ABBA

La música pop, en algunas de sus manifestaciones, tiene la capacidad de hacer bailar con desvergüenza y sin miedo; en otras, de hacernos formar coro con amigas, unidas las voces en el afán de gritar un estribillo; levanta el ánimo y destruye los radicales libres que hacen envejecer las células; y, en sus más logrados momentos, todo al mismo tiempo. ABBA forma parte de la selecta dieta musical que más efectos benéficos posee para la mujer y que, comenzada en agosto, suele conducir a un enero de inaudito revoleo. No se trata de un régimen privativo sino que, muy por el contrario, todo lo que involucra causa mucho placer y puede ser consumido irrestrictamente.

ABBA comenzó cuando dos músicos suecos, provenientes de otras formaciones, decidieron crear un cuarteto junto a sus respectivas esposas. El nombre que escogieron surgió al unir las iniciales de los suyos propios:

Agnetha

Björn

Benny

Anni-Frid

Después de un par de éxitos menores, participaron en 1974 del concurso Eurovisión, que todos los años premia lo mejor del pop europeo. «Waterloo», cuya letra construía una historia de amor a partir de referencias a la histórica batalla de Napoleón, consiguió el primer puesto y sirvió como plataforma de despegue para el fenómeno mundial que sería ABBA. En escena lucieron vestuarios inintencionadamente kitsch y se entregaron a una coreografía mínima que cautivó a la audiencia y a los jurados del certamen. «Waterloo» sonó fuerte en Europa, Norteamérica y Australia, donde la fama del grupo se extendió enormemente. Comenzaron a implementar por aquel entonces una técnica de marketing que consistía en saturar el mercado de ediciones y singles, más y más con cada año que pasaba (alcanzaron los nueve cortes al año en 1979, es decir, un promedio de prácticamente uno nuevo por mes). A cargo de los videoclips (de los primeros en la historia) estaba Lasse Hallström, quien luego dirigiría el drama ¿A quién ama Gilbert Grape?

En 1975, extraído de su disco ABBA, publicaron «S.O.S.», uno de sus mejores temas, con perfectas armonías vocales entre Anni-Frid y Agnetha pidiendo ayuda a un amado errante. No contaban con un sentido de lo cursi, hecho notorio en las letras, siempre simples y melosas. Arrival, disco de 1976, mostraba un sonido más cercano al rock, siempre respetando el estilo clásico del grupo. De él se extraerían «Money Money Money» (que continuaba con la tradición de componer el estribillo repitiendo una palabra hasta la demencia, iniciada el año anterior con «I do, I do, I do, I do, I do») y el megaconocido «Dancing Queen», que es bailado desde entonces en todo el planeta y se utilizó como homenaje a la reina Silvia de Suecia por su casamiento ese mismo año. Fue así que, quizá sin saberlo, tocaron para siempre los corazones y los tacos aguja de las queens del mundo, las amas del dancing y de las pistas, ardientes en el fuego de la música disco y la vida nocturna. Al igual que The Beatles, las Spice y Kiss, filmaron un largometraje que recopilaba material en vivo de su gira por Australia e hicieron coincidir su estreno con el del disco ABBA: The Album, dando un golpe de efecto doble y multimediático. Otro de sus temas insignia, «Thank You for the Music», aparecía en la placa; años después sería perpetrado en español con el nombre de «Gracias por la música», al igual que muchas otras canciones del compilado homónimo.

Björn y Agnetha se divorciaron en 1979, dando pie a los primeros síntomas de disolución de la banda. Voulez-Vous, de ese mismo año, coqueteaba con la música disco y el uso de sintetizadores. Para un álbum recopilatorio que le siguió compusieron «Gimme! Gimme! Gimme! (A Man After Midnight)», himno de hambre homosexual por definición que Madonna sampleó famosamente en «Hung Up». Siguieron presentaciones y un par de giras, además de Super Trouper, disco ciertamente reflexivo debido al clima de crisis reinante y menos apoyado en los tics rockeros de otros trabajos. El matrimonio de Benny y Anni-Frid terminaba también, y de la mano de The Visitors, aun más maduro y melancólico, ABBA se despedía para siempre de los escenarios y del mundo de la música. A pesar de infinidad de propuestas económicas de toda clase, nunca aceptaron reunirse.

Amanda Lear

Es ésta la vida de una de las artistas más enigmáticas que se conozcan. Todo lo ocurrido hasta su consagración y su consiguiente devenir en figura pública es un misterio. Por empezar, diversas fuentes ubican su nacimiento en algún punto del período 1938-1947, aunque no hay datos precisos al respecto. Existe igual desacuerdo sobre el sitio, citando algunos la ciudad de Hong Kong, otros Pekín, Saigón u Oslo. No obstante, no son ésas las incertezas que más intrigan: se dice que Amanda Lear es una mujer trans. Según las autobiografías de dos artistas que trabajaron con ella en una serie de espectáculos, en su juventud Amanda se hacía llamar Peki d’Oslo y era un chico alto y muy delgado, de magnética belleza, conocido como transformista y performer. Supuestamente, el representante del grupo de burlesque que integraba pagó su tratamiento y posterior operación; sin embargo, también se atribuye este rol a Salvador Dalí, a quien Amanda conocería años después.

Algo de lo que sí se tiene certeza es que a los dieciocho fue descubierta por Catherine Harlé, dueña de una importantísima agencia de modelos, y poco más tarde adornó con su elegancia interracial las pasarelas de YSL, Coco Chanel y Paco Rabanne. Existe sobre esta etapa bastante consenso: cada paso que Amanda daba hacia la fama la alejaba más y más de las nieblas del secreto. Dedicada plenamente a su carrera de mannequin, cosechó cierto reconocimiento como celebridad. Viviendo en Londres, sobre mediados de los sesenta se integró con fuerte empuje al Swinging London, revolución cultural con epicentro en esa ciudad que promulgaba un estilo de vida juvenil, bohemio y optimista. Los nombres más conocidos y las personas más acaudaladas de la época abrevaban en las fuentes de Carnaby Street, lugar emblema del movimiento, e incluían a The Beatles, The Who y David Bowie, entre otros. Fue con este último con quien Amanda inició un romance que duraría un año y acabaría con ambos prácticamente a los golpes. Estuvo también comprometida con Bryan Ferry, de Roxy Music; de hecho, la tapa del disco For Your Pleasure, de 1973, la retrata como dominatrix de cuero negro y con una rugiente pantera negra a modo de mascota.

En la época del Swinging conoció a Dalí (según algunos, en un nightclub; según otros, como modelo viva para una obra llamada «Hermaphrodyte»), y forjó con él una intensa amistad, además de una relación de mutuas admiración y reverencia que duraría años y años. Mientras tanto, Lear iniciaba su carrera como cantante de música disco, convencida por Bowie. Amparada por prestigiosos productores, editó I Am a Photograph, LP de 1975 que contaba con letras escritas por ella misma y un poco de lascivia orquestal. Europa se dejaba hipnotizar por su presencia felina y extraña, por su voz de barítona. Las pistas levantaban temperatura y la coronaban su disco queen. El éxito del álbum marcó tendencia para las grabaciones que seguirían, siempre con estilo eurodisco y ambigüedad lírica, típica de la pluma de Lear.

Pasados los setenta, siguió grabando con los mismos productores y obtuvo enorme recepción y muy buenas ventas, incluso en Sudamérica. En 1983 conoció al magnate Silvio Berlusconi, quien a través de su cadena de medios la instaló como figura televisiva en Italia, país donde residiría más tarde. Durante lo que restaba de esa década, Lear editó algunos discos más y sobrevivió a un gravísimo accidente automovilístico. También comenzó a desarrollar seriamente su vocación de artista plástica, que la llevaría a exponer por todo el continente europeo y a participar en retrospectivas sobre la obra de Dalí. Durante los noventa buscó imponer un regreso al spotlight musical, fallando en el intento. Continuó su carrera televisiva y mediática en Italia, Francia y Alemania, donde para esas alturas era considerada figura de culto, tanto entre el público masivo como entre los seguidores que la habían visto nacer en los antros.

Musa y confidente de Dalí; top model europea; disco queen y provocativa esfinge musical; Ave Fénix, de vida eterna; diva de procedencia incierta. Sólo Amanda Lear sabe realmente quién es, quién era, quién había sido alguna vez Amanda Lear.

