18
—«Lafayette» —leyó la señorita Stirling sobre la puerta del recinto abierta de par en par, en grandes caracteres de hierro retorcido—. ¿No era también el nombre de una plaza?
—Supongo que llamarían así a los dos sitios en honor a algún tipo importante —le contestó Lionel, dándose la vuelta para mirar la avenida—. Alexander me habló de este cementerio durante el viaje en tren. Me dijo que estaba en una de las áreas residenciales más lujosas de Nueva Orleans, Garden District o Garden Quarter o algo por el estilo, y que todos los vecinos de la zona se hacían enterrar en él. Un cementerio para aristócratas.
—El mismo en el que el señor Garland nos contó que sepultaron a Viola Vandeleur.
No hizo falta que se dijeran nada más. Lionel cruzó el umbral y la señorita Stirling lo siguió de cerca, inclinando su sombrero hacia delante para que el ala cuajada de rosas negras la resguardara de la lluvia. De la verja partía un sendero sitiado por hileras y más hileras de panteones que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, enmascarados por las ramas de unos árboles que susurraban con el viento. Mientras avanzaban se cruzaron con unas cuantas personas que se daban prisa en alcanzar la salida, pero no distinguieron ninguna mancha roja que delatara la presencia de la niña. Las pesadas gotas de lluvia aplastaban sin piedad las delicadas flores colocadas en jarrones delante de las tumbas, y apagaban una a una las velas que marcaban un camino de luz en la penumbra.
—Qué extraño es este cementerio —se asombró la joven—. Casi todo son panteones…
—Alexander me explicó que eso se debe a que la mayor parte de Nueva Orleans está situada por debajo del nivel del mar. Durante las inundaciones que se produjeron hace años, los ataúdes depositados en la tierra a veces eran encontrados a millas de distancia. A los familiares de los muertos no les debía de hacer mucha gracia tener que recogerlos.
La señorita Stirling hizo una mueca de asco, pero antes de que pudiera contestarle se percató de algo que la hizo detenerse. Lionel se volvió hacia ella con cierta impaciencia.
—¿Qué pasa ahora? ¿Teme que pueda ocurrir lo mismo esta tarde? No se preocupe por los difuntos; se necesita mucho más que una tormenta como esta para desenterrarlos.
—No se trata de eso —le respondió la señorita Stirling. Lionel volvió la cabeza en la dirección en que ella estaba mirando, pero no vio nada que le llamara la atención; nada más que la nuca de un hombre que se alejaba por otro de los senderos—. Me ha parecido reconocer a ese hombre —siguió diciendo ella—. Solo lo he visto durante unos instantes, pero…
—¿Es que incluso en Nueva Orleans se las ingenia para conocer a todo el mundo?
—No es de Nueva Orleans. Es de Nueva York, o eso creo recordar. Coincidimos en la propiedad que mi patrón compró hace tres años en Washington Square; era uno de los miembros más veteranos del servicio. No sabía que hubiera dejado de trabajar para él.
—Me pregunto por qué será —contestó Lionel sarcásticamente, y volvió a coger a la señorita Stirling de la mano para que continuara caminando—. Apuesto a que las idas y venidas de su séquito resultan apasionantes, pero ahora mismo tenemos otras cosas de las que ocuparnos. No pienso descansar hasta saber qué quiere de nosotros esa niña.
Mientras tiraba de la joven reparó en un par de sepultureros que en ese momento se disponían a colocar una pesada cruz de mármol sobre una tumba reciente. Lionel se detuvo a su lado para preguntarles si habían visto pasar por allí a una pequeña mulata vestida de rojo, y ellos asintieron con la cabeza señalando hacia la derecha. Caminaron más deprisa entre los panteones, doblaron otras dos esquinas, pasaron por encima de los restos de una pared que se había venido abajo hacía tiempo, y de repente…
—Lo sabía —murmuró Lionel dando un paso hacia uno de los panteones, y después otro—. Estaba seguro de que esa cría tenía algo que ver con nuestra investigación.
