que Carrie le comunica el precio: 500 dólares. La amiga le dice que es una ridiculez gastar tanto dinero en zapatos, que ahora que tiene niños comprende que hay cosas mucho más importantes que la ropa y que le parece un despropósito imposible pagarle esa suma. Carrie no se amilana ante tamaña artillería del sentido común más craso. Se planta. Llama día a día por teléfono a la casa de su amiga maternal, explicándole que toda mujer tiene derecho a sus zapatos (y a elegir). No acepta la jerarquía establecida por los machos heterosexuales, según la cual el destino último y más verdadero de sus mujeres es la cría de niños. Ella se siente realizada cuando compra sus Manolo. O cuando calza unos Louboutin. Es entonces que entiende el sentido de la vida y todos los bla bla que se asocian a la maternidad. La amiga, asediada, se resigna. Carrie se calza sus tacos y se va a comer con sus girlfriends, todas cultoras de la siguiente máxima: «Me gusta tener mi dinero donde pueda verlo: colgando de mi ropero».
She-Ra
Corría la espectacular década de 1980. La empresa creadora de Barbie, Mattel, decidió editar una línea de muñecos articulados destinados al público infantil con sed de superhéroes. Apuntando específicamente a los varones, sacaron a la venta a He-Man, un chongo de plástico de 25 centímetros de altura, bronceado y rubio, en cueros y botas de ídem, espada en mano. Para dar definitivo ímpetu a la campaña publicitaria que acompañaba a las figuras de acción, comenzó a emitirse por TV una serie animada en la que el minihéroe cobraba el tamaño de un humano regular. Príncipe Adam, pues tal era su nombre, regía las tierras de Eternia. Cuando el villano Skeletor intentaba alguna maldad, Adam ensayaba un floreo de su espada y se convertía en el famoso He-Man.
Quizá como fruto de un estudio de mercado en el que, por casualidad, muchos niñitos gays fueron encuestados, Mattel vislumbró las enormes posibilidades comerciales de transferir el exitoso mundo de He-Man al de una heroína. Y si él era el colmo de la virilidad clásica, el macho bestia y combativo, entonces la nueva ídola de las niñas debía ser, a su vez, ultrafemenina y coqueta (pero no por ello menos combativa).
She-Ra nacía, entonces, como una villana menor que en un momento dado descubría ser hermana gemela de He-Man y se volvía buena. Lo mejor de las telenovelas aplicado a la pedagogía y al marketing. Después de semejante entrée, los guionistas y dibujantes no podían perder pisada, por lo que dotaron a la heroinita de nuevos villanos, sofisticado outfit, abundante pelucona rubia y un ebúrneo corcel llamado Spirit (a las chicas les gusta sentir: son espirituales).
Sus andanzas eran memorizadas semana a semana por miles de nenitas y nenitos, quienes confiaban en poder gritar lo suficientemente fuerte las palabras «¡Por el poder de Grayskull!» como para que una lluvia de dorado givré las y los transformara en la invencible Princesa de Eternia.
Susana Giménez
Sería agobiante para las lectoras toparse con una pieza biográfica que hiciera auténtica justicia a la vastísima trayectoria de la conductora, modelo, vedette, actriz y empresaria argentina Susana Giménez. Comenzando con una tapa en la revista Gente, y luego un shockeante aviso de jabón, Su carrera abarca obras revisteriles, films picarescos y dramáticos, musicales de Broadway reproducidos en la Avenida Corrientes, varios libros, un emprendimiento editorial y, más famosamente, un programa televisivo que desde 1987 continúa en pantalla para deleite generalizado.
Intentaremos entonces un veloz retrato de la diva argentina a través de algunas citas del libro testimonial de su autoría Detrás del maquillaje (Editorial Errepar, 1994), en el que ensaya un franco e informal monólogo destinado a disipar ciertas dudas sobre su vida pero, sobre todo, a dar consejos a su audiencia.
Sobre sus sueños adolescentes de convertirse en una superestrella dice:
«(…). Yo me envolvía en un toallón y, cimbreante, caminando despacio, me dirigía a mi dormitorio, me metía adentro de la funda de una almohada, abría la ventana y me asomaba al resplandor de las luces de la calle. Yo era ella. ¿Quién era ella?: Rita, mi idolatrada Rita Hayworth».