Barbra Streisand

Así como la ven, con su figura de señora de barrio, su nariz egipcia y su porte de vieja progre, Barbra Streisand es la intérprete femenina que más álbumes ha vendido en la historia de los Estados Unidos. Sí, más que Madonna, Mariah Carey, Britney y quien se les ocurra. Sucede que la carrera de Streisand lleva más de cuatro décadas de vida, y a lo largo de este tiempo la nativa de Brooklyn ha editado más de cincuenta discos (¡!). Sus primeros esfuerzos como cantante los hizo en clubes gays de Manhattan, ante pequeñísimas audiencias, para las que interpretaba standards de jazz o clásicas canciones americanas. Su voz nasal y su estilo irreverente pronto le ganaron una estela de fans, lo que la llevó a la televisión, a Broadway, a Hollywood y al infinito.

Barbra interpretó exitosas comedias musicales, protagonizó películas que hicieron estallar las taquillas (como Hello, Dolly!, A Star is Born y Meet the Fockers), se animó a la dirección (en Yentl, en El espejo tiene dos caras y en la lacrimógena, insoportable, pero generalmente alabada El príncipe de las mareas) y no dejó nunca de cantar, de encandilar minorías (la comunidad judía y la comunidad gay le son particularmente afectas; entre los primeros figura notablemente Fran Fine, la niñera de ficción que interpretaba Fran Drescher), y de pelear por lo que consideraba causas justas y nobles.

Beyoncé

Igual que los Jackson, los Knowles forman una de esas familias que han criado a su prole para que alcance la fama. Muy de acuerdo con cierto estilo norteamericano, como aquellos que educan a sus niños con perspectivas presidenciales, papi y mami Knowles decidieron hacer de su hijita mayor una superestrella de la música. Comenzaron por desarrollar en ella algunas destrezas vocales y escénicas, testeándola en concursos de talento infantil y aumentando la exigencia día a día. La amamantaron con clases, coreos y disciplina artística. Según palabras de la propia Beyoncé, su padre la hacía entrenar corriendo en tacos altos y cantando a la vez, todo esto a los doce o trece años. Tenía prohibido bajar la marcha o perder el aire. Este servicio militar drag, que reemplazaba metralletas por stilettos y camuflaje por maquillaje, progresivamente la transformó en una mujer de caminar exagerado y de voz potente, a prueba de balas. Mientras canta, Beyoncé puede bailar, correr o desfilar despampanantemente sin perder un centímetro cúbico de aire, algo de lo que casi ninguna artista pop puede jactarse.

Fue esta Beyoncé entrenada para matar la que, junto con dos amigas y una prima, formó el cuarteto Destiny’s Child, típico conjunto vocal R&B de chicas hot. Ensayaron, siempre tuteladas por el sargento Knowles, con la esperanza de poder venderse a alguna discográfica. Después de un par de años consiguieron un contrato con Columbia y editaron su primer disco en 1998. En 1999 la masividad las alcanzó con real potencia de la mano de su segundo disco y del primer corte de éste, «Bills, Bills, Bills». Se trataba de una canción sobre la independencia femenina, similar a muchas otras de la época, con letras que reprochaban las conductas machistas y la subestimación de las chicas en manos de tipos vagos y/o deshonestos. Para el video recrearon el beauty salon de mami Knowles (que, además de la carrera militar, había seguido la de coiffeur), con secadoras de pie, espejos y sillas giratorias incluidas. El punto candente del clip arribaba empujado por una drag queen (¿clienta?, ¿estilista?, ¿familiar de las chicas?, ¿stalker?) que irrumpía envuelta en una bata y, tan misteriosamente como había llegado, procedía a revolear su peluca a los gritos, para estupor de las Destiny’s y de la concurrencia en general. No conformes con el impacto causado entre las maricas por semejante cuadro de situación, las DC encargaron un remix del tema que encabezó las bandas sonoras de todo buen boliche gay a fines de ese año.

Numerísimas uno en miles de países, editaron varios singles más, entre ellos el famoso «Say My Name» (coreo del clip: voguing intermitente). Entretanto, dos de las integrantes abandonaban el cuarteto, hartas de la mano dura de Knowles. Quedaron B y su prima, a las que se sumaron dos chicas seleccionadas vía casting, como para reconstituir así la formación de cuatro (a la sazón, una de las nuevas había sido extra en el video de «Bills…»). La otra nueva no toleró más que unos meses, mientras que las restantes coagularon en las Destiny’s definitivas. Por su parte, papi Knowles no paraba de sacarle el jugo a la nena (ella se lo sacaba también a él, claro): B participaba en films y grababa las bandas sonoras respectivas, protagonizaba comerciales y campañas, diseñaba y vendía una línea de ropa, componía, producía y arreglaba sus temas musicales. Concha orquesta.

En 2001 las DC presentaron Survivor, disco de ventas multimillonarias y sonido sincopado, más pop que R&B. El tema que le daba nombre parecía dedicado a las ex Destiny’s, con estrofas irónicas que, de hecho, reavivaron una causa judicial contra el padre de Beyoncé. En otro de los temas, «Bootylicious», no sólo sampleaban a Stevie Nicks, iconísima gay de algunas décadas antes, sino que la convocaron para el clip y la pusieron a rasgar su guitarra, rodeada de hip hoperos que usan pantymedias y se desnudan un poquito en cámara.

Separadas por un tiempo, cada una produjo su material solista y lo vendió con más o menos éxito. De los tres, el último en salir a la venta fue el de Beyoncé, quizás estratégicamente. Como adelanto, el primer corte fue «Crazy in Love», tema construido sobre un sampleo retro y escandaloso, asfixiante, con trompetas y griterío. Como para que no quedaran dudas sobre el potencial homosexual de la canción, B cerraba el clip con un desfile de microvestidos Versace en un callejón, muy Naomi de rostro y de caminata. La coreo final era un banquete de poses y manierismos voguers, casi obscenos; y las chicas en las discotecas, al oír los primeros acordes del hit, se abrían camino a zarpazos, empujando a la multitud y hundiendo sus tacos (reales o imaginarios) en el suelo de la pista como si se tratase de la internacional pasarela de Donna Sotto le Stelle.

Un tiempo después, luego de un ¿malentendido? con la comunidad gay, que ella atribuyó a una frase sacada de contexto en la que supuestamente tildaba de anormal al amor homo, debió restituir su relación con las maricas del universo, que de hacerse un estudio financiero figurarían como las seres humanas que más dinero gastan en ella. Para lograrlo, se animó a pedirle permiso al pastor de su congregación en Texas (triple sic) y encaró algunas performances en discotecas estallantes y sudorosas, de esa manera remontando semejante papelón con metros de taco y de extensiones, litros de esmalte de uñas, cumulus nimbus de spray y leguas marinas de chiffon. Nos recuperó con su excesiva femineidad o, mejor dicho, beyoncéidad.

En 2004 las DC editaron un nuevo álbum, bastante malo por cierto, y anunciaron en su gira del año siguiente la separación del trío por tiempo indeterminado. Por supuesto, todo apuntaba a coronar de una vez y para siempre a Beyoncé como la mejor de las tres, como la mejor cantante de todas, de todo el mundo, y como la mejor actriz, y como la mejor de y en todo. Los Knowles, seguramente, habían diagramado el biorritmo de las Destiny’s como un preludio al batacazo de su hija, todo enmascarado siempre con un revoque de cristiano respeto por sus dos prójimas. Así fue que la nena coprotagonizó una reversión de La Pantera Rosa, para nada cómica. Hizo el tema del film, y en el video, ¡qué tremenda que es!, todo era rosa, rosa, rosísima. Todos sus looks, sus accesorios, sus uñérrimas esculpidas, todo absolutamente rosa. El son insistente del tema —y su virtual falta de melodía— marcaría la senda de su próximo disco, B’Day, de 2006. Su composición estuvo teñida por el melodramático papel que interpretó en Dreamgirls, largo que recreaba muy libremente la historia de The Supremes y en el que ella encarnaba a una especie de Diana Ross. Beyoncé rezaba como nunca para recibir su primer Oscar (premio para el que ni siquiera fue nominada, con total e insólita justicia); ese nerviosismo, sumado a los vaivenes emocionales de su personaje, la trastornaron a tal punto que en casi todos los tracks de B’Day grita como una loca desatada, desafiando las leyes sonoras y, por ende, también los bafles más preparados. El público norteamericano, quizá, no estaba listo para ese banquete ultrasónico, y si bien el disco vendió millones, no alcanzó ni en críticas ni en popularidad a su predecesor.

