35
El bergantín continuó ardiendo durante horas como una tea encendida sobre el Mississippi. Cuando el sol se elevó por fin sobre el río, tiñéndolo de rosa y de oro, los vecinos que permanecían boquiabiertos en la orilla se encontraron con un esqueleto de madera renegrida que aún humeaba en sus últimos estertores, un monstruo marino que no tardó en hundirse del todo en el agua. Los Garland habían salido de la fonda a todo correr cuando les llegaron los gritos de los ingleses, pero lo único que pudieron hacer fue quedarse de pie a su lado hasta que el río se tragó los restos de los mástiles y del Perséfone no quedó más que el recuerdo. La revelación acerca de la verdadera identidad de su madre dejó a Christopher Garland sin palabras, aunque cuando comprendió lo que había ocurrido, y lo que la había conducido al barco la noche anterior, se dio cuenta de que no podía haber acabado de ninguna otra manera, por mucha desazón que le causase.
Por desgracia, los policías que seguían acampados en el hotel no se mostraron tan comprensivos. La muerte de lord Silverstone, apenas un día después que las del conde de Berwick y lady Hallward-Fraser, aumentó aún más el revuelo si cabe, y a los cuatro amigos y a lady Silverstone no les quedó más remedio que someterse a otro interrogatorio. No obstante, dado que todos los testimonios coincidían, el inspector jefe acabó llegando a la conclusión de que había sido aquel neoyorquino conocido como Ben Wilson quien asesinó al aristócrata, equipado con un sistema de buceo que le había permitido atravesar el Mississippi para atacarle con la intención de robarle su dinero o su reloj. La explicación también sirvió para tranquilizar a Archer, pese a que durante los interrogatorios se enterase de un pequeño detalle que trastocó por completo su universo.
Al llegar a sus oídos por primera vez los nombres de Alexander Quills, Lionel Lennox y Oliver Saunders se acordó de cierto proceso judicial relacionado con su padre que había tenido lugar dos años antes en Irlanda. Y el hecho de enterarse a la vez de que su esposa era la hermana de uno de aquellos hombres supuso un motivo de peso para anunciarle esa misma mañana que, lamentándolo mucho, no podían seguir adelante con su matrimonio. Su sorpresa y su indignación no tuvieron límites cuando lady Lillian se echó a reír como una histérica de puro alivio antes de arrancarse el anillo de casada y devolvérselo, saliendo a todo correr a los jardines para darles la noticia a su hermano y a su madre. Evidentemente, lady Silverstone se sintió tan aliviada como ella, y le prometió a Oliver antes de que este abandonara el hotel con sus amigos que en cuanto acabaran con las últimas formalidades se embarcarían rumbo a Inglaterra para reunirse con ellos.
El olor de las gardenias y de los eucaliptos los acompañó mientras recorrían por última vez el sendero de los robles. Estaban a punto de alcanzar la verja cuando Lionel distinguió por el rabillo del ojo algo que le hizo volverse, encontrándose de nuevo con que una persona los observaba entre la espesura. Ethel había vuelto a aparecer detrás de uno de los árboles, pero en esta ocasión no estaba sola: la mambo Alma la acompañaba.
La sorpresa casi hizo que al joven se le cayera el equipaje al suelo. «Dadme unos minutos», les pidió a los demás antes de acercarse a ellas. Tal como imaginaba, habían acudido al hotel para agradecerles lo que habían hecho por Viola y la tripulación.
—Al menos ahora tenemos el consuelo de que se encuentran en paz —comentó la mambo Alma—. Y también mi madre, aunque haya tenido que esperar casi medio siglo.
—Usted sabía desde el principio que Viola aún estaba viva —dijo Lionel, y no era una pregunta—. ¿Por qué no quiso decírnoslo cuando nos contó lo demás en el pantano?
—Porque le prometí que no lo haría. Cuando regresó a Vandeleur me acerqué una noche a la fonda para hablar con ella sin que nadie nos viera, y le conté que era la hija de May Queen y que mi madre me había hecho partícipe del secreto de su antigua ama. Pero Viola no sabía que seguíamos en el pantano, ni sospechaba que habíamos estado practicando rituales para mantener controlada a su hermana. ¿No te parece que tenía derecho a contaros su propia historia después de haber callado durante tantos años?
—Supongo que sí… pero ¿qué harán a partir de ahora? Dado que todo ha acabado por fin, no tiene sentido que su comunidad continúe viviendo en el pantano, ¿no creen?
—No, me imagino que no —suspiró ella—. Lo he hablado con Boy y los demás esta mañana y están de acuerdo en que nuestra espera ha llegado a su fin. Será todo un reto abrirnos camino en el mundo exterior, pero estoy segura de que saldremos adelante.