El estrellato cobra primera forma en un presagio:
«Cuando todavía no había cumplido mis veinte años, una vez fui a ver una bruja. Se llamaba Isabel (…). Me miró por sobre sus anteojos y me dijo con la certeza de alguien que cuenta algo que ya pasó: ‘Hija, prepárate. Vas a ser famosa, muy pero muy famosa. Vas a salir mucho, pero mucho, mucho, en las tapas de las revistas. En este país no hay reinas, pero vas a ser como una reina.’».
Hablando de su imagen y de la atención que le presta, declara:
«(…). La apariencia es un trabajo tan indispensable como cualquier otro trabajo. Porque cuando descuidamos nuestro aspecto, nuestra apariencia, es señal de que por dentro estamos derrotados. En estos casos enfermarse y morirse es mucho más fácil. No tenemos que aflojar, no tenemos que resignarnos a la decadencia. No. ¡Eso jamás, ni ebrias ni dormidas!».
Y más adelante remata de modo categórico:
«Capítulo 18: Más cirugía y menos psicoanálisis».
Abre su corazón al referirse al boxeador Carlos Monzón, declarado culpable del asesinato de su esposa Alicia Muñiz en 1988 y aún detenido cuando Susana escribió Detrás del maquillaje. Con él protagonizó su consagratorio film La Mary (Daniel Tinayre, 1974) y mantuvo un tórrido romance iniciado durante el rodaje:
«Me preguntan con cierta frecuencia si mi silencio sobre Monzón es una forma de odio, de resentimiento o de miedo. Nada de eso (…). Me parece de mal gusto, una falta total de clase, ponerse a juzgar o calificar a un hombre en semejante situación. No es que tenga cosas que ocultar o que sienta vergüenza por aquella relación nuestra. Con Monzón no hay conflicto, pero no es posible la amistad después de haber sido pareja».
Responde a quienes critican su estilo pasatista y los temas que trata en su show televisivo diciendo:
«A mí no me molesta la frivolidad. Creo que la frivolidad es una parte de esta vida. Por Dios, ¡qué sería del champagne sin burbujas!».
Por si hiciese falta ampliar el concepto apenas vertido, y urdiendo un nexo además con los asuntos ecológicos que tan en boga estaban al momento de la publicación del libro (y que siguen estándolo al de la edición de éste):
«No me gustaría, para nada, que mi alegría sirviera sólo para escaparle a las terribles cosas que pasan, para disimularlas (…). Soy habitante de este mundo y tengo que hacerme cargo de mi parte. Puedo tomar conciencia, hablar de estas cosas y puedo, también, ir a la peluquería o al masajista. Tratar de ser bella no tiene por qué significar, eternamente, que una se recibe de tonta y se desentiende del planeta. Puedo perfectamente ponerme estas pestañas postizas, maquillarme, y tomar un diario que trae algunas cifras terroríficas de UNICEF».
Después de más de cuarenta años de trayectoria, Susana sigue adelante, reponiendo año a año su show (con excepción de un 2006 sabático) y con nuevos horizontes en mente, como aquel proyecto émulo del que la famosa conductora norteamericana Oprah Winfrey lleva adelante en los Estados Unidos: una revista dedicada a la mujer, Susana, de tirada mensual récord. Nunca abatida, y adorada siempre por el público, continuará llevándose la vida por delante con su desenfado brutal, su frescura innata y su juventud interior intacta. A aquellas que la veneramos, y por qué no a quienes la critican o menosprecian, ella seguirá diciéndoles, como lo hiciera en aquella emblemática y sumamente gay versión del (ya de por sí muy gay) hit de Village People, «YMCA»: «Detrás de todo, sólo hay una mujer».
Teresa Visconti
Como una discípula perfecta de la couturiere francesa Coco Chanel, la aristócrata Teresa Visconti reina en su mansión impecablemente ataviada con los más distinguidos trajecitos de tweed en composé de colores, siempre rematados por capelinas de espléndidos géneros u ocasionales peluquitas à la garçon.
Es Teresa la matriarca de la fortuna Visconti, y deberá soportar la insolencia de la nueva mucama, Celeste, que secretamente enamora a su hijo Franco y lo ata para siempre al quedar embarazada de él. ¡No es posible! Hay que poner un poco de orden. Antes que nada, que Célica, el ama de llaves, le alcance un té; recién entonces podrá Teresa apoltronarse frente a su espejo para quitarse el maquillaje del día y luego aplicar sobre su rostro una serenata de cremas y tónicos con ajustados golpeteos y ejercicios reafirmantes.