Había una palabra esculpida a los pies de la cruz que remataba la construcción: «Vandeleur». Las letras seguían la curvatura del remate superior y debajo se encontraba la puerta, pero no contaba con una reja como las de los mausoleos ingleses sino que la entrada había sido completamente tapiada. Las losas de mármol que la cubrían se habían descascarillado por el paso del tiempo y los ladrillos que había debajo quedaban a la vista, aunque aún podían descifrarse algunos nombres grabados en ellas.
—Es curioso que ninguna de estas inscripciones sea anterior a mil ochocientos —observó Lionel.
—Probablemente los primeros Vandeleur se hicieron enterrar en un recinto cercano a la plantación —le contestó la señorita Stirling—. No era algo extraño en las propiedades europeas de la época, así que me imagino que aquí sucedería lo mismo. Y tampoco creo que este cementerio tenga mucha historia a sus espaldas; está demasiado bien conservado.
—Aunque en este caso, como nos explicó Christopher Garland, no quede con vida ningún Vandeleur dispuesto a asegurar estas losas antes de que se sigan viniendo abajo.
—Tal vez no, pero… los muertos de la familia aún tienen a alguien que los recuerda.
Mientras hablaba, la señorita Stirling se había agachado al lado del panteón. Lionel reparó entonces en que en uno de los dos jarrones colocados a ambos lados de la entrada había un ramo de flores. Violetas empapadas por la lluvia, depositadas como ofrenda con cierta precipitación a juzgar por cómo habían sido aplastados algunos de los tallos.
—Su pequeña amiga —siguió susurrando la señorita Stirling— debe de estar realmente encariñada con los Vandeleur si es capaz de atravesar media ciudad para traerles flores.
—Eso es imposible. ¿Cuántos años puede tener una niña como ella? ¿Diez, como mucho doce? ¿Qué puede importarle esa familia si ha pasado casi medio siglo desde que el último de sus miembros fue sepultado aquí? No tiene ningún sentido, a menos que…
—A menos que no haya venido por voluntad propia, sino para cumplir el encargo de otra persona. Alguien mayor que ella que sí pudiera haber conocido a los Vandeleur.
La señorita Stirling se puso en pie mientras recorría las inscripciones con los dedos.
—Solo aparecen seis nombres en estas losas. Los más antiguos son los de Georges y Marie-Claire Vandeleur, ambos muertos al mismo tiempo, en mil ochocientos cincuenta y tres. Seguramente fueran marido y mujer, y después vienen los nombres de la siguiente generación… —Guardó silencio antes de rozar la losa inferior con el índice—. Mire esto: «Sus hijos Philippe, Viola y Muriel». ¡Tuvieron tres descendientes, no una sola hija! Y justo debajo está…
—«Su yerno William Westerley. Que Dios los acoja en su seno» —concluyó Lionel.
Era extraño pensar que, después de haber cruzado un océano en pos de la historia protagonizada por el capitán Westerley y su tripulación, se encontraban por fin delante del lugar donde descansaba su ataúd vacío. Al otro lado de aquellas losas había una caja forrada de seda que no albergaba más que preguntas sin respuesta, mientras el cuerpo del corsario se descomponía en su sudario de barro del Mississippi. Allí estaban también los huesos renegridos de Viola, cobijando las cenizas de otra criatura que nunca pudo ver la luz del día. Lionel acercó también los dedos para acariciar su nombre, debajo del cual habían sido esculpidas la fecha de su nacimiento, 1837, y la de su muerte, 1862. ¿Quién se había encargado de esa clase de cosas después de que la plantación se convirtiera en una pira funeraria? ¿Lo habría hecho la misma persona que había enviado a la niña al cementerio?
Mientras permanecían callados ante el panteón, se había levantado el viento y la cortina de agua se había vuelto aún más densa. La señorita Stirling acabó diciendo:
—Bueno, es evidente que aquí no hay nada más que hacer. Si la pequeña aún estaba en este lugar, le hemos dado la oportunidad de alcanzar la salida aprovechando que estábamos distraídos. Nosotros deberíamos hacer lo mismo antes de que llueva más.
—¿Quiere que regresemos sobre nuestros pasos en medio de esta tormenta? —le dijo Lionel elevando la voz por encima del viento—. ¿No sería más sensato esperar un poco?
