Antony and the Johnsons

I Am a Bird Now. El título del segundo larga duración de Antony and the Johnsons, de 2005, no puede ser más indicado. Antony Hegarty, su líder, canta como un pájaro. O, mejor, vibra como un pájaro, un pájaro que sólo canta de noche. Hay iguales dosis de oscuridad y calidez en las interpretaciones de Antony, que surca los cielos más tenebrosos con la firmeza que sólo la alegría puede dar. Allí donde otros desesperarían y aullarían de dolor, Hegarty trina mansamente, yendo del lamento femenino al estruendo masculino en cuestión de notas. No por nada sus canciones habitan un mundo transgenérico en perpetuo flujo, en el que todos y todas podemos ser chicos, adultos, nenas, señoras, viejos y ancianas, pero también osos, flores, pájaros y fuentes de agua morada.

La irrupción de Antony en el mapa del pop se vivió como una invasión de fantasía y lirismo difícil de digerir, y por eso tanto más fascinante. Premiado en Inglaterra, aclamado por la crítica norteamericana, respetado por colegas disímiles pero encumbrados como Lou Reed, Kate Bush, Marc Almond, Boy George y Björk (con quienes, además, ha colaborado), la voz de Hegarty sigue resultando rara, foránea, y hace estallar toda ilusión de continuidad en los rankings radiales. Sus apariciones en vivo subrayan este carácter anómalo: transidas de teatralidad y exceso calculado, conmueven desde la negrura de los atuendos, la melancolía que exudan las coreos y una presencia escénica que hace pensar en diva de la ópera al borde del retiro.

Lejos de eso, la carrera de Antony recién empieza. Al margen de sus esfuerzos discográficos ha participado como actor en films de distinto calibre, colaborado en obras colectivas y participado en performances y proyectos de otros artistas. Su presencia en el primer trabajo de Hercules and the Love Affair tal vez sea la más urgente de estas intervenciones. Blandiendo su voz como espada de fuego negro, Antony se ha encargado de inyectarle una ráfaga de tristeza al a veces demasiado optimista paisaje del dance.

Arthur Russell

Rara, rarísima, la Russell participó tanto del estilo de vida alternativa como de la escena musical porosa de la Manhattan de mediados de los años setenta. Llegado a la gran ciudad con apenas veintiún añitos, Russell se hizo amiguísimo de Ginsberg, se fue a vivir con Richard Hell y colaboró, en tanto músico nerd (tocaba magistralmente el cello) y espiritual (había vivido en una comunidad budista en California y estudiado la música hindú), con las principales figuras de un underground musical neoyorquino que todavía no sabía de etiquetas ni de estrategias de segmentación del mercado. Su obra, entonces, tuvo su suelo en los cruces orgánicos que se daban entre el dance, el rock y el pop, en días en los que David Byrne podía dedicarse a tener más de una empresa musical, Ginsberg le prestaba su voz a tracks experimentales y John Cage y Philip Glass se interesaban por las incursiones erráticas pero brillantes de fantasía de un joven tímido que hablaba de los ecos de otros mundos.

Esta colocación titubeante, excéntrica, es la que lo vuelve intragable para toda historia de la música dance que quiera ahorrarse sus propios puntos oscuros para presentar una evolución lacia. Las contribuciones de Russell son un bucle duro en esta pretendida continuidad, y destellan como gemas musicales aisladas, incapturables, que sólo han sido incorporadas a la historia del pop recientemente, cuando algunas bandas neoyorquinas (The Rapture, Hercules and the Love Affair) decidieron cortar lazos con la consumada comunión de rock y dance para buscar inspiración en una era en la que las relaciones entre los «géneros» se reducían a torpes coqueteos. Es en ese momento, en el que el deseo de contagio no llega a la fusión, que respira el cello raspado de beats de Arthur Russell.