—Célica, el cuello me está matando, hágame unos masajes…
Y Célica procede, confundidas sus manos en el dilema de cumplir las órdenes de su patrona, ahorcarla apasionada e irremediablemente o acariciarla con la violencia propia de quien deja por fin correr las revueltas aguas de un amor oculto durante demasiados años. Teresa no lo sospecha, y lo sabrá recién cuando la sumisísima Célica, entregada ya a un desenlace terrible, le confiese sus sentimientos y muera entre sus brazos de ama. Pero para eso falta.
Desde que anda con Franco, la estúpida de Celeste se piensa que es la dueña de la casa. Está muy equivocada. Teresa trama un genial enroque que le permitirá darle a su hija Rita el bebé que Celeste tendrá, al que a su vez hará pasar por muerto. Además podrá aprovechar que la mucamita esa cree ahora ser hermana de Franco, y está por ello a punto de enloquecer de asco. Perfecto. Que Célica siga adelante con sus conjuros de magia negra, que tanto resultado dan.
«Juguemos al cinismo», pensará Teresa, e irrumpe en el cuarto de Celeste con un regio tapado de piel colgando de sus brazos. Es un regalo, vamos, acéptelo, Celeste, pruébeselo… ¡Mire qué bien le queda! ¿Cómo que usted no usa pieles? ¿Pero dónde se ha visto? ¡Pero por favor! Comprende así Teresa de modo definitivo que su mucama no es más que una pobre idiota: se niega a aceptar el espléndido abrigo con el pretexto de que la vida de los animales debe ser respetada y que la crueldad con que se los trata y bla bla bla. Me aburre, Celeste. Usted es como esos imbéciles ecologistas que no quieren que nadie use pieles porque ellos mismos no tienen la plata para pagarlas.
Adelante con el plan. Celeste se queda sin hijo, y la pobre estéril de Rita se lo apropia gracias a la maniobra de Teresa. Todo sale perfecto. Poco a poco, sin embargo, Rita comienza a perder la razón, rehén de la culpa que le provoca estar criando un niño robado. Franco y Celeste siguen creyéndose hijos del mismo hombre y por eso continúan distanciados, pero Enzo, hermano de él, sabe la verdad y la revelará en su momento: el auténtico padre de Celeste es Leandro, el esposo de Teresa, y el de Franco es, en realidad, su tío Bruno. Y Bruno, justamente, es amante de Teresa, y también de un pintor del que contrae sida. Sí, sida. ¿Cómo es posible? ¿Pero entonces yo…? ¿Entonces Teresa también…? ¿Teresa tiene sida? ¿Tengo… sida?
Todo esto es culpa de esa advenediza de Celeste. Me voy a vengar de ella como sea. ¡Célica! Prepare un té para tres y dígale a Celeste que venga a tomarlo con usted y conmigo.
The Nanny
Versión número setecientos mil millones del cuento «Cenicienta», esta sitcom norteamericana protagonizada por Fran Drescher entró al aire en 1993 e ilustró a lo largo de seis años los devenires de una chica judía de clase media baja que resultaba contratada como niñera de una refinada familia británica. El jefe del hogar, Maxwell Sheffield, era un apuesto galán de gran tacto y delicado gusto que de a poco se veía envuelto en un amorío con Fran, con quien, claro, terminaba por casarse.
Drescher, también creadora de la serie, evitó milagrosamente que todo cayera en el olvido que los bodrios y los refritos merecen al darle a su Nanny Fine una personalidad querible y avasallante, que trascendió el aire televisivo hasta ganar un lugar en el imaginario popular. Su voz, aguda como taladro, y su vestuario estrambótico (llegó a lucir un traje fabricado con paquetes de golosinas M&M) eran permanentemente comentados. Con su sitcom Drescher también dio forma a su propia, moderna versión de la genial Lucille Ball, madre y creadora de las sitcoms tal como se las conoce. El torcer de su boca, la picardía en su mirada y la torpeza en los gags típicos de Lucy regresaron de su mano a la TV, reuniendo frente a la pantalla a quienes habían visto I Love Lucy en los cincuenta con sus hijos y nietos, fans de Fran.