—¿Y dónde, si se puede saber? ¿Ha visto alguna capilla en esta parte del cementerio?
En lugar de responderle, Lionel señaló algo por encima de su hombro. La señorita Stirling se volvió en esa dirección y reparó en otro panteón situado a escasa distancia del de los Vandeleur, que había perdido por completo el muro de ladrillos de la entrada.
—Ah, no, de ninguna manera. ¡No pienso meterme en una sepultura abandonada!
—Deje los melindres para otro momento —replicó Lionel, apoyando una mano en su espalda para empujarla hacia allí—. Cualquier cosa será mejor que seguir a la intemperie.
El sendero se había convertido en un pantano en miniatura. Llovía tanto que a la joven no le quedó más remedio que hacerle caso, acercándose al maltrecho panteón con un brazo levantado para seguir sujetándose el sombrero y recogiendo con la otra mano su vestido empapado. Lionel la siguió después de asegurarse de que no había nadie por aquella zona, aunque lo más probable era que se hubieran ido incluso los sepultureros.
«Aún deben de faltar un par de horas para que cierren —pensó mientras alzaba los ojos hacia un cielo tan oscuro como si se fuera a hacer de noche en unos minutos—. Nos dará tiempo a marcharnos si el cementerio no acaba siendo engullido por el Mississippi.»
—Dios mío, tenemos un aspecto horrible —se lamentó la señorita Stirling. Se quitó el sombrero para pasarse una mano por el complicado recogido, perlado de gotas de lluvia—. No quiero pensar en lo que dirá la señorita Quills cuando me vea. Debo de tener el aspecto de una auténtica sufragista. ¡Puede que hasta se sienta orgullosa de mí!
—Lo dudo mucho —sonrió Lionel sin dejar de mirarla—. Veo más probable que nos tome el pelo preguntándonos qué hemos estado haciendo durante tanto tiempo a solas.
—Turismo por Nueva Orleans. ¿Qué otra cosa podrían hacer en una tarde como esta dos personas tan encantadas de pasar cada minuto de su tiempo juntas como nosotros?
—Tiene toda la razón. Turismo por el lugar más romántico del mundo. Al menos no estamos acompañados de cadáveres aquí dentro. —Lionel señaló los nichos horizontales dispuestos uno sobre otro en las paredes laterales del panteón, en los que no había más que algunos pedazos sueltos de madera de ataúd—. No puede tener ninguna queja: me he portado como un caballero y he buscado para usted el rincón más exquisito de la ciudad.
La señorita Stirling se echó a reír mientras apoyaba la espalda en uno de los nichos.
—No me malinterprete, señor Lennox. Los muertos no me dan tanto miedo como la suciedad que pueda haber en este sitio. Le recuerdo que nuestro primer encuentro se produjo en una necrópolis. A estas alturas tendríamos que estar acostumbrados.
—Un comienzo de lo más prometedor —se mostró de acuerdo Lionel, reclinándose contra la pared opuesta. Aquel panteón era tan estrecho que apenas había espacio entre ellos, y sus piernas se enredaban en los pliegues del vestido de la joven—. Nunca hemos hablado de cómo lo hizo —siguió diciendo pasados unos segundos—. Hemos tenido tantas personas a nuestro alrededor en los últimos días que no he encontrado un momento para preguntarle cómo se las ingenió para espiarme en Egipto. Cuando me atacó en el Valle de las Reinas sabía perfectamente quién era y qué estaba haciendo dentro de la tumba…
—Por supuesto que sí —sonrió la señorita Stirling, dejando el sombrero en uno de los nichos vacíos y la sombrilla apoyada contra una de las esquinas del panteón—. A estas alturas debería saber que me tomo los encargos de mi patrón muy en serio. Durante todo aquel tiempo me alojé en el hotel Luxor, el que estaba enfrente del suyo. De esa manera podía estar al tanto de lo que hacía cada vez que regresaba de la excavación.
—Cómo no —resopló Lionel—. Tenía que escoger el hotel más caro del lugar. No es capaz de renunciar a los lujos ni siquiera cuando se supone que está trabajando, ¿verdad?