Disconforme con el éxito no tan rotundo de B’Day, Beyoncé lo reeditó con un par de bonus tracks indispensables. El más conocido fue un dúo con la escandalosa de Shakira, en una balada bailable que las ponía a dialogar sobre un macho en común que trataba de timarlas y de hacerlas pelear entre sí. Otro clip escándalo: ambas tiradas en el suelo, mezclando sus cabelleras turgentes, intercambiando caderas en un menear de hipnotismo mutuo, suspirando por un mismo amor. Además de los temas nuevos (algunos en español [¡¡¡!!!]), grabó numerosos videos, también nuevos: en uno se viste y maquilla asistida por dos drags frente a un espejazo; en otro se pone las plataformas más vertiginosas y desfila, desatada, dirigida por Anthony Mandler. No tiene paz. ¿Qué puede decirse, entonces, de la gira con la que presentó B’Day, en la que directamente parece psicotizada, presa de una sobredosis de desparpajo escénico, más Tina Turner que nunca, rodeada de una banda integrada por veintenas de chicas con saxos y bajos? ¿Y de Sasha Fierce, el alter ego drag con el que presentó su tercer disco? ¿Y de los homenajes a (léase: copias de coreografías de). Bob Fosse? ¿Y del notable guante metálico que recorre enteros su mano y su antebrazo izquierdos cual armadura bruñida en el cielo de las travesuras del mañana?

Es ella una de las figuras más icónicas, pero sobre todas las cosas con más potencial icónico, de los años 00, no sólo por las posibilidades infinitas de futuro que otorga su juventud total, sino también porque en ella se condensan muchas de las inspirationals más importantes: Naomi, Tina, Aretha, Eartha, Madonna y más. Beyoncé es poseída en cada show y performance por lo mejor de cada una de ellas y se transforma en Sasha, convenciéndonos instantáneamente de que es nuestra próxima emperatriz.

Boy George

Escandalosa absoluta antes de que existiera la figura de la estrella en problemas, la Boy consumió su fama y su éxito en un lapso tan breve como su meteórico ascenso al estrellato. Nacido en el sur de Londres en el seno de una familia tradicional irlandesa, católica y obrera, la Boy se autocondenó al brillo, al exceso y a la notoriedad desde que era un teenager, convirtiéndose en el primer club kid junto con sus amigas del alma Marilyn y Leigh Bowery. Eran las tres caras más visibles del extravagante movimiento nocturno-musical conocido como New Romantic, que tenía su centro en el elitista Blitz Club, regenteado por Steve Strange. De montada tremenda Boy pasó a probar suerte como cantante, primero como corista de la banda de prototeen pop Bow Wow Wow. El ego de George se sintió rápidamente encarcelado en ese deslucido segundo plano y se encargó de hacer los tejes necesarios para dar origen a una banda que lo tuviera como líder indiscutido. Culture Club se formó a los pocos meses, y en menos de un año se constituyó en uno de los grupos británicos más exitosos de todos los tiempos, a caballo del megahit ralentado «Do You Really Want to Hurt Me?», escrito por Boy como balada de amor dirigida al duro corazón de su baterista y amante Jon Moss. La relación, tormentosa, oculta (Moss era bi y no quería ser conocido como la esposa de George) y plagada de crueldades mutuas, fue el sostén creativo de la banda pero también la razón de su rápido declive. Podríamos decir sin temor a estar errados que Culture Club fue el soundtrack de un romance tórrido, al que acompañó desde su explosivo nacimiento hasta su decadente final. George, haciendo el mismo camino que luego recorrió Amy Winehouse, actuó esa decadencia con convicción, mostrándose en público completamente drogado, incapaz de articular una palabra, entregándose a injustificados accesos de ira y ofreciendo momentos de delirio que sus fans aún hoy atesoran. Como muestra, baste su speech de aceptación del Grammy en 1984, en el pico de su popularidad. Como su futura copycat Winehouse, Boy recibió el premio in absentia, desde su mansión de Londres. La ceremonia en NYC estaba en su mejor momento, pero en el meridiano de Greenwich ya eran las tres de la mañana y la Boy y sus amigas estaban hartas de esperar despiertas, aburridas y dadas vuelta. Cuando le llegó su turno, George se despachó con una honestidad brutal que se volvería usual en sus intervenciones: «Gracias, América. Ustedes tienen buen gusto, tienen estilo y saben reconocer a una buena drag queen cuando la ven». El término, por supuesto, era autorreferencial y aludía a la obvia androginia freak de George, que se travestía jugando alternativamente a la geisha, la tirolesa, la princesa húngara o la rastafari. La prensa, sin embargo, siempre había subrayado su ambigüedad, su misterio (¿?), por lo que esta bofetada de realismo (claro, chicas, ¡yo soy una trava!) cayó pesadísima, al punto de ser indigerible. De manera casi automática, se desplomó la rotación radial y televisiva de Culture Club en Norteamérica y cada vez fueron menos los jóvenes dispuestos a pedir frescamente un disco firmado por una drag en su tienda amiga.

La carrera de Boy siguió a los tumbos, y sus primeros esfuerzos solistas lo vieron acercarse al dance. En numerosas entrevistas a lo largo de muchos años, George cita su primera noche en el Paradise Garage de Nueva York como ocasión de una epifanía. Escuchando una de las memorables pasadas de Larry Levan, la George decidió que ése era no sólo el futuro de la música sino también el suyo propio. Se volvió fanática del house más ácido y de las drogas que solían escoltarlo, y de vuelta en Inglaterra fundó un sello, More Protein (que aludía a su estricta dieta a base de soja y semen, ambas fuentes de proteína), que sería responsable de editar oscuras joyas del dance más subterráneo.

Los años noventa lo vieron más cerca de las pistas que de las bateas, y se consagró con relativo éxito a su rol de DJ y músico electrónico, bajo el sombrío pseudónimo The Twin. En 1995 sacó un álbum más rockero, Cheapness and Beauty, pero se volvía evidente que sus mejores años habían quedado atrás.

Poco importa; Boy siguió y sigue siendo un ícono luminoso, dando que hablar en cada una de sus empresas, ya se trate de la moda, la electrónica, el pop o su conversión al budismo. Para terminar, un breve repaso por dos años ricos en escándalos sonados, aquellos por los que es acaso más recordado (injustamente sin duda) que por el pegadizo coro de «Karma Chameleon» o la crudeza lírica de «Do You Really Want to Hurt Me?» o «The Crying Game».

El año 1985 es uno de drogadicción violenta, en el que protagoniza los siguientes escándalos:

  • Actuación frente a sus majestades reales los reyes de Suecia, en la que no puede concluir ninguna de sus canciones por estar pasado de heroína.
  • Concurre a una fiesta privada de la (entonces) joven Brooke Shields. Cuando llega prende un cigarrillo. Brooke, muy sanita, le dice: «No deberías fumar. No es bueno para tu salud». Boy, muy fresquito, le contesta: «Todas las noches me practican sexo anal y nunca he tenido ningún problema». Mudez y rostro de hielo por toda respuesta.
  • Contratado por el Festival de San Remo para hacer un show en junio de 1985, viaja a Roma. La noche anterior al viaje es noche de fiesta, de encierro y de consumo. Llega al aeropuerto de la capital italiana apestando a heroína. Los perros de la policía se le tiran encima. Boy vive un ataque de nervios y protagoniza un lastimoso llanto público. Los policías lo sueltan al no saber qué hacer con tamaña maricona en llamas.
  • Su padre, harto de su adicción, decide cortar por lo sano: intenta prender fuego la casa de su hijo cuando ambos están dentro de ella… Fue sólo un susto, pero dio una idea del estado calamitoso del cantante (y de las por lo menos cuestionables soluciones drásticas de su familia).