Su costado más disco le regaló al mundo de las pistas dos títulos que a más de dos décadas parecen recién salidos del horno musical. El primero, «Kiss Me Again», escrito en 1979, fue el primer single disco lanzado por la compañía discográfica Sire (la misma que años más tarde lanzaría a Madonna). Bailable, alocado, salvaje, casi tribal, el tema te vuelve loco y hace pensar que los antepasados africanos de Gloria Gaynor eran sacerdotes y poetas. El segundo, «Is It All Over My Face?», con su cruda referencia a una culminación pegajosa del acto sexual —con consecuencias inmediatas para la capacidad visual por otra parte—, despliega beats que se encienden como luciérnagas bañadas en champagne. En Arthur Russell la música disco es sensible, delicada, como si fuera el soundtrack de confesiones hechas entre susurros.

Pero esta estrella perdida de la música dance no se limitó a hacerle mover el cucu a sus amigos del under neoyorquino. También confeccionó decenas de hermosas y extrañas canciones pop, reunidas en sus trabajos Tower of Meaning (1983), y World of Echo (1986). Todas funcionan como documentos de la combinación salvaje que alentaban las variadas facultades musicales de Russell.

Muerto en 1992 por complicaciones derivadas del sida, Russell fue prácticamente olvidado hasta hace unos pocos años, cuando el interés que despertó en la renovada escena del rock neoyorquino llevó a la reedición de algunos de sus trabajos (The World of Arthur Russell) y a la edición póstuma de muchos tracks inéditos (Calling out of Context). La russellmanía se terminó de afianzar a fines de los 00, con la utilización del hitazo «This Is How We Walk on the Moon» para una publicidad de celulares en el Reino Unido y con el lanzamiento de un documental sobre su vida (Wild Combination, de Matt Wolf) a comienzos de 2008.

Björk

Nació y creció en Islandia, bombardeada por una naturaleza indómita y virgen. Es LA rara entre las raras. En tiempos en los que el exotismo cotiza en bolsa, Bjork se alza con un paquete de acciones cuyo valor crece al calor de sus interminables aventuras discográficas y estéticas. Súmense a su nacionalidad y su ascendencia innuit un nombre que pocas saben pronunciar y que ostenta diéresis; un apellido que ninguna siquiera sospecha cómo pronunciar (Gudmundsdóttir); un disco de folklore islandés que grabó a los doce; otro de jazz, también islandés, con un par de covers en inglés; un carrerón como intérprete punk y, más tarde, indie; un disco producido en 1993 por uno de los genios que el mundo pop más tarde adoptaría (Nellee Hooper); un unplugged para la cadena MTV en el que uno de los instrumentos es un arpa de cristal, es decir, un conjunto de copas llenas con diferentes niveles de agua que vibran en notas musicales al ser friccionados sus bordes; un temita escrito para Madonna junto a Hooper (el denso y acolchado «Bedtime Story»); una banda sonora megadark para un film ídem, protagonizado por ella y dirigido por el torturado danés Lars Von Trier; un brutal vestido de cisne que usó famosamente para una entrega de premios Oscar, firmado por el macedonio Marjan Pejoski; Vespertine (2001), álbum en el que aparecen las maricas techno freaks Matmos y un coro innuit, otro vestido, esta vez del británico Alexander McQueen, bordado en su integridad con cápsulas planas de vidrio llenas con pigmento rojo; Medúlla (2004), compuesto sólo por voces alteradas y pulidas hasta semejar instrumentos de toda clase; una performance en los Juegos Olímpicos de Atenas, en 2004, donde lució un vestido de la griega Sophia Kokosalaki que se desenvolvía y que terminó por cubrir el estadio donde se realizaba el evento; colaboraciones con el überfreak Antony «and the Johnsons». Hegarty; y tanto más.

Y también están sus videoclips, quizás aquello por lo que más se la reconoce a nivel innovación: los robots homosexuales (¿gays?, ¿lesbianos?, ¿travianos?) de «All Is Full of Love». (Chris Cunningham, 1999); los mil piercings y la pornografía velada de «Pagan Poetry». (Nick Knight, 2001); las aventuras amazónicas de «Alarm Call». (Alexander McQueen, 1998); el fantasión culinario y doméstico de «Venus as a Boy». (Sophie Muller, 1993); el musical hollywoodense y colorinche de «It’s Oh So Quiet». (Spike Jonze, 1995); las vitales colaboraciones con Michel Gondry, como «Human Behaviour», «Jóga», «Bachelorette» y «Army of Me».