—Tampoco es que usted me dejara mucho tiempo para disfrutarlos. He perdido la cuenta de las noches que pasé en la calle por su culpa, siguiéndole por esos antros que tanto le gustaba visitar. ¿Qué problema tenía con las bailarinas de la danza del vientre?
—¿Cómo dice? —dejó escapar él—. ¿También estaba cerca de mí… en esos momentos?
—Claro que lo estaba, y no sabe los problemas que tuve por su culpa. No es que los egipcios estén muy acostumbrados a que las mujeres nos dejemos caer por esa clase de tugurios. Suerte que siempre solía ir acompañada por un par de criados de confianza.
—Bueno, si hubiera sabido que estaba tan deseosa de tenerme con usted en todo momento, me habría mostrado más considerado. Podría haberla invitado a tomar algo en mi habitación, por ejemplo… aunque —añadió cuando ella abrió la boca— teniendo en cuenta lo pobre que resultaría en comparación con la suya, seguramente preferiría ser la anfitriona.
—Es exactamente lo que me disponía a decirle —respondió la señorita Stirling con una sonrisa cada vez mayor—. ¿Ahora resulta que tiene la capacidad de leerme la mente?
—¿Nunca ha oído decir eso de que conviene tener cerca a los amigos pero aún más a los enemigos? Últimamente paso tanto tiempo con usted que dudo que pueda seguir haciendo cosas que me sorprendan. Ya le advertí que es como un libro abierto para mí.
—Supongo que tiene razón: los cerebros maquiavélicos funcionan de una manera bastante parecida. Lo cual me recuerda que todavía nos queda por aclarar una cuestión…
Mientras hablaba la señorita Stirling se había apartado de la pared, acortando poco a poco la distancia que la separaba de Lionel. A él se le abrieron mucho los ojos cuando se encontró de repente con sus manos apoyadas en las solapas de su chaqueta.
—Ah… —consiguió articular sin poder dejar de mirarla—. Me imagino que se referirá a cierto asunto relacionado con un piano. Es mucho más rencorosa de lo que pensaba…
—No puede pretender que me olvide así como así de lo que ocurrió. ¿Realmente no piensa reconocer que se comportó de una manera completamente inadecuada conmigo?
—Yo diría que es lo más adecuado que he hecho en la vida. Aunque no lo crea, aún sigo paladeando el sabor de ese beso. Es mi mayor conquista hasta la fecha.
—Siempre tan obsesionado con saquear tesoros que no le pertenecen —suspiró la señorita Stirling mientras sus dedos ascendían con deliberada calma por las solapas. Él tragó saliva cuando la joven enlazó los brazos alrededor de su cuello—. Creo que no entiende qué me molestó realmente de ese beso —prosiguió en un susurro cargado de intimidad—. Le advertí en Irlanda que no me gusta pelearme por lo que los demás codician sino reclamarlo como mío. Porque yo tampoco estoy hecha para recibir… sino para saquear.
Cuando quiso darse cuenta lo había atraído hacia sí para sellar sus labios con otro beso que le arrebató el escaso aliento que quedaba en sus pulmones. Lionel se tambaleó contra su cuerpo, demasiado perplejo para reaccionar. Las manos de la señorita Stirling se posaron a ambos lados de su cuello para asegurarse de que no se alejaba, aunque él no lo habría hecho ni aunque le fuera la vida en ello. La sangre parecía incendiársele más en las venas con cada movimiento de aquella boca en la que se estaba hundiendo, y que le besaba de una manera completamente desconocida, más lenta y más profunda que nada que hubiera experimentado antes. Era un beso capaz de hacer que le temblaran las piernas, que recorría su cuerpo como un cosquilleo hasta las puntas de los pies. ¿Cómo era posible que aquello le pareciera lo más erótico que había vivido en toda su vida?