La historia de amor entre señor y niñera comenzó a cocerse desde el primer encuentro, y fue tomando color a medida que sus protagonistas fueron desarrollándose en la serie. Ella era escandalosa, ordinaria sin saberlo, muy sensible; él, distinguido, sobrio y algo distante. La improbable princesa de los suburbios terminaba por derretir al témpano europeo y quedarse con su amor (y su platita). El microcosmos de personajes secundarios permitía acolchar los delirantes gags y las inverosímiles ocurrencias de Fran. Niles, mayordomo británico, no hacía más que observar con cáustico humor todo lo que ocurría alrededor de él, incluso la historia entre su jefe y su colega; C. C., socia de Maxwell, peleaba por conquistarlo y vivía medicada y/o ebria, en una versión 0% plus de la memorable Karen de Will & Grace; la familia de Fran practicaba todos los clichés en stock para componer así a la más exagerada familia judía posible; Val, íntima de Fran, era prácticamente infradotada y tenía pésima suerte, redoblando el homenaje a Lucy con la inclusión de «la amiga tonta» (en el caso de Lucy, Ethel).
Grandes figuras e íconos fueron invitados en capítulos de la serie, entre ellos las enormes Cher, Liz Taylor y Bette Midler. En una ocasión, y aprovechando el aire aristocrático de la familia Sheffield, se parodió brevemente a la apoteósica telenovela Dinastía con una Fran/Alexis y un Maxwell/Blake; en muchas otras, la reina de los trolos y también emperatriz de los judíos norteamericanos, Barbra Streisand, fue invocada por Fran, su acérrima seguidora. Los guiños resultaban cómicos para todos y perceptibles para las entendidas, produciendo ese disfrute particular de las cosas hechas, sobre todo, para una.
Verónica Castro
Enfundada en su melenaza caoba, la reina de las telenovelas da vueltas y volteretas mirando a cámara. Contonea la cabeza, toma un peine de fantasía y se lo pasa entre lasciva y juguetona por los abundantes bucles. Corte y la vemos sacándole brillo a un piso, que se confunde con los zapatos de su despreciativa ama. Es la inoxidable presentación de Los ricos también lloran, la telenovela más exitosa de todos los tiempos, responsable de la internacionalización definitiva del género (por primera vez comenzó a ser consumida en Rusia, Israel, Italia y demás, futuras tierras de triunfo para Natalia Oreiro y Thalía) y de su protagonista, «la Vero».
La novela, que paralizaba a la capital mexicana entre las 21 y las 22, horario central hasta entonces ocupado por ese tipo de productos, contaba la historia de Mariana, una pobre y salvaje mujer que cae en la casa de unos millonarios para servirlos y educarse, amparada por la protección de un cura amigo de la familia. No tarda en nacer el amor entre Mariana y Luis Alberto, el primogénito de la familia, un playboy entregado al alcohol, las mujeres y el juego. La apasionada historia de amor entre los protagonistas es tan complicada que se necesitaría un libro entero para dar cuenta de sus peripecias. Mariana se separa varias veces de Luis Alberto. Tiene un hijo con él pero lo oculta y se lo regala a una vendedora de lotería. Luego enloquece. Luego se va a Brasil. Luego vuelve a enloquecer. Luego se reconcilia con Luis Alberto. La trama hace la gran «diecisiete años después» y la vemos casada con Luis Alberto pero infeliz. Aparece una hija adoptiva. Se reencuentra con su hijo Beto cuando éste, a esa altura un maleante, entra a robar en la mansión familiar. En fin, una madeja de enredos tan abundante como la melena de su protagonista que le posibilitó a la mexicana estar en pantalla un año entero sin mella en la audiencia ni en el fervor del público. El éxito la transformó en mina de oro para Televisa, que le encargó protagonizar una serie de novelas al hilo, de las que Verónica sólo llegó a completar El derecho de nacer. Al año decidió expandir sus horizontes y viajar a la Argentina, donde hizo cuatro telenovelones que las abuelas aún recuerdan. En Verónica, el rostro del amor hizo pareja con Jorge Martínez. Luego prestó su caripela para Cara a Cara, Yolanda Luján y Amor prohibido. Volvió a México en 1987 con Rosa Salvaje, el modelo original de la Muñeca Brava de la Oreiro.