Derek Jarman

Sin duda uno de los grandes artistas del último cuarto del siglo XX, Jarman transitó con desparpajo radical y extrema sensibilidad los mundos del cine, el teatro, el videoclip, la pintura, la poesía y ¡la jardinería! Siempre comprometido con su visión personalísima, y pujando por la visibilidad de su orientación sexual y de su enfermedad (se enteró de que estaba infectado con HIV en 1986 e hizo pública su condición desde el principio), Jarman creó una obra visual fundamental, arriesgada y llena de hallazgos. Uno de sus hitos es el video que realizó para «It’s a Sin», de los Pet Shop Boys, en el que una abadesa extasiada preside una coreo conventual que representa el encuentro feliz de Breakdance y Los 400 golpes de Truffaut. Dos hileras de camas, estrictamente asignadas a los dos géneros tradicionales, vibran al calor del insomnio de una turba de jóvenes con sed de baile y ánimo confesional. La comunión de música dance y religiosidad, vampirizada por Madonna, es patrimonio original de los Pet y Jarman.

En el otro polo del universo pop, el director colaboró con The Smiths, para quienes filmó dos videos cruciales: «Panic» y «There’s a Light That Never Goes Out», acaso dos de las canciones de The Smiths más recordadas por el gran público, ambas de 1986. En el primero, la cámara de Jarman sostiene un ritmo vibrante, frenético, mientras sigue a un joven por las calles de Londres, estilizadas en sobrio blanco y negro. Eran los años finales del thatcherismo. En el segundo, asistimos a los escarceos de una joven pareja a través de un filtro marino. La historia los persigue hasta un supuesto choque, en el que ambos mueren, abrazados y plenos de amor. Las imágenes no son sensuales de modo obvio. Tampoco son cool. Se trata de un videoclip que aspira al arte, emparentado con la obra fílmica mayor de Jarman. «Mayor» es un atributo que quizá confunda. Jarman filmó casi todos sus trabajos en 8 milímetros, buscando zafar de las presiones y las exigencias de la industria del cine. El formato pequeño le daba libertad de acción y concepción. Le permitía administrar sus tiempos. Así produjo las increíbles:

  • Sebastiane (1976), en la que novela la vida del santo gay por antonomasia, presenta escenas homoeróticas, celebra el amor gay y hace hablar a sus actores en ¡latín!
  • Jubilee (1978), en el que la reina Elizabeth I de Inglaterra es transportada cuatrocientos años en el tiempo para ser testigo del estado de su país a fines de los setenta: desolado, acribillado por el desempleo, en absoluta decadencia, mal gobernado… Se lo considera a su vez un film sobre el punk, movimiento que manifestaría ruidosamente la decadencia inglesa. Figuras del punk como Jordan, Toyah Wilcox y Adam and the Ants participaron como actores. Vivienne Westwood lo detestó y realizó una línea de remeras en su contra.
  • The Tempest (1979), adaptación del hit «realista mágico» de Shakespeare.
  • Caravaggio (1986), que retrata la vida del genial pintor italiano, su obsesión por las prostitutas, los mendigos y otros habitantes de la calle, a quienes usaba como modelos. Es ésta la primera película en la que hace actuar a Tilda Swinton, a quien prácticamente descubre. Tilda había estudiado teatro en Escocia y había formado parte de la Royal Shakespeare Company. Jarman la convence de que lo suyo es el cine. Arranca entonces una historia de mutua admiración, que sólo terminará con la muerte de Jarman. Swinton es hoy una de las actrices más reverenciadas de la industria, respetada por colegas y directores y admirada hasta los gritos por los gays más radicales. Musa de Viktor & Rolf, colaboró con ellos en un desfile inusual en el que todas las modelos llevaban máscaras de la actriz. Intensa, dramática, sublime, Swinton siempre aparece rodeada de un aura de poesía y rareza. Hasta su rol en el tanque de Disney Las crónicas de Narnia, en el que interpreta a la Bruja Blanca, contiene altas dosis de misterio y lirismo. Hollywood y el mundo deben agradecerle a Jarman este oportunísimo casting.
  • The Last of England (1987), en la que poéticamente, inspirado en un cuadro de un prerrafaelista, Jarman retrata la transformación definitiva que sufre la cultura inglesa en la era Thatcher.
  • War Requiem (1988), en la que rehabilita a Sir Laurence Olivier, ya ancianísimo, haciéndole compartir pantalla con Tilda, que interpreta a una inspirada enfermera.
  • Edward II (1991), película sobre el rey más puto del que se tenga noticia.