Año 2005: acaso para conmemorar que se cumplieron dos décadas de aquel annus mirabilis, la Boy se muda a NYC y reanuda el desastre:

  • Taboo, musical basado en su vida y que había sido muy exitoso en Londres, fracasa estrepitosamente en la versión de Broadway producida por Rosie O’Donnell.
  • Pelea violenta con Rosie, se dicen de todo.
  • Uso y abuso de drogas nuevamente. La policía encuentra en su departamento una bolsa de cocaína y es condenado.
  • A los pocos meses aparece, pelado y sin maquillaje, visiblemente excedido de peso, barriendo las calles de Manhattan ante la mirada incrédula y cruel de los curiosos. Papelón internacional.

Después de ese reencuentro con las drogas y la fiebre tabloide, la Boy se asienta y retoma serenamente su carrera musical. Hoy, vuelve a preferir una taza de té a una noche de sexo.

Britney Spears

En 1998, Madonna comentó en una entrevista dada al canal Much Music canadiense que su mayor contribución a la historia del rock había sido sobrevivir a él. Podría afirmarse que, en el caso de Britney Spears, su mayor contribución (y su mayor hazaña) en la historia del pop ha sido sobrevivir a sí misma. Lleva Britney diez años de carrera, que por la cantidad de eventos, papelones y éxitos que abarca parecen cuarenta. Ninguna otra figura del espectáculo de los últimos tiempos ha conseguido generar un aparato mediático de tal magnitud y capacidad de crecimiento constante. El famoso sueño americano es, a partir de ella, una fábula de reprochable desarrollo y moraleja ambigua.

Britney debuta, artísticamente hablando, en 1998 y a los diecisiete años con su tema «… Baby One More Time». Videoclip: secundaria yanquísima, Britney colegiala porno con camisita anudada a modo de top, coreo en el pasillo de los lockers, ratoneo al por mayor y sin tapujos. Estalla la piñata pop; ¿qué regalos trae adentro? Una tapa de la Rolling Stone estilo pin-up siglo XXI, un CD de ventas astronómicas cuyo booklet retrata en primer plano la dulce entrepierna de la cantante (hasta ese momento supuestamente inexplorada según sus propias declaraciones) y, sí, cuestionamientos por parte de los Padres y Madres de Familia Norteamericanos Preocupados por el Bienestar Moral de su Prole. Con la cintura que por entonces la caracterizaba, y que parece haber olvidado en una discoteca de Nueva York años después, Britney sortea los obstáculos y se transforma en la estrella del momento.

En 2000 empieza a mostrar la hilacha al calzarse un catsuit de vinilo rojo para el video de «Oops!… I Did It Again». Ya nadie duda de que sea bastante menos inocente de lo que en un momento había tratado de hacernos creer. Sigue sosteniendo que aún es virgen, en medio de rumores sobre cirugías de busto y un noviazgo muy mediático con Justin Timberlake, por entonces cantante del quinteto teen pop *NSYNC. A las órdenes del fotógrafo Herb Ritts protagoniza uno de sus clips más logrados, el de «Don’t Let Me Be the Last to Know», que la encuentra retozando a todo color en una paradisíaca y remota playa mientras su Chongo (con mayúscula) surfea y desde el mar le guiña un ojo con picardía. Está claro que ya no es más la bebota de otrora.

El primer momento de quiebre en su evolución personal y como artista llega en 2001, cuando los productores de hip hop y pop The Neptunes le escriben «I’m a Slave 4 U». Casi tres minutos y medio de beat entrecortado y síncope de orgasmo fundidos. Y el video, en manos del genial Francis Lawrence, muestra una orgía coreografiada en un sauna asiático. Los muros sudan, la ropa cae, Britney gatea. Michimiau. Presenta el temazo en MTV, perdida en la jungla y abrazada a una pitón albina. Termina el noviazgo con Justin y actúa en Crossroads, film olvidable sobre una adolescente agobiada por los dilemas. «I’m not a Girl, not yet a Woman», canción insignia de la película, se transforma en himno de todas aquellas mariquitas que están por salir del closet, así como también de las trannies en potencia.

El 28 de agosto de 2003 el planeta detiene por un instante sus movimientos de traslación y rotación. Madonna, en un beso, extrae de Britney, cual si fuera dulce néctar, la poca inocencia que en ella quedaba aún, y —esto es off the record— la condena y hechiza en el mismo acto. Prácticamente todo lo que Britney encara después de ese momento fracasa o es un escándalo desbocado. In the Zone, de fines de ese año, arranca con el pie izquierdo: un dúo horripilante con la Reina del Pop termina por sepultarla, y si bien consigue tomar algo de aire con la brillante «Toxic» y su traviesísimo video (aplausos para el director, Joseph Kahn), ya nada es igual. Su encanto de lolita en celo quedó atrás, y la mujer que es no halla un canal artístico para su sexualidad que ebulle. Además, y esto no es un dato menor, deja de lado a Max Martin y Rami, sus dos colaboradores de larga data, quedando así despojada de un sonido característico. Si bien In the Zone es un álbum interesante por lo variado de sus estilos, no arroja más de un par de tracks memorables. El público no entiende dónde posicionarla, ni dónde ella misma desea hacerlo.

Comienzan a circular con fuerza rumores que hablan de una Britney fuera de control, que vive de fiesta y consume toda sustancia puesta a su alcance. A comienzos de 2004, en Las Vegas, se casa con un amigo, y pocas horas después anula el acuerdo alegando falta de entendimiento de sus acciones. Primer derrape serio. Poco después se lesiona en un rodaje, debiendo cancelar por eso una gira. La maldición Madonna opera a todo vapor. Se casa con el bailarín Kevin Federline en septiembre, y en noviembre edita su primera recopilación, Greatest Hits: My Prerrogative, que incluye tres temas nuevos producidos por Bloodshy & Avant, responsables en su momento de «Toxic». En 2005 y 2006 continúa el desmadre, incluidos dos partos. Los paparazzi la asedian como hienas, generando toda clase de escándalos e incidentes que no hacen más que añadir leña verde al fuego en el que lentamente arden Britney y lo que queda de su fresco encanto y su prestigio como entertainer.

Si todo esto parecía poco, empieza 2007 ingresando a rehabilitación por un día y rapándose la cabeza ella misma con una máquina eléctrica en una peluquería rodeada por fotógrafos e incrédulos. Se llega a decir que semejante acto de locura y fantasía descontroladas se debe a que su familia y su marido, preocupados por el bienestar de sus dos hijitos, están decididos a someterla a una serie de análisis para detectar en su organismo sustancias ilegales, tras lo que le retirarán la tenencia hasta verla recuperada. Britney, entonces, entiende que debe eliminar de manera definitiva una de las potenciales evidencias en su contra: su cabello, en el que podrían aparecer trazas de drogas, alcohol y demás vicios. Chau pelo, hola postizos, Britney calva. De inmediato se vuelve a internar en una clínica, que abandona poco después y a la que finalmente regresa para completar su tratamiento.

Se divorcia, se mete en miles de líos con y sin paparazzi, es fotografiada sin ropa interior y en estado de sitio mental, pierde finalmente la custodia de sus hijos y, nadie entiende cómo ni cuándo, graba su mejor disco: Blackout. De manera lamentable, este trabajo y su perfección dark pop resultan opacados en los medios por el nivel de escándalo diario que rodea a la cantante, en un caso comparable al de Erotica, de Madonna, que cuando se edita en 1992 es ignorado en favor de una amplia cobertura por la publicación simultánea del libro erótico Sex. Es Blackout testimonio del pesadillesco acontecer diario de Britney, tironeada su débil voluntad entre los jirones de su carrera, sus hijos, las drogas, los medios, su separación y tanto más. Otra performance histórica en MTV: la cantante, visiblemente desorbitada, intenta seguir los pasos de «Gimme More», resbalando en el playback y perdida en las coreos. Eso sí: nadie olvida la gran frase con la que abre el tema, «It’s Britney, bitch!», que se convierte en un latiguillo de toda buena marica.