Mientras hablaba sus ojos azules seguían clavados en Lionel como alfileres, y no le costó adivinar el motivo. Aquella mujer no necesitaba su magia para leer las mentes.
—No era el momento, Lennox. Las cadenas que tiene ahora mismo son demasiado pesadas para poder romperlas con sus propias manos, incluso si contara con tu ayuda…
—Nunca será el momento —contestó Lionel a media voz—. Le advertí antes de que se marchara que no querría volver a verla nunca más. Y a fin de cuentas, va a estar de lo más entretenida: un matrimonio real en Budapest, un heredero varón que no tardará mucho en concebir… Es poco probable que encuentre un momento para pensar en mí.
¿Cómo podían saber tan amargas aquellas palabras si en las últimas horas no había hecho más que repetírselas? La crispación de sus rasgos debió de ser tan palpable que la mambo Alma, suspirando, alzó una mano para acariciarle la áspera mejilla.
—Theodora y tú sois como planetas condenados a cruzarse una y otra vez en el firmamento, atraídos el uno por el otro pero sin poder escapar de vuestras propias órbitas. Allá donde vayáis, seguiréis sintiendo esa atracción. Es un magnetismo primigenio, casi cósmico. No podrás alejarte nunca de ella, al igual que ella no podrá alejarse de ti.
—¿Le han revelado todo esto sus visiones en el fuego? —preguntó Lionel, y antes de que ella pudiera decir nada añadió—: Si es así, no quiero saber lo que ha visto acerca de nuestro futuro, porque no me hará cambiar de opinión. Ella ha hecho su elección, y yo también he hecho la mía. Ya no tiene sentido preguntarse si podría salir bien alguna vez.
—Como quieras —respondió la mambo suavemente—. No te diré nada entonces, pero ten en cuenta que Theodora sí sabe lo que ocurrirá entre los dos. Me lo preguntó cuando nos quedamos a solas en el corazón del pantano, antes de que te reunieras con nosotras.
Lionel estuvo tentado de preguntar si no habrían sido aquellos presagios los que la hicieron abandonarle, pero prefirió no enturbiar más su último encuentro. Acarició con torpeza la cabeza de Ethel, se despidió de la mambo Alma en voz baja y regresó con sus amigos, que esperaban en silencio en medio del sendero. Cuando estaban a punto de cruzar la verja del hotel, no obstante, pareció pensárselo mejor y se dio la vuelta para comprobar si seguían estando allí, pero habían vuelto a desaparecer como dos espíritus. Y lo único que pudo hacer Lionel fue seguir a los demás hacia el embarcadero con un nudo en el estómago que le recordaba que aquella puerta se había cerrado para siempre.
Volvieron a Nueva York, volvieron a Liverpool y volvieron a Oxford, aunque los ánimos de los cuatro distaban mucho de ser como los que los habían acompañado poco antes en dirección contraria. Fue un alivio bajarse del tren en la estación y comprender que, para bien o para mal, el viaje había tocado a su fin. Pronto estuvieron dentro de un coche de alquiler que se dirigía hacia el sur; Oliver no podía aguantar un minuto más sin ver a Ailish, y Alexander y Veronica estaban tan preocupados por Lionel que no querían que se quedara solo más tiempo del necesario. Las cosas serían muy distintas a partir de entonces, aunque el profesor seguía sin tener claro si aquello les había servido para algo.
—Puede que sea interesante incluir una crónica sobre lo ocurrido con el Perséfone en el próximo número del Dreaming Spires —comentó mientras el coche avanzaba entre la riada de vehículos que se marchaban de la ciudad. El verano había estallado por fin en Oxford y hacía tanto calor que muchas familias preferían pasarlo en el campo—. Hasta ahora no habíamos hablado de sucesos paranormales registrados en Estados Unidos, y probablemente este les resulte interesante a nuestros lectores. La lástima será dar a conocer aún más el hotel de Archer; no soporto la idea de hacerle publicidad a ese tipo.
—Mientras no mencionemos a ese crío del pelo blanco, me daré por satisfecha —repuso su sobrina—. No he podido dejar de pensar en lo que nos contó durante estos días.