«Maldita», pensó Lionel casi con rabia, agarrándola bruscamente por las caderas para apretarla contra su cuerpo. Había olvidado dónde se encontraban, había olvidado la tormenta que sacudía Nueva Orleans y los huesos de los Vandeleur que descansaban a unos metros de distancia y hasta a los amigos que estaban esperándole. Cuando la joven por fin se apartó un poco, y los dos abrieron los ojos a la vez, Lionel se sorprendió del reflejo que le devolvían sus iris: el rostro de un hombre consumido por un hambre voraz.
—No entiendo cómo ha podido hacerlo —logró susurrar contra su boca—. No entiendo cómo ha conseguido que la desee tanto desde el mismo instante en que nos conocimos.
La señorita Stirling dejó escapar una suave carcajada parecida a un ronroneo que solo logró provocarle más. Lionel no entendía cómo era capaz de resistir la tentación de subirla al altar adosado a la pared del panteón para hacerla suya de una condenada vez.
—¿Tan cegado puede estar un hombre por la lujuria? ¿Qué hay de lo que le hice en el Valle de las Reinas? ¿Qué hay de Carmilla, de la princesa Meresamenti, del espejo que le robé?
—Me dan exactamente igual —le aseguró Lionel a media voz—. Ninguna de sus maldades hará que deje de estar hambriento de usted. Por retorcida que sea, por mucho que disfrute haciéndome sufrir…, la deseo más de lo que nunca he deseado a una mujer.
Desesperado, se agachó para capturar de nuevo la boca de la señorita Stirling, pero ella se apartó antes de que lo hiciera. Sus oscuros ojos relucían divertidos.
—Eso es exactamente lo que pretendía hacerle decir —susurró dando un paso atrás.
Lionel, confundido, abrió la boca para preguntarle de qué hablaba, pero lo adivinó en cuanto la señorita Stirling volvió a apoyarse en la pared con una sonrisa triunfante.
—Resulta fascinante presenciar cómo pierde el control alguien como usted. Parece que este libro abierto aún cuenta con capítulos capaces de sorprenderle, señor Lennox…
—¿Qué diablos está diciendo? —Lionel la observaba con la respiración aún alterada—. ¿Ahora resulta que esto no era más que un juego para usted?
—Oh, vamos, no se lo tome tan a la tremenda. Simplemente quería demostrarle que no me conoce tanto como creía, pero será mejor dejar esta conversación para más adelante. Deberíamos aprovechar que la tormenta ha amainado para marcharnos de aquí.
Dicho esto, la señorita Stirling se puso de nuevo el sombrero, recogió la sombrilla y estaba a punto de abandonar el panteón cuando se dio cuenta de que Lionel no parecía dispuesto a seguirla. Al volverse observó que ni siquiera se había movido.
—No juegues conmigo, Stirling —le advirtió en un susurro—. Sírvete de tus encantos cuanto quieras con los demás hombres, pero a mí no trates de manejarme a tu antojo. No pienso ser el pelele de una mujer que un día me da una de cal y al siguiente una de arena.
—Por favor, eso ha sonado realmente melodramático —se rio la joven—. Pero puedes estar tranquilo; en este beso había tanto sentimiento como en el que tú me robaste a mí.
Hubo un momento de silencio, y después Lionel dijo:
—No sabes lo que daría a cambio de que eso fuera cierto.
La sonrisa de la señorita Stirling se esfumó poco a poco cuando le alcanzó el sentido de sus palabras. Su expresión divertida fue sustituida por el desconcierto, pero Lionel se sentía demasiado cansado de repente para añadir nada más. Salió del panteón sin molestarse en mirarla de nuevo, deseoso de abandonar aquel lugar donde sus esperanzas habían sido tan pisoteadas como las violetas del jarrón que no pudo evitar tirar de una patada cuando pasó al lado de la sepultura de los Vandeleur.
—Lennox —oyó decir a la señorita Stirling a sus espaldas. También ella salió del panteón, corriendo para que no la dejara atrás—. ¡Lennox, espera un momento, por favor!
—Me imagino que nos veremos esta noche en el pueblo. Que tengas un buen viaje.
—No, Lennox, espera. ¡No quiero que nos separemos de esta manera! ¡Escúchame!
Pero la lluvia era clemente y lo envolvía todo en un ruidoso manto de agua que no le permitía entender lo que decía.