El año 2008 es el de su anticipado regreso triunfal, al menos para la mayoría del público y los medios, que por mucho tiempo la habían destruido. Con Circus retoma la picante oscuridad de Blackout, aunque más diluida y con notorios guiños a la Britney atrevida de sus inicios. Léase si no en voz alta y cuatro veces al hilo el título del tema «If You Seek Amy», y se entenderá de qué hablamos (fonéticamente, suena casi igual a Eff U Cee Kay Me, es decir, F.U.C.K ME [cogeme]). Se presenta en los Estados Unidos y Europa visiblemente más concentrada que un año atrás, con gran apoyo de su discográfica, que desembolsa a lo grande para un par de clips megaproducidos a cargo de sus dos videastas de cabecera, Kahn y Lawrence.

Así es que Britney, niña hot primero, madre descerebrada después, se ha convertido en figura central del pop, siempre en el ojo de una tormenta que a su paso consiguió arrasar con el ideal norteamericano de joven-ejemplar-que-lucha-por-sus-sueños y los estándares de calidad aplicados al pasteurizado de estrellas de la música.

Cher

Multifacética, inquieta, delgadísima. Algo en esta chica narigona y exótica, de eterna cabellera negra (puede apreciarse este mismo formato de pelucona en Daniela Romo, gran actriz y cantante mexicana), desentona con su marido, Sonny Bono, esposo típico y partenaire en el programa que ambos conducen con gran éxito. Toda Norteamérica espera verlos; es la época de los shows de variedades y de musicales para toda la familia. Los niños y las niñas, instalados frente a la TV con papi y mami, aprenden a decir «¡Cher!» para así saber qué contestar cuando se les pregunta qué quieren ser cuando crezcan. Ella superpone lentejuelas con tacones con flecos con pestañas XXXXL con vozarrón de cacique con ristras hippies. Las jóvenes de los sesenta no dan crédito a semejante desparpajo (verdadero hippie chic, a diferencia de las patrañas post 2000), y para poner a prueba el efecto ensordecedor de los looks de Cher los copian y los sacan a las calles.

Entretanto, grandes luminarias visitan el show. Tina y Cher son nitroglicerina. El matrimonio con Sonny termina, y también el show. Cher intenta continuar sola; cero rating. Su carrera parece detenida, y sus discos ya no venden. Comienza entonces a concentrarse en los films, con su primer gran protagónico en Mask. En él interpreta a una motoquera (!) drogadicta (!!!), madre de un adolescente con una deformación congénita (!!!!!!!!!!!!!!!!!!), y gana el respeto de la crítica. Seguirían la imprescindible Las brujas de Eastwick, film en el que enamora, junto a sus amigas Sarandon y Pfeiffer, a un demonio llamado Jack Nicholson; y la comedia Hechizo de luna, con un papel que le daría su primer Oscar. En 1990 estelariza en Mi madre es una sirena (véase pág. 152), film de iniciación drag por excelencia. Arma revuelo en MTV con provocativos vestuarios de red reveladora; Bob Mackie sigue diseñando casi todo cuanto luce.

Luego de décadas de aciertos y fracasos, llega a uno de los puntos más candentes de su carrera al editar Believe, de 1998, especie de copia de Ray of Light de Madonna, pero sin lo esotérico ni las baladas. En síntesis, mucho peor y bastante mersa. No obstante, el single homónimo desata una nueva oleada de fanatismo, y Cher regresa a la cresta. Toda marica lo baila y canta, imitando con la gola contracturada el vocoder autotuneado que robotiza la voz de la cantante. Gana Grammys, bate miles de récords y lleva a la fama al equipo productor británico Xenomania, autor del tema, que luego trabajaría para Kylie, Sugababes y Girls Aloud. Intenta repetir más tarde el suceso con otro disco bailable, pero fracasa.

A lo largo de los años, Cher ha variado su fisonomía y su imagen de tantas maneras que debería inventarse un nuevo sistema numérico para poder contarlas. Primero dejó atrás su distintiva nariz (una pena irredimible); luego, en lo sucesivo, se sometió a una serie de intervenciones que la convirtieron en otra persona. La Cher original de los sesenta no se parece en absoluto a la Cher que cuarenta años más tarde sigue cantando y grabando discos: esa (esta). Cher se ubica cerquísima de Nacha Guevara, a quien probablemente haya inspirado. En la recta quirúrgica son dos puntos que tienden a unirse. Ambas, en algún momento de la historia, serán gemelas.

Cyndi Lauper

Madrina de la comunidad gay desde sus inicios artísticos, la Lauper es una de las cantantes pop más conocidas en el mundo, sobre todo gracias a sus hits de la década del ochenta. Inusual en el recitar, combina una voz potente y llamativa, aniñada por momentos, con un carácter de lo más irreverente. Su primer disco solista, que compuso en 1983 junto a un grupo de productores, incluía el archiconocido himno «Girls Just Wanna Have Fun», con el que el gran público la identifica adondequiera que vaya. Las chicas del 83, divertidas, y las maricas, engolosinadas con esa nueva voz que les cantaba a ellas y a la parranda, al bullicio, a la fiesta. En algún momento se la imaginó como a una Madonna alternativa, socialmente comprometida, más excéntrica y mucho menos sexualmente agresiva, aunque con poco vuelo comercial (Madonna desplegó sus primeros hits casi a la par de ella y continuó con la astronómica carrera que todos conocen).

No fue hasta 1986 cuando, con True Colors, Cyndi dio palabras y música al sufrimiento y a la frustración de las minorías sexuales instando, por un lado, a mostrar la verdadera esencia de cada uno (los mentados true colors) y, por otro, a formar con ellos un arco iris, una alianza de compromiso y amor que refería directamente al símbolo multicolor de la lucha por los derechos GLTTBIX. En sucesivos discos, de hecho, exploraría diferentes facetas del activismo, con historias sobre marginación y abuso. El mismo interés por los derechos humanos y de las minorías salía a las calles con la Lauper, presente en miles de protestas en todo el mundo, incluidas (y sobre todo) las Gay Parades más diversas.

Recuperando en pos de la visibilidad aquellos bravíos millones de colores, bautizaría, dos décadas después de haber presentado el éxito radial homónimo, su True Colors Tour, una extensa gira por Norteamérica destinada a recaudar fondos y crear conciencia sobre la discriminación y los crímenes de odio de los que la comunidad GLTTBIX era y es víctima, iconos tales como Erasure y Debbie Harry se sumaron al emprendimiento, que tuvo una segunda edición en 2008 con nuevos artistas y compromiso renovado. Mientras tanto, editó Bring Ya to the Brink, disco marcado por un update de sonido. Recobró así el espíritu bailable que otrora la identificara más ampliamente, gracias a productores muy cultuados en el under dance, como Scumfrog y Dragonette. No sólo se escuchaban confesiones en la pista de baile; también estribillos de rebelión y protesta.

Kylie Minogue

Verano en Barcelona. Un macho, una piscina, un clavado perfecto. Nada y emerge, esculpido en agua tibia. Cuerpos, nudismo. Kylie, meretriz del calor y de la lujuria susurrada, reposa sobre una toalla y ronronea lento, lento. Su cutis pulido en marfil desafía los rayos del sol. Minibeats, hipnosis, Kylie… Kylie… Kylie… La canción es «Slow», de lo más fino que el techno pop haya dado, y el video está a cargo de Baillie Walsh. Ninguna otra cantante podría haber hecho propia tan delicada oda al relajo.

Toda ella es una celebración de lo que al gay le gusta: su música, sus looks, sus expresiones frente a la cámara, sus shows, su sensibilidad artística. Es absolutamente inmediata y no propone segundas lecturas sobre su trabajo, dejando de lado visiones políticas y sociales explícitas como las de algunas famosas y controvertidas colegas suyas. Se regodea en y por su pura femineidad, extendiendo y contagiando su aura de mujer a las audiencias.

Véanse por caso las primeras y súper frescas producciones bailables del trío Stock, Aitken and Waterman, como «I Should be so Lucky», «Hand on Your Heart», «Shocked» o «Better the Devil You Know». Revísese asimismo la fantástica colaboración con Pet Shop Boys en el tema «In Denial». (Nightlife, 1999), en el que canta a dúo con Neil Tennant un diálogo franco entre un hombre gay y su hija. Algunos años antes había tenido otra participación estelar, en aquella oportunidad en la recomendada y trágica balada «Where the Wild Roses Grow» junto al crooner australiano Nick Cave.