Jarman sumó a estas intrincadas maravillas visuales conmovedores trabajos en pintura y poesía. Dedicó los últimos años de su vida a diseñar, cultivar y cuidar con ternura el jardín de su cottage en la costa del condado de Kent, a pocos kilómetros de una planta nuclear (¡!, Jarman siempre coqueteó con el fin del mundo). Artesanal bordado de flores, enredaderas y guijarros, el jardín se hizo mundialmente famoso y es visitado una vez al año por los fans del director.

Grace Jones

Barefoot In Beverly Hills. Nace en 1958 en Jamaica. Estudia teatro y es descubierta por una agencia de modelos en Nueva York, que la envía a desfilar a París. Allí, con la también mannequin Jerry Hall, hace de las suyas.

Nightclubbing. Hija de la movida disco de los setenta, fue escultora de sí misma. Sus primeros ensayos musicales apuntan con atino a las pistas de baile, y es nombrada disco queen por la comunidad gay, maravillada por su imagen de estricto salvajismo y su voz de peligrosa fiera.

Portfolio. Jean-Paul Goude, pareja suya, la hace mutar en un robot angulado de ébano lustroso. Gesta miles de Grace Jones posibles, aprovechando cada vez la particularidad absoluta de su rostro, su fisonomía y su presencia. Un tiempo después, Keith Haring la esmalta con sus pinceles en forma de amenazante escultura precolombina.

Don’t Mess With The Messer. Cuando visita la Argentina en los primeros noventa, la asistencia cobra posesión del escenario y las más prestigiosas drags rodean a la cantante en un ritual remoto de intercambio energético.

Slave To The Rhythm. No se amedrenta, no recapacita, no teme. Grace manda de modo orgánico. Su voz contagia como el ébola, misteriosamente, y su imagen, humanamente inclasificable, maravilla y atemoriza por igual.

Bulletpro of Heart. Ha sabido y podido conservar su energía transformadora a través del tiempo, sin por eso perder su más íntima esencia. Grace Jones es una explosión primitiva, siempre mutante, siempre perenne.

Kate Bush

Voz mística de afinación impredecible e impresionante, la Bush emerge en 1978 desde tinieblas de fábula, cual criatura pura expresión. Con joven brío instala el temazo debut «Wuthering Heights» en su Inglaterra natal. ¡Oh, dramaturgia! La heroína de la novela homónima las posee a ella y a su cantar de rara avis en un zigzag de notas y acordes para el desconcierto. ¿Quién es esa chica, hermosa, elástica, que desarma un par de compases de danza clásica y de expresión corporal, en un bosque y de rojo a veces, de marfil y entre bruma y lásers otras?

Todo lo controla y coreografía. Graba en su propio estudio y triunfa por su delicadeza excéntrica. Es inclasificable desde todo punto de vista: hace lo que le place. No hay género musical que pueda abarcarla, pues ella ha copulado con muchos y ha parido el suyo propio. El público británico la venera; el norteamericano comienza a adoptarla a medida que los álbumes se suceden. Artífice del desconcierto, nadie, jamás, la comprende. Suena a intérprete tradicional china, por momentos, y se mueve como una mujer mimo, casi siempre. ¿Sabe que los gays la siguen? Sí, lo sabe: les escribe un par de temas. ¿Y que sus manierismos enloquecidos y sus caras de teatro inspiran legiones? ¿Que ser vilipendiada por extraña no hace más que encumbrarla como ícona? ¿Que esa aparente irrealidad a la que, y desde la que, canta es aquella en la que podríamos muy felices vivir, rodeadas de figuras de cuento, de historias en cambio permanente, de naturalezas sudorosas de novedad?