—Tampoco yo —reconoció Alexander—. Aún me cuesta creer que mi sospecha fuera cierta. Cientos de años a sus espaldas y sigue con el aspecto de su antepasado Adorján…
—Pero si ha estado reencarnándose… no me puedo creer que esté diciendo esto… su cuerpo no sigue siendo el mismo —contestó Veronica—. Quiero decir que ahora posee la apariencia de un muchacho, pero antes ha tenido que ser un hombre lo bastante adulto para engendrarse a sí mismo, una y otra vez…
—Hay algo que no me acordé de preguntarte antes —le dijo Oliver a Alexander—. Esa noche le explicaste al príncipe Konstantin que había sido su extraño parecido tanto con Adorján Dragomirásky como con László lo que te había hecho adivinar la verdad. Pero nosotros no hemos conocido al príncipe László, ni hemos visto nunca un retrato suyo…
Alexander había pasado tanto tiempo pensando en lo que diría cuando llegara ese momento que tardó un rato en reaccionar. Finalmente, comprendiendo que sería mejor acabar cuanto antes con ello, metió una mano en el bolsillo de su chaleco para sacar un pequeño objeto plateado que relució en su palma cuando se lo enseñó a sus compañeros.
—Este guardapelo —dijo en voz baja— contiene el retrato del príncipe László. Estoy convencido de que os resultará familiar; lo tuvimos delante a diario hace un par de años.
—Es el colgante que solía llevar puesto mi suegra —se sorprendió Oliver mientras le daba vueltas en la mano con un respeto reverencial—. Lo reconocería en cualquier parte.
—Es verdad… Recuerdo que decidiste guardártelo poco antes de que nos fuéramos de Irlanda —asintió Lionel al cabo—. ¿Por qué nunca nos hablaste de lo que escondía?
El profesor no supo muy bien qué decir. Oliver apartó con cuidado la tapa medio desprendida para examinar la pequeña acuarela que había dentro. Pareció confundido.
—Pero no tiene sentido. ¿De qué conocía la madre de Ailish al príncipe László? ¿Y por qué llevaba todo el tiempo su retrato en vez de una fotografía de su difunto esposo?
—Solo tienes que sumar dos y dos, Oliver —contestó Veronica—. ¿No resulta obvio?
A Oliver se le abrió la boca. Miró a Alexander como esperando que reprendiera a su sobrina por atreverse a hacer una insinuación como esa, pero cuando fue evidente que no pensaba negarlo se quedó conmocionado. Al profesor no le quedó más remedio que contarles de una vez la verdad mientras el coche enfilaba Saint Aldate’s detrás de dos carruajes y un vehículo de una funeraria que ralentizaba bastante el tráfico.
—Ahora todo encaja. —Cuando su tío acabó de hablar, Veronica miró a Oliver con ojos brillantes—. Ahora entiendo por qué Ailish posee el don de la psicoscopía, por qué tiene visiones del pasado de las personas cada vez que las toca. ¿Cómo no iba a contar con un talento tan extraordinario la hija de un hombre que es un prodigio en sí mismo?
—¿Por qué no me lo has contado hasta ahora, Alexander? —se indignó Oliver—. ¿Es que pensabas que no tenía derecho a conocer algo tan importante de mi familia política?
—Estuve a punto de hacerlo unas cuantas veces —se disculpó el profesor—, pero no encontraba nunca el momento adecuado. Ten en cuenta que tu suegra me confesó todo esto en la más estricta confidencialidad, Oliver. Por supuesto que pensaba decírtelo más tarde o más temprano, pero temía traicionar la confianza que había depositado en mí…
—¿Confianza? ¡Ailish es mi mujer! ¡Tenía derecho a saber la verdad, y yo también!
—Pero Ailish adoraba a su padre —adivinó Veronica—. O mejor dicho, al hombre que la crio como si fuera su padre. Esta revelación haría que su mundo diera un vuelco.
—La verdad siempre es preferible a la mentira —replicó Oliver—, incluso cuando se trata de una mentira creada para protegernos. ¿No os dais cuenta de hasta qué punto esto lo cambiará todo? Acabo de descubrir que soy un bastardo, ¿y de repente resulta que mi propia esposa también lo es? ¿Una hija ilegítima con sangre real húngara en las venas?
El joven le tendió de nuevo el guardapelo a Alexander, pero él negó con la cabeza.
—Quédatelo —le dijo—. Ahora es tuyo, y también la decisión de contárselo a Ailish o no. Recuerdo que cuando descubrí todo esto me prometí hacerlo cuando alcanzara la mayoría de edad, pero… supongo que en el fondo tienes razón: ahora es tu compañera.
Oliver dudó un momento, pero asintió con la cabeza. Se metió el guardapelo en un bolsillo justo cuando el cochero tiraba de las riendas para detener a los caballos delante de Caudwell’s Castle. Al fin podían distinguir a través de los cristales su familiar silueta dentada, que tras las semanas que habían pasado al otro lado del mundo resultaba curiosamente reconfortante. «Los viajes concluyen con el reencuentro de los amantes —pensó Alexander sin dejar de mirar a Oliver—. ¿Dónde he leído eso? ¿Es Shakespeare?»