Impossible Princess (1998) presenta a una Kylie muy a cargo de su música, mezclando canciones indie rock con otras netamente dance. El público no responde, repitiéndose lo que había ocurrido con Kylie Minogue (1994). Así es que la intérprete decide entregarse a las manos mágicas de Robbie Williams y Guy Chambers, quienes colaboran en gran parte de Light Years (2000), discazo bailable y con clara influencia de la era disco. El tema homónimo parafrasea musicalmente el eterno hit «I Feel Love», de Donna Summer. En la gira KylieFever2002 uniría ambas composiciones en un único himno futurista. Los gays del futuro lejano lo corean y lo bailan con sus robots mascotas y sus novios androides.

En 2001 edita su disco más logrado e influyente, el 100.000 por ciento bailable Fever. Ni media balada, ni un atisbo de seriedad (momentito: ¿existe algo más serio que bailar y bailar y bailar?), ni un mililitro de testosterona. Ella es totalmente mujer, y personifica para Fever a una chica pin-up del siglo XXXVII. «Can’t Get You Out of my Head» la hace conocida en todo el planeta, y en su video, dirigido por la visionaria Dawn Shadforth, recorre a medio desvestir diversos escenarios propios de un film de ciencia fricción. «In Your Eyes» transcurre en una discoteca donde las luces invaden la pista, y esta vez la Shadforth recurre a los por entonces muy novedosos paneles lumínicos de LED. Nadie sabe con qué artimañas, pero Kylie convence al raro de Michel Gondry de dirigirle el video para «Come into my World». En él recorre las calles de París y se repite en un loop de sí misma genial y casi pesadillesco por lo interminable.

Pasan Fever y su espectacular tour, hombres de taco incluidos. Los gays necesitan más. Kylie se arriesga con Body Language (2003), disco del que edita el homosexualísimo primer corte «Slow», ya comentado. Apuesta a una modernización de la mítica Brigitte Bardot con las fotografías de Mert Alas y Marcus Piggott, en una sesión elegante y lograda. Sin embargo, y a pesar de ser un disco sólido, parejo y con excelente producción, Body Language no alcanza las expectativas de ventas. Quizá por eso prefiere reservarse y lanzar un compilado en 2004, Ultimate Kylie, para el que colabora con las geniales productoras británicas Xenomania y también con las Scissor Sisters, estas últimas coautoras de su más melancólico, dulce y soñador tema: «I Believe in You». Entre agudos de soprano repentina, la Minogue despacha una de sus más ajustadas performances vocales, que consigue a su vez repetir en vivo sin mayores dificultades.

Llega en 2005 la gira Showgirl, que muy madonnamente —etapa Re-Invention Tour (2004)— muestra a una Kylie repasando sus grandes éxitos. En pleno itinerario le es detectado un cáncer de mama, que la obliga a suspender una serie de recitales en Australia. Más de un año después, y ya recuperada, retoma las fechas pendientes y agrega algunas extra en Londres, con renovado repertorio y vestuario ídem, a cargo de John Galliano en ambas etapas del Showgirl. Uno de los segmentos más aplaudidos y candentes es aquel en el que, para ilustrar la performance del tema «Red Blooded Woman», los bailarines aparecen duchándose sobre el escenario en diminutos slips.

En 2007 sale a la venta X, una combinación de diversos estilos de electro pop contemporáneo que, tristemente, no escapa a las baladas sosas. Algunas joyitas, sin embargo, regala, como «In my Arms» (producido por la sobrevalorada escocesa Calvin Harris), «Speakerphone». (Bloodshy & Avant, tan adelantadas como de costumbre) o la versión 2.0 y mucho más marica de «I Believe in You», titulada «The One» (cover del grupo Laid, aunque con letra algo distinta y producción del dúo de remixers The Freemasons). El tour consecutivo, KylieX2008, visita numerosas ciudades del mundo y muestra a una Kylie absolutamente afianzada en su papel de superestrella del pop. Se encuentra ya en una categoría inconfundible y única; una categoría que escapa a las innecesarias e infructuosas comparaciones con Madonna; una categoría integrada por una mujer que es puramente mujer; una categoría conocida como Kylie Minogue.

B-side: Michael Hutchence. Kylie fue pareja del famoso y atrevido cantante del grupo INXS sobre fines de los ochenta. Su estatus de chica sex symbol cobraba definitivas fuerzas al son de «Suicide Blonde», hit que Hutchence escribió con ella en mente. La separación, a mediados de la década siguiente, encontró a Kylie declarando que con Hutchence había incurrido en más de una actividad ilegal, a lo que él respondió que de su mano ella había descubierto ciertas partes de su anatomía que hasta ese momento desconocía poseer.

Lía Crucet

Mujer titánica, de curvas insoportables, esta gran intérprete de cumbia y ritmos latinos es venerada como ícono viviente de la sensualidad y el desparpajo. Luego de haber transitado las bambalinas de teatros de revista y algunos sets cinematográficos, fue casualmente descubierta como cantante al aceptar un inesperado ofrecimiento por parte del sello Leader Music. El éxito de las primeras sesiones de grabación fue tal que se completó un LP, el cual llevó por polémico título Yo no soy abusadora. Por entonces, la década de 1980 exhalaba sus últimos alientos de lúrex y neón; Lía acompasaba esos vaivenes con su voluptuosidad orográfica, y la gente comentaba azorada sus implantes de silicona, ignorando que se trataba de una pionera regional en su uso.

Comenzados los noventa, continuó el carnaval de sucesos, y Lía era ya una requeridísima figura popular. Asimismo germinaba en el gusto del público una Lía paralela a la Lía cantante, caricatura de sí misma y personaje kitsch. De abundante pelo rubio y exuberancia aniquiladora, no solamente los proliferantes shows de cumbia la presentaban semana a semana. El grupo Los Auténticos Decadentes la invitaba a participar de un clip musical al tiempo que le componía temas para el disco Los colores del amor. Las discotecas Morocco y Bunker contrataban sus shows, para desmayo de toda persona amante de la desmesura. Con su profunda voz, parte ginebra parte trasnoche, Lía daba voz a las mil variaciones musicales del amor pícaramente cándido («La garrapata pega’a», «Chica coqueta»), y a las miles más del amor torturado («Qué bello», «Te amaré a escondidas»).

Sus iridiscentes vestidos sirena, cuyos escotes no sostienen el busto sino que lo ofrecen como en bandeja de lujo, detrás y debajo suyo, constituyen su prenda insignia. Después de haber editado varios discos recopilatorios, en 2006 sacó a la venta Pura sabrosura, placa que incluye «Shh shh» (una de las muy pocas canciones en la historia del sonido en llevar por título y estribillo una onomatopeya), además de «La movidita», original de 1990 y recuperada para la ocasión al compás del reggaetón (o, más bien, reggaetanga).

Michael Jackson

Esta entrada busca reparar una injusticia: incomprensiblemente, Michael Jackson no figura en ninguna lista de íconos gays de las que circulan en las distintas publicaciones especializadas. Se lo reconoce como Rey del Pop, como bailarín inimitable, como escandaloso ejemplar, también como freak superlativo, pero pocas veces es presa de la devoción homo que debería vigilar cada uno de sus pasos lunares. A ver: Michael inventó el falsete para la canción pop moderna; transformó el arte del videoclip y dio inicio al reinado de MTV; nos enseñó a bailar quebrando las piernas, las caderas, las muñecas, el cuello, para no hablar del moonwalking y los juegos gravitacionales de «Smooth Criminal»; nos acercó a los beats sugerentes de la música negra, que combustionan y derriten; concibió un rancho de ensueño, Neverland, en el que se encerró durante años a fantasear, rodeado de una corte de niños, con que el tiempo se había detenido; experimentó con su rostro más allá de los límites conocidos, persiguiendo su problemático deseo de ser una mujer blanca…

La vida de Michael fue un prolijo bordado de luminosos aciertos y negrísimos errores, tan digna del Guinness, el Hall de la Fama y el Paseo de las Estrellas como de la sección policiales y el cuartito de curiosidades. Repasemos algunos de sus puntos:

  • Protagonizó, junto con su adorada Diana Ross, una versión funkie de El mago de Oz, llamada The Wiz, en la que hacía de espantapájaros. Allí conoció a Quincy Jones, quien produciría el primer hito de su carrera solista: Off the Wall (1979).
  • La mala racha empezó a perseguir a Michael en el pico de su carrera. Allá por los años de Thriller (el disco más vendido de la historia), cuando se preparaba para su siguiente disco y hacía giras multimillonarias, empezó a rumorearse que dormía en una cápsula de oxígeno con el fin de retrasar el envejecimiento. Para ese entonces, sus facciones recordaban sólo de lejos a las del niño maravilla que lideraba a los Jackson 5: había llegado a la primera etapa de su metamorfosis y lucía idéntico a Diana Ross. Cuando un tabloide británico anunció que Jackson le había comprado a un hospital los huesos del mítico hombre elefante, la idea de que era un raro se volvió indiscutible.
  • A mediados de los años ochenta ya se había sometido a diversas cirugías reconstructivas, siendo prominente el total remodelamiento de nariz, pómulos y mentón. Alejándose de sus raíces afro, se acercaba a un ideal gatuno cada vez más distanciado de lo humano.
  • A comienzos de los noventa su capacidad para el éxito seguía intacta y lanzó uno de sus álbumes más vendidos: Dangerous, que contenía el recordado «Black or White» y el insoportable «Remember the Time». Para ese momento, Jackson ya había perfeccionado su característico abordaje cinematográfico del videoclip y nos entregaba bodrios interminables con pretensiones historicistas («Remember the Time») o genialidades alumbradas al calor de las nuevas tecnologías (el video de «Black or White» consistía en una sucesión de caras de distintos géneros, razas y edades que se fundían una en otra al ritmo de la música. Entre los rostros estaban el de Michael, cada vez menos humano y el de una jovencísima Tyra Banks). Sin embargo, el video más revelador de esta etapa es el que codirigió junto a Herb Ritts para la sensual «In the Closet», en el que se lo ve enroscado en un duelo quente con una espectacular Naomi Campbell, más gata que Michael pero menos hábil a la hora del contoneo.
  • En el 93, un hito: entrevista televisiva con Oprah, la madre negra de la TV americana, en la que se abre acerca de su desdichada infancia. Según lo que relató en esa ocasión, entre sollozos y cubriéndose los ojos con las manos, el éxito de los fabulosos Jackson 5 escondía un verdadero valle de lágrimas administrado por el padre y manager Joe Jackson. El pequeño Michael era obligado a practicar pasos de baile y a ejercitarse vocalmente hasta altas horas de la noche a punta de cinturón, siendo castigado con severos hebillazos ante la más mínima falla. El resultado lo conocemos: una máquina del baile, el ritmo y el voceo con graves perturbaciones a nivel psicológico y emocional. Ablandado por Oprah, Michael confesó que sentía que nunca había tenido una infancia y que acaso por eso se veía obligado a recrearla en su vida adulta.
  • Tanto teje con la infancia y con los niños (amistad intimísima con Macaulay —otro trastornado genial— incluida) desembocaría en los famosos juicios por abuso, montados por padres inescrupulosos que, después de entregar a sus hijos a quién sabe qué delicias, los usaban de carnada para quedarse con una tajada importante de la fortuna de Jackson. El proceso judicial, que acabó con la precaria salud mental de Jackson y lo hizo adicto a todo tipo de tranquilizantes, contó con la participación de sus amigos estrellas, como el mencionado Culkin, su hermana Janet y su gran amiga Elizabeth Taylor (quien declaró en repetidas ocasiones que había estado en Neverland y había visto a Michael en la cama rodeado de niñitos en actitudes perfectamente normales e inofensivas: tomando chocolatada, mirando la tele, saltando, cantando, jugando al Nintendo).
  • Para ese entonces su hermana Janet era decididamente más exitosa (y más estable). Desde su imprescindible Control (1986), que exhibía un acercamiento a la música urbana más moderno que el que proponía su hermano, se había convertido en una de las artistas femeninas más exitosas, despertando inmediatas comparaciones con sus antecesoras Diana Ross, Patti LaBelle y Donna Summer. Janet era además reflexiva y observadora, y ofrecía unas letras llenas de imágenes perturbadoras, que se proponían despertar conciencia sobre los más variados temas «sociales» (drogas, abuso de mujeres, pobreza, guerra). Es decir, era una cantante con onda y mensaje. Si en los países de habla hispana la suerte de Janet no generó mayores desvelos, en los Estados Unidos fue tan importante como Madonna para la generación de divas del teen pop que se formaron viendo sus videos, cargados de erotismo y magia coreográfica. Britney, Christina y otras la citan como influencia máxima a la hora de repasar sus orígenes. Las carreras de Michael y Janet se cruzaron a grito pelado en uno de los singles de HIStory (1995), un álbum doble de Michael que funcionaba como recopilación pero que también ofrecía un par de temitas nuevos. Entre ellos «Scream», en cuyo video, dirigido por Mark Romanek, Janet y su hermano entablaban una competencia de alaridos mientras comandaban una nave espacial y vestían prendas vinílicas negras que querían indicar «futuro».
  • Michael salió airoso de su primer juicio por pedofilia después de arreglos por fuera de la corte. La opinión pública nunca lo consideró inocente.
  • Entre 1994 y 2002 Jackson se casó dos veces (primero con la hija de Elvis, luego con una enfermera que le trataba el vitiligo) y tuvo tres hijos (dos con la enfermera, uno alquilando un vientre). Los niños recibieron nombres que combinan las palabras «Michael», «Prince» y «Paris», en un verdadero trabalenguas, y sobrenombres accesorios de dudoso buen gusto como «Blanket». (Sábana) para el más pequeño, el mismo que Michael decidió sacar por la ventana de su piso de hotel para mostrárselo a los fotógrafos, ante la mirada aterrada de sus fans (no se le piantó de suerte).
  • El año 2001 significó su retorno a las bateas con Invincible. Una vez más, un video entre megalomaníaco y operático abría la campaña de promoción. Era el minifilm de difusión del single «You Rock my World», en el que Michael volvía a asumir el rol de matón chic y antiviolento que sus fans recordaban de «Smooth Criminal». Una vez más, Jackson derrotaba a sus enemigos por medio del baile, sin tener que mover un dedo, y generaba un miedo inverosímil entre sus oponentes (y deseo igualmente inverosímil entre las chicas del sórdido club). El tema fue exitoso pero no pudo evitar que se extendiera la sensación de que el artista sólo tenía para ofrecer más de lo mismo: rutinas de baile conocidas, contraste entre lo suave y lo brutal, alternancia de ritmos, una impecable sordidez de ficción.
  • En 2008, a veinticinco años de la salida de Thriller y con la intención de volver actual un disco inmejorable, productores de la talla de Will.I.Am y artistas como Kanye West perpetraron nuevas versiones del clásico. El MySpace oficial de Jackson continúa apostando al atractivo de este revival, y no aparecen en el horizonte promesas de nuevo material.
  • Último y trágico acto: a pocos meses de anunciarse el esperadísimo regreso del rey del pop a los escenarios (se planeaban cincuenta conciertos en un estadio londinense para julio de 2009, celebrando su quincuagésimo natalicio) los canales de TV, los sitios de chismes en la web, la radio y los mensajes de texto de tus mejores amigas te daban la imposible noticia. Michael acaba de morir. Las circunstancias son y seguirán siendo confusas, involucrando entre otras cosas irresponsabilidad de los médicos más caros del universo; abuso de calmantes, tranquilizantes y ansiolíticos; un nunca confirmado cáncer de piel y los raptos paranoicos y rayanos en la demencia senil de un Jackson visiblemente deteriorado. Algunas osadas dicen que nada mejor pudo pasarle al ícono que esta temprana muerte. Aducen que si este era el estado de Michael a los cincuenta, pocas cosas gratas podíamos esperar de sus sesenta, ni hablar de los setenta, ochenta y más. La ansiedad que nos genera en este punto alguien como Madonna ya no existe para el joven maravilla. El tiempo borrará sus últimos erráticos años y siempre recordaremos el poder magnético de su perfo y la magia aniñada de su voz.