Matmos

Sus padres los llamaron Drew Daniel y M. C. Schmidt, pero se autobautizaron como Matmos en honor al nombre del lago de baba mala (!) que aterrorizaba a Jane Fonda en Barbarella. Los Matmos son una pareja de músicos experimentales que ha sabido conjugar en sus discos la furia del punk de San Francisco, la suciedad de los darkrooms gays que pueblan la misma ciudad y el hiperintelectualismo de la música concreta, de la que se proclaman herederos. Conocidos por su voraz política de sampleo, se ufanan de haber hecho música a partir de las vibraciones sonoras de fuentes tan diversas como (sin repetir y sin soplar): tejido nervioso de cangrejo, silbidos y besos, agua cayendo sobre platos de cobre, una guitarra eléctrica de cinco dólares, una cirugía de liposucción, un implante de mentón, micrófonos adheridos a una cabellera humana, violines, cajas de ratas, tanques de helio, violas, calaveras, cellos, tubas, un mazo de cartas mezclándose, conversaciones en jacuzzis, interferencias eléctricas generadas por la cirugía láser de un ojo, globos y almohadones que simulan tener flatulencias, ropa de látex fetichista, piedras preciosas de imitación sobre un plato de cerámica, insectos, ukelele, tabletas de aspirina golpeando una batería al ser arrojadas desde el otro lado del cuarto, perros ladrando, gente leyendo en voz alta, etc.

Si después de leer esta lista digna de Guinness se preguntan cómo suenan los discos de Matmos no tienen más que consultar alguno de los siete LPs que han firmado, todos elaborados siguiendo el mismo sistema de sampleo y modificación que les ha valido el mote de «nietos pop de la escuela concreta». Están allí el debut Matmos (1997), el políticamente agresivo The Civil War (2003) o el romántico y profundamente americano The West (1999), en el que exhiben su amor distorsionante por el folk y el country. Tal vez su trabajo más conocido sea el menos escuchable. Se trata de A Chance to Cut is a Chance to Cure, publicado en 2001, en el que sólo usan sonidos grabados en salas de operaciones. ¿El resultado? Canciones que te pasan el bisturí por el cerebelo, como «California Rhinoplasty», en la que los Matmos te hacen bailar al ritmo de una cirugía de nariz tajeada a silbidos, para después obligarte al stop atento, incrédulo ante tanto manoseo de la piel ajena y semejante pornografía de la violencia técnica. En un mundo perfecto, sería el soundtrack de rigor para la serie de FOX Nip/Tuck.

Fascinada por este amor al riesgo, Bjórk los convocó para uno de sus álbumes más íntimos y celulares, el indispensable Vespertine. La química fue buena, y la islandesa los invitó a formar parte de su banda en dos tours mundiales, en los que Drew y M. C. fueron los encargados de aportar la necesaria cuota gay. Son recordadísimas entre los fans las interpretaciones de «Cocoon», en las que el ritmo se generaba por mutua frotación de nuca, estando los Matmos enguantados por un cablerío coronado por un micrófono. Los más obsesivos también recuerdan algunas de las fotos aparecidas en el blog del tour: por ejemplo, la perla en la que Drew Daniel posa alocado frente a las cámaras sosteniendo el discazo de Beyoncé Dangerously in Love. Alto ronroneo.

El año 2006 los encontró orgullosos. Sacaron The Rose Has Teeth in the Mouth of a Beast, un excelente disco en el que les rendían tributo a once figuras del cosmos gay, las más difíciles que encontraron, por supuesto. Se apilan en la lista de tracks, entre otros, el científico Alan Turing, el artista James Bidgood, la escritora Patricia Highsmith, el poeta William Burroughs y el rey Ludwig II de Baviera (el del castillo inspirador del Magic Kingdom de Disney). El homenaje no se limitaba a nombrarlos. Cada tema encerraba en su misma composición un guiño al personaje que le daba título. Así, el correspondiente al rey Ludwig partía de un banquete, el que le hicieron a James Bidgood usaba como material principal una porción de semen, y el de Boyd McDonald recurría a los sonidos de un acto sexual en público.