—¿Qué vas a hacer, entonces? —quiso saber mientras el cochero les abría la puerta.
—Tengo que pensarlo —repuso el joven—. Por ahora, creo que nada. Veronica tenía razón al decir que esto supondrá una conmoción para Ailish. Creo que lo más sensato será esperar a que nazca el bebé. No quiero que se preocupe por nada ahora.
Estaba a punto de bajar del coche cuando reparó en algo que le hizo detenerse. En el rostro de Lionel había aparecido una expresión muy extraña, una alarma que por una vez no parecía tener nada que ver con su drama personal.
—Lionel, ¿estás bien? —le preguntó—. ¿Por qué te has puesto tan pálido?
—Ese coche —susurró su amigo—. El que acaba de detenerse delante de nosotros. Hemos seguido sus pasos por todo Saint Aldate’s y parece que… —Tragó saliva mientras los demás se inclinaban para mirar el coche en cuestión—. Parece que teníamos un destino común.
—¿De cuál estás hablando? —se sorprendió Veronica—. ¿Del que pertenece a una…?
Se quedó callada al darse cuenta de lo que estaba a punto de decir. A Alexander le pareció que se le abría de repente un agujero en el estómago. Lionel tenía razón: aquel era el coche que habían seguido sin pretenderlo. Un enorme carruaje de color negro con paredes acristaladas, tirado por una pareja de caballos del mismo color. La guirnalda de una empresa de pompas fúnebres relucía en su parte trasera. Dos hombres sacaban en aquel momento un ataúd de su interior, y algunos de los vecinos que recorrían la calle se detenían para prestar atención. Unas ancianas se santiguaron, volviéndose hacia la casa.
«No —pensó Alexander de repente, mirando a un Oliver que había palidecido aún más que Lionel—. Por Dios, no… Que no sea lo que me estoy temiendo…»
—Probablemente haya muerto alguna de las señoritas Smith —oyó decir a Veronica en tono tembloroso—. Son bastante mayores, y recuerdo que una estaba muy enferma…
—Seguro que no tiene nada que ver con vosotros —dijo Lionel, observando con una preocupación cada vez mayor cómo Oliver bajaba del coche con unas piernas que parecían incapaces de sostenerle—. Tranquilízate, Oliver; no puede haber ocurrido nada en Caudwell’s Castle. ¿Cuánto tiempo hemos pasado lejos de aquí? ¿Un par de semanas?
Pero se quedó callado al darse cuenta de que la puerta de la casa se había abierto y la señora Hawkins acababa de aparecer en el umbral. Iba vestida de negro de los pies a la cabeza, y apretaba un pañuelo empapado contra su boca mientras los hombres de las pompas fúnebres se acercaban cargando con el ataúd. Cuando reparó en el otro coche, y vio a los Quills y a Lionel mirándola con semblantes demudados, y vio que Oliver avanzaba como un sonámbulo por el sendero, no pudo contener un gemido de angustia.
—¡Señor Saunders! —Y echó a correr hacia el joven, hecha un mar de lágrimas. Se arrojó en sus brazos sin dejar de sollozar—. ¡Ay, señor Saunders…, lo siento tantísimo…!
—Señora Hawkins —murmuró Alexander reuniéndose con ellos—. ¿Qué ha pasado?
—Una tragedia… Una complicación con la que nadie contaba… Vino el médico, pero por mucho que lo intentó no fue capaz de salvarla… ¡La hemos perdido, profesor Quills!
—No puede ser —articuló Lionel mientras Veronica miraba atónita al ama de llaves—. Esto no… no tiene ningún sentido. No me creo que en cuestión de días…
—Se nos fue —siguió sollozando la señora Hawkins mientras Oliver se soltaba de su abrazo para dirigirse en silencio hacia el recibidor—. Se nos apagó como una vela, y no hubo nada que pudiéramos hacer por ella, nada más que rezar. Sabe Dios lo que quería a esa criatura, una niña preciosa que nunca le habría hecho daño a nadie. —Y alzó sus ojos llorosos hacia Alexander—. ¿Qué vamos a hacer, profesor? ¿Qué será del señor Saunders?