Si algo distingue a Verónica Castro de las miles y miles de actrices de telenovela que nos brindaron horas de felicidad es su estilo interpretativo siempre desaforado, su amor por el exceso de rouge, de gritos, de lágrimas y de bofetazos, su criterio estético más amigo del absurdo y el delirio que de cualquier pretensión «realista». Con Castro al mando, la telenovela se revela como la cruza perfecta, de laboratorio japonés, entre la tragedia griega, el cuento de hadas y el chisme de vieja de barrio. Un mundo de fantasía del que nadie quisiera escapar nunca jamás.
Will & Grace
Como la cultura gay en su conjunto, Will & Grace ha pasado de moda de manera estrepitosa y definitiva. Los enredos y confusiones suscitados por la cercanía de un gay y una chica canchera ya no sorprenden ni causan temblores al haberse convertido en pan de cada día para gran parte de la población consumidora de series norteamericanas. Si cuando salió al aire en 1998 la serie parecía arriesgada incluso desde lo comercial, hoy sus capítulos, repetidos hasta el cansancio por varios canales de cable, sólo generan bostezos y gestos de asentimiento.
Will & Grace (Voluntad y Gracia en español, habría que preguntarse quién es quién en esta dupla…) retrata la vida cotidiana del aburridísimo Will, un abogado súper careta, y Grace, su amiga decoradora que durante años creyó en la posibilidad de transformarlo. Son culo y calzón (o culo y bombacha), intimísimos, habiendo incluso vivido juntos durante un tiempo. La sal del programa la aportan los dos personajes «secundarios»: Karen Walker, interpretada por la genial Megan Mullally, y Jack, interpretado por Sean Hayes. Karen es la asistente loca alcohólica reventada y medio putona de Grace. Se la pasa empastillada, haciendo cualquier cosa, sin cumplir con sus deberes y, lo más importante, mortificando a Grace por careta, estúpida e ingenua. Es millonaria, tiene un marido invisible y se pelea todo el día con su mucama latina Rosario, creando escenas que probablemente sean las más memorables de la serie. Jack es una loca loquísima, bailarina, actriza, enfermera y directora de un canal gay (dependiendo de la temporada) que le pone a la serie las plumas y la mariconerie que Will no puede aportarle. Su personaje reproduce todos los estereotipos homofóbicos sobre la comunidad gay. Y ésa es precisamente la causa de su éxito. Will, en cambio, fue pensado como gay civilizado, contenido, que puede mezclarse con todos y todas, e incluso pasar por straight. Sus conflictos y problemáticas son soporíferos. Jack, en cambio, sirve de excusa para la entrada en la serie de las grandes estrellas que aceptaron hacer interesantes cameos: Madonna, Cher, Janet, Jennifer Lopez, Britney. No es casual que la NBC esté considerando lanzar una serie derivada de la original que tenga como protagonistas exclusivos a Jack y a Karen, las versiones extremas, (y en este momento las únicas culturalmente significativas, al menos en carácter de museo) del trolísimo y la fag hag.
Wonder Woman
Más de una habrá intentado girar sobre sí misma y revolear la peluca con la esperanza de sufrir una transformación despampanante. Más de una también habrá soñado con esa melena azabache furioso, con el shortcito de estrellas y el «lazo de la verdad». Para no hablar del avión invisible, las capacidades telekinéticas y los gestos de drag anabolizada. Mucho más que su versión «original» en el cómic de DC y en los dibujos animados de la Liga de la Justicia, conocemos y amamos a la Mujer Maravilla por la serie de TV protagonizada por Lynda Carter entre 1976 y 1979.
La Carter interpretaba a la Princesa Diana, una amazona que se había enamorado de un humano y había decidido seguirlo a los Estados Unidos, para amarlo y protegerlo toda su vida. El hombre en cuestión tenía cierta necesidad de protección: era un militar de alto rango en los tiempos de la Segunda Guerra. Perseguido por los nazis, sus espías y sus aliados, Trevor era rescatado una y otra vez por la sensual Mujer Maravilla, que se parecía increíblemente (a no ser por unas gafas redondeadas y el rodete) a su nueva secretaria Diana Prince.