No contentos con semejante currículum, Daniel y Schmidt sostienen interesantes vidas paralelas. Daniel es un ex go-go boy y amante del indie rock que se graduó en Literatura Inglesa en la Universidad de Berkeley, especializándose en las formas de la melancolía en las letras del Renacimiento. Se desempeña como profesor en la Universidad de Baltimore. Schmidt dirige el departamento de Arte Conceptual del San Francisco Art Institute y se dedica a la música experimental desde hace años.

Quentin Crisp

Militante de un pesimismo marcado y retorcido, el escritor, actor y performer británico Quentin Crisp vivió poco más de nueve décadas como un agudísimo observador de todo lo que lo rodeaba. Los azotes de la vida lo habían convertido en un ser resiliente y combativo, después de décadas de maltrato por su preferencia sexual y sus extravagantes montajes. En los años treinta y cuarenta, por caso, usaba vestidos, uñas pintadas y matizador en el pelo. Llegó, incluso, a hacerse pasar por mujer en un par de ocasiones. No eran años de Marchas del Orgullo, evidentemente, y Crisp solía regresar a casa golpeado, escupido o agitado por haber huido de alguna patota. Ese contexto discriminatorio no hacía más que generar en él ansias crecientes de escándalo y visibilidad; entonces subía la apuesta y el alto de sus tacos; y era agredido otra vez; y así.

En 1968 editó su primer volumen de memorias, titulado The Naked Civil Servant, en referencia a su trabajo como modelo vivo desnudo en ateliers de artistas. Allí recapitulaba sus años de juventud y de desventuras como gay vehementemente negado a permanecer en el closet. Algunos años después, la adaptación televisiva de esos textos causó sensación en ambas orillas del Atlántico, y Crisp se transformó en una estrella, respetada por su ingenio y mordacidad.

En el Reino Unido protagonizó varios espectáculos unipersonales en los que hacía gran gala de su humor sumamente irónico, que todo lo contagiaba. Además, participó en algunos largometrajes, entre ellos en Orlando, con una interpretación de la reina Elizabeth I de Inglaterra ajustada y elegante. Si una de las más sexualmente intrigantes y ambiguas actrices del planeta, Tilda Swinton, protagonizaba como el joven eterno que se volvía mujer, la Crisp en la piel de la bravísima reina virgen complementaba un elenco intencionadamente llamativo.

Wendy Carlos

Si en el imaginario popular los papás del rock & roll son The Beatles y Elvis, la música electrónica tiene a su vez una mamá biológica que se llama Wendy Carlos. Nacida Walter (aclaremos: Wendy es una mujer trans), aprendió a tocar el piano a los seis años en su ciudad natal de los Estados Unidos. Estudió en sus años mozos con varios pioneros del uso del sintetizador, entre ellos Robert Moog, quien daría nombre al famoso instrumento usado por Yes y Pink Floyd, entre muchos otros. Por ejemplo, Giorgio Moroder (otro padre electrónico) colocó una base de Moog en «I Love to Love You Baby», de Donna Summer, himno de y a la lascivia femenina (véase pág. 65). Wendy, por su parte, incluyó Moogs en prácticamente todos sus discos, entre los cuales se destacan varias reversiones de piezas de música clásica, como «Switched-On Bach» (algo así como «Bach encendido»). Su «Sonic Seasonings», una mirada de las Cuatro Estaciones de Vivaldi, estableció las bases (micro)sónicas con las que años después sería dado a luz el sonido ambient. Compuso también música para los superclásicos de Kubrick El resplandor y La naranja mecánica, en cuya banda sonora inició el uso del vocoder, esa especie de filtro de voz robotizante que aparece en «Believe» de Cher y en «Music» de Madonna.

Además de su carrera como compositora, Wendy se dedica a la fotografía de eclipses (excentriquísima), al desarrollo de nuevos instrumentos y sintetizadores y al perfeccionamiento de las técnicas de confección de mapas y planos.