Mika

«¡Por fin volvió Queen!», habrán pensado muchos cuando, en medio de revivals musicales de todo tipo, Mika dio sus primeros pasos en la música. Si bien ya existían las Scissor Sisters, norteamericanas fiesteras seguidoras de Bee Gees, Elton John y Queen, en la industria estaba faltando un ¿sucesor?, ¿imitador? de Freddie Mercury, ser operesco y rebosante de manierismos vocales y físicos.

Este joven libanés, veinteañero y bastante potro, estudió canto lírico y supo ganarse la vida creando jingles publicitarios y televisivos. Virtuoso compositor, editó primero un EP que incluía el tema «Relax» y que generó intriga en las radios y en la crítica. Al momento de la salida de su disco, Life in Cartoon Motion, ya era una celebridad en todo blog indie pop existente, hecho atribuible a su visitadísimo MySpace y, como siempre, a una campaña de prensa bien armada (que sin lugar a dudas respaldó ese mismo MySpace). Su fama fue creciendo en internet como una peste incontenible. Entonces, cuando editó Life… cosechó enorme éxito local y, más tarde, internacional. La clave: era un personaje ambiguo, amanerado y camp pero nunca dispuesto a hablar de sus preferencias sexuales. La intriga vende.

Las canciones de Mika podrían formar parte de un viejo film musical o de un álbum de la era disco. Por momentos fastidiosos, aunque casi siempre apetecibles, sus temas hacen bailar y cantar como nena gracias a estribillos básicamente perfectos y melodías simplonas y algo aniñadas. En escena soporta con su voz hasta nueve mil saltos de octava por segundo y, esmirriado, sacude su largo cuerpo y su melena de castaños rizos hot. Su público, en gran medida infantil, se debate entre el baile, el minipogo y el griterío lírico estilo Mercury, como en un kindergarten para futuros gaycitos.

Pet Shop Boys

Es posible que no haya representación más perfecta de la promesa de alegría que contiene el pop que el video de «Se A Vida É» que Bruce Weber filmó para los Pet Shop Boys en Río de Janeiro en 1996. Chongos de los más variados colores, tamaños y edades se dedican a fantasiosos deportes acuáticos (surfean, andan en botes de goma, nadan, juegan al voley en el agua, bucean y ¡se tiran de un infinito y paradisíaco tobogán de agua!), mostrando sus bíceps torneados, sus sonrisas de agua de coco y las melenas salvajes desteñidas por el sol. Hay alguna que otra chica espléndida, pero el observador atento sabe detenerse en los contactos y roces entre los jóvenes sementales, que exudan sexo y joi de vivre a cada grito o carcajada. Ya lo dice la canción: ese escándalo de sol, agua, hombres, arena y alegría que puede ser Brasil es el paraíso en la tierra. El tono del hit, marino, meloso, ondeante, acariciador, esconde todo un manifiesto, que los Pet Shop Boys podrían firmar como síntesis de su ética: después de alentar al oyente a salir al sol y olvidar los problemas que aquejan su mente, la canción decide increparlo de modo más enérgico:

Why do you want to sit alone in gothic gloom / Surrounded by the ghosts of love that haunt your room? / Somewhere there’s a different door to open wide / You gotta throw those skeletons out of your closet and come outside.

(¿Por qué querés quedarte solo en una lobreguez gótica / rodeado por los fantasmas de amor que acechan tu cuarto? / En algún lugar hay otra puerta para abrir de par en par / Tenés que sacar los esqueletos del closet y salir).

Vibrante patada en el traste a aquellos que se regodean en su propia tristeza, la canción busca conectar el coming out con un mandato de felicidad, a la que todos estaríamos obligados. Los Pet se paran en el córner opuesto al de otros héroes de la comunidad (¿Morrissey? ¿Michael Stipe?), más proclives al martirio y la autolaceración.

La colaboración con el genial Weber había empezado años antes con otro superacierto. El video para «Being Boring», de 1990, define la década y regala otro horizonte de paraíso, acaso más invernal y nocturno. Vemos un grupo de jóvenes imposiblemente hermosos, cancheros, frescos, sedientos de besos y ardientes de palabras, que se preparan para celebrar una fiesta en una mansión. Se afeitan, se duchan, se llenan de espuma, se entregan a caricias indecibles, a bromas y a las formas más hermosas de la pérdida del tiempo. Digamos que un ocio de este calibre debería estar autorizado para siempre jamás por los dioses (y subvencionado por el Estado). El tema, nuevamente, es ocasión de reflexiones agudas y consejos. Los Pet son verdaderos filósofos posmodernos, presos del ritmo y el tono del comment de blog, más predispuestos a la sentencia chasqueante que al tedioso argumento. En esta ocasión dialogan con el deslumbrante pasado de Zelda Fitzgerald, la increíble esposa de Francis Scott ídem, que daba famosas fiestas en los Hamptons en la década del veinte. La letra de la canción fantasea con esos encuentros nocturnos y habla de los que le toca presenciar al cantante. En ambos casos lo que se rescata es la incandescencia de la juventud, la inconsciencia en lo que respecta al tiempo y sus vicisitudes, la capacidad de hacer estallar los instantes, no tener ataduras y jugar alternativamente al odio y al amor. Lo importante es que de jóvenes nunca nunca «fuimos aburridos».

Más allá de estas dos gemas del videoclip, son muchas las canciones de los Pet Shop Boys que definen certeramente, con elegancia siempre accesible, estados emocionales, situaciones afectivas y caracteres psicológicos propios de la vida urbana y moderna. «Rent» se corona en su perfecto estribillo: «I love you, you pay my rent». («Yo te amo, vos me pagás el alquiler»). «Casanova in Hell» narra la noche trágica en la que un sex symbol desenfrenado no puede hacer correcto uso de su miembro viril. Un verdadero infierno. «Domino Dancing» describe un caliente trío sexual puertorriqueño (dos chicos aman a la misma chica), y retrata la desazón del joven que se comprende engañado, y que al final de la temporada entiende que su gran amor no era sino un amor de verano. El video, filmado en la parte colonial de San Juan en 1988, lleva la sensualidad de los cuerpos jóvenes a punto vapor (la escena final, en la que los dos chongos se agarran a las piñas en la orilla del mar portando solamente sus apretadísimos jeans, fue correctamente interpretada por la derecha norteamericana como un alegato homoerótico rayano en la pornografía. A partir de ese momento los Pet vieron drásticamente reducida su popularidad en el país del norte, siempre a la vanguardia de la pacatería y el puritanismo). «Domino Dancing» representa además el coqueteo más comprometido del grupo con el sonido latino, y se caracteriza por una melodía que sabe mezclar pesadumbre con instinto dance. Obra maestra. Porque, faltaba aclararlo, el cuerpo sonoro de las canciones de los Pet acaso constituya el intento más serio (y más exitoso) de convertir al pop en una de las bellas artes. Son testigos la sensualidad de sus beats, la dramaturgia à la Dinastía de su magia orquestral, el uso entre frío y juguetón de los sintetizadores, el carácter cristalino y refrescante de los coros…

Repitamos: el pop como obra de arte. Los Pet son algo así como la versión radial y televisiva de Gilbert & George (véase pág. 228), de quienes toman tips de estilo y una cierta aspiración conceptual. Tienen, por otro lado, mucho en común con sus antecesores y compatriotas: dos homosexuales algo serios haciendo mariconeadas con la pretensión de ser graves. Tal vez el punto más alto de esta mariconería elevada sea el concierto que dieron en Londres en septiembre de 2004 musicalizando el clásico del cine ruso El acorazado Potemkin. Acompañados por la Dresdner Sinfoniker Orchestra, los Pet coparon la emblemática Trafalgar Square con su delirio sinfónico, gesto que prepararía la reelaboración culta a la que someten a su catálogo en Concrete. Este álbum, grabado en vivo en el Mermaid Theatre en 2006, les dio a Neil Tennant y a Chris Lowe el título de clásicos que tal vez desde el inicio de sus carreras anhelaban. Acompañados por la orquesta de la BBC y con invitados como Robbie Williams y Rufus Wainwright, los Pet revisitaron viejos y nuevos éxitos confirmando su gusto por el manierismo y el melodrama. El experimento resultó en un soundtrack digno de la versión 3.0 de la Fantasía de Disney.