Los episodios más recordados son los que presentan como villanas a poderosas mujeres capaces de hacer temblar a la imbatible Diana. El duelo de vedettes siempre cautivó a la audiencia, ni hablar cuando las divas en cuestión cuentan con superpoderes. Dos de las más memorables son la Baronesa von Gunther y Fausta Grables, dos superalemanas ligadas con la causa nazi, que enfrentan a la Mujer Maravilla y logran desestabilizarla. Pero nunca tumbarla. La serie era generosa en el rubro fantástico y la Carter sumaba habilidades en cada capítulo. Así, la Mujer Maravilla era inmune a la magia, no podía ser dominada mentalmente, tenía la capacidad de comunicarse por telepatía con su madre si miraba un espejo, era ventrílocua, paraba las balas con el metal indestructible de sus muñequeras (llamado, significativamente, feminum) y podía correr a velocidades indetectables para los radares humanos.
Mucho se ha hablado de las connotaciones feministas de esta acumulación de poderes en una sola mujer, artífice de la victoria americana sobre los nazis de acuerdo con el libreto del cómic. Lo que más se recuerda, sin embargo, no es el esfuerzo de corrección política y el proto Girl Power de la protagonista, sino la lluvia de estrellas, la diadema dorada enmarcando la cabellera y el restallar severísimo del lazo de la verdad.
Xuxa
La generación de niños nacidos entre 1980 y 1990 tuvo la enorme fortuna de haber conocido a la figura más emblemática de los programas infantiles de la historia, Reina de los Bajitos y embajadora del amor que llegaba a diario con su nave espacial a bendecir las pantallas en un recreo de música, color y beijinhos. Xuxa comenzó su carrera como presentadora en la Rede Manchete brasileña, y el suceso de su show fue tal que al poco tiempo grababa su versión argentina, que a su vez era distribuida a todos los países de habla hispana. Sus temas sonaban constantemente en las radios de Brasil, y sus discos se vendían de a millones. Para los niños, era una santa extraterrestre, y a diario se le rezaba cuando daba inicio su Show da Xuxa. En nuestro país tal era el desenfreno de rating que hasta tuvo una fútil imitadora, autoproclamada como Patsy, que llegó a copiarle algunas canciones y que años más tarde sería figura cultuada por las (ya no más) chicas y chicos de la época.
Su carisma alcanzó territorios tan disímiles y distantes como Rusia, Chile y Portugal, atravesando Latinoamérica íntegra. La mecánica del show incluía una apertura memorable en la que Xuxa llegaba desde su galaxia y descendía de su OVNI, engalanada con estrictas botas hasta el muslo y conjunto colorido y geométrico. Luego continuaban, entre otros números, una serie de musicales en los que se lucían las Paquitas, cuerpo adolescente de baile que en su versión local tuvo a una Natalia Oreiro principiante, y también algunos capítulos de dibujos animados, además de juegos con participación del público presente en el estudio.
En la cumbre de su fama surgieron varios escándalos en torno de su persona. Primero fueron los comentarios que la vinculaban sentimentalmente con su manager, Marlene Mattos, de quien se distanciaría en 2002 luego de veinte años de trabajo. El segundo fue la aparición de un film erótico brasileño del año 82, casi desconocido fuera de su país, en el que Xuxa interpretaba a una prostituta cuyo hijo la soñaba teniendo sexo con él. ¡Escandalash! El tercero, típico de la época, ocurrió al conocerse algunos rumores que afirmaban que la música de la conductora incluía mensajes de adoración satanista. Para corroborarlos, una no tenía más que reproducir sus temas al revés, tarea de entre baja y nula complejidad para aquellas adeptas a los discos de vinilo, aunque no así para quienes escuchaban cassette, que debían desmontar la carcasa del mismo, invertir de modo artesanal la cinta magnética, regresarla a su sitio, recomponer la estructura y apretar play con la esperanza de que todo fuera una patraña (por supuesto, lo era). Muchas diseñadoras gráficas y diagramadoras actuales envidiarían el memorable y sutil tono irónico que la revista local Gente imprimió a la portada del número dedicado a analizar el episodio ocultista: el logotipo, tan rojo y firme como de costumbre, sobre la esquina superior izquierda; la foto, primer plano de una Xuxa desbordante de juventud, impresa cabeza abajo; el título, amarillista y salvaje, que en mayúsculas anunciaba: «XUXA Y EL DIABLO».