Temblaba de los pies a la cabeza, pero Alexander estaba demasiado conmocionado para tranquilizarla. La dejó con los empleados de la funeraria, que se habían quedado extrañados por lo que sucedía, y entró en casa detrás de Oliver, seguido por Veronica y Lionel. Su amigo subía en aquel momento la escalera, sumido aún en aquel silencio que resultaba mucho más alarmante que un estallido como el de la señora Hawkins. La casa compartía aquella quietud de ultratumba, y casi todas las cortinas estaban echadas.
Cuando alcanzaron el primer piso, encontraron a Maud, la cocinera, apoyada en el quicio de la habitación que pertenecía a Oliver y Ailish. También ella había hundido la cara regordeta entre las manos, y su pecho subía y bajaba entre sollozos.
Oliver entró por fin en el dormitorio, donde se quedó completamente quieto. El sol había iniciado hacía poco su descenso sobre las agujas de la ciudad, despidiéndose con sus últimos resplandores de la alcoba y de la silenciosa figura que permanecía tendida en la cama. Una sábana la cubría por completo, y la débil corriente que soplaba desde el río Isis la hacía temblar sobre su rostro como si aún siguiera respirando. A Oliver no le habría hecho falta acercarse; habría reconocido el delicado contorno de aquella cabeza en cualquier parte, pero aun así consiguió arrastrarse hasta los pies del lecho, apoyando las manos en los muebles que le salían al paso, y aferrarse a uno de los postes de la cama.
Fuera, en alguna de las habitaciones del primer piso, se oía llorar a un bebé. Los demás se habían detenido en el umbral, demasiado aturdidos para reaccionar. Alexander había rodeado con sus brazos al ama de llaves, que seguía hablando entre lágrimas pese a que Oliver no podía entender nada de lo que decía.
—Fue anoche, cuando estaba a punto de acostarme… Estaba rezando cuando la oí llamarme desde aquí, y al subir corriendo a la habitación me la encontré sentada en la cama en medio de un charco de sangre, aún me parece verlo… Mandé a Maud a buscar al médico, y diez minutos después lo teníamos con nosotras; dijo que se trataba de una infección que estaba acelerando el parto, y que con siete meses de gestación era muy difícil que el bebé sobreviviera. Cuando por fin pudimos verlo todos pensamos que estaba muerto, porque no movía ni un dedo… ¡hasta que se echó a llorar!
—Pero la señora había perdido mucha sangre —siguió sollozando Maud—, tanta que ni siquiera tuvo fuerzas para mirarlo. Se nos fue al mismo tiempo que vino su criatura…
Todos los ojos estaban clavados en Oliver. Lo vieron alargar una mano para agarrar el borde de la sábana, tirando de ella lentamente para dejar al descubierto aquel rostro por el que habría dado un mundo.
Ailish estaba tan blanca que podría haber pasado por una escultura de mármol colocada sobre una losa sepulcral. Tenía las manos enlazadas sobre el vientre, que aún conservaba la hinchazón provocada por el embarazo. Oyeron respirar hondo a Oliver un par de veces, aunque para perplejidad de sus amigos siguió sin derramar ni una lágrima.
—Una septicemia, entonces —susurró Alexander, cada vez más horrorizado—. Debió de ser fulminante, pero si la hubieran llevado a un hospital… ¿Por qué no lo hicieron?
—No hubo tiempo, profesor Quills. El médico acababa de decir lo mismo cuando la oímos gemir por última vez, y al volvernos hacia ella comprendimos que se había ido…
—Tenía en la mano una de las cartas del señor Saunders —sollozó Maud—. Antes de caer enferma las iba dejando en la mesilla, todas las que le ha ido escribiendo estas semanas. Las releía antes de dormirse porque decía que la hacían sentirse un poco más cerca de él. «¿Qué hará ahora sin mí?», fue lo último que la oímos susurrar. «¿Cómo va a seguir escribiendo si no me tiene a su lado?»
Lionel y Veronica se volvieron hacia la cama y vieron una docena de cartas sobre la mesilla, unas con el membrete del Oceanic, otras con el del hotel Vandeleur, todas salpicadas de sangre. Una especie de jadeo salió de los labios de Oliver, que de repente cayó de rodillas a los pies de la cama, abrazándose sin decir nada a los tobillos de Ailish envueltos aún en la sábana. Alexander se agachó a su lado, apoyando las manos en sus hombros para tratar de detener los espasmos que se apoderaron de su cuerpo cuando por fin se dio cuenta de que lo que estaba pasando era real, de que aquellos pies contra los que apretaba la cara no recobrarían su calor por mucho que los besara. Pero ni siquiera entonces habló, y eso fue lo que más atemorizó a sus amigos, porque les hizo comprender que al perder a Ailish lo habían perdido también a él. Oliver, el escritor, se había quedado sin